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Democracia y derechos humanos en América Latina: perspectivas para la próxima década

 

1. La frágil democratización

A lo largo de la historia de América Latina, escritores, ensayistas y científicos sociales se han preguntado por las razones que han impedido a esta región, que adoptó tan temprano las formas y rituales de la democracia representativa, consolidar un sistema al que otros sitios llegaron con menos prisa pero al parecer con mayor seguridad. En efecto, desde la década de 1820 los países iberoamericanos adoptaron constituciones republicanas, escribieron códigos civiles y penales y prometieron a sus ciudadanos el goce pleno de unos derechos políticos que los textos no escatimaban.

En estos mismos países, el orden político ha sido difícil de consolidar, han regido inestables regímenes, los procedimientos legales han sido rotos con frecuencia para dar paso a gobiernos militares o autoritarios, y en todo caso, resulta difícil sostener que, excepto breves períodos excepcionales, una verdadera democracia representativa haya arraigado en este territorio, o que, con similar restricción temporal, hayan sido respetados y hayan tenido vigencia real los derechos que las normas reconocían y garantizaban.

No fue preciso esperar al auge de las ciencias sociales modernas para que los mismos habitantes de la región se preguntaran, a veces en incómoda comparación con la temprana consolidación de la democracia en los Estados Unidos, que razones explicaban nuestra incapacidad para establecer un orden político estable, pacífico y representativo. La tradición hispánica, autoritaria y dogmática; la herencia indígena; la diversidad racial; la desigual distribución de la propiedad agraria y la riqueza; la interferencia imperialista, el caudillismo militarista heredado de las guerras de independencia: estas son sólo algunas de las explicaciones sugeridas durante el siglo pasado para este hecho, y que siguen aflorando en las más recientes discusiones.

Sin embargo, los años recientes parecer prometer la apertura de un horizonte distinto. Tras el período de consolidación de regímenes militares durante los setentas y parte de los ochentas, en respuesta a presuntas o reales amenazas, de origen marxista o populista, a la seguridad nacional o al orden político, durante la última década la democracia ha sido otra vez el régimen casi exclusivo de la región. Las dictaduras militares del sur han sido reemplazadas por gobiernos civiles, cuyas limitaciones y condicionamientos no ocultan, en la mayoría de los casos, una genuina voluntad de transición hacia la democracia. En Centroamérica los gobiernos tratan actualmente de dar un contenido mas real a las instituciones civiles, limitando la ingerencia militar en la conducción de la política, en justificación de la cual se aducía antes la amenaza guerrillera o subversiva. En todas partes, y en el ambiente más favorable que ha surgido con el fin de la guerra fría, la democracia es la palabra de orden. Incluso en países donde, como en Colombia, el conservatismo institucional que evitó las tentaciones populistas y radicales permitió también el predominio ininterrumpido de gobiernos civiles y de origen electoral, la profundización y consolidación de la democracia se convirtieron en la urgencia prioritaria del sistema político.

La euforia de la democracia no puede, sin embargo, ocultar las limitaciones del proceso latinoamericano. Muchos son todavía los obstáculos que enfrenta la consolidación democrática en la región, y muchas las limitaciones que revelan las instituciones realmente operantes. Menciono, sin pretender exhaustividad, solo algunos de estos aspectos, para subrayar la precariedad de la instauración democrática regional:

1. La incorporación de valores democráticos en la cultura política es aún muy débil y superficial. Su aceptación por las élites -empresarios, dirigentes políticos y militares, tecnócratas- es en buena parte instrumental y el resultado de un compromiso para salir de situaciones críticas que no ofrecían soluciones diferentes. Entre sectores más amplios de la ciudadanía, se está con frecuencia dispuesto a aceptar el sacrificio de valores y prácticas democráticas en aras de la satisfacción de necesidades básicas; en otros grupos la incorporación de elementos del pensamiento revolucionario llevó a aceptar la democracia simplemente como un medio prescindible, y cuyo valor era ante todo permitir la movilización y agitación revolucionarias. La valoración positiva de la violencia, expresa en algunos círculos intelectuales y asumida como única salida por sectores populares sujetos a diversas formas de opresión y arbitrariedad, hace difícil incorporar los valores de transacción, tolerancia y negociación que son propios de la democracia.

