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Apariencia y simulación en las novelas sobre Medellín de Tomás Carrasquilla[1]

 

                         “Oh pudor hipócrita de las apariencias” Tomás Carrasquilla, Esta si es bola

Como lo han mostrado algunos de sus lectores y estudiosos más agudos, como Fabio Botero o Jorge Alberto Naranjo, Tomás Carrasquilla fue un perceptivo novelista urbano[2]. Tres de sus novelas y muchas de sus narraciones y cuentos tienen como escenario a Medellín. En 1896 publicó su primera novela sobre la ciudad, Frutos de mi tierra, novela de ascenso social, mentira y simulación, de comerciantes arribistas y gentes de buena familia. Grandeza, de 1910 es una novela sobre la alta sociedad y la tragedia que produce el empeño de fingir y aparentar. Ligia Cruz, de 1920, su tercera novela sobre la ciudad, describe los ensueños y frustraciones de una joven de pueblo llena de ilusiones de aceptación y reconocimiento, rechazada por la sociedad elegante. “Esta si es bola”, un cuento largo escrito en 1921, reitera el tema de la simulación y el fingimiento social.

Frutos de mi tierra no era la primera novela urbana de Colombia. Desde mediados del siglo XIX Ángel Gaitán, Manuel María Madiedo y otros escritores describen en detalle, en varias novelas publicadas entre 1847 y 1860, la vida en Bogotá, agitada, corruptora y peligrosa, llena de bandidos y delincuentes, sus barrios bogotanos, la sorpresa de los campesinos que llegan a Bogotá, los riesgos de la vida en la ciudad, donde uno puede perderse en forma literal y figurada, sus contrastes con la vida el campo, el anonimato que promueve, sus personajes y sus pecados. Estas novelas son, con una que otra excepción, de pobre calidad literaria, pero ofrecen un interesante testimonio, que permite ver como surgen formas típicas de representación de la ciudad, que siguen el modelo de los folletines publicados por los periódicos franceses de la época. El Judío Errante y los Misterios de Paris, de Eugenio Sue, son tal vez las más conocidas de estas extensas novelas, y sus imitadoras bogotanas compiten con ella creando enrevesados argumentos, llenos de engaños, trampas, pasiones y equívocos.

El éxito de Manuela y María, novelas de ambiente rural, hizo olvidar casi por completo estas obras, que aunque siguieron apareciendo en los inventarios bibliográficos y en las enumeraciones de los estudios críticos, no recibieron mucha atención ni mucha lectura.[3] El cuadro de costumbre, breve, centrado en la descripción rápida de un personaje o en la narración de un incidente o una anécdota, y que se impuso desde la aparición de El Mosaico en 1859 se convirtió, para los lectores habituales, en el formato evocado al pensar en descripciones de la ciudad, acompañado tímidamente por los primeros esbozos del cuento o la narración argumental breve. Después de 1860 son excepcionales las novelas que vuelven a tener a Bogotá como su escenario y narren incidentes propios de la vida urbana, aunque otra ciudad, Barranquilla, es descrita en Historia de una Iguana, novela de José María Balmaseda, publicada en 1876.

En Medellín, entre 1855 y 1896 se escribieron decenas de cuadros de costumbres y de cuentos y relatos breves que describían a Medellín, las maneras de ser de sus habitantes, sus personajes típicos o sus paisajes, y 3 años antes de Frutos de mi tierra se publicó Oropel, Aventuras de dos montañeses en la capital de Camilo Botero Guerra, que puede considerarse la primera novela centrada en la Villa de la Candelaria. La historia es relativamente simple y está bien narrada, con escenas de barrios bajos descritas en detalle, pero Medellín es apenas la representante, casi abstracta, de una idea habitual de la ciudad en muchas novelas del siglo XIX: lo que muestra es su capacidad para corromper, y su contraste con el aire puro, libre y moralmente superior del campo.[4] En Medellín, “detrás de todo esto que parece tan lindo hay cosas tan horribles. ¡Un desnucadero de las almas es esa tal villa…!” Es un breve relato moralista, un ejemplo que sirve para demostrar como el campo, a pesar de su incultura, ofrece goces espirituales y un estilo de vida que no puede cambiarse ni por todos los tesoros del universo. (403).

En la novela europea del siglo XIX el contraste entre la ciudad y el campo fue tema frecuente. En las ciudades del siglo XIX, en contraste con la sociedad rural donde las jerarquías sociales eran rígidas y claras –nobles y campesinos- la posición de una persona en la estructura social es confusa, cambiante y ambigua. Aunque la sangre y la tradición familiar todavía tienen el mayor peso, en la ciudad anónima se ignora el pasado de muchos, los propios actos son decisivos para definir el puesto en la sociedad, y quienes hacen fortuna usan con frecuencia su riqueza para ascender. Los nuevos ricos, los arribistas, los comerciantes y los industriales, terminan invadiendo los lugares sociales de los aristócratas y los nobles y el matrimonio del nuevo rico puede consagrar su aceptación en la vieja sociedad. Las novelas europeas nos describen en detalle esas ciudades en las que riqueza y miseria coexisten, y en la que se puede esconder el origen de la riqueza o la historia de la familia. Muchas de ellas hablan de individuos ambiciosos que logran, con métodos honestos o delictivos, enriquecerse, ascender socialmente, y casarse con quien les ofrece el reconocimiento social, al unirlo a las viejas familias aristocráticas. Desde comienzos del siglo XIX en muchas novelas el problema central es con quien puede uno casarse, y el matrimonio es al mismo tiempo estrategia de ascenso o de conservación de la aristocracia, y forma de afirmar nuevos valores individuales y románticos, que proponen el amor como el motivo más aceptable o el único válido para el matrimonio. Las mujeres protagonizan muchas veces estas historias, como en las novelas de Jane Austen a comienzos de siglo o de Edith Wharton en la Nueva York de 1900, porque para las jóvenes una forma de afirmarse es luchar contra los matrimonios impuestos por las exigencias familiares o las convenciones sociales y lograr, como en Jane Austen, la unión que permita conciliar los valores sociales y la felicidad individual o fracasar, como en Edith Wharton, porque el capitalismo consolidado es tan despiadado como la aristocracia y somete cruelmente a su lógica a quienes tratan de escaparse.

En muchas novelas los valores aristocráticos, el honor, la sinceridad, la generosidad, el culto a la hidalguía, se reivindican y se contraponen a la corrupción de la ciudad, donde el dinero es la única norma. Pero en otras aquellos valores se ven como una retórica hueca y nostálgica, enemiga del progreso, del avance social y de la afirmación creativa del individuo. En estos enfrentamientos, la simulación social es un aspecto central: los nuevos ricos tratan de imponerse adoptando las ropas, los hábitos y el lenguaje de los aristócratas, pero están siempre ante el riesgo de ser desenmascarados. Los aristócratas empobrecidos se endeudan para mantener los hábitos de vida a los que no podrían renunciar sin hacer evidente su decadencia. La mentira social y la simulación son rasgos que caracterizan, en este contexto, a muchos de los personajes de las novelas urbanas del siglo XIX, nostálgicas o críticas

Los mejores novelistas, por supuesto, no se dejan encasillar fácilmente, y presentan sus personajes y sus situaciones en toda la riqueza de sus contradicciones y ambigüedades. Sus ciudades son al mismo tiempo sitios de progreso y de destrucción, de riqueza y miseria, de amor e interés, y sus personajes más complejos viven internamente, en sus dramas personales, el conflicto de valores contrapuestos, aunque a veces sus personajes secundarios puedan convertirse en simples ejemplos de un rasgo social, en representantes “típicos” de un grupo, de una profesión o de un tipo humano. Si a veces hay la voluntad de ilustrar una tesis abstracta, las buenas novelas van siempre más allá de las tesis elementales a las que podemos reducirla en nuestros análisis: su fuerza está en la capacidad de reconstruir la vida, de crear en el lector la ilusión de que se enfrenta a personajes y situaciones que tienen la complejidad contradictoria del mundo real.

En todo caso, la ciudad, de acuerdo con estas presentaciones esquemáticas, puede ser lugar de corrupción o espacio de libertad, sitio del desprecio brutal de los débiles o de igualdad social, de educación que llega a muchos sectores y de ignorancia, de avance de las mujeres hacia la igualdad, el trabajo e independencia o de su sometimiento destructivo a las exigencias de la riqueza, la familia o la religión, de liberación individual o de opresión mediante nuevas formas de esclavitud laboral. En América Latina, relatos como los de Machado de Assis nos muestran, por ejemplo, las inquietudes y dramas de la burguesía adinerada brasileña, enfrentada a los valores aristocráticos y esclavistas, pero empeñada en crear una sociedad igualmente injusta y engañosa. En Europa, son muchas las novelas que, como las de Balzac, Dickens o Gogol, describen las ciudades como ámbitos en los que se lucha por la figuración y la posición social, aunque ya en la segunda mitad del siglo es frecuente la visión de la ciudad como una fuerza capaz de destruir, con su fuerza opresora, al individuo: la ciudad que aliena, enloquece y anonada, como el San Petersburgo de Dostoeivski

 

La ciudad: escenario o ámbito formador.

 Los cuatro relatos mencionados se centran en Medellín, pero en otras obras Carrasquilla describe la ciudad, sus calles, sitios y costumbres. En El Zarco, de 1922, el protagonista, un niño blanquito recogido, va con sus padres adoptivos a Medellín, a conocer y a rezar. El narrador describe, por ejemplo, a Hatoviejo: “era en ese entonces una aldea arcadiana; la iglesia, originaria de la población, se destacaba en el centro de la plaza, con su huertecillo atrás y sus cipreses. Aunque insignificante por su construcción, guardaba la poesía del pasado y la historia del lugar; pero ese viento antitradicionalista que sopla en Antioquia de algún tiempo acá destruyó el templo en perfecto buen estado.” Aquí no se aguanta don Tomás la gana de expresar su queja por la destrucción de la iglesita, aunque esto no tenga mucho que ver con la narración.

