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Caracas: congestiones y riqueza
 

El aeropuerto de Maiquetía, en la Guaira, anticipa a Caracas. En un terminal monumental, recientemente concluido, los maleteros ofrecen cambio de dólares a tasas muy superiores a la oficial. Los taxis, camionetas cuatro por cuatro, de negro fúnebre, refuerzan la sensación inicial de opulencia.  

La autopista que lleva a Caracas está interrumpida por la caída de un viaducto. El viaje era de menos de una hora. Según el conductor tenemos suerte al gastar dos horas y media: a veces la “cola” es tal que el viaje dura hasta cinco, o hay que desviar por la carretera vieja, entre casuchas y barrios peligrosos. Dos o tres días después un par de “diplomáticos” fueron atracados en uno de estos sitios, después de que los siguieron desde el aeropuerto. El chofer advierte: usar solo carros de confianza. Y tener cuidado si se trae equipaje valioso, pues desde la aduana les avisan a los atracadores. 

Para un colombiano la imagen de corrupción y violencia –Caracas tiene ahora una tasa de homicidios cinco o seis veces mayor a la de Medellín- y el brusco contraste entre riqueza y pobreza son algo familiar. La congestión, sin embargo, hace añorar los trancones bogotanos. Con 5 millones de habitantes, llena de amplias autopistas, y con un metro que mueve 1.200.000 pasajeros diarios, la ciudad colapsa en las horas pico. El metro se congestiona más que Transmilenio, y un viaje de 3 kilómetros en taxi puede tomar una hora. Un helicóptero avisa por radio las alternativas a los desesperados automovilistas. 

El gobierno está ampliando el metro. Una línea nueva se acaba de inaugurar, de 7.5 kilómetros. Costó 690 millones de dólares y permitirá atender 120.000 pasajeros más cada día, lo que parece poco eficiente. Pero hay otras líneas en construcción.  

El metro tiene una marca social: es un transporte para los trabajadores de ingresos bajos, pues todos sueñan con el carro particular, mientras más lujoso mejor. La ciudad se llena, después de años de frustración, con centenares de miles de carros nuevos. Al tradicional gusto por los Mercedes lo reemplazan nuevos furores: unos monstruos de apariencia militar, los Hummer, son el nuevo símbolo de status. Según la oposición, son de los funcionarios enriquecidos por la corrupción; según los gobiernistas, muestran la buena situación económica. Pero lo más visible son las camionetas cuatro por cuatro que reemplazan los automóviles en los estratos altos. Para facilitar a las clases medias comprar su carro, los carros de menos de 1600 cc, están exentos de IVA y se importan con dólares subvalorados. 

La ciudad tiene las señales del ritmo espasmódico de la economía venezolana. Desde los cuarentas ha habido auges y frenazos que marcan la ciudad: los barrios populares están formados, fuera de las casuchas bajas típicas de nuestras ciudades, por grandes edificios construidos hace décadas, de aire tugurial, y que ahora, con un gobierno otra vez rico y con preocupación social, están en recuperación. Muchos de los ambiciosos edificios de hace 30 o 50 años están abandonados, invadidos o subutilizados. El “helicoide”, un centro comercial que en los cincuentas iba a ser el mayor centro comercial del tercer mundo, es un buen símbolo de la facilidad con la que se emprenden y abandonan obras faraónicas. Ahora, se ven algunos esfuerzos de restauración en marcha –que no incluyen la ciudad universitaria, un conjunto relativamente armonioso de aire lecorbusiano construido por Víctor Raúl Villanueva, el gran arquitecto de Caracas, con un tono de deterioro congelado, y que no recibe mucha ayuda del régimen, que mira con desconfianza la actitud escéptica y crítica de la Universidad Central.  

Pero el obvio ambiente de prosperidad se ve en el auge de construcción, similar al colombiano, aunque con rasgos especiales: cuando se miran los periódicos, son casi inexistentes los avisos de nuevos conjuntos residenciales. Lo que hay son, fuera de edificios de instituciones públicas, oficinas, bancos, compañías de seguros, entes financieros, y grandes centros comerciales, que florecen como en Bogotá o Santiago de Chile. La vivienda, en una ciudad metida en un valle estrecho que recuerda a Medellín, hay que hacerla en las afueras.  

