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Inversión en cultura y educación: la mejor estrategia de equidad social
 

Discurso pronunciado al recibir la Orden del Mérito de Colombia, entregada por el presidente Álvaro Uribe en noviembre de 2005.

Lamento no haber preparado un discurso para esta ocasión, pues cuando pregunté si debía hacerlo me dijeron que no estaba previsto en el protocolo. Pero lo que el señor Presidente ha dicho, con amable generosidad, me hace pensar en el significado real de esta condecoración, y creo que debo decir unas pocas palabras.  

En primer lugar, debo decir que recibo esto no como un reconocimiento a un trabajo y un esfuerzo personal, sino a un esfuerzo común y de largo alcance. He trabajado en la Biblioteca Luis Ángel Arango durante 11 años, y cuando llegué a ella era ya la más importante biblioteca pública de Latinoamérica, con la más rica colección y los mejores servicios. Sin  duda, avanzó mucho en estos años, se hizo más abierta y amable, y emprendió programas innovadores como la digitalización de los libros claves del patrimonio cultural colombiano, con el apoyo, entre otras cosas, de la Presidencia de la República, por allá en 1996. Pero este trabajo hizo parte de un proyecto amplio y bien pensado del Banco de la República, en el que participaron muchas personas, y de un esfuerzo de muchos colombianos por dar a la cultura, sobre todo en cuando se trata del libro y la lectura, un mayor peso en la vida de todos nuestros ciudadanos. Al recibir este reconocimiento, pienso que lo que se está reconociendo es el trabajo de muchísimos colombianos –maestros, bibliotecarios, artistas, promotores culturales- que han creído urgente que estén al alcance de todos nuestros compatriotas las oportunidades de  disfrutar de una actividad cultural amplia y variada. 

En efecto, estos largos años de trabajo en el mundo de la educación y de la cultura me han ido convenciendo más y más de que son la cultura y la educación las herramientas por excelencia para lograr un país más justo e igualitario. Como lo ha señalado el señor Presidente, hice parte de esa generación que, por allá en los años sesenta, creyó que podía transformar el país y lograr una sociedad con equidad. Pero sin duda nos equivocamos en muchas cosas, y lo que vivimos con alegría e ingenuidad se transformó en una tragedia insospechada. 

Con muchos de mis compañeros de entonces y hoy, hice parte de grupos que creyeron que la distribución de la riqueza, la reforma agraria y en general el establecimiento del socialismo eran las políticas que necesitaba el país. Algunos de ellos, llenos de impaciencia y frustración, llegaron a la conclusión de que para lograr esto debían abandonar los engaños de la democracia y usar las armas, y convirtieron la violencia en la partera de la historia, en la fuerza creadora que nos llevaría al progreso y la felicidad. No pudieron estar más equivocados, y lo que sembraron, a pesar de su buena fe y generosidad,  fueron años de tragedia, de muerte, de retaliaciones cada vez más crueles, de envilecimiento de la sociedad colombiana, acostumbrada a la violencia y  resignada a esperar de esta la solución de sus problemas.  

Del mismo modo, con cierto aire de inocencia y juego miramos la aparición de las drogas. La marihuana pasó de estar asociada a algunas capas criminales de nuestras ciudades para convertirse en apoyo a la euforia de intelectuales, escritores y jóvenes universitarios. Yo la fume, al lado de muchos que después, como ministros o hasta en cargos más altos, tuvieron que combatirla cuando se convirtió en la otra gran causa de la tragedia colombiana, con la ayuda de los Estados Unidos, que decidieron convertirla en objetivo de una guerra que la convirtió en el negocio más lucrativo y asesino del mundo, como lo destacó en un brillante artículo Alberto Lleras.

