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Lo bueno de la mala literatura
 

Esta semana, por casualidad, tropecé con dos textos sobre la mala literatura. En uno de ellos, "Los libros malos buenos", George Orwell compara unas novelas sin pretensiones pero escritas con sinceridad y sencillez con las obras más exigentes de la literatura de vanguardia, y como buen inglés termina haciendo una apuesta: que "La cabaña del tío Tom", una obra ingenua, pero conmovedora y entretenida, tendrá más vigencia que las obras completas de Virginia Wolf.

El otro artículo es una breve crónica de Luis Tejada, publicada en El Espectador en 1918, que habla de lectores infatigables, sin un gusto muy formado, que prefieren las novelas de folletín o disfrutan a Julio Flórez, quien "a pesar de sus versos detestables, fue un gran poeta". Y lo fue porque, sin hacer literatura innovadora o muy original, respondió a la "sed de emociones sentimentales" de la gente. Tejada concluye: "Creemos pues en que la mala literatura es necesaria, porque, al fin y al cabo, los porteros, los aurigas, las modistillas y las mujeres románticas, también tienen derecho a alimentar su ideal".

Esta defensa de la literatura que no llena las exigencias rigurosas de los críticos bien formados tiene sus límites: sabemos que, fuera de libros malos que son buenos, hay libros malos muy malos. Aunque alguien ha dicho que no hay ningún libro, por malo que sea, que no tenga algo bueno, sería absurdo perder el tiempo buscando en una montaña de basura esa chispa de metal precioso que pague el esfuerzo. Los libros malos que son legibles son aquellos que responden a las emociones básicas de la gente; que tienen una trama atractiva y una narración fluida, y con cuyos personajes sin complejidades se identifica fácilmente el lector. Las novelas policiales, las historias de vaqueros que leían sin parar los adolescentes de hace cincuenta años, la narraciones de aventuras –el Conde de Montecristo, el Prisionero de Zenda, los relatos de Julio Verne- forman las capas más elaboradas de esta literatura rutinaria, y muchas veces sus lectores acaban abandonándolas para pasar a obras más ambiciosas y complejas.

Tejada pensaba que estaba bien que la gente leyera obras todavía menos bien escritas, novelas románticas como las de Rafael Pérez y Pérez, llenas de amoríos frustrados, a las que siguieron las novelas tímidamente eróticas y socialmente arribistas publicadas en Vanidades por Corín Tellado, de quien se dice que ha vendido más ejemplares que la Biblia.

Toda esa literatura y esos millones de novelas vendidas por empresas como Molino, Sopena, Tor o Bruguera hicieron rentable el mundo editorial del siglo XX. Los libros populares daban a los editores los recursos para arriesgarse con escritores innovadores o experimentales, y a las librerías el espacio para tener unos metros de estante dedicados a obras que sólo una parte pequeña y pretenciosa del público compraba. Ahora se venden sobre todo libros de autoayuda o manuales para convertirse en empresario exitoso: sus lectores no serán conducidos con facilidad a otras lecturas, pues nunca dejan de necesitar el apoyo moral y la ilusión que estos libros les ofrecen.

Además, la buena literatura surge más fácilmente donde mucha gente disfruta la mala literatura, no tanto porque sea mala sino porque le habla de su vida, en un lenguaje comprensible, y donde se ha formado un público amplio y curioso, capaz de pasar a textos más ambiciosos, que tratan, como lo hicieron Joyce o Proust, de superar las simplicidades del folletín y del melodrama. Con menos adictos a la mala literatura, y con adolescentes que leen poco, pues la televisión, los juegos de computador y otras formas de entretenimiento copan su tiempo y son aún menos exigentes y menos formativos que la mala literatura, la buena literatura puede volverse una afición cada día más rara y exótica.
 

Jorge Orlando Melo
Publicada en Ámbito Jurídico, 15 de marzo de 2012

 

 

 

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