2. La democracia sigue enfrentando serias limitaciones en los países donde una profunda segmentación étnica, lingüística, cultural o social ha impedido la constitución de lo que podríamos llamar un "espacio político" abierto a todos. Amplios sectores de la población siguen excluidos del acceso razonable a los canales de participación política, por situaciones de extrema miseria, limitaciones culturales, analfabetismo y formas de dominación social que no dejan campo a la participación política autónoma de determinados grupos de la sociedad.

3. En medio de inmensos desafíos económicos y sociales, y dentro de contextos políticos muy polarizados, la democracia aparece como un sistema incapaz de actuar con prontitud y eficacia para satisfacer aspiraciones que, en ausencia de un razonable grado de igualdad social y de consenso, contraponen en forma inconciliable diferentes sectores de la sociedad.

4. En amplias áreas de la región, la estructura y el funcionamiento del sistema político han producido desconfianza y alejamiento masivos por parte de sectores importantes de la población. Fenómenos de corrupción y clientelismo -aunque presentes en todas las sociedades modernas- alcanzan a veces niveles que alteran la textura del proceso político, al generalizar la percepción de que el Estado es una maquinaria en manos de grupos de políticos profesionales dedicados ante todo a consolidar sus poderes y a usufructuarse de ella. Esto refuerza los elementos tradicionales que tienden a que se vea al Estado como una fuerza al servicio de intereses privados y no como un mediador público capaz de arbitrar entre grupos o sectores en conflicto.

5. A pesar del fin de la utopía revolucionaria, del contexto internacional poco favorable para aventuras que todavía apelan a un proyecto socialista radical, quizás más precisamente comunista, y de los éxitos de algunos procesos de negociación con los grupos armados, subsisten movimientos guerrilleros vigorosos en al menos dos países, Colombia y Perú, y en menor escala en algunas regiones centroamericanas.

6. La delincuencia vinculada al narcotráfico alcanza en algunos países unos niveles que amenazan el funcionamiento normal del estado y la legitimidad de los mismos gobiernos. No se trata de los costos simples y directos del enfrentamiento entre un estado democrático y unos grupos de delincuencia organizada: el mayor costo está justamente en las transformaciones que este enfrentamiento produce en los órganos del Estado. La corrupción de las instituciones de seguridad, la destrucción de la eficacia de la justicia, el afloramiento de formas privadas de justicia y retaliación y el ataque masivo y sistemático a determinados grupos ideológicos o políticos, como ha ocurrido en Colombia, afectan la trama misma de la democracia y el respeto de los derechos humanos. El enfrentamiento de la guerrilla o el narcotráfico (o de ambos, como en Perú y Colombia), genera tentaciones autoritarias, no solo en el nivel institucional, sino en todos los campos de la cultura política.

7. La precaria legitimidad del Estado se refuerza también por la adopción general de políticas económicas que no es fácil vincular a los intereses de los grupos tradicionalmente excluidos. Las políticas redistributivas, que fueron una de las fuentes mayores de legitimidad estatal entre sectores de clase media y grupos populares -y que, al margen, provocaron en ciertos países algunas de las situaciones más críticas en el manejo económico y político de los últimos treinta años- han perdido importancia frente a un proyecto de desarrollo que hace énfasis en las fuerzas de mercado y el crecimiento económico -que por lo demás, todavía ha sido relativamente precario- y que deja buena parte de las solución de los problemas sociales a la iniciativa privada. Evidentemente, el problema es muy complejo y no hay duda de que una mayor eficacia en la administración de los programas sociales puede justificar su gestión privada; sin embargo, el aspecto que me interesa, el de la legitimidad política, se agrava en la medida en que tales políticas encuentran su fuerza en los grupos dirigentes y resultan de difícil endoso por sectores masivos de población.