Al pasar por el “Cementerio de los ricos” Rumalda entra a rezar, pues “no es posible dejar a tantas ánimas sin un padrenuestro. Restituto y el peón se quedan a la vela de las bestias, porque “en la Villa le roban a uno hasta la lengua, si espabila”. Más adelante, “Al pasar por los grupos e esquinas y zaguanes, mana Rumalda da las buenas tardes -Aquí no se usa saludar, comadre- advierte el yerno- Se van a reír de vusté.- ¿No si usa? Imposible que sian tan faltos de crianza”. Aquí la descripción es vivida y teatral, y el carácter anónimo de la ciudad no está en un texto explícito del narrador, sino que se capta por los actos de los personajes, que revelan al mismo tiempo el carácter impersonal de las relaciones sociales de la ciudad y la ingenuidad de Rumalda. Del mismo modo, es la mirada de El Zarco la que nos señala la inmensidad: “El Zarco viene muy advertido de que en esta enormidad de La Villa se pierden las gentes hasta de día” (450)

Después recorre mercados y calles, y la descripción deja ver su estado de ánimo, y a veces el de Rumalda, pero a veces el narrador interrumpe el relato con sus comentarios, sus críticas a las decisiones de la Sociedad de Mejoras Públicas, y finalmente lo resume todo en dos páginas generales: “La capital del Estado Soberano de Antioquia era, en aquella época, un población de quince mil habitantes, con todo y sus fracciones. Carabobo y Ayacucho, las dos vías más largas que la cruzan, de las cuales parte la novísima división, medían seis cuadras la carrera y diez la calle…” A la descripción física sigue ordenadamente la descripción de las costumbres y los hábitos, los vestidos, las canciones, los periódicos, las imprentas, la plaza de mercado, las comidas, los paseos, el Doctor Berrío. Carrasquilla, que está escribiendo en 1921, entra en un tono nostálgico y evocador, inquieto con una modernización que pueda borrar del todo el pasado: “Pero aquí nos aterran las antiguallas: nuestro presente nos lo explicamos sin el pasado; nuestra historia no nos importa; aquí no vienen a mandarnos los muertos: lo moderno es nuestro lema, y … santas pascuas.” 457

En Hace Tiempos se encuentran también descripciones extensas de Medellín. El narrador, Eloy Gamboa, llega adolescente, muy leído y ambicioso, a la Villa de la Candelaria, y el tramo final de Del monde a la ciudad pasa en ella. (533-560)[5]. “La juventud de hoy no se figura el Medellín de aquellas calendas. Quince mil habitantes le daba la geografía, y era un pueblo con siete iglesias rodeado de cármenes, pensiles, jardines y bosques de frutales. Lo que es hoy el parque de Bolívar era una manga”. La descripción es detallada, casi siempre desde el punto de vista del joven Gamboa, estudiante de la Universidad en 1874, pero coloreada por el tono evocativo del Gamboa convertido en anciano novelista en 1930. Algo se ve la estructura social, pero en forma puramente descriptiva: “La Villa de la Candelaria era un centro tranquilo de burguesía devota y trabajadora,… El dinero, como en todo tiempo y lugar, constituía la aristocracia… Relativamente a la población era muy numerosa la plutocracia, mas no eran estos ricos los avaros de aldea a lo Colmenares… Aunque en todo tiempo y lugar se pinta la mona y se aparenta fortuna que no se tiene, no había entonces ese nivelamiento en trajes y casas, característico de la actualidad. Los ricos y los pobres vivían como tales…” Carrasquilla concluye la descripción general subrayando el punto de vista de 1936 con la metáfora contemporánea: “Tal era, a ojo de avión, la Capital del Estado Soberano de Antioquia, sesenta años ha”. Después, retoma el punto de vista de Eloy, que describe las calles, las fiestas, la llegada de los militares, el padre José María Gómez Ángel, rector de la Universidad: (“Burdo y ordinariote por fuera, reunía en su espíritu y su corazón todas las aristocracias. Su vanidad, su pose social se cifraban en ser plebeyo y “Guantereño”), el triunfo liberal en la guerra civil, los cambios de costumbres, el surgimiento de los carnavales, la alarmante instrucción de las mujeres de clase baja.

Como puede verse, en El Zarco y Hace Tiempos, hay descripciones ordenadas e integrales, como las de un viajero o periodista que trata de decir en pocas páginas como es Medellín, que se describe con algo de objetividad, desde fuera, mediante la reconstrucción de una mirada o de un recuerdo. Estas visiones no surgen muy directamente de las experiencias de los protagonistas, y esto les da, a pesar de su brillantez literaria, cierto aire apagado y puramente evocativo: la ciudad es apenas el ambiente, el escenario en el que se mueven los personajes.

Mucho más vivas y coloridas son las ciudades de Frutos de mi Tierra y Grandeza, donde los personajes descubren la ciudad que los atrae o los seduce, recorren los sitios en los que viven y sufren, y el narrador describe los ambientes que afectan a sus personajes. Las fiestas de Medellín, donde se va a lucir y mostrar lo que se tiene, los barrios pobres, donde la protagonista de Grandeza hace un gesto de solidaridad ante la miseria, las casas y calles que muestran el ambiente de buen tono y riqueza, no son telones de un decorado, sino ámbitos de acción y sentimiento, elementos que dan color a la trama y sobre todo, se convierten en parte de la subjetividad real de los personajes y adquieren con ello eficacia. Si en Hace Tiempos la ciudad es ante todo un escenario, similar al descrito en las crónicas que don Tomás hizo para algunos periódicos, es un personaje activo en Frutos de Mi Tierra y Grandeza, y, aunque pintado con menos detalle, en Ligia Cruz y Esta si es bola.

Por supuesto, esta contraposición es una simplificación, y es posible encontrar en estas últimas obras descripciones puramente objetivas y hasta líricas de la ciudad, que no vienen al cuento, como el mismo lo dice después de una descripción algo poética de “El Cucaracho” en Frutos de mi Tierra, y encontrar en El Zarco o Hace Tiempos textos en los que el ambiente se define a partir de las acciones o la sensibilidad de los protagonistas

En todo caso, lo interesante de la obra de Carrasquilla es que sus personajes están influidos por los valores que dominan en la ciudad y sus dramas y actos tienen que ver con esos valores. Fingimiento, simulación y vanidad son rasgos característicos de muchos personajes de estas novelas, que luchan sobre todo por figurar, alardear y aparentar. Descritos en gran detalle y con todas las herramientas retóricas de un escritor lleno de recursos, no gozan evidentemente de la simpatía del autor, que con frecuencia los ridiculiza y caricaturiza. Sus acciones tienen aire de farsa, a veces trágica, y el narrador, cuando habla de ellos, usa sobre todo la ironía y el lenguaje burlón y sardónico. Los Alzate de Frutos de Mi Tierra, doña Juana de Samudio en Grandeza, Ilduara de Castañeda en “Esta si es Bola”, la señora de Jácome y sus hijas en Ligia Cruz son personajes cuyo principal interés es que se les reconozca un lugar en la estructura social, que quieren figurar y que entran para ello en una estrategia de apariencias sociales. Algunos son nuevos ricos, que han hecho sus fortunas con el comercio, la minería o la usura, pero otros vienen de familias más antiguas, a los que la pobreza borró de la buena sociedad. Estos personajes se contraponen a los que creen que la sociedad es una trama de apariencias engañosas, no aceptan que la sangre o la riqueza definan la calidad de las personas, se burlan de los que buscan figuración social, valoran ante todo el trabajo y la honradez, no discriminan a las personas por motivos de familia o de riqueza, no están dispuestos a sacrificar nada en el altar de las apariencias sociales, y por lo tanto rechazan tanto a los aristócratas presumidos como a los que sufren tratando de serlo. Son usualmente montañeros pragmáticos e inteligentes, que si consiguen plata lo hacen con honradez y decencia, o personajes populares, muchas veces sirvientas negras perspicaces que desnudan la mentira de los arribistas.

Carrasquilla asume a veces el papel de un narrador que parece por un momento compartir los prejuicios sociales, que tiene claro lo que vale y lo que no vale dentro de las jerarquías sociales admitidas, pero se distancia inmediatamente mediante el recurso permanente a la ironía y la burla. Los blancos pueden hablar de la falta de buena sangre de un mulato o un mestizo, pero Carrasquilla se burla de sus pretensiones y muestra que están acompañadas de mentiras y simulaciones, y que tener sangre blanca no tiene que ver con los valores reales de las personas, con sus virtudes personales. Blancos, negros, mestizos, zambos, cuarterones o mulatos, hijos legítimos o ilegítimos, pueden ser virtuosos en la realidad o simples simuladores, picaros u honestos, buenos o malvados.

Medellín es, para los efectos de estas novelas, una ciudad vieja pero pequeña, en la que hasta comienzos del siglo XIX las jerarquías sociales son en gran parte las que regían en la sociedad colonial de castas. Lo que otorga posición social es ante todo hacer parte de alguno de los grandes grupos étnicos. Los blancos están en la cima de la pirámide. Pero hay unos más blancos que otros: solo pueden considerarse “nobles” o “hidalgos” aquellos a los que se reconoce que vienen por todos lados de familias españolas, sin mezcla de sangre de la tierra y sin rasgos de moros o judíos. En esta sociedad, la riqueza es un valor subsidiario, que no logra borrar el estigma de la sangre, pero se añade a los valores de esta. Los blancos de buena familia, si son ricos, hacen parte de la aristocracia. Si no, son los parientes pobres, que pueden en cualquier momento recuperar su consideración social, si la fortuna los favorece. Por supuesto, la pobreza puede llevarlos a situaciones que dejan una mancha que se borra solo lentamente, como dedicarse al comercio al pormenor, tener pulperías y ventas de caminos. Pero en Antioquia esta mancha es secundaria, pues la riqueza raras veces está alejada de cierto grado de trabajo manual. Allí no hay, como en el resto de la Nueva Granada, indios a los que se pueda tratar como siervos y que hagan todo el trabajo por uno. Hay esclavos, pero estos son una inversión cara, que debe hacerse producir, y por ello están usualmente en las minas y solo en las familias más ricas pueden encontrarse en el servicio doméstico. Carrasquilla, por su parte, incluye entre sus personajes varones trabajadores, que no rechazar el trabajo manual y meten las manos en las eras o los organales de las minas.[6]

La independencia sacudió las jerarquías de la región: esa fue una época en la que, según Carrasquilla, bajó mucho el pergamino, por el deslinde con España. Empresarios que combinan minas, comercio y tierras se enriquecen, y muchos no hacen parte de las familias tradicionales. La gente que monopolizaba las posiciones de prestigio en las ciudades ve a su lado nuevos ricos, de origen oscuro. El esquema social del mundo colonial no se mantiene en Medellín, aunque ciudades menos activas comercialmente, como Santafé de Antioquia, siguen marcadas ante todo por las jerarquías coloniales. A Medellín llegan ricos de Remedios, de Yolombó, de Zaragoza, de Anorí. Algunos confirman su posición social, pero otros son desconocidos, y luchan por encontrar un lugar en la estructura social. A veces ricos provienen de familias que no pueden mostrar todas sus raíces en España, pues sus ancestros incluyen negros e indios, que a veces tienen el pecado adicional de la ilegitimidad. En los niveles más bajos, el racismo de la sociedad, que rechaza a los negros, es compartido por todos, incluso en ocasiones por sus mismas víctimas.[7]

En todo caso, la relación con los indígenas es usualmente muy remota, y por eso puede a veces olvidarse: no pocas de las familias de mayor alcurnia provienen precisamente de los primeros conquistadores, a veces a través de hijos mestizos. Pero, sobre todo en el mundo de las minas, la cercanía con la negra, la zamba o la cuarterona puede ser más reciente y visible. Todo esto es muy claro para Carrasquilla, que puede usarlo como trasfondo de los dramas de sus personajes, en buena parte porque tiene una actitud muy escéptica y burlona hacia el afán de nobleza de sus coterráneos. Carrasquilla tiene en la cabeza el mapa social, las coordenadas, en todas sus dimensiones y detalles, de las jerarquías sociales de sus contemporáneos. Ha sido siempre fisgón y novelero. Sabe lo que cada familia pretende, con qué elementos lo pretende, y es consciente de la fragilidad de sus alardes.

