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Información y gobiernos de opinión
 

Uno de los problemas de fondo de la democracia es la calidad de la información que la sociedad tiene a su disposición. Los gobiernos tienen cada vez mejores asesores de imagen y oficinas de prensa y presupuestos más grandes, mientras que los medios de comunicación, agobiados por la reducción de la publicidad y la transición a Internet, cuentan con menos periodistas y menos tiempo para buscar fuentes y noticias diferentes a los remitidos y filtraciones de las oficinas del gobierno o las empresas privadas, y dependen más y más de los avisos del Estado, mientras los de las empresas, a las que no les gusta que las vean junto a la política y las malas noticias, fluyen hacia medios llenos de deportes, espectáculos, restaurantes y temas divertidos.

En este contexto no se ve cómo evitar lo que pasó en Colombia en los últimos años: hemos visto que los gobiernos pueden crear lo que podría llamarse un “estado de opinión” favorable, anunciando y divulgando sus éxitos y escondiendo sus fracasos. Hay, es cierto, muchos antecedentes de esto, en Colombia y fuera de ella, y muy eficaces. Lo que es menos frecuente, aunque también pasa en todas partes, es crear información falsa, inventar hechos, manipular datos. El DAS, y pongo solo un ejemplo, se especializó hace años en descubrir inmediatamente a los autores de cualquier crimen espectacular, y hasta de lograr que sus culpables fueran a la cárcel, aunque tiempo después se probara su inocencia: la noticia del éxito había salido en primera página, cuando todos estaban interesados, y la del fracaso aparecía en la página 17, pequeñita y cuando ya a casi nadie le importaba.

Cuando el afán de lograr resultados y de mostrarlos obsesiona a los funcionarios, los peligros son grandes. Algunos empiezan a fingir o inventar esos resultados, haciendo montajes, trágicos o ridículos, a comprar gente viva para convertirla en guerrilleros muertos, a disfrutar y promover los espectáculos de desmovilizaciones abundantes de miembros de grupos armados, aunque su número sea sospechoso, de modo que se cierran los ojos ante posibles fraudes y engaños. Además, es cada vez más indiferente la moralidad o legalidad de los medios usados: a la larga, si ayudan a la paz y la seguridad, objetivos supremos y permanentes, el costo ético o social es aceptable. Se justifica así usar un distintivo falso de la Cruz Roja, grabar ilegalmente teléfonos de bandidos u opositores, torturar un preso para prevenir un atentado, desaparecer un secuestrador o asesino liberado por los jueces, matar un guerrillero dormido. El Estado termina adoptando las reglas de juego de los delincuentes, para no darles ventajas, y para evitar los daños morales esconde lo que hace mal.

Finalmente, la obsesión por un triunfo final sobre los enemigos convierte a la sociedad en un campo de batalla en la que todos, quiéranlo o no, están en uno de los dos campos. Y en este ambiente, como el que está contra mi enemigo es mi amigo, los asesinos que enfrentaron a la guerrilla terminan teniendo ciertas consideraciones, pagando penas por enriquecimiento ilícito o narcotráfico, aquí o fuera, pero sin responder por sus peores crímenes, y los corruptos se esconden mostrando su firme solidaridad en la defensa del Estado y el orden.

Lo malo es que, a la larga, lo que estaba en primera página y produjo júbilo comienza a desmoronarse, y surge un ambiente en el que nadie cree en nadie, en el que las revelaciones, como los éxitos anteriores, mezclan verdades y mentiras, y en el que los delincuentes buscan protegerse mostrando que todos son igualmente responsables, tanto los que, desde el gobierno o la sociedad, los apoyaron a sabiendas, como los que, en caso de duda, cerraban los ojos, o los que simplemente les creían, porque en esos tiempos los delincuentes eran más confiables que hoy.

Jorge Orlando Melo
Publicado en Ámbito Jurídico, 15 de marzo de 2011.

 

 

 

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