Los anteriores factores de deslegitimación de los regímenes democráticos se expresan en formas diferentes. En Colombia, por ejemplo, la participación electoral se ha mantenido, en los últimos treinta años, en niveles bastante bajos, y en sitios como Medellín, la segunda ciudad del país, raras veces más del 20% de los electores se molestan en participar en comicios que, por otra parte, son libres y transparentes. En otros países, los presidentes parecen encarnar y concentrar la crisis de legitimidad de los gobiernos: el presidencialismo permite que la corrupción del jefe del Estado o sus asesores, o sus decisiones impopulares, se conviertan en el foco de atención principal, y la popularidad del presidente aparezca como la medida intuitiva de la legitimidad del régimen. En otros sitios, es el parlamento el que aparece ante la opinión como nido de corrupción u obstáculo a la eficacia de la gestión pública. Desórdenes ocasionales, politización de las huelgas y enfrentamientos sindicales, fenómenos de violencia, siguen plagando el ejercicio democrático de la región.

 

2. Intereses privados, estado y derechos humanos

Los elementos esbozados, en forma poco sistemática, en las consideraciones anteriores, representan las manifestaciones más habituales y evidentes de un orden institucional que no logra plena legitimidad. Al utilizar este término, quiero aludir fundamentalmente a su sentido usual dentro de la tradición weberiana, que se refiere, como habrán advertido los oyentes, a la consideración, por parte de los ciudadanos, de que el Estado ejerce su poder en forma válida, lo que implica que las ordenes que emite deben ser aceptadas y cumplidas, y generan obligaciones en los ciudadanos.

En la evolución del Estado moderno, las formas tradicionales de legitimidad, que no requerían una expresión positiva de adhesión del súbdito, han dado paso a una legitimidad democrática, basada en la soberanía popular y en la libertad de los ciudadanos, expresada sobre todo mediante sistemas electorales cada vez más universales y de hecho renovada permanentemente mediante el ejercicio de diversos procedimientos previstos constitucionalmente. En un régimen democrático legítimo, los ciudadanos participan en la orientación del Estado, a través de los procedimientos de selección de los dirigentes; creen que el Estado y sus instituciones ofrecen un recurso razonable para dirimir conflictos entre particulares, sin parcialidad sistemática; y juzgan que existe una obligación de obedecer el orden legal, el sistema de prohibiciones y ordenes originados en el Estado, incluso cuando contradicen los intereses inmediatos del sujeto político. Cuando, en el extremo opuesto, los ciudadanos de un estado creen que su sistema judicial no es imparcial, que el sistema electoral sirve para mantener una clique corrupta en el poder, que las reglas de juego no son imparciales, no sienten ninguna restricción -excepto el temor a castigos que por la precariedad de la legitimidad son muchas veces remotos y de difícil aplicación- en desobedecer las órdenes y el sistema legal, sea evadiendo impuestos, sobornando los funcionarios o resolviendo los conflictos con la propia violencia. En este caso -y sobre todo cuando se pierde el monopolio en el ejercicio legítimo de la violencia, que Weber destacó como uno de los rasgos definitorios del Estado-resulta evidente la crisis de legitimidad de un orden democrático.

Los problemas de legitimidad tienen una estrecha afinidad con el tema del consenso en el sentido de Gramsci, cuando contraponía la dominación por consenso a la dominación por la fuerza, aunque intentar establecer en algún detalle las relaciones entre estas dos concepciones no es ahora pertinente. Por supuesto, incluso cuando el régimen pierde legitimidad, el Estado puede hacerse obedecer, pero el uso que hace de la fuerza no dejara de aparecer como arbitrario, al menos ante sectores amplios de la población, y esta obediencia puede lograrse solamente al costo de una creciente evolución totalitaria de las instituciones.