Pero sobre todo, es evidente que Carrasquilla no comparte la identificación de la calidad individual con la jerarquía étnica. El valor de las personas está en ellas mismas, y no en sus orígenes. Por supuesto, crecer en una familia llena de virtudes ayuda, pero Carrasquilla, como novelista, es muy consciente de la gran diversidad de la vida humana. Sabe que en las mejores familias hay ovejas negras y en las peores familias puede surgir la virtud más heroica, y lo mira todo con la amplitud moral del que no tiene que condenar ni absolver a sus personajes. Nada está predeterminado, nada está sujeto a correlaciones sociales rigurosas. Y lo que hace a un individuo valioso es lo que sea realmente, lo que haya hecho suyo, y no algo substancial o esencial, que venga con la sangre.

El profundo dominio de la jerarquización social, acompañado por el escepticismo sobre su significación, permite al novelista convertir sus novelas en cuadros vivos en los que esas jerarquías son desmontadas y ridiculizadas. Las novelas y relatos de Medellín son por ello normalmente historias en las que los individuos luchan por encontrar un puesto en la jerarquía social, pero al poner tanto esfuerzo en ello muestran que valoran las apariencias más que la realidad. Se mueven en el vacío, y por lo tanto gran parte de su esfuerzo es un esfuerzo de simulación. En la medida en que la jerarquía social no es un hecho real sino un reconocimiento, está definida por la mirada del otro. En cierto modo, las personas son lo que las demás creen que son. Si logran ser aceptados como nobles, son nobles. Sin embargo, Carrasquilla muestra que esto se desdobla en dos incertidumbres: el individuo se está mintiendo a sí mismo, en la medida en que valora las apariencias, y miente a los demás. Y esta mentira muchas veces no funciona, pues todos se burlan de los simuladores, que resultan doblemente rechazados: por ser pobres, o negros, o zambos, y además por el arribismo y el esfuerzo engañoso por negar su realidad.

Varios son los caminos para lograr el reconocimiento social, pero se resumen en usar el dinero para hacer olvidar el origen, y buscar el acto social por excelencia que representa la aceptación de sus pretensiones: el matrimonio con alguien del grupo al que se aspira pertenecer. Estas son en gran parte novelas sobre quien se puede casar con quien, como a veces los protagonistas logran casarse o como sus pretensiones de rechazan, y como a veces el esfuerzo fracasa, pues el matrimonio que lleva a las alturas se revela a la postre engañoso: el noble es un simulador, el joven virtuoso apenas está a la búsqueda de una dote o un botín, el rico reciente tiene vicios escondidos que lo llevan a la quiebra y derrumban su grandeza.[8] Son también novelas en las que aparecen todos los rasgos que ayudan a definir la calidad social: quien es Ño o Seña y quien puede ser Don o Doña, quien es blanco o mejor aún zarco, cuales son los matices del color de la piel, quien es negro, mulato, zambo, indio o cuarterón. Allí aparecen los rasgos de la prosapia, el buen tono, las reglas para moverse en las jerarquías y para identificar donde está alguien, y se muestra hasta qué punto la sociedad antioqueña cree en estas jerarquías, compartidas incluso por las nodrizas, que enseñan a los niños a su cargo a rechazar a los negros.

Familia (o sangre pura), riqueza y tono social son pues los elementos que permiten definir la posición social de una persona. Los que reúnen los tres elementos los exigen todos, pero para los que se sienten débiles en alguno es posible definir una jerarquía. Los que provienen de las mismas familias, de los pueblos, pobres y sin roce social, tratan de ser admitidos en los sitios de alto coturno. . Las reglas sociales dan primacía a los ricos viejos de Medellín y Santa Fe de Antioquia, y en alguna medida de Rionegro y Marinilla, que reúnen antigüedad de familia y varias generaciones de riqueza, que les han permitido conformar un tono social, una manera de comportarse. Los que provienen de las mismas familias, de los pueblos, pobres y sin roce social, tratan de ser admitidos en los sitios de alto coturno, como doña Juana Barrameda de Samudio, que siente que nadie puede llevarle ventaja en sus apellidos.

Pero hay otros que no tienen la tradición familiar, pues no provienen de las familias españolas sino que tienen sangre de la tierra, de indios y negros. Normalmente son zambos y mulatos, que predominan en Carrasquilla, aunque hay algunos indios y mestizos. Carrasquilla conocía bien la sociedad minera del norte y el nordeste, la que describió en 1928 en La Marquesa de Yolombó, la de sus cuentos mineros, la de Frutos Rúa o los mineros que van a Santa Rita a lucirse: zambos enriquecidos o negros fieles pero incultos.

Un inventario de expresiones muestra la riqueza del lenguaje: como los esquimales, de los que el mito dice que tienen decenas de palabras para describir las diferentes formas de la nieve, Carrasquilla puede usar centenares de expresiones diferentes para aludir a los elementos de la posición social: rasgos étnicos, formas del buen tono, tipos de agrupación elegante, rasgos de vestidos y perchas[9], formas de hablar, calificación de los oficios, formas de trato y saludo, gestos en la calle o en la casa, sitios de vida y muerte. Carrasquilla es un cartógrafo exhaustivo y detallado de las líneas de nivel del mapa social.[10]

En sus textos aparecen negros, zambos, cuarterones, ochavones, el “café con leche” y el “alto coturno”, “el gajo de abajo”, los “elegantes”, los “próceres”, los “de calidad”, los “linajudos”, las gentes “de la crem” y los “jalapa”, los “mañés”, las “gentes de mediapetaca”, la “guacherna”, los “fatalidad”, la “gentuza” la “mondonguera horrible”, los del “copete” y los del “capote”, los de “moño”, la “buena sociedad”, “de media y zapato”, “de sangre azul”, de “nobleza requintada” y las “ñapangas asomadas”, la “merienda de negros”, la “gente chamuscada”, “los “salvajes”, los “negros caratejos”, los “zambos mondongueros” y el “zambo peinado”, el “mulato pelicerrado”, los “que tienen más de cincha que de enjalma”, los “cinchados”, la “canalla”. “Aquí, el que no tiene de cinga, tiene de mandinga”. Algunos, como la negra sirvienta de los Alzate, Bernabela, tienen que reivindicar la igualdad elemental: “losotras también semos gente” dicen las espectadoras del matrimonio en el que culmina Frutos de mi Tierra. “Y fue esa gordiflona que vendía junto a las Rojas la que se casó? ¡pero esu’es gente…. enteramente de mediapetaca! –No, niña-replica la madrina - ¡Es gente de petaca entera, porque tiene mucha plata!”(I,199). Hay oficios admisibles y otros que manchan a los que lo ejercen: “oficio de negros montañeros”. Los niños adivinan pronto estas señales, y Carrasquilla, que también en Rogelio pinta la transformación de un joven zambo en un ángel, y al final lo “vuelven gente”, describe en Entrañas de Niño a un niño arrastrado por la vanidad y el orgullo. El protagonista, todavía sin dominar el idioma, conoce ya las distancias sociales: cuando le regalan un carriel se larga a llorar: “Yo no es zambo ni pión, Yo es pa señor de saco…” Y cuando la hija de la sirviente trata de hacerse amiga, la respuesta es cruel: “Se me acercó con disimulo, y puestos los ojos en una enjalma que tenían al sol, me dijo arrulladora: ¿Vuste por que no es novio mío? Me quedé pasmado. Sólo encuentro una escupa, y se la mando, que ni judío. ¿Zambas a mí, que iba a casarme con princesa?..” (I, 201) Como el papá hace sus oficios agrícolas, el niño lo rechaza: “No podía convenir con que mi padre calzase alpargatas y se pasase todo el santo día regando coles y rábanos y enredando tomateras. Solo cuando cargaba el palio, en traje de carácter, se me revelaba como padre…” (I, 200) Y el idioma es también, como en toda la obra, y como en el Pigmalión de Shaw, señal segura del lugar social: “Papacito, así, asa, desde que no dijese ivierno, algotro y dotor, desde que dejase las vestimentas de la huerta…” En una escena que muestra la perspicacia psicológica y social del autor, el niño da limosna en la iglesia y espera que las monedas suenen, para que los demás se den cuenta de su generosidad, pero se da cuenta de que su gesto vanidoso destruye tanto el valor íntimo como el reconocimiento social que quiere mostrar, y lo hace ver como lo más bajo: “Parecíamos que todos me notaban el alarde; que había cumplido el encargo de Vira como un negro caratejo”. (I, 255)

