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Indígenas y medio ambiente
 

La polémica sobre un hotel de lujo en Tayrona enfrenta a quienes ponen el acento en el desarrollo económico con los que juzgan más urgente la protección al medio ambiente y a las culturas indígenas. Por supuesto, los defensores insisten en que estos proyectos, como los mineros, pueden someterse a reglamentaciones y exigencias claras, para que no afecten el medio ambiente ni se violen los derechos de las comunidades.

Los opositores, sin desconocer posibles ventajas económicas, se apoyan en la constitución de 1991, con su énfasis en el reconocimiento y la protección de la diversidad. Aunque la zona del proyecto está fuera del resguardo y allí no viven los indios, es parte de su ambiente vital y está incorporada a su cultura. Aunque allí ha habido algo de turismo, el hotel puede llevarlo a unos niveles en los que tendra fuerza para erosionar la comunidad y su cultura.

Por esto hay que tomar en serio los temores de los indígenas. Aunque el cambio es inevitable, incluso en grupos con tanto apego a sus tradiciones como las de la Sierra Nevada, un país que vive en tierras que antes eran todas de los indios, y que las arrebató en 500 años de violencia y expropiaciones, tiene la obligación moral y política, más que constitucional, de dejar que sean las mismas comunidades las que definan el ritmo de sus transformaciones. Imponerles una solución, contra la opinión que expresen en un proceso calmado y serio de consulta, a nombre de un tenue efecto sobre el bienestar de los demás colombianos, no tiene justificación, a menos que haya argumentos contundentes para hacerlo.

Y esos argumentos no parecen existir. Las perspectivas de éxito del turismo ecológico mejoran si se cuenta con el consenso indígena. Unos hoteles hechos contra la voluntad de los nativos, en un parque natural lleno de invasores y de tierras con títulos dudosos, contra los que nada ha podido nuestro débil Estado, como no pudo impedir la acción paramilitar contra los indios, darán una imagen negativa al turismo ambiental, en un momento en el que crece en el mundo la conciencia de que hay que disfrutar la naturaleza protegiéndola y respetando a sus dueños originales. No es el único sitio en el área para este tipo de empresas, y el apoyo indígena sería un elemento más a favor de Colombia como destino turístico. Aplazar un poco las ganancias, como en la minería, donde lo que no se saque hoy se sacará mañana con mejores técnicas y mejores precios, puede ser lo mejor.

Durante el gobierno de Virgilio Barco, de un país cuyas tierras se quitaron a los indios para llenarlas de vacas, y se manejaron en gran parte sin cuidar la naturaleza, el Estado hizo un acto de compensación de la deuda con las comunidades indígenas, al reconocer su propiedad sobre inmensos resguardos, en zonas de selvas más o menos originales. Esa decisión, una profunda y callada revolución, pasó a los indios la carga de proteger lo que no era capaz de defender el Estado, para evitar la quema de la selva y su conversión, mediante colonización y venta de mejoras, a nombre del progreso, en latifundios que creaban más pobreza que riqueza, como había ocurrido en el Caquetá y estaba pasando en otras partes del país. La tarea la han cumplido bien: la conservación de la Amazonia, por ejemplo, es ejemplar, si se compara con lo que pasó en el Brasil, y casi sin costos para los demás colombianos, sin policías ni guardabosques.

Para reconocer lo que debemos a los indios hay que mirar con simpatía sus preocupaciones, y no sacrificarlas por unos cuantos empleos. La constitución no obliga a acoger la opinión de las comunidades indígenas, aunque si a tenerla en cuenta. Pero en términos políticos y económicos, y de moral histórica y social, lo más apropiado es, en este caso, hacer lo que digan los mamas de la Sierra Nevada.

Jorge Orlando Melo
Publicado en Ámbito Jurídico, octubre 31 de 2011

 

 

 

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