En la evolución colombiana reciente, para tomar este caso como ejemplo central, es posible advertir fuertes elementos de estas dificultades de legitimación. En este proceso se mezclan herencias históricas y nuevas situaciones coyunturales, en una trabazón que no puedo pretender explicar ahora. Después de una crisis del sistema provocada por las abierta parcialidad de un Estado que pretendía identificarse con solo uno de los dos partidos políticos históricos, y que provocó una virtual guerra civil entre 1948 y 1953, un pacto entre ambos partidos permitió un proceso de consolidación institucional y democrática y redujo aceleradamente los niveles de confrontación política y de violencia. Sin embargo, la escasa flexibilidad del sistema, limitaciones en el ejercicio de los derechos ciudadanos incorporadas en el mismo pacto entre los partidos, coyunturas particulares como el impacto de la revolución cubana sobre un país que ya tenía una experiencia guerrillera significativa, crearon dificultades adicionales, que explotaron entre 1975 y 1985 con el surgimiento del poder del narcotráfico, la concomitante crisis del sistema judicial y el aumento permanente de los niveles de violencia, tanto política como común. El punto de quiebre de este proceso, que se apoyaba en condiciones pre-existentes, se dio al aparecer con plena evidencia la debilidad Estatal para servir de mediador imparcial de los conflictos en una sociedad con profundos antagonismos, y la consiguiente privatización de la función central estatal, a saber el ejercicio de la justicia y del mantenimiento del orden y la seguridad. Al referirme a las condiciones preexistentes, quiero destacar la relativa debilidad del Estado, el hecho de que su parcialidad hizo que, al menos en el terreno del conflicto político y social, se le viera como inherentemente arbitrario, el carácter clasista de la administración de justicia. Estos, no sobra repetirlo, no son ajenos, a países con un sistema político en funcionamiento normal: es la peculiar constelación de estas circunstancias y su peso relativo lo que provoca la situación crítica.

Las formas que adoptó la privatización de la función estatal se pueden resumir rápidamente: ante el incremento del delito en los sectores urbanos, los particulares apelaron a compañías privadas de seguridad; ante la incapacidad de la justicia para sancionar adecuadamente a los delincuentes, diversos sectores comenzaron a actuar directamente contra ellos; los grupos de narcotraficantes y grupos económicos que bordeaban la delincuencia, como los empresarios de las esmeraldas, formaron bandas armadas numerosas, con el objeto de mantener "el orden" en sus sitios de influencia. Los grupos armados privados en áreas de guerrilla, creados bajo equívocos normativos que les permitieron mantener cierta fachada de legalidad hasta 1989, iniciaron un esfuerzo de exterminio de los simpatizantes guerrilleros en sus zonas de influencia, y contaron a veces con el apoyo de sectores estatales, y la misma fuerza pública no desdeñó apoyarse en ellos para enfrentar la acción guerrillera.

Esta evolución condujo a una importante crisis de derechos humanos, en la medida en que, a veces bajo la mirada impotente y otras veces indiferente del Estado, los derechos fundamentales quedaron expuestos a su violación reiterada, sin que se castigara a los responsables de tales violaciones.

 

3. La legitimidad de la democracia

Son conocidos los esfuerzos de los teóricos políticos por fundamentar, ya no en el nivel de la opinión ciudadana, sino en el sentido riguroso del pensamiento filosófico, en el orden del deber ser, el sistema político. Los procesos de modernización y secularización destruyeron toda derivación del poder político de premisas teológicas o religiosas. El derecho natural, el derecho a la seguridad amenazada por la fuerza ajena (Hobbes); el derecho a la propiedad y a la libertad (Locke); sirvieron tanto para explicar el surgimiento del Estado como para demostrar el carácter razonable de la abdicación del ejercicio individual de la fuerza para que esta se concentrara en el Estado. El marxismo, por su parte, intentó fundar las llamadas democracias populares a partir de una formulación usualmente teleológica, sobre la base de la promesa de una sociedad sin clases y sin Estado; en un plano menos teórico, buena parte de la legitimidad de estos regímenes provino más bien de las dificultades del estado liberal para justificar ante los ciudadanos un régimen de distribución del bienestar manifiestamente desigual.