En Grandeza, Chichí se burla de los elegantes. “Yo también me se dar mis filos a ratos, y me meto de café con leche. Qué tal si no guardara el carriel y no echara mis perchas. Hasta me arrancaba la cabeza mi seña Juanita, como es ella de fiera para cosas elegantes….” (I, 263). Leonilde, la aristócrata más estirada, tolera que un hijo quiera casarse con Magola Samudio, “por más que fueran a empañarle los blasones a tan infanzona casa” (I, 272) “Demasiado entendían las muy arteras, por muy estúpidas que fuesen que en el tapete verde de estas amistades, eran ellas las fulleras, las levantamuertos, las que pagaban con moneda falsa. ¿Y por eso iban a sentir ellas escrupulillos de conciencia? ¿Eran bobas, acaso?” (I, 273) “Como que invitaron toda la jalapa de Medellín, Y esto dizque iba a ser la pura crem” (I, 345) La terminología social es inagotable y hasta en la muerte se mantienen las jerarquías: Medellín tiene cementerio de ricos y cementerio de pobres, y en el de ricos, Rumalda, desconcertada por las verjas que encierran las tumbas, comenta “Hasta pa que los entierren son confiscados estos ricos de la Villa… Hasta talanqueras de jierro ponen pa que no los pisen”. (I, 450)

Por supuesto, al lado del mundo de las apariencias, de la vida social, de la presunción y la figuración, existe el mundo real, el mundo del trabajo, del amor, de la piedad y de la virtud. En todas estas novelas, hay personajes que no se dejan deslumbrar por las apariencias, que juzgan a sus prójimos por sus valores personales, justos, generosos y casi siempre sencillos, sin afectaciones ni lenguajes alambicados ni lambones, democráticos.[11] Pueden ser muy ricos, y en ese caso deben la riqueza al trabajo, en el comercio o las minas, o simples sirvientas, como Bernabela, en Frutos de mi Tierra, o Ubalda, que son la voz de la razón.[12] No son siempre, en estas novelas de ascenso social, personajes muy desarrollados: son los espectadores que ven a través de las apariencias y descubren la verdad: el drama interno es el de los arribistas y simuladores, aunque a veces los buenos, como Chichí el de Grandeza, son víctimas del torbellino de desastres que la mentira y la simulación generan. A veces son el contrapunto de las esposas aparentadoras, como don Pacho Escandón de Frutos de mi Tierra, o desmontan o hacen visible la tramoya de los simuladores, como Silvestre Jácome en Ligia Cruz. Y en dos ocasiones, cuando describe a Pepa Escandón y a Magola Samudio, las protagonistas femeninas de Frutos de Mi Tierra y de Grandeza, el novelista entra en más detalles y crea unas mujeres atractivas, inteligentes, cultas y sensatas, alegres e ingeniosas. Pero los verdaderos personajes de Frutos de Mi Tierra son lo que sufren la mediocre tragedia del fracaso de sus ambiciones arribistas: Agustín Alzate y sobre todo Filomena, que es la que se transforma con las experiencias y pasa de comerciante exitosa a usurera despiadada y se convierte en enamorada. Otros personajes cumplen su papel en la intriga, sin volverse protagonistas. Este es, por ejemplo, el caso de César Pinto, el bogotano que engaña a Filomena, y cuyas meditaciones y actos describe el autor, pero del cual sabemos en el fondo muy poco.

 

Las novelas de Medellín

Frutos de Mi Tierra, publicado en 1895, y la primera de las obras de Carrasquilla dedicadas a la ciudad, tiene como sus personajes principales a los Alzate, una familia de nuevos ricos que han hecho su fortuna en el mundo del comercio y la usura.[13] Agustín Alzate se llena la cabeza de humos con su fortuna y cree que todos le deben pleitesía, y trata con despotismo a sus mismas hermanas, en particular a Nieves, que es ilegítima. Es el primero de los personajes de Carrasquilla que se llena de grandeza: “Agustín siempre se había estimado mucho, pero de esta época en adelante el amor a si mismo fue creciendo, como crece en velocidad la piedra que cae; y tras este sentimiento le vino el de su grandeza”. Los Alzate no tiene tradición familiar ni educación, y toda su alcurnia proviene del dinero. Son feos, física y moralmente, y actúan en consecuencia. Su abuela, que vendía chicha, hizo la plata trabajando: ahora ellos se han enriquecido aún más engañando a los demás. Agustín intenta casarse bien, pero nadie lo acepta. En la novela, Agustín sufre su tragedia, cuando sus ínfulas se derrumban al no poder responder a los fuetazos que recibe como castigo callejero a su insolencia, y se refugia en la atrabalis destructiva: casi no puede volver a levantarse después de esta herida a su orgullo. Pero la tragedia central la sufre Filomena, la hermana de Agustín, negociante y usurera también, verdadera alma del negocio (ella decide y Agustín ejecuta), quien se enamora de un sobrino bogotano, y cree apasionadamente que este le corresponde: “Todo ese tiempo la calculista había subrogado a la mujer; ahora la mujer se alzaba poderosa reclamando sus derechos, con el empuje de su ternura largo tiempo reprimida” (I, 131). Finalmente, después de que César decide simular el enamoramiento, se casa, a escondidas, y su sobrino le roba la fortuna.[14] Cuando este se fuga, no puede soportar el engaño, que derrumba su mundo y sus fantasías, muere abrumada por el doble desastre: la pérdida del amor recién descubierto y la pérdida de la fortuna en la que se apoyaba, como calculista y simuladora.

En paralelo y en contraste con el amorío ridículo, trabajoso y frustrado de Filomena y Cesar, la novela relata el enamoramiento de Martín Gala y Pepa Escandón. Las dos tramas apenas se tocan ocasionalmente, y el amor de Martín y Pepa se describe con cierto prosaísmo, (“la primera novela prosaica de Colombia”, la llamo Carrasquilla[15], que probablemente no había gastado su tiempo leyendo las prosaicas novelas de Manuel María Madiedo o Ángel Gaitán en Bogotá), aliviado por el ingenio y la bondad de los personajes. Pepa Escandón es una joven virtuosa, pero picara, “callejera, turbulenta y potrancona”, como la describe Cadavid Uribe, un personaje que sin duda Carrasquilla encuentra muy atractivo.[16] Su familia tiene los rasgos brutales de la sencillez y el trabajo. El padre tiene todavía mucho de campesino, aunque sea un financista de peso en la ciudad, rico, vulgar, boquisucio, amigo de los cuentos verdes, capaz de imponer su energía más o menos primitiva sobre cualquier convención social. Es en cierto modo un bruto, intransigente y tirano, pero bueno. Su madre es capaz de enfrentar al ogro de su marido, pero sueña con un matrimonio pomposo para su hija. Pepa rechaza a Martín Gala, un cachaco caucano-antioqueño sin grandes virtudes[17] pero sin grandes defectos, atractivo e ingenioso aunque algo aparentador, pero finalmente se rinde, cuando el amor de Martín se vuelve sincero, y el matrimonio llega, después de derrotar heroicamente la oposición del padre brabucón, y se celebra con una ostentación que el autor presenta sin criticar, porque se apoya sobre virtudes reales: es exhibición y adorno, pero no simulación o falsedad. [18]

La novela es muy rica en descripciones de la ciudad: lugares, iglesias, diversiones, fiestas, paseos, hábitos y rasgos de sus habitantes. Además, Carrasquilla define a sus personajes a partir de su lenguaje, que pretende reproducir en forma realista el idioma apropiado a cada uno de ellos. La lengua, como se repetirá en Ligia Cruz, es señal de distinción: Cesar Pinto, el bogotano, descresta con su acento y su lenguaje: “el tuteo zumbaba, y el habla bogotana, con toda su acentuación y pureza, se cultivaba allí como en una academia: Filomena ya estaba al tanto de los vocablos más usuales, y según su sentir, muy endilgada en la pronunciación”. (I,277).[19]

Como se ve, la novela ofrece un Medellín finisecular en el que, mientras los que valen algo siguen su vida, buscando alegrarla con fiestas y conversaciones, algunos buscan su reconocimiento social sobre la base de la falsedad y el dinero. Es una visión que se pretende realista de la ciudad, - según Carrasquilla se escribió con la “intención de revelar” un pueblo, el pueblo antioqueño- aunque no sea necesariamente representativa. No pretende que Pepa sea el tipo normal de la joven antioqueña, ni que los Alzate representen al arribista típico. Son simplemente tipos, caracteres posibles en la vida de la ciudad, que todos sus conciudadanos pueden reconocer, aunque tengan rasgos en muchos casos excepcionales. Pocas jóvenes tienen el ingenio de Pepa[20], pocos arribistas sufren la atrabilis de Agustín, rara es la solterona que se arriesga a una pasión incierta como la de Filomena. Pero sus rasgos aparecen en esta sociedad, hacen parte de la riqueza de frutos, sabrosos y podridos, que produce Medellín. Carrasquilla simplemente los describe, tomándolos en buena parte de personajes reales pero reconstruyéndolos y deformándolos para darles verosimilitud novelesca y poder hacer sus dramas comprensibles. Sabemos que en Medellín, en una época en la que la aparición de una novela de esta ambición era insólita –las novelas anteriores eran relatos breves, sin la riqueza de personajes de Carrasquilla, como Oropel- sus habitantes se entregaron al ejercicio del reconocimiento, como si fuera un roman a clef, y buscaban sus personajes en uno u otro de los habitantes de la ciudad. Y que muchos criticaron a Carrasquilla por escenas extremas que consideraban ajenas a la bondad o a los valores de los antioqueños. Carrasquilla, mucho más flexible, sabía que en esta sociedad todo era posible, y que saquear los cadáveres para no dejar enterrar con ellos algunas ropas y joyas era un rasgo verosímil y coherente con la psicología de los Alzate, aunque la mayoría de sus coterráneos no lo hubieran hecho. La novela se hace con asesinatos y grandes dramas, aunque en la vida real pocos sean los Raskolnikov que lleguen a asesinar.[21]

Frutos de mi tierra es una novela muy rica y matizada y el lector puede hacer, como en toda obra compleja, lecturas muy diferentes de ella. Sin duda alguna, Carrasquilla defendió con ella una visión literaria que valoraba lo propio y se contraponía al modernismo y al simbolismo. Carrasquilla creía que había que escribir sobre los temas propios, y defendía la inclusión del lenguaje popular en los diálogos de las novelas. ¿Si el novelista podía ignorar la moral o la religión al inventar sus personajes, porque no iba a poder violar unas reglas académicas? La razón para esto estaba en la preferencia por el realismo: no podía haber verdad, no podía haber transcripción de la realidad, si se idealizaba a los personajes y se pulía su habla.

El novelista mismo se convertía en un simulador, en un falsificador, en el momento en que, por seguir modas literarias, modelos exóticos, modernismos arbitrarios, dejaba de retratar la realidad tal como era. El novelista, por supuesto, no reproduce la realidad miméticamente: construye personajes, imagina situaciones, pero esta creación debe ser fiel a la realidad. Esta posición no es opuesta a la innovación literaria: lo que Carrasquilla rechaza es el sometimiento a la moda que oculta, ignora u oscurece lo que es propio.