Nuestros sueños juveniles se convirtieron así en semilla de tragedia, e incluso los programas más tímidos de igualdad social que defendimos fueron perdiendo atractivo. Un poco irónicamente,  quiero recordar que casi todo lo que creíamos que había que hacer era, según la teoría económica que ahora todos comparten, lo que no había que hacer. Creíamos que había que distribuir la propiedad y hacer una reforma agraria, y los economistas han logrado convencer a casi todos que la mejor manera de elevar el bienestar de los campesinos es dando créditos y ayudas a los propietarios y protegiéndolos para que entre todos les ayudemos a crear unos pocos empleos rurales. Creíamos que había que dar altos salarios a los pobres y cobrar altos impuestos a los ricos, para distribuir, mediante los servicios del estado a los sectores más pobres, la riqueza de la sociedad. Ahora también sabemos que la mejor manera de ayudar a que los pobres tengan trabajo e ingreso es bajar los salarios, pues los aumentos de salarios y otras formas de protección del trabajador producen desempleo. Y que las teorías que criticábamos y que decían que había que aumentar primero la producción antes de distribuir la riqueza, cada vez son más aceptadas, y que no importa cuál sea el nivel de riqueza que tengamos, si queremos que crezca es mejor que aplacemos siempre unos años más los esfuerzos de distribución. Y ya sabemos que nada sirve más a los pobres que reducirles los impuestos a los ricos, para que inviertan más, y subírselos a los pobres, para que se sientan estimulados a trabajar.  

La razón de esto me parece simple. Es imposible distribuir la propiedad y la riqueza sin producir grandes conflictos y enfrentamientos. Lo que se da a alguien se quita, mediante los impuestos o en formas más expeditas, a otros, y estos harán todo lo posible para evitarlo. Los movimientos reivindicativos se estrellan contra la solidaridad de los poseedores, y contra su capacidad para vencer o convencer. Los que tienen poder real en la sociedad, riqueza, educación, información, poder de organización, capacidad para ejercer la violencia, logran impedir cualquier reforma política radical, y si estas se aprueban en los congresos, muestran que no se puede obrar  contra ellos a través de sus decisiones de inversión, cuando no apelan a formas más drásticas de impedir las reformas sociales.   

Pero, y aquí retomo el hilo de mi argumento, la cultura y la educación son bienes de una naturaleza muy diferente. Yo nunca pierdo nada porque otro se haga más culto o más educado. Por el contrario, puedo disfrutar más mi cultura si hay más gente con la cual pueda comunicarme, si más personas aman, como yo, los libros, el teatro o la música clásica o folclórica. La calidad misma del ambiente cultural que yo puedo disfrutar como persona individual mejora a medida que mejora la cultura de los otros. La vocación de la cultura y la educación es ser compartidas por todos, pues al compartirlas nadie pierde nada y todos ganan.  

Sabemos que la educación y el conocimiento son un factor decisivo en el desarrollo y crecimiento de la economía y la producción. Del mismo modo, aunque sea más difícil de probar, estoy convencido de que los niños que pueden ir a las bibliotecas de pueblo que este gobierno ha ayudado a crear o fortalecer, a leer cuentos y desarrollar, sin darse cuenta y mientras creían apenas divertirse, sus capacidades de juicio y reflexión, van a tener oportunidades diferentes en la vida a los que nunca tuvieron en su mano un libro diferente a la cartilla de leer, y van a contribuir más que éstos al progreso del país. Y lo mismo pasa con aprender a disfrutar la música, el arte o cualquiera de las actividades que enriquecen la sensibilidad de los niños.  

Por eso, quiero concluir estas palabras algo bruscamente insistiendo en que, si queremos un país más justo y más equitativo, y si queremos reducir las desigualdades sociales que de alguna manera crean condiciones para que los promotores de la violencia y la guerra es preferible desentendernos un poco de las recetas económicas convencionales. Antes pensábamos que había que distribuir la riqueza para cambiar la vida y la cultura. Hoy quizás sea razonable intentar ante todo hacer más igualitario el disfrute de la cultura y el goce de las oportunidades de educación, y probablemente esto nos acercará más a una economía y una sociedad equitativa.  El gasto social por excelencia, el más productivo, es el que transforma directamente a cada colombiano, y por eso nada me parece más urgente que invertir en educación y cultura, para hacer de cada colombiano una persona más capaz de pensar, de producir, de disfrutar, de vivir.  

Jorge Orlando Melo
Bogotá, 23 de noviembre de 2005
(Reconstrucción, noviembre 25 de 2005)
 

 
 
 

 

 

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