El Estado del Bienestar ofreció una nueva promesa social, al definir como función del Estado no la simple defensa (negativa) de los derechos de libertad y propiedad, sino la afirmación positiva de condiciones y posibilidades para el logro de la felicidad y el desarrollo individual. Sin duda alguna, los años posteriores a la segunda guerra mundial estuvieron caracterizados por el esfuerzo de las sociedades capitalistas por mostrar la mayor legitimidad de su ordenamiento, frente al desafío de los países llamados socialistas, en términos de la capacidad del Estado para satisfacer las demandas de bienestar de la población, mientras se mantenía un sistema democrático que respetaba en lo esencial las libertades públicas. Los éxitos de la Europa Occidental han sido evidentes, y las sociedades occidentales resultaron triunfantes en su competencia con los Estados socialistas: el anhelo de libertades fundamentales, como la libertad de movimiento y la libertad de expresión, fue sin duda factor central en la pérdida de apoyo de los gobiernos autoritarios de Europa Oriental, como podemos evocarlo recordando las plazas públicas de sus capitales.

Sin embargo, la reciente evolución política europea parece ir erosionando las justificaciones del Estado del Bienestar, y la euforia del triunfo democrático parece amenazada por el desarrollo de nuevas tendencias muy conflictivas: el racismo, el chauvinismo, apuntan a una sociedad democrática no suficientemente segura de su misma. Los orígenes de la amenaza, probablemente, provienen de la inseguridad económica producida por la crisis del proyecto social-demócrata: los gobiernos que proponían ideales sociales alternativos al capitalismo o al menos un capitalismo muy controlado por consideraciones sociales, han ido perdiendo respaldo y representatividad. Una doctrina de los derechos humanos que plantea nuevamente la incompatibilidad entre la igualdad y la libertad se fortalece, y se apoya tanto en el ejemplo negativo de los países comunistas como en la aceptación por los partidos socialistas de modelos sociales en los que las reglas de mercado distribuyen los poderes y recursos fundamentales. Los países del tercer mundo miran con desconfianza los nuevos procesos, en cuanto se sienten víctimas del rechazo racial y cultural, y en cuanto los modelos que de alguna manera insistían en la necesidad de controlar el mercado para lograr objetivos sociales han sido generalmente dominantes entre la intelectualidad y los sectores dirigentes de los países en desarrollo.

En países donde las desigualdades sociales son todavía abrumadoras, y donde poco puede creerse en las virtudes del mercado para enfrentar problemas centrales como el de la pobreza o el daño o conservación del medio ambiente, el proyecto neo-liberal, en la forma extrema que divulgan los medios de comunicación, provoca serias inquietudes, y, como se señalo antes, en vez de constituir un elemento de consolidación de la legitimidad democrática puede ponerla en cuestión. Sin embargo, algunos resultados plausibles en las políticas de privatización y desregulación, y la inmensa pérdida de prestigio de los modelos estatizantes dan una clara hegemonía al pensamiento neoliberal y han dejado a quienes no lo suscriben en una perplejidad derrotista.

El argumento de esta conferencia, entonces, es que, ante la ausencia de propuestas políticas que realmente vinculen a las masas y a sectores medios que se sienten excluidos a la democracia, la sociedad latinoamericana está reaccionando convirtiendo una especie de ideología de los derechos humanos en el elemento central de los esfuerzos por buscar una nueva fundamentación al discurso democrático.

 

4. ¿Una democracia basada en los derechos humanos?

A pesar de que encuentre sus raíces más expresas -para no remontarnos a momentos en los que su sentido era bien diferente- en la Europa del siglo XVII y XVIII y en los albores de la revolución norteamericana, la ideología de los derechos humanos no representó, en su forma integral, un elemento central de los procesos de legitimación democrática iniciales. Los derechos del ciudadano definían aquellos derechos que el sujeto de un Estado europeo creía que le debían ser reconocidos: eran la expresión del compromiso de no interferencia de ese estado con sus derechos fundamentales, en particular la propiedad y la libertad. El hecho de que en algunos teóricos (Hobbes, Locke, Rousseau) esta teoría desempeñara un papel central en la justificación del orden político no quiere decir que tuviera igual peso en la vida y la cultura política reales: allí predominaba la legitimidad tradicional, basada en valores religiosos o éticos, y los derechos eran, más que una doctrina o una teoría, unas exigencias concretas frente al Estado y una promesa de igualdad y libertad. Esa misma promesa, ya lo señalé, fue incorporada en todas las constituciones adoptadas por los países latinoamericanos a lo largo del siglo XIX.