La prosperidad se ve también en el consumo privado, sobre todo de productos extranjeros. Este año, las importaciones totales pasarán de 32.000 millones de dólares. Mucho carro, mucho whisky (las compras ya superaron los 100 millones de dólares este año, por lo que el gobierno decidió reducir el cupo de dólares subsidiados para su compra). Cuando se cierran a las 10 de la noche, de los centros comerciales salen multitudes, como si acabara de terminar un concierto de Shakira, pero cargadas de bolsas.  

El gobierno explica que esto muestra la prosperidad de la economía, y sin duda, es difícil soñar con abundancia mayor. Venezuela nada en petróleo caro, como lo hizo en otros momentos de su historia o quizás como nunca lo había hecho, y el petróleo aceita toda la economía. La del gobierno, en primer lugar: el presupuesto de este año, incluyendo entidades descentralizadas, pasa de 52.000 millones de dólares: más de 2000 dólares por habitante. Y las de los particulares, pues el amplio gasto público –obras públicas, carreteras, puentes, ferrocarriles, fábricas, expansión de los servicios de salud, “misiones” en las que cementares de miles de cooperantes ayudan en los múltiples proyectos sociales del gobierno- fluye sin cesar.  

¿Puede perder el gobierno, en esas condiciones, las próximas elecciones?  

Venezuela: elecciones en la prosperidad

 

Venezuela disfruta en estos momentos de una prosperidad insólita. El gobierno está usando el inmenso flujo de recursos que recibe en forma parecida a como lo hicieron Rómulo Betancur o otros gobiernos socialdemócratas del siglo XX, antes de que la crisis de 1980 los llevara a una desastrosa secuencia de improvisaciones y errores económicos: ampliando la cobertura de los servicios sociales, la educación y la salud –con el apoyo, probablemente eficiente, de miles de organizadores cubanos- y sembrando el petróleo. Como en los años setentas, se están creando industrias estatales, nuevas fábricas, similares a las grandes usinas del acero y el aluminio que se financiaron con las bonanzas anteriores. Y como antes, los observadores menos comprometidos están de acuerdo en que hay mucho derroche, improvisación y corrupción, pero no es posible demostrar que sea más o menos que antes. 

Hay áreas en los que la prosperidad va mostrando resultados claros: la pobreza y el desempleo disminuyen, los indicadores sociales mejoran rápidamente, y a pesar de la disponibilidad de divisas, y de la fascinación de los consumidores con los productos importados, de buenas marcas, crece la producción industrial local. ¿Estaría mejor la situación con una política económica menos arbitraria, sujeta a mayores controles democráticos, más cercana a los puntos de vista de los expertos económicos, más abierta a la empresa privada? Es posible, pero nadie va a tener la oportunidad de demostrarlo en un plazo cercano, pues es difícil derrotar a Chávez, en medio de una buena coyuntura, a nombre de mejoras hipotéticas. 

Y la experiencia de las últimas dos décadas del siglo X no ayuda mucho a los opositores. El gobierno de Chávez se apoya, fuera del petróleo, en la memoria de los difíciles años de mediados de los ochentas y comienzos de los noventas, cuando subían los precios pero se congelaban los salarios, y se oscilaba entre políticas expansionistas y frenazos recomendados por el FMI, a un costo social inmenso. 

El gobierno alienta el cambio de la memoria, para borrar los aspectos positivos del pasado, hasta límites inesperados: durante la feria del libro, que se hace en parque Rómulo Betancourt, el gobierno cambia el nombre del parque, que se llamará en adelante Francisco de Miranda. La escultura conmemorativa, de la artista Marisol, se retira y se manda a un depósito de un museo, “pues es una obra de arte y allí es donde debe estar”. A alguien que me pregunta por una exposición de la que acabo de salir le informo que está en el “Museo Sofía Imber”: el agraviado me responde, profundamente ofendido, que no existe ningún museo con ese nombre: “Será el Museo de Arte de Caracas, chamo!” 