Del mismo modo, su visión de la sociedad no es la de un tradicionalista, que se opone a todo cambio. Aunque en los textos posteriores a 1915 es más fuerte su queja por la destrucción del pasado local, tanto en la arquitectura como en las costumbres, ya en Frutos de mi Tierra puede advertirse la inquietud por el sentido de las transformaciones de Antioquia. En los cincuenta años anteriores la región había tenido un rápido crecimiento económico y esto se manifestaba, entre otras cosas, en una sociedad que valoraba cada vez más el dinero. Ya Saffray había dicho, en 1867, que aquí lo único que importaba era la plata, y que los demás valores sociales habían sido reemplazados por el reconocimiento del dinero. Carrasquilla pinta esto claramente en su novela: los Alzate no ven sino la plata y someten todo a ello. Mientras tanto, algunos de los otros ricos, los Escandón, los Palma, no rechazan la plata, pero son capaces de manejarla sin abandonar valores tradicionales de honradez y generosidad. En esta novela, la tienda de los Alzate comienza siendo una pulpería donde solo se vendían frutos de la tierra, pero después de la guerra grande en 1860 “la tienda de efectos del país se complicó, libre el comercio, con vinos, rancho, quincallería, telas y cuando Dios y la industria criaron” (I,13)[22] La tienda representa, sin duda, un cambio social general, que además se estaba dando en otras partes de Colombia: el ascenso y consolidación de grupos sociales capaces de imitar las modas europeas y de pagar por ellas. Pero me parece contrario a la visión tolerante y escéptica del novelista suponer, como varios comentaristas lo han hecho, que esto representa un rechazo al progreso económico y al dinero. Las novelas de Carrasquilla tienen muchos ricos decentes, y da la impresión, por la precisión y afecto de las descripciones, que Carrasquilla disfrutaba como pocos con la variedad de hábitos, ropas, adornos y lujos que introducía el comercio. Lo que rechazaba era el infierno de la moda y la simulación: el entrar al mundo del consumo simplemente para fingir una situación social, como esclavos de las apariencias, y no por una valoración genuina del valor estético de los objetos de lujo o adorno. Y rechaza, del mismo modo, las novedades que destruyen los rasgos positivos de la tradición. Que se hagan nuevas casas llenas de lujo y hermosura, pero que no tumben las viejas iglesitas; que se construyan nuevos barrios, pero sin alterar la armonía pasada, que surjan nuevas profesiones, que las mujeres estudien y trabajen, que los negros y los zambos se enriquezcan o entren a las profesiones, que la democracia reemplace el desprecio al pueblo, pero sin que la sociedad deje de valorar la verdad, el trabajo, la riqueza bien adquirida, la honestidad, la sinceridad en el amor. La sangre es una mentira, el dinero no eleva al quien no tiene nobleza y más bien lo convierte en un arribista y un simulador. Solo hay algo que borra las desigualdades del origen: la educación y los libros, que el autor describe en detalle en Dimitas Arias, homenaje conmovido a los maestros, son lo único que puede volver gente a los pobres, negros e ignorantes.[23] La moda sin inteligencia ni sensibilidad produce mamarrachos, el dinero sin ética ni educación transforma la sociedad en un mundo caótico en el que la simulación reemplaza el mundo de los valores reales por el de las apariencias, por la exhibición de lo que no se tiene, por el lenguaje alambicado de la retórica política y de los escritores que no oyen el habla verdadero de sus coterráneos.

Si vemos que Carrasquilla valora al mismo tiempo el lenguaje popular, el progreso social, las virtudes tradicionales atribuidas a las gentes de la región, y rechaza es la simulación y la apariencia en todas sus formas –el arribismo, las modas literarias, la retórica engañosa- podemos, sin necesidad de forzar la lectura, entender su contraposición con los escritores modernistas o su escepticismo por la política de la época. Ver Frutos de Mi Tierra como una defensa de la tradición contra el progreso económico, o como un rechazo al proyecto político de la regeneración parece forzado, no porque Carrasquilla tuviera mucha simpatía con los regeneradores, sino porque no era de esto de lo que trataba. [24]

Así, Frutos de Mi Tierra es una obra profundamente crítica, pero es crítica de ciertas formas de la sociedad antioqueña, más que de una regeneración que francamente no se advierte en ella más que en alguna alusión pasajera. Por eso, si revisamos los comentarios de la época, advertimos que a nadie se le pasó por la cabeza que fuera un ataque a la regeneración, y se necesitó mucho avance en los estudios literarios y mucho olvido de los hechos históricos para que a alguien se le ocurriera que esta era la lectura apropiada de la obra. La crítica es al arribismo, a la simulación, a la valoración del dinero por encima de todo lo demás, a una sociedad que jerarquiza minuciosamente a las personas para definir como las trata, de acuerdo con los matices del color y con los niveles de sus ingresos. Esta crítica si fue advertida, y produjo irritación, aunque muchos de los intelectuales de esos años la compartían, al menos en parte. Y llegó a mediados del siglo XX: todavía en los años sesentas don Gonzalo Cadavid Uribe se dolía de que Carrasquilla hacía “una farsa ácida, una nivelación por lo bajo de Antioquia”, que le parecía extraordinariamente injusta y deprimente. [25]

Quince años después Carrasquilla, que había publicado varios cuentos de ambientación rural, volvió a describir a Medellín en Grandeza. Esta novela muestra la simulación, no en unos arribistas de origen incierto, sino en una familia tradicional, pero que ha pasado por años de pobreza y ahora se ha enriquecido. Juana Barrameda de Samudio es noble, “porque apenas las más timbradas de Medellín le igualarían en sangre a Barramedas y Samudios” (I, 261). Es ahora viuda y derrocha la fortuna heredada, que su hijo Chichí trata de preservar con trabajo honrado y sentido común. Lo único que importa a Juana es figurar, y ser aceptada en el curubito. Para esto hay que gastar, vestir las mejores ropas, ir a las fiestas sociales. “veterana en las lides del suponer, heroica para fingir grandes riquezas, tramoyista aguerrida en la escena elegante y lagarta sutilísima e invencionera” (I, 260) Sin embargo, trata de poner el origen de su alcurnia en algo más valioso que el dinero o la familia: “No todos los nobles sabían ponerse a la misma altura que ella, y aún conocía blancos, ricos y todos, que nada eran, ni para nada sonaban en la buena sociedad. No había que ver: más que la familia, más que el dinero mismo, valían el buen porte, el buen gusto, el buen tono y el buen trato” (I, 261)

Su hija, Tutu, es su simple copia, que paso del limbo de las Hermanas al infierno de la moda. Magola, la otra hija, es una nueva versión de Pepa: la joven inteligente, ingeniosa, brillante conversadora, culta, con el “vicio del libro” (I, 274) (“Una intelectuala decadente, hablando de libros malos con los hombres… Niñas cristianas leyendo a Schopenhauer, a Renán, a Darwin y a Zaratustra? ¿A qué abismo iríamos a dar?” (I, 275)), que no cae en las redes del fingimiento. Ella “es la única que medio razonaba en ocasiones. No la creyera nadie producto de nuestro medio antioqueña. A fuerza de tener ella una anchura moral casi inconcebible en una joven de su clase, y la indulgencia y elasticidad consiguientes, podría adaptarse un tantico a la ciudad nativa, que, por despótica que sea la tiranía del medio, no avasalla por completo la individualidad potente… No estaba ella para grandezas ni por alturas sociales, y si se apuraba un poco, ni aún creía en ellas… Leía de todo… lo lícito siempre, lo prohibido en ocasiones…. ¿Es muy hermosa? Ni se sabe. Ella misma no se ha sentido tal… ni se ha preocupado por serlo…” (I, 273-4) No es difícil advertir que el narrador le da toda su aprobación, y por eso vale la pena recordar un elemento de este elogio: su elasticidad y su indulgencia, la anchura moral, es decir la flexibilidad y falta de rigorismo, que le permiten adaptarse a la ciudad. Como Carrasquilla, ella trata de comprender mucho a la gente de la ciudad y de juzgarla poco. Su preocupación es como hacer para no despreciar a su madre y a su hermana, como comprenderlas sin condenarlas por la locura de las apariencias.

Pero seguir las apariencias conduce a la destrucción: un cachaco vacío se aprovecha de la madre y la hija vana, que está recién casada, y cuyo marido, Grandeza, ha quebrado, para exhibirse con ellas, y un posible adulterio comienza a afectar la fama de la familia, después de que la madre, que necesita el dinero para ir al gran baile, ha engañado y hasta robado. Chichí, trabajador, responsable, risueño, bromista, desentendido de las apariencias, de figurar y de simular, que quiere una mujer “que huela a mujer alentada, a gente; no a peluquería ni a tienda de modas” (I, 263) no puede sin embargo romper con la tradición que lo obliga a defender la buena fama, el honor de la familia y termina muerto a manos del petimetre, en un duelo sin esperanza. Al morir trata de acusar a su madre pero la frase queda a medias. En esta novela la gran aristócrata es Leonilde de Gama “señorona de altísimo coturno, por el dinero y los blasones, y la moda y toda cosa. En su orgullo sañudo y caciquil de villa grande, apenas si tenía relaciones allende la familia. .. Aquella su alteza, tan áurea como heráldica, hacíala sentir con unos ceños tan agrios y unos saludos tan displicentes, que ni para los sustos de la gente…Su fatuo orgullo, todo limones y pimientos, tenía que conservarlo en vinagre para que no se le pudriese”(I, 271)

Como se ve, reúne todos los valores que la sociedad de la simulación aprecia: la antigüedad de la familia, el dinero, el buen tono, el estar a la moda, y el desprecio a sus prójimos. Pero estos valores no son nada, subraya Carrasquilla: su orgullo es fatuo y no puede darle nada diferente a un aire amargado. Pero Leonilde está casada con otro de esos señores sencillos y trabajadores, don Bernardo de Gama, generoso y realista, que no comparte su desprecio al universo: es como Pacho Escandón de la novela anterior, el comerciante y financista exitoso pero sin vanidades, y se fascina con Magola. También es sensata Rebeca de Escudero, que rechaza las pretensiones de Leonilde de Gama: “Se te esté olvidando la historia: puebleños eran nuestros padres, y nuestros abuelos eran gente de montaña, de los de bayetón y yesquero. Estos que hoy te parecen tan despreciables, pueden ser mañana los principales” (I, 347) [26]