Las formulación de la declaración de 1948, la creación de un sistema internacional de protección y vigilancia, la surgimiento de centenares de organizaciones dedicadas a la protección de los derechos, la universalización de derechos y la formulación gradual de un sistema integral, que cubre diverso sujetos-el ciudadano, el género humano, la mujer, el niño, las minorías, el joven, el anciano, los grupos étnicos- y formula un conjunto muy variado de derechos, desde los civiles y políticos hasta el derecho al medio ambiente o a la paz, cambia el horizonte de la ideología política y va transformando las culturas políticas contemporáneas. En buena medida la reacción de las poblaciones sometidas a regímenes autoritarios o excluyentes encuentra su argumento político en la visión sistemática y orgánica de los derechos humanos, como puede revelarlo, para aludir al ejemplo por excelencia, el papel que papel desempeñaron las organizaciones de derechos humanos y los acuerdos y declaraciones sobre el tema, en la crisis de los regímenes autoritarios de la Europa oriental. En forma similar, varias formas de movilización social recientes articulan su argumentación corporativa con el lenguaje universal de los derechos humanos, como puede verse con los movimientos feministas o incluso los ecológicos, que plantean como sujetos de derechos, así no puedan exigirlos, a las generaciones aún no nacidas.

Lo anterior apunta a subrayar como en medida creciente el tema de los derechos humanos ha entrado a hacer parte del discurso político normal y urgente de los países democráticos, y como ante la crisis de los proyectos políticos teleológicos y finalistas, el vínculo de la acción política con los derechos se ha hecho más íntimo.

En Latinoamérica este tema resulta de primera línea, dados los límites existentes en el funcionamiento y la consolidación de la democracia. Dos consideraciones básicas deben hacerse en relación con este tema. La primera es simplemente comprobatoria: los derechos humanos se han ido convirtiendo en parte habitual del debate político. En Centroamérica, en Colombia, en Perú, la discusión, el debate, la agitación acerca de los derechos humanos se ha hecho habitual. Los organismos no gubernamentales se multiplican. La iglesia adopta el lenguaje respectivo. Los grupos indígenas inscriben sus luchas dentro de ese contexto conceptual. El autoritarismo y los excesos estatales se combaten en términos de derechos humanos, con referencia directa a los instrumentos jurídicos internacionales y al sistema internacional de protección y vigilancia de los derechos humanos. Las nuevas reformas constitucionales -Brasil, Ecuador, Salvador, Guatemala, Colombia- siguen a España en ampliar y ampliar la formulación de los Derechos Humanos

Caso peculiar es el colombiano: la crisis de derechos humanos se vuelve central en el proceso de reforma institucional. La constituyente se convoca con el mandato de buscar mecanismos para reconocerlos y protegerlos. La constitución, aprovechando todas las experiencias posibles, establece una carta de derechos amplia y la refuerza con un abigarrado abanico de instrumentos y mecanismos de protección. Un breve consenso nacional permite una confluencia de esfuerzos y el logro de acuerdos sobre este tema. Se establece el mecanismo del amparo o tutela, como procedimiento expedito y que puede invocarse para la protección de todos los derechos fundamentales.