En todo caso, es poco probable que la economía entre en crisis en un futuro cercano, y si algo aprendieron los chavistas es el gran peligro de una deuda externa alta, cuando se depende de un producto de precios volátiles. La respuesta elemental para evitar un aterrizaje demasiado violento es tener altas reservas y poca deuda externa y ambas cosas se han logrado. 

En este ambiente, la oposición no tiene propuestas claras. Sus ideas económicas y sociales no son muy diferentes de las del gobierno, aunque sin duda ofrece un ambiente mejor para los empresarios privados y la inversión extranjera. Toda Venezuela, chavistas o antichavista, es heredera del populismo socialdemócrata. La gran propuesta de Manuel Rosales es una tarjeta de crédito con recursos en efectivo para 2.5 millones de venezolanos; un subsidio masivo a la demanda de los pobres, en vez de servicios directos del Estado.  

En términos políticos, la diferencia es más radical: el chavismo asusta a las clases medias y altas con sus propuestas de un supuesto socialismo del siglo XXI, con la presencia continua de los símbolos cubanos –el Che es el personaje de la Feria del Libro- con la retórica anticapitalista, con la invocación a la movilización popular permanente. Frente al chavismo rojo y la invocación a los pobres, Rosales promueve la retórica bienpensante del tricolor, la unidad de todos los venezolanos.  

Ayudan a la oposición, por supuesto, las inquietudes de la vida diaria. La inseguridad, que afecta a pobres y ricos. El rechazo a un estado cada día más omnipotente, que interfiere y regula todo, que da y quita arbitrariamente bienes, servicios, justicia. Aunque las políticas monetarias lucen prudentes, algunas medidas producen curiosas paradojas. Con dólar subsidiado se compran los bienes más absurdos, mientras que hay pocos libros y discos extranjeros. La piratería alcanza niveles inverosímiles: en la Feria del Libro se consigue un disco con la obra completa de Gabo por 3000 bolívares. La fijación de precios máximos provoca colas para comprar leche, azúcar o jamón a precios subsidiados, en tiendas oficiales, cuando se consiguen, mientras en los supermercados valen dos o tres veces más, lo que invita a la corrupción. Es difícil saber si esta es mayor a la que existía antes, aunque bastantes venezolanos parecen creer que es así. Puede que no sea mayor a la de Colombia, pero si más abierta y transparente. Un conocido debe enviar unos paquetes a Europa: al bajar a la Guaira, el chofer de la camioneta, preocupado porque la carga puede limitar algo la visibilidad, previene: “si lo para la guardia, hay que pagar de una vez 50000 bolívares a cada uno, sin preguntar: si llegan otros, le tendrá que pagar a todos”. En las oficinas de aduanas, frente a veinte o treinta exportadores, alguien dice que tiene prisa, que por qué todo va tan lento. Un sargento contesta, en voz alta, que eso depende de cuando esté dispuesto a pagar para “agilizar” la aduana. El exportador negocia, paga y sale rápidamente. La policía no tiene buena imagen. Dos películas venezolanas en cartelera, Elipse y Plan B, son sobre oficiales de policía, que intentan robarse el botín, y matan a delincuentes o competidores. En la prensa se publican en la semana varias historias de enfrentamientos entre la policía y delincuentes que son abatidos. En un barrio duro matan un policía. 290 agentes se toman el barrio, y mueren 5 delincuentes en enfrentamientos, según las noticias iniciales. El segundo día los diarios publican las versiones de los familiares: a todos los sacaron de sus casas y los remataron. Estas noticias salen sin comentarios, sin versiones policiales, sin aclaraciones, sin debates, y poco a poco se van olvidando. El presidente declara que si “un barrio no respeta al policía, bueno, se acabó el Estado” 

Una campaña divisora

 

En sus presentaciones en televisión, en las salas de cine, por radio, Chávez enumera, en una retahíla acelerada y algo paródica, con innegable genio teatral, las obras del gobierno bolivariano. El presidente está en todas partes, inaugura decenas de obras, habla todas las semanas con el país por televisión, sale en la mayoría de los avisos que se publican en los 6 o 7 diarios de la ciudad –en uno de ellos, un tabloide de 12 páginas, cuento seis de avisos oficiales-, mostrando la prosperidad del país y recordando el nacionalismo y el compromiso social del gobierno.  

