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Oz, el mago

 

Para los lectores de novela y poesía la adjudicación del Premio Nobel de Literatura, en octubre de cada año, trae días de inquietud –¿quién va a ganar este año?- a los que siguen la desilusión o el regocijo. A veces el premio es tan desconcertante, o uno tan ignorante, que comienza a renegar: ¿qué puede esperarse de quienes nunca escogieron a James Joyce, Joseph Conrad, Bertolt Brecht o Cavafis? Otras, es una invitación a leer a alguien cuyos libros cogía uno con curiosidad en las librerías, pero sin decidirse a comprarlos.

¿Sin el premio Nobel me habría animado a leer las novelas de Coetzee? No lo sé, pero gracias, señores del jurado, por darme el empujoncito para entrarle a uno de los grandes novelistas del siglo, cuyas narraciones hablan de un mundo tan parecido a Colombia, de una tierra de ambigua violencia donde nadie es del todo culpable pero tampoco del todo inocente, donde no hay manera de saber si alguien es realmente bueno o malo y donde los demás reciben el menosprecio y la segregación tanto como la solidaridad y el reconocimiento. Y fue el premio Nobel el que me llevó a leer esas maravillosas historias de Orhan Pamuk en la que Estambul se convierte en el universo, y donde pintores o periodistas luchan contra el poder o la iglesia y tratan de hacer valer sus tradiciones sin renunciar a todo lo que puede sacudirlas. Otros ganadores los he dejado pasar, sin acercarme un paso y sin saber lo que me estoy perdiendo: Tony Morrison, Eugenio Montale, Elfried Jellinek o Gao Xingian. A veces un escritor favorito recibe el Nobel, y uno se siente parte del jurado o como si recibiera el premio: Albert Camus, Saint John Perse, Samuel Beckett y, por supuesto, Gabriel García Márquez.

Ahora bien, todos los años se mencionan candidatos, y uno tiene su favorito. Desde hace décadas se habla de Philip Roth, y ojalá lo gane, pero los suecos, que con frecuencia mezclan algo de política a la literatura, pueden sentirse incómodos premiando un gringo en el gobierno de Bush y en vísperas de elecciones (¿ayudaría algo a McCain, a pesar de que Roth sea más bien despiadado en su burla a la política norteamericana?) Los latinoamericanos esperan todavía –y creo que seguirán esperando- que les llegue el turno a Vargas Llosa y Fuentes.

Yo quisiera que gane Amos Oz. Así como Coetzee me mostró a Suráfrica y Pamuk a Estambul, la Jerusalén que conozco, y quizás en forma más íntima que la misma Bogotá, es la de Oz. Y es que las ciudades de las novelas a las que uno no ha ido son más reales que las que camina o en las que trabaja: en ellas entra uno a las alcobas de gente que nunca trataría, recuerda las grietas de las paredes, conoce los personajes más reveladores, comprende sus dramas y angustias. Y esas ciudades tienen una unidad, tal vez ilusoria, que nunca logra la propia ciudad.

Con Oz he recorrido los ríos secos que rodean a Jerusalén, he conocido tres generaciones de judíos y los he seguido desde Europa oriental a Tel Aviv y Jerusalén (Una historia de amor y oscuridad), he salido del kibutz para regañar al primer ministro por su política contra los palestinos (Un descanso verdadero), he tratado, como un niño judío en la ocupación británica, con el soldado inglés, y me he ganado el nombre de traidor de mis amigos (Una pantera en el sótano), he vivido el amor juvenil de Jana y Michael (Querido Michael), me he angustiado con la madre que ama y abandona y he admirado al padre erudito e incapaz de ordenar su biblioteca, el que dice que “todo tiene dos caras, menos la sombra”. Si gana Oz, será un premio a la gran novela, a su lenguaje de mágica precisión, y al escritor que ha luchado contra el fanatismo, que no cree que haya un mundo mejor que esta vida y por lo tanto sabe que, aunque sea triste y desolada, la vida es todo lo que tenemos y no puede sacrificarse a ideas y convicciones.

Jorge Orlando Melo

El Tiempo, 2 de octubre de 2008

 
 
 

 

 

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