En esto, no hay muchas diferencias con el proceso de otros países. Y sin embargo, algo nuevo parece anunciarse. Un indicio, entre otros, puede ser la forma como la población ha recurrido al procedimiento de amparo: en menos de un año de ejercicio, mas de 5000 han sido fallados por los jueces y la Corte Constitucional ha asumido el conocimiento de unos 400 casos: con ocasión de ello, amplía insospechadamente el concepto de derechos fundamentales, para incluir el derecho a la educación o a la recreación. El hecho de que los ciudadanos se hayan volcado hacia este mecanismo es especialmente significativo: revela hasta donde constituye una respuesta a la sensación de que el Estado no ofrecía canales judiciales, al alcance real del ciudadano, para definir conflictos con la administración pública. Existían procesos judiciales alternativos, pero lentos y basados exclusivamente en el establecimiento de una responsabilidad a posteriori.

En este ejemplo, un país que había formulado promesas incumplidas de derechos, al obtener un mecanismo constitucional expedito, se lanza a utilizarlo entusiasta y desordenadamente.

El siguiente argumento tiene que ver con la herencia del estado del bienestar y del populismo. ¿Cómo justificar, frente a una argumentación que pretende convertir el mercado en el supremo árbitro de la inversión, la inversión social, el gasto cultural, la inversión en el medio ambiente? Hoy la justificación de una política alternativa resulta difícil de basar en lenguajes de clase o mediante la postulación de sociedades ideales: es el lenguaje de los derechos humanos, en particular, como es obvio, el de los de la segunda generación, el que plantea las exigencias políticas que pueden orientar la acción estatal en una dirección que permita exigir que las desigualdades que genera el mercado se compensen mediante la acción del estado y de otras fuerzas y organizaciones de la sociedad.

No hay que olvidar, incluso cuanto están en auge las versiones más individualistas de los derechos humanos, la base igualitaria de las grandes declaraciones históricas de derechos humanos. Es verdad que en esas formulaciones los derechos parecen definirse según el modelo del derecho de propiedad, y que este derecho, como en la formulación del juez Holmes, representa una especie de premisa mayor de las concepciones liberales sobre los derechos humanos. Pero mientras las propuestas socialistas ofrecieron una reorganización radical de la sociedad como condición para hacer efectivos derechos que en su aplicación a seres desiguales resultaban nugatorios, la evolución del sistema de derechos humanos ha ido desarrollando, en cada nueva fase, justamente aquellos derechos que pueden contraponerse al disfrute individualista de los bienes asignados por el mercado. Los derechos económicos y sociales plantean exigencias de solidaridad entre clases e incluso generaciones, como puede mostrarlo la más superficial discusión acerca de los mecanismos de seguridad social. Derechos como el del medio ambiente, o incluso el del acceso a los bienes de la cultura y la ciencia, reconocidos en varias constituciones recientes de Latinoamérica, o todos los que a veces se denominan "colectivos" generan un sistema de exigencias que resulta en buena parte antagónico a la pura lógica del mercado.

Particularmente significativas resultan, en la tradición latinoamericana, la incorporación de mecanismos de protección que corresponden justamente a estas nuevas formulaciones de derechos. Las acciones populares y colectivas, las órdenes de hacer dictadas por los jueces a la administración, a pesar de sus orígenes eclécticos, se orientan principalmente a proteger derechos cuya violación afecta a una comunidad. Los derechos del contrato, centrales en el ordenamiento jurídico liberal, deben completarse con los derechos no contractuales que obligan a los diferentes sujetos económicos, a las empresas, a no dañar la salud o, aunque parezca frívolo, el paisaje del que disfruta una población.

Igualmente importante es la forma como el derecho a la diferencia se ha ido dibujando en los recientes esfuerzos de constitucionalización de derechos. Un ejemplo significativo lo da el tratamiento de las comunidades indígenas y negras: la norma constitucional colombiana reconoció el carácter multicultural y multiétnico de la nación, y ordenó establecer mecanismos que garanticen la autonomía administrativa e incluso el reconocimiento de sistemas jurídicos independientes en los territorios indígenas. Esta afirmación del pluralismo legal y cultural se apoya, sin duda, sobre una visión de la igualdad que no obliga a la uniformidad sino que es justamente la base para el más amplio reconocimiento de la diferencia. En sociedades latinoamericanas cuya conformación nacional no puede pretender hacerse sobre la base de la asimilación de culturas y pueblos a veces mayoritarios a las formas de las culturas mestizas de las grandes ciudades, la reafirmación del derecho a la diferencia, incluso en formas radicales que pueden expresarse en términos del derecho a la autodeterminación de los pueblos, es esencial en el camino a la legitimidad y el orden democráticos.