Además, todas las instituciones públicas apoyan al candidato oficial, en forma que sería intolerable en Colombia, donde casi se paraliza al gobierno para mantener la apariencia de imparcialidad del Estado. Según el presidente, cuyo color electoral es el rojo, el ejército es “rojo, rojito”. El presidente de PDVSA –cuyos avisos inundan equitativamente todos los periódicos, oficialistas y de oposición-dice que la empresa es roja, rojita y amenaza a los empleados que no compartan el color de la empresa Todo se debe al presidente, que retoma la tradición venezolana del proveedor mesiánico, del padre de la patria, del gran protector de los venezolanos.  

De este modo, aunque la prensa y los medios de comunicación son en general antichavistas, la campaña electoral es abrumadoramente oficialista: pocos son los avisos y carteles de Rosales comparados con los que respaldan, directa o indirectamente, al presidente. No es fácil conseguir recursos para hacer campaña, en un país que prohíbe financiar a los partidos con dineros públicos, y en el que el gobierno puede amedrentar con facilidad a los particulares. La lista de los que apoyaron el referendo contra Chávez, filtrada desde las entidades electorales, ha servido para bloquear contratos, empleos, becas y hasta pasaportes. 

Por eso no es extraño que la oposición interprete en forma algo paranoica todas las declaraciones y políticas del gobierno. Si desde el gobierno se anuncia que se cambiará otra vez la constitución para permitir nuevos gobiernos de Chávez –ya en las paredes aparecen letreros de Chávez 2030 o Chávez 2050-, si se establece un mecanismo electrónico para verificar la identidad del votante, si los oficialistas anuncian que defenderán los resultados electorales con el ejército, la oposición ve esto como un aviso de que habrá fraude, de que los votantes identificados podrán ser víctima de nuevas discriminaciones, de que no se permitirán un triunfo de la oposición. Y cuando la oposición invita a salir a las calles el 3 de diciembre, los partidarios del gobierno leen entre líneas una invitación a la insurrección.  

Una lectura mutuamente perversa, que va a dejar una difícil herencia de polarización y frustración: las reglas del juego democrático, aunque hasta ahora respetadas en lo fundamental, se erosionan, porque se está deteriorando la visión del adversario, del contrario, para que la reemplace la idea del enemigo. Los opositores son apátridas, agentes del imperialismo, engendros del demonio y los avisos de Chávez invitan a votar contra el diablo; los partidarios de Chávez son títeres de Castro, comunistas encubiertos, cuando no simples burócratas corruptos.  

Todo indica que Chávez tiene un apoyo mayoritario y que va a ganar. Puede obtener entre el 50 y el 65% de los votos, pues las encuestas no parecen muy precisas y a algunas se les notan los sesgos. Rosales, el candidato de la oposición, un administrador eficiente sin las calidades oratorias de Chávez, parece haber logrado el milagro de hacer creíble la oposición, y probablemente votarán por él entre el 30 y el 45% de los electores. Aunque Rosales ha subido algo con el paso de los días, e insiste en que lo que importa es la tendencia ascendente de las encuestas, lo que parece es que los venezolanos no están vacilando: son arraigada, profunda, venenosamente chavistas o antichavistas. Se sienten en peligro: si los otros ganan, vendrá el diluvio. O los gringos o los cubanos se apoderarán del país.  

Aunque la elección sea limpia, como parece que lo será, la oposición tratará de sembrar la duda. La paciencia no ha sido su virtud, pero lo único que puede darle alguna satisfacción, y sobre todo lo único que puede contribuir a mantener una democracia real en Venezuela, a eliminar los riesgos de un nuevo cesarismo populista en la vecina república, es mucha, mucha paciencia y mucho, mucho respeto a las reglas y la cultura de la  democracia. Y un triunfo chavista puede interpretarse por los más radicales como una autorización para imponer plenamente la voluntad de la mayoría, incluso cambiando drásticamente las reglas de juego democrático. Una democracia que desconozca los derechos de las minorías sería otro triunfo de la impaciencia, pero una catástrofe para Venezuela.

 

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, diciembre 2 y 3 de 2006

 
 

 

 

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