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Creer e interesarse

 

La crisis económica tiene que ver con una antigua palabra: creer, que viene del latín credere y que produce el término “crédito”. En las sociedades capitalistas modernas nadie define que producir ni cuanto valen las cosas: para eso está el mercado. Y el mercado, como lo vio Adam Smith hace 250 años, supone que la gente crea en los demás.

Esta confianza se requiere, por supuesto, en lo básico: ninguna economía funcionaría si los compradores no asumen que los bienes que adquieren no tienen calidad aceptable, que podrán reclamar si algo sale mal, que les mandarán a casa el producto por el que acaban de dar una cuota inicial. Y los vendedores no venderían mucho si no confían en que les pagaran las cuotas pendientes de los bienes que entregan a los compradores. Nada funciona sin dar crédito a lo que dicen los demás.

En un sentido más complejo, ese dar crédito a los demás es la base de todo el sistema financiero de las economías de mercado. Los que tienen más de lo que piensan gastarse, lo ahorran para disfrutarlo más adelante. Y en vez de guardar unas monedas de oro en un tarro o debajo del colchón, creen en los demás y les entregan ese dinero para que lo pongan a producir. Algunos escépticos prefieren no dar su plata a los bancos ni invertirla en fondos o acciones ajenas, donde saben que está pasado y se necesita confianza ciega para suponer que todo va a salir bien. Prefieren prestarla a vecinos y amigos, pero probablemente les queda más difícil adivinar en quien pueden confiar, quien no va a quebrarse o a beberse en un momento de locura lo que uno le prestó.

Hoy casi todo el mundo se mete en los negocios ajenos, dejando su plata en el banco o invirtiéndola. Y cuando la plata de uno está en manos de los demás, recibe un pago por estar en medio (inter esse, decían en latín), un interés, que remunera la confianza que uno tiene.

El crecimiento inmenso del crédito hace que el capitalismo dependa cada vez más de la fe mutua. Mientras más personas invierten y hay más dinero para prestar, más arriesgados se vuelven los que manejan el dinero ajeno: le prestan a gente que no puede pagar, eliminan la cuota inicial, fijan pagos bajos al comienzo: creen que después ganaremos más y podremos pagarles. Incluso hay países, como el nuestro, donde las leyes o decisiones judiciales obligan a ignorar la historia crediticia del que recibe el dinero: hay que arriesgarse y prestarles a todos, aunque hayan sido malas pagas.

Hoy la fe en los demás se ha ido al suelo. Los bancos pueden quebrar, las acciones pueden caer, mucha gente va a perder grandes fortunas y la demanda de bienes va a disminuir. La falta de confianza, la disminución en el creer, trae una parálisis del crédito, que hace que casi todos los activos pierdan, por un tiempo impredecible, buena parte de su valor. Después de años de confianza, de dar crédito a los que decían que la economía iba a estar cada vez mejor, de pensar que había que prestarle no solo a los que podían pagar sino a todos, de convertir en garantías para nuevos préstamos los préstamos malos, de revender carteras dudosas, la duda nos carcome y deprecia todo. El crédito se volvió credulidad e infló los precios de todos los valores. Ahora ya no creemos en los demás: el crédito desaparece y la economía entra en crisis.

Pero esta es la lógica del capitalismo: se basa en la confianza, y la confianza viene y se va por ciclos. Estos ciclos pueden disminuir, con reglas que obliguen a los que manejan dineros ajenos a informar bien que están haciendo y que tienen: con reglas de transparencia. Pero responsabilizar del crédito a los funcionarios públicos, o establecer normas que digan a quien hay que prestarle y a que tasas, o que busquen evitar el riesgo asegurándolo todo, que obliguen a creer en todos por igual, es quitar ojos y manos a las instituciones financieras, y hará que la siguiente crisis sea todavía más dañina.

Jorge Orlando Melo

 
 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
Ultima actualización noviembre 2020
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