Otros personajes sirven para elaborar la tramoya del ascenso social. Grandeza tiene este nombre porque lo que buscan en la alta sociedad es grandeza, y también porque Arturo Granda, el nuevo rico con el que se casa Tutú, es tan rico que todos en la ciudad le han dado el apodo de “Grandeza”. Los Granda, por supuesto, son inadmisibles para Leonilde de Gama, pero Juana Barrameda y Tutú lo aceptan por la plata, no por sus virtudes, aunque las tiene todas, o al menos eso parece, pues después revela sus debilidades y se deja arrastrar por el juego. Según doña Leonilde, el abuelo era conocido en Remedios como Ño Granda. “Tengo la idea de haberle oído decir a papá que conoció en Anorí unos Grandas. ¿Eran de su familia? -Si mi señora. Mi abuelo y mi padre trabajaron con él, en varias minas. -¿Eran accionistas?-No mi señora, jornaleros. Eran gentes muy pobres y muy oscuras…” (I; 360)

Esta novela, como Frutos de mi Tierra, esté llena de descripciones de Medellín, siempre irónicas pero al mismo tiempo entusiastas: la gran fiesta de disfraces, las fiestas populares, los barrios pobres. Y tiene algo de racismo laboral: Chichí se impone en la colonización echando a los negros y remplazándolos por jornaleros del oriente, “gañanes de raza blanca, los más trabajadores y constantes, y acaso los menos pícaros de nuestras gentes montañesas”, según frase del narrador. (I, 370)

Esta si es bola, un relato largo, sigue la saga del fingimiento. Ildaura de Castañeda llega a la ciudad, rica, a educar a sus dos hijos, y entra como las Barrameda al infierno de la moda. Después de un viaje a Bogotá nada le importa sino figurar. Otra vez Bogotá aparece como agente de corrupción, como lo había sido el bogotano César de Frutos de mi Tierra. Una quiebra los deja casi en la ruina. Un hermano, otra vez la voz del realismo, le recomienda volver al campo, lo que no puede aceptar, pues ¿cómo vivir sin “sociedad”? Y como en Grandeza, hay un gran baile al que hay que ir, y en este caso todo se lo juegan al baile: empeñan todo. Julia esta siempre pensando en lo que dirán las vecinas, y estas son unas solteronas que la impulsan al gasto y le pronostican la catástrofe. El hijo está entregado al ocio y la perdición, y en un momento de furia le bota a Julia la bola de papel brillante que ha estado haciendo como signo de su compromiso con un rico estudiante caucano, Javier Vallecilla, joven honesto y sincero. Acaban empeñando los aretes, tratando de que el caucano no se entere, hasta que saben que este también ha quebrado. La voz realista que critica el mundo de la simulación es en este caso la de Ubalda, la sirvienta negra, que increpa a Ilduara por la educación que le ha dado a su hijo: “Si dende que guyó del colegio y se remontó, l’hubiera puesto oficio, ni estaría asina: “animal que se deja en el rastrojo se lo comen los gusanos”. El quería aprender talabartería, el quería poner tienda de víveres, él, cuido de bestias, él, volvese pa la finca; pero nada d’esto le güelió a uste, todo le parecía oficio de negros montañeros. Harto le rogó don Emilio; harto le rogué yo que no lo dejara suelto.,.. Nos vinimos de onde nada nos faltaba a esta perdición de Medellín, quizque para educar los niños y disfrutar. Y ya ve el resultao… ¿Que es lo que hemos hecho en este maldito Medellín? Botar en ociosidades en y pecaderas todo el platal que les dejo el dijunto don Castañeda; dale a jartar a tanto rico y cuidar a tanto lambón, pa quedarnos a chúpe y déjeme el cabo y debiendo hasta las orejas…” (I,623)

En 1925 aparece la última de las novelas de Carrasquilla que tiene como tema la sociedad de Medellín: Ligia Cruz. La protagonista, Petrona Cruz, es una joven pobre de Remedios, que va a Medellín a visitar a la familia rica de sus padrinos. Allí encuentra una familia elegante: la madre es aristócrata de Santafé, pero la pobreza la obligó a casarse con un minero rico de Remedios. Carrasquilla la describe así: “Es de nobleza azul y requintada, originaria de la ciudad heráldica de Antioquia; pero como en su casa nunca tuvieron un hediondo peso, hubo de conformarse con atrapar, todavía joven y no mal parecida, al remediano acomodado, ya cuarentón y algo vulgarote… Contado era el cristiano a quien no tuviera por “jalapa”, “mañe” o “fatalidad”. Pertenecía, naturalmente, al Club Noel, a la Sala-Cuna y a otras instituciones de virtud elegante y distinguida” Tiene dos hijas, que compartían con su madre “ínfulas y relumbrones… sostenían la última moda, a todo y gusto y a toda ostentación. Solo pensaban en novios “fashionables” en trapos, regalos y diversiones… de una vulgaridad de alma inconcebible en gentes que se tienen… por tan educadas”. Por supuesto, no reciben bien a Petrona, que espera que la traten como hermana: la mandan a la pieza del servicio y la desprecian: “No estamos en Remedios, estamos en Medellín!”. Pero ella se fascina con la ciudad que la rechaza y vive en medio de las ilusiones: se ha enamorado, desde Remedios, de una foto de Mario Jácome, el hijo de su padrino.

El dueño de casa, el minero de Remedios, es otra vez uno de los hombres de negocios buenos y realistas de Carrasquilla, “magnate de mucho fusto entre la gran plutocracia… muy fuerte en minería y en comercio, algo en rezos y muchísimo en tute y tresillo. Gasta en extremo con su familia, pero se burla del tono y elegancia de su mujer y de sus hijos. Aunque ha viajado, no ha cogido ninguna finura europea. Sin ser sabio ni leído, tiene mucho conocimiento de la vida, muy buen sentido crítico y, por ende, mucha indulgencia y amplitud…” (I, 382) Otra vez la indulgencia y la amplitud son el rasgo que distingue a los que entienden la realidad de la vida, como Magola Samudio. Jácome se ofende con la conducta de su señora y sus hijas. Decide mostrar que todo lo que las enorgullece es algo perfectamente copiable, y como un Pigmalión de ruana, pone a Ligia, a escondidas, a aprender los trucos anodinos de las elegantes. Esta, que vino mal vestida y fea, es una buena alumna y “Aprende a caminar y a cimbrearse sobre los tacones vertiginosos; aprende a coger el bolso con soltura y pierde el contoneo en dos salidas: Es casi una medellinita de las gentiles: Ya no es pelinegra ni lacia: es rubia y rizada como un arcángel, con moña atrás y onda en la frente… Ya no se llama Petrona. Se llama Ligia. Ha visto Quo Vadis en el cine. Matamoros le ha prestado la novela” (I, 392-3). Aprende, milagro de los milagros, hasta a hablar en bogotano. Esta Madame Bovary, esta Cenicienta remediana entra en un mundo de quimeras y ansias locas, donde realidad y sueño se confunden: “Esto es bello, vivir de las verdades ajenas, de las verdades hechas que la mente no acepta ni el corazón reconoce, es, más que una simulación dolorosa, una apostasía de la vida misma” (422). Llega de Bogotá, donde se ha graduado de médico, su novio, su amor imaginario y hay un baile en el que la joven de Remedios muestra que es más elegante que las elegantes hijas de su padrino y es admirada por todos. Pero se agrava su enfermedad, y el amado médico la ve, se da cuenta de su delirio, y como descubre que está gravemente enferma de tuberculosis, decide llevarle la cuerda. Le declara su amor y le promete que irá a visitarla si se va a Remedios, donde podrá curarse. Ella se va y muere esperando al amado que la llevará a Paris, sin lograr nunca separar ensueño y realidad. [27]

Como se ve, las novelas de Carrasquilla sobre Medellín tienen bastantes semejanzas. Todas tienen como eje conflictos relacionados con la posición social. Los personajes buscan que se le reconozca su altura social: nobleza o aristocracia, proveniente del dinero, de la familia, del matrimonio o del buen tono, la elegancia y el gasto apropiado. Este empeño, que es un empeño centrado en la mirada del otro, en el reconocimiento ajeno, es descrito por Carrasquilla como vacío y sin valor. A este espejismo, a esta ilusión, a este juego de mentiras, se contrapone un ideal que incluye ante todo la valoración de la sencillez, la sensatez, el sentido común, el realismo, el igualitarismo, la disciplina del trabajo. Estas son, por supuesto, virtudes que se han asociado con los estereotipos positivos antioqueños. Pero Carrasquilla no ofrece una imagen complaciente de los antioqueños: no hace ningún esfuerzo por probar o negar que estos rasgos sean típicos de la mayoría de sus conciudadanos. No está tratando de describir al antioqueño típico, porque probablemente no creía que existiera ese antioqueño típico. La sociedad en la que vivía le ofrecía una variedad tal de personajes y conductas que el intento de definir la esencia de lo antiqueño probablemente le abría parecido absurdo: se contentaba con establecer tipos antioqueños, diferentes y contradictorios, ilusos y realistas, sinceros y mentirosos, simuladores y transparentes, trabajadores y ociosos, ahorrativos y derrochadores, austeros y fiesteros.

El tiene, como sus personajes Jácome y Magola, una moral ancha: no juzga mucho, sino que describe y trata de comprender. Es tolerante y escéptico. Pero tiene unas preferencias: lo que valora es el tipo del antioqueño austero y realista, más bien vulgar que elegante, más bien democrático que aristocrático, más bien tolerante que fanático. Y sobre todo sencillo, sin aparatos ni tiquismiquis.