Ahora bien, si una acción política orientada a cumplir las promesas de los derechos humanos puede ofrecer a las democracias latinoamericanas los elementos conceptuales que fundamenten una regulación social, esto solo es posible en la medida en que se mantenga y defienda el carácter intangible de los derechos fundamentales. En las doctrinas socialistas de origen marxista (y hegeliano), la meta daba el sentido del proceso y, para decirlo crudamente, el fin justificaba los medios: la creación de una sociedad justa validaba la negación de los derechos civiles y políticos, reducidos arbitrariamente a su núcleo histórico centrado en la propiedad privada. La doctrina de los derechos humanos, al remitir a un núcleo de derechos esenciales -la libertad y la igualdad- y al definir los principios básicos de justicia que regulan su interacción, ofrece una mejor garantía contra el autoritarismo y las formas mesiánicas de política.

En sociedades como algunas de las latinoamericanas, donde la tradición real democrática es débil, el celoso respeto del derecho a la vida, la superación de la violencia como elemento expreso del conflicto político, el riguroso respeto de los procedimientos jurídicos por parte de los agentes del estado y el desarrollo de una cultura política de libertad y participación democrática, que redefina las relaciones entre el ciudadano y la autoridad, son aspectos prioritarios, que no pueden sacrificarse a nombre de objetivos de desarrollo o de justicia social. Estos objetivos, y esto hace parte de la apuesta democrática, pueden lograrse más eficazmente y en forma que corresponda mejor a las preferencias sociales, si las estrategias que se adoptan resultan del libre juego político y no de la imposición de tecnócratas o minorías iluminadas. Pero, y esto cierra en cierta manera un circulo argumental, la legitimidad del sistema democrático no puede sostenerse, en las condiciones sociales latinoamericanos, si no se asume seriamente la promesa de los derechos sociales.

 

7. Para concluir

La década del noventa plantea un gran desafío al desarrollo latinoamericano: es preciso recrear la confianza y la esperanza de sus poblaciones en el proceso democrático, y consolidar, quizás por primera vez, la cultura democrática de todos los sectores de estas sociedades. El lenguaje de este proceso democrático estará en buena parte marcado por las doctrinas sobre los derechos humanos. Una creciente incorporación de la ideología de los derechos humanos puede permitir encontrar un terreno común para la consolidación de estados multiétnicos y la eliminación de las formas de exclusión que hemos heredado de la conquista y hemos consolidado luego. Esa consolidación equivale a la apropiación de principios de tolerancia y solución pacífica de conflictos que se han ido perdiendo en algunas regiones. Implica en este sentido una importante transformación cultural. Implica una modificación de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos, para lograr lo que puede ser un lugar común en otras partes: la visión de la autoridad como derivada de las obligaciones del Estado hacia los ciudadanos, y no anterior a estas: exige por ello, lo repito, sostener la prioridad de los derechos civiles y políticos.

Pero no solo de estos derechos: la igualdad fundamental de los hombres, que aunque inscrita en nuestras constituciones no hace aun parte real de nuestra cultura política, no se refiere exclusivamente a la igual libertad: es el derecho igual a disfrutar del bienestar que esté al alcance de la sociedad. En esta medida, las doctrinas de los derechos humanos pueden contribuir a generar unas propuestas políticas que mantengan clara la obligación de la sociedad y el estado de promover una sociedad que no solo cree la capacidad legal para el desarrollo de las personas, sino que ofrezca las posibilidades y los recursos reales para el disfrute pleno de sus derechos, es decir que sea una sociedad, aunque el término suene hoy tradicional y excesivo, justa.

Jorge Orlando Melo

Sintra, 15 de octubre de 1992

 

 
 

 

 

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