Esta preferencia por la sencillez en la vida tiene un paralelo en el estilo. Según su argumento, busca escribir con sencillez, y reproducir el hablar real que correspondería a los diferentes personajes. Al fin y al cabo, sus novelas son, en su opinión, prosaicas, llenas de “acontecimientos cotidianos y vulgares” y que por lo tanto no requieren “mayores primores ni pulimentos de forma”.[28]

Ahora bien, esta sencillez es el resultado de un esfuerzo cuidadoso, de muchas revisiones y correcciones. Como lo han mostrado muchos analistas, esta es una prosa muy compleja, de riqueza muy grande. Es sencilla simplemente en el sentido de que evita (aunque no siempre) los términos rimbombantes, la retórica inflada de la literatura romántica, las descripciones poéticas. Su ambición es reproducir una doble forma de oralidad: el narrador cuenta los hechos, describe los personajes y los ambientes y paisajes como un excelente conversador. Esto supone un vocabulario muy rico, que apela con frecuencia a una amplia gama de regionalismos, a refranes, comparaciones que imitan el lenguaje local, etc., pero un ritmo a medio camino entre el lenguaje escrito y una posible transcripción de la narración oral. Las frases son complejas, y usan toda clase de elementos de retórica, en particular la ironía y la parodia, que le permiten insinuar una mirada distante, escéptica y burlona de las conductas humanas. Recoge también, como un narrador que se identifica con sus personajes, las perspectivas de éstos, transcritas a estas convenciones de narración oral.[29] Las descripciones de ambientes a veces se alejan de este modelo y adquieren ciertos rasgos poéticos y preciositas, y en estos casos frenan el ritmo de la acción. La otra forma de oralidad que domina su texto es la reproducción, casi teatral, del lenguaje de sus personajes. En este caso el autor busca dejar la impresión de que el lector está oyendo al hablante. Este efecto, por supuesto, supone inventar frases eficaces, y unos ejercicios de transcripción fonética que casi exigen la lectura en voz alta.

Carrasquilla nos dejó pues una serie de imágenes de Medellín entre 1866 y 1936. Setenta años de vida de la ciudad, desde que fue a vivir allí por primera vez, cuando salió de Santo Domingo para ir a estudiar a la Universidad, hasta su vejez. Las descripciones más vigorosas de la ciudad, y también de Antioquia, tienen que ver, en mi opinión, con una contraposición simple entre la simulación y la sencillez auténtica de quienes rechazan el mundo de las apariencias mentirosas. Esta sencillez es la virtud que pone el autor en el centro de su valoración de la sociedad de su época, y que se ha formado a lo largo de la historia de la región, en las zonas rurales y mineras y en los pueblos de plaza e iglesia. La misma historia, sin embargo, ha dejado en muchos antioqueños una fascinación con embelecos de aristocracias e hidalguías basadas en la sangre. En el Medellín de fines de siglo, algunos mantienen las antiguas virtudes y otros exageran los antiguos defectos. Nadie sabe hacia donde pueda dirigirse esta sociedad, tan llena de virtudes pero tan llena de vanidad y de autocomplacencia. Carrasquilla quiere conservar las virtudes del pasado pero no rechaza los progresos del presente, y la sencillez y verdad que defiende, tanto en el mundo de la literatura como en el de la vida, le abren el camino para una actitud que supera en lo fundamental el racismo y el clasismo extremos de los antioqueños presumidos de su época. No es ni un tradicionalista ni un revolucionario: es un novelista, capaz de dibujar una sociedad compleja en un momento de cambio acelerado, y de reconocer y hacer visibles los dramas que la atraviesan. Y lo que ve y describe no parece una agitación superficial de la corriente, sino algo más bien profundo y duradero: si vemos al Medellín de hoy, ¿Hemos dejado de creer finalmente en la idea de que los antioqueños hacemos parte de una raza especial? ¿Podremos decir que se ha curado en algo la vanidad de las familias, el amor presuntuoso a las genealogías y a la sangre española, el desprecio de la negramenta y el populacho, la evaluación de la calidad de las personas por su pertenencia a una u otra rama familiar? Tomás Carrasquilla no alcanzó a escribir acerca de las más recientes transformaciones de nuestra sociedad, ni vivió el terremoto social de las grandes fortunas de fines del siglo XX. Pero al leerlo hoy, nos parece tan cercano porque aunque todo ha cambiado, muchas cosas siguen iguales.

Jorge Orlando Melo

Abril de 2008

[1] Conferencia leída en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, 9 de abril de 2008.

[2] Jorge Alberto Naranjo, Tres estudios sobre Tomás Carrasquilla, Medellín, APUN, 1992 y Fabio Botero: La ciudad colombiana, Medellín, 1991, cuya segunda parte es “Presencia e imagen: una aproximación al “cuerpo y alma” de la ciudad” y comenta en detalle un amplio conjunto de novelas urbanas colombianas. Siguen siendo indispensables los libros de Kurt Levy Vida y obra de Tomás Carrasquilla, Medellín, Editorial Bedout, 1958 y Tomás Carrasquilla, Medellín, IIC, 1985, así como el estudio de Luis Iván Bedoya, Sobre Ironía y parodia en Tomás Carrasquilla, Medellín, Universidad de Antioquia, 1996, que analiza Grandeza y Ligia Cruz, destacando los elementos de parodia presentes en las historias de amor de estas obras. El libro de Ángela Rocío Rodríguez R., Las novelas de don Tomás Carrasquilla, Medellín, 1988, se destaca por su aguda comprensión del sentido de la obra de Carrasquilla, que contrasta con las lecturas arbitrarias de muchos críticos más recientes.

[3] La crítica literaria tendió también a olvidar la novela urbana temprana, y a construir un relato en el que una visión sociológica elemental sirvió para argumentar que la novela urbana era posterior a la novela rural y un producto tardío del desarrollo de la ciudad.

[4] El tema del rechazo de la ciudad y la idealización del campo en la literatura del siglo XIX se puede ver en Morton y Lucía White, El intelectual contra la ciudad : de Tomas Jefferson a Frank Lloyd Wright, Buenos Aires, 1967, que describe la visión de Poe, Hawthorne y Melville de la ciudad como sitio de crimen, pobreza y comercialismo, y en Raymond Williams, The country and the city, (Oxford, 1973), que analiza la contraposición entre la ciudad como progreso y desarrollo y el campo como comunidad, armonía y vida realmente humana. Un texto clásico sobre los horrores de la vida en las nuevas ciudades inglesas, publicado en 1844, es el de Federico Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra. Buenos Aires, 1974. Una introducción general a la ciudad en la literatura moderna es Burton Pike, The image of the city in modern literatura, Princeton, 1981,

[5] Un buen análisis de esta novela se encuentra en Juan Guillermo Gómez García, Colombia es una cosa impenetrable, Medellín, Diente de León, 2006. Gómez muestra como esta obra trata de revelar el sentido de un orden social basado en la definición racista de la posición social, y destaca la mirada matizada y políticamente equilibrada del autor, el realismo y complejidad de su visión. quizás toma muy a la letra el presunto conservatismo de Carrasquilla: parece olvidar que este fue siempre liberal, aunque como el mismo lo decía, “conservirrojo” o “conservero”.

[6] Ya en 1855 Juan de Dios Restrepo decía en “Mi compadre Facundo”: “Es muy común entre los nobles de la antigua Antioquia echar a un lado la negra honrilla cuando se ven apurados por la suerte, y entregarse a labores materiales, pareciéndoles más digno y honrado trabajar, aun en los oficios más vulgares, que imitar a los blancos de otras partes que, cuando no pueden ser negociantes o empresarios de industrias, se agrupan en las poblaciones a vivir de petardos o empleos”. (Emiro Kastos, Colección de Artículos Escogidos, Bogotá, 1859)

[7] Por ejemplo, la negra Frutos en Simón el mago: “¡Muy zamba y muy fea! ¿No? Pues así y todo tenía ideas de la más rancia aristocracia; y hacía unas distinciones y deslindes de castas, de que muchos blancos no se curan: no me dejaba juntar con muchachos mulatos, dizque porque no me tendrían el suficiente respeto cuando yo fuera un señor grande; jamás consintió que permaneciese en su cuarto, aunque estuviera con la gota, porque un blanco –decía– ‘metido en cuarto de negras s’emboba y se güelve un tientagallinas’; iguales razones alegaba para no dejarme ir a la cocina, y eso que el tal paraje me atraía (cuestión bucólica)”. (I,509)

[8] Pero hay matrimonios exitosos: en Dimitas Arias, el blanco y rico Totó Herrera se casa con la cuarterona Carmela Aguirre, y se llenan de “perjuiciesitos”, en un Santo Domingo menos intolerante que el de antes, con escuelas y carreteras, y con un pesebre en honor del Tullido en el que se yergue, en la cumbre de un picacho, “cual si fuera la apoteosis de nuestra democracia, una negra gigantesca de cera con tamaña batea de buñuelos en la cabeza”. Este es uno de los pocos casos en los que en los relatos de Carrasquilla ocurre un matrimonio y su resultado es feliz a lo largo del tiempo, y es un matrimonio que rompe las fronteras sociales. Ver el comentario de James Fogelquist, “Etnicidad y asimilación en Simón el mago, Rogelio y Dimitas Arias”, en Rodríguez, Tomás Carrasquilla, nuevas aproximaciones críticas, Medellín, U. de A., 2000

[9] Ver los comentarios de Seymour Menton a propósito de Frutos de mi Tierra, “En toda la novela se insiste mucho en la ropa como símbolo de las apariencias, de la hipocresía”, Carrasquilla, Frutos de Mi Tierra, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1990, xxxiii

[10] Nuevos cartógrafos siguen apareciendo: una novela como Angosta, de Hector Abad Facio Lince, publicada en 2003, elabora una metáfora de Medellín en términos de las curvas de nivel social, que aquí se toman literalmente: los de clase alta viven arriba, las clases medias en la mitad y los pobres abajo, separados por aduanas y muros.

[11] Carrasquilla alude en varias ocasiones al cambio social y a la democracia, burlándose de quienes se aterran con él: “Tiene un libro enorme que se llama La Democracia. Figúrate. Ponerse a escribir ese mundo de fojas para hablar de los negros”. Grandeza, (I, 267)

[12] Bernabela le echa un discurso regañón a su amo Agustín, tan agudo y pertinente que descresta a Nieves Alzate: “Que hubiera algunos cristianos con tan buena cabeza… y negros!” (I,. 114), Y cuando Agustín dice que “La plata no sirve sino pa uno condenase… ¡No sirve pa mas!” su respuesta es la burla de la sabiduría popular, que nunca le cree a los ricos cuando rechazan la fortuna: “¡Bien dice la niña Mina, que sumercé v’estrenar la casa pa los locos del Mermejal! ¡Tanté! ¡No servir la plata!”.

[13] Alvaro Pineda Botero, La fábula y el desastre: estudios críticos sobre la novela colombiana 1650-1931, Medellín, Eafit, 1998, dedica un capítulo a esta novela, centrado en el análisis del lenguaje regional de Carrasquilla, en el que domina una actitud subversiva y anticanónica. Sin embargo, su visión del mundo descrito en la novela me parece muy limitada, y critica a Carrasquilla por los defectos de sus personajes: Carrasquilla, que abogaba por la diferencia y la igualdad de las regiones en el ámbito nacional, no logró darle a sus personajes el reconocimiento e igualdad que merecían como seres humanos libres. Hay demasiado autoritarismo en la obra: Agusto respecto de sus hermanas, Chepe Escandón respecto de su esposa e hijos, y el narrador principal respecto de los personajes

[14] El tema del enamoramiento fingido y el robo de la fortuna de la amante es común en la literatura y el cine. En Las Noches de Cabiria, Gelsomina, que es buena y se enamora de verdad, puede recomenzar la vida después de ser engañada y arruinada.

[15] “Es verdad que a esa obrilla, por más que haya gustado, le concedo muy poco mérito artístico. De tener alguno, será, probablemente, como documento literario, por ser ésa la primera novela prosaica que se ha escrito en Colombia, tomada directamente del natural, sin idealizar en nada la realidad de la vida. “Autobiografía”, Obras, I, xxvi. [1915]

[16] “Es el contrario de la mujer domesticada, servil, poco educada”, Laurence M La Fontaine-Stokes, “Leyendo el secreto abierto: Notas sobre Simón el mago, Frutos de mi tierra y Tomas Carrasquilla”, en Rodríguez, Nuevas aproximaciones…127. Un ensayo perceptivo y sugerente, pero con mucha arbitrariedad: supone, cosa que ni el novelista ni nadie sabe, que el matrimonio de Gala y Pepa está condenado a la infelicidad.

[17] Lombriciento, lo llama Pepa, y también “vaniao”, que sugiere ciertas dudas sobre su masculinidad

[18] Saymour Menton dice que “Martín y Pepa merecen el paraíso por su generosidad y porque los dos logran librarse de la soberbia”. “Frutos de mi tierra o Jamones y solomos” Thesaurus, No 25, 1970.

[19] Alvaro Pineda Botero, La fábula y el desastre: estudios críticos sobre la novela colombiana 1650-1931, Medellín, Eafit, 1998, hace un buen análisis del lenguaje regional de Carrasquilla, en el ve una actitud en parte subversiva y anticanónica.

[20] Algunos de los críticos primero, como Manuel Antolínez no podían admitir que Pepa Escandón, capaz de tener una conversación larga y picaresca con un joven desconocido, pudiera representar un tipo válido de mujer antioqueña. Jorge Alberto Naranjo y Estella María Córdoba, eds., Frutos de mi tierra: textos críticos, Medellín, 1996, p. 28

[21] Esta novela ha tenido algunas lecturas poco convincentes. Por ejemplo, se la presenta como un texto contra la regeneración o contra el los cambios recientes en la sociedad. Según Raymond Williams, un crítico usualmente bien informado, Carrasquilla “expresa cierta nostalgia por el pasado rural en vías de desaparición. El narrador de esta novela, sin embargo, es mucho más satírico al referirse a la sociedad colombiana, y asume una actitud mucho más progresista respecto a la cultura local, a la vez que integra dentro del texto la cultura popular y oral. Vargas Vila no sólo se expresa en forma irreverente contra la Regeneración, al igual que Carrasquilla en Antioquia”. Novela y Poder en Colombia, Bogotá, 1991. No encuentro las referencias irreverentes a la regeneración –hay sólo una mención zumbona y de paso a Núñez, al hablar de cuando “el Espíritu Santo soplaba por los lados de Colombia”-, ni la nostalgia por el pasado rural en vías de desaparición. Jaime Rodríguez es capaz de ver en ella cosas todavía más invisibles e inexistentes, como campesinos, pues dice que en Frutos de mi tierra (1898), “Carrasquilla logra retratar la abyección y desdicha de los campesinos antioqueños, sin llegar a caricaturizarlos. Su mayor mérito aquí está en la capacidad de descripción y en la caracterización de los personajes que logran trasmitir el juego de sus pasiones y los rasgos fuertes y sobrios de su personalidad.” Manual de Novela Colombiana, (Visitado en marzo 12 de 2008). La caracterización de Carrasquilla como novelista rural, regionalista, costumbrista y reaccionario se va extendiendo desde 1930, con el éxito de La Marquesa de Yolombó, y se impuso a pesar de la protesta de críticos como Carlos García Prada, que rechazo la idea de que fuera un costumbrista, o Rafael Gutiérrez Girardot, que destacó en 1982 su visión democrática, su rechazo al racismo y el desarrollo creativo, sin servilismos, de los principios básicos de la novela europea. Alberto Lleras, un lector atento, protestaba ya en 1940 contra esta visión limitada: “Se ha hablado de él como de un costumbrista regional para reducirlo. Y no hay sino en su obra una prueba mejor de que la unidad nacional es más profunda, íntima y verdadera de lo que están creyendo quienes le temen a la sensibilidad regionalista. Carrasquilla, que no quiso ser sino un escritor antioqueño, es el más colombiano de todos.” (1940) I,. 142

[22] Según Carrasquilla, “La pulpería es para encantar a un apasionado por los productos patrios: ni un artículo que no sea indígena” (I;8). En lo indígena se incluyen, por supuesto, todos los productos de origen europeo que eran ya de producción local: el azúcar, el arroz, los chorizos y los quesitos, entre otros.

[23] En Frutos de mi Tierra, la casa lujosa de los Alzates revela su vacuidad en sus estatuas de yeso, el comedor “para que se vea, porque el de verdad está atrás, en el corredor de la cocina (I,6)” y en la falta de libros: “Nada que huela a libro, ni a impreso, ni a recado de escribir”(I,2). Y en Rogelio, al fin mandan a Medellín al niño recogido: “Ellos nos cogen el muchachito por su cuenta, lo ponen en colegio, y lo hacen gente”, I, 638

[24] “Lejos de elogiar y avalar la transformación modernizadora y casi en directa oposición con los valores de la Regeneración, Frutos expone los peligros de esta reconfiguración a través de la burla carnavalesca”, dice Nina Gerassi-Navarro, “La carnavalización de los frutos nacionales”, en Rodríguez, Tomás Carrasquilla… 140. Para sostener esta extraña afirmación, la autora atribuye a la Regeneración el desarrollo de la minería antioqueña, la acumulación de capitales y el desplazamiento de los artesanos mediante la apertura del comercio exterior a Europa. Del mismo modo, identifica la Regeneración con la “modernización” de Colombia, la comercialización que es consecuencia de la modernización, y la corrupción que es consecuencia de la comercialización. En esta novela, Antioquia “es el paradigma del caos general que ha invadido a Colombia al producirse la asimilación de un supuesto orden nuevo que busca modernizar al país”, y este orden nuevo es el orden regenerador. Según la autora, la escena en que Pepa impide que los policías se lleven a unos niños muestra la falta de respeto hacia la autoridad política, la ausencia de normas establecidas, la falta de un propósito general que unifique a la sociedad. “No puede haber reconstrucción nacional ya que no hay conciencia de nación, ni de comunidad”.

[25] Gonzalo Cadavid Uribe, Presencia del Pueblo en Tomás Carrasquilla, Medellín, 1959

[26] Algunas alusiones tiene la novela a la política económica de comienzos de siglo y a las incertidumbres que produce el auge del papel moneda, cuyo desborde sitúa en la guerra de los mil días. “Vino la guerra de los tres años y con ella el vértigo. Aquella cosa innominable que brotaba y brotaba de las arcas oficiales, como langostas del Patía; aquello cuyo valor cambiaba a cada instante como el pensamiento, era un rompecabezas que trajo la locura…” (I, 307). La quiebra de Grandeza tiene algo que ver con eso: “en esa época estaba en su período álgido esta bancarrotil epidemia, que a todos nos ha postrado”. (I, 372). El plural tenía sus razones: Carrasquilla había perdido su fortuna a comienzos de siglo en una de las crisis financieras relacionadas con el papel moneda.

[27] También Ligia Cruz ha provocado interpretaciones difíciles de comprender. Para Ángela Inés. Robledo, Betty Osorio y María Mercedes Jaramillo, eds., Narrativa Colombiana del siglo XX, vol, I, Bogotá. 2000 “Ligia es un ejemplo de “mujeres emprendedoras, democráticas, ajenas a la tradicional “matrona antioqueña”, que ven coartadas sus ilusiones y su proceso de autoafirmación por el medio social. De acuerdo con la tradición romántica que castiga a la que contraviene la norma social, todas mueren” (Introducción). Ver a Ligia como ejemplo de mujer emprendedora me parece algo forzado. En el mismo volumen, hay un excelente ensayo de Mary Berg, “La mujer moderna en cuatro obras de Tomás Carrasquilla”, que describe con gran penetración a Ligia Cruz.

[28] Según Carrasquilla, prefería poner los personajes “a dialogar en prosa guasamayeta, en términos familiares, porque las cosas hay que decirlas con sencillez y claridad”. Orlando Perdomo, «Entrevista con el maestro Tomás Carrasquilla». En: Tomás Carrasquilla, autobiográfico y polémico, Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1991. p.53 “Nunca me han gustado las Academias, ni los académicos que son gentes estiradas, pendientes de protocolos y de pendejadas. A mí me gusta la gente sencilla, guasamayeta, sin régimen ni concordancia, ni puntos ni comas” Arturo Alape, Valoración múltiple sobre Tomás Carrasquilla Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 1990, p. 44.

[29] Un ejemplo puede ser la descripción que hace el narrador de la nobleza de Juana Barrameda de Samudio: “Mas no todos los nobles sabían ponerse a la altura que ella, y aun conocía blancos, ricos y todo, que nada eran ni para nada sonaban en la buena sociedad… Había que ver: más que la familia, más que el dinero mismo, valían el buen porte, el buen gusto, el buen tono y el buen trato. Que lo dijeran, si no, ella y sus muchachas”. El autor quiere hacernos sentir que estamos oyendo las propias palabras de Juana, pero estas son demasiado perfectas y apropiadas. (I, 261) Y un ejemplo de la descripción del narrador, que ironiza con la retórica poética para romperla con la mención brusca del plato popular: “Se inclina, se comba, se yergue, y la consagrada golosina de estas breña, servida en rica fuente, por lo magno fundida y en forma corintia moldeada, surge clásica, tal vez bíblica, alzada por aquellos brazos y junto a esa cara de Magdalena Samudio… y viva la región! –Hasta la natilla la quieren civilizar con sus hormas…”(I, 262)

 
 

 

 

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