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Entre la filosofía y la planeación urbana: algunas notas arbitrarias a propósito de Pensar la Ciudad
 

No existe duda alguna sobre la importancia primordial de los problemas de la ciudad en la actual y reciente Colombia. Este libro busca promover la discusión amplia y basada en el aporte de diversas disciplinas  (una “dialógica polifónica”, dicen sus presentadores, algo barrocos)  sobre algunos de los aspectos centrales de la ciudad colombiana contemporánea.  Tres grandes áreas de análisis señalan los principales puntos de vista de los autores de esta compilación: una visión cultural, una visión arquitectónica, una visión filosófica.  No es un libro sistemático, y la misma incorporación de los artículos dentro de cada gran apartado revela dificultades e incongruencias inevitables, pues el libro, originado en las respuestas de un grupo de intelectuales de diversas proveniencias al  documento Ciudades y Ciudadanía: La Política Urbana del Salto Social, resulta necesariamente fragmentario y contradictorio.  Los autores, en su gran mayoría, eluden toda mención del documento de origen, y tratan de pensar la ciudad a partir de sus propias experiencias, sus propias inquietudes o sus investigaciones anteriores. Si fuéramos a buscar algún hilo conductor, habría que suponerlo, por una parte, en los criterios que llevaron a la selección de los participantes.  Si los artículos publicados reflejan el enfoque de los productores del libro, este daba prelación a la filosofía y a la arquitectura sobre todas las otras áreas académicas usuales: varios de los estudios arquitectónicos o culturales, o agrupados en un introductorio capítulo titulado  “La ciudad, una institución imaginaria”, plantean problemas éticos o de convivencia, que por supuesto hacen parte de las disciplinas filosóficas.  Quizás una apuesta al radicalismo que podía esperarse de una invitación a los filósofos y en menor medida a arquitectos y analistas culturales a  “pensar la ciudad”  explique en parte esta opción, y la escasez de trabajos que pensaran en muchos de los problemas clásicos de la sociología o la antropología urbana, y sólo marginalmente se preocupa por la dimensión temporal propia de los enfoques históricos: una breve nota de Marco Palacios discute las teorías de la primacía y la normalidad en la distribución de las aglomeraciones urbanas, en un nivel más teórico y abstracto que aplicado a la situación colombiana, y un artículo de Jorge Alberto Naranjo, extrañamente denominado  “Medellín, la ciudad sitiada”  nos ilustra con inteligencia y elegancia sobre la abundante literatura urbana del Medellín de hace un siglo.

La segunda explicación para este énfasis filosófico en un trabajo sobre la ciudad está sin duda en la orientación teórica de los compiladores, Fabio Giraldo y Fernando Viviescas, para los que parece ser necesario desarrollar un tipo de análisis que rompa con las formas convencionales del trabajo multidisciplinario sobre la ciudad, y que parecen esperar los elementos fundadores de ese análisis en diversos conceptos derivados de las teorías de la complejidad y de los sistemas, entre otros.  Las citas de Maturana, Castoriadis, Morin, Baudrillard o Martín Heidegger, frecuentes en sus textos, son un indicador externo de esta opción, que encuentra algún desarrollo en sus textos y creo, en la conceptualización de Ciudades y Ciudadanía: La Política Urbana del Salto Social

El carácter poco sistemático y la ausencia mayor o menor de ciertas disciplinas no quita ningún valor al libro, que incluye estudios de muy alto nivel.  Uno de los mejores trabajos es probablemente el de Jesús Martí-Barbero, en el que sintetiza y aplica a la ciudad colombiana los estudios recientes de los teóricos principales de la comunicación, entre los que se encuentra él mismo en primera fila. Martín, en mi opinión con muy buen sentido, rechaza la utilización de las teorías del caos para explicar la situación actual de la ciudad y se resiste a convertir las teorías de la postmodernidad en un motivo para renunciar a la crítica de la realidad.  Las nuevas demandas sociales, la cultura del consumo y el desarrollo de nuevas tecnologías de la comunicación explican a su juicio el proceso de modernización de la ciudad colombiana.  Una modernización que ha transformado radicalmente la forma como el ciudadano vive la ciudad: desarraigo y desvalorización del espacio real, predominio de un flujo de imágenes que destruye la memoria, angustia cultural, agresividad, expansión del anonimato, miedo generalizado que encierra al ciudadano con su pantalla de televisión, inseguridad, homogenización en los consumos, sometimiento de todas las experiencias culturales y comunicativas al mercado, desvalorización de los centros históricos y valorización de los centros comerciales, son algunos de los procesos que Martín analiza en forma eficaz y convincente.  

No son muy ajenas a esta óptica crítica las notas de Florence Thomas, quien describe las terribles dificultades de ser mujer en medio de la violencia de Bogotá, o de Luis Eduardo Hoyos, quien describe una Bogotá caracterizada por la prevalencia de lo privado y la desaparición de lo público. Ni los comentarios agudos y perfectamente aterrizados de Rogelio Salmona, para quien el horror de la ciudad colombiana, el dominio de la anti-ciudad,  tiene que ver con el predominio de los intereses de lucro o de la manipulación del poder estatal. Por su parte dos filósofos, Guillermo Hoyos y Carlos B Gutiérrez, plantean en forma rigurosa las condiciones para la construcción de las bases éticas de convivencia en la ciudad: el primero a partir de la conformación de una ética comunicativa, el segundo a partir de un análisis muy completo del problema de la tolerancia a las minorías en las sociedades modernas, tema que toca con el interesante estudio de Lisímaco Parra sobre Kant y la ciudad barroca. 

No vale la pena discutir cada uno de los otros estudios, muchos de ellos muy competentes y sugestivos. En casi todos predomina una visión muy crítica de la situación actual de la ciudad, matizada en ocasiones, como en el estudio de Hernán Henao sobre Medellín, por la posibilidad de que se desarrollen gradualmente procesos que conduzcan a un tipo de ciudad más cercano a los deseos y necesidades de sus habitantes. Tampoco es posible señalar las divergencias de este lector poco especializado con decenas de afirmaciones que puede encontrar discutibles o insuficientes: son estudios valiosos, que constituyen aportes importantes a la discusión sobre los problemas urbanos en Colombia, y es de esperar que sean sometidos a debates minuciosos dentro de cada una de sus disciplinas.  

Más interesante, y algo polémico y prematuro, me parece discutir algunos aspectos de los planteamientos de los dos compiladores.  Polémico, pues me encuentro en desacuerdo, algo impreciso, con algo de su estilo general y con algunas de sus tesis, que no estoy seguro si hacen parte del núcleo de sus argumentos o representan aspectos secundarios o coyunturales de sus posiciones. Prematuro, pues requeriría un mejor conocimiento de sus planteamientos, una presentación más sistemática de su posición, para estar seguro de no estar deformándola o sacando conclusiones apresuradas de premisas no siempre desarrolladas en forma completa.  Pero me atrevo a hacerlo por dos razones: porque encuentro sus trabajos extraordinariamente valiosos y, como lo señalaré, me parecen convincentes y llenos de aportes en la mayoría de sus desarrollos, y segundo, porque me parecen sintomáticos de una tendencia cada vez más frecuente en nuestro medio.  

He hablado de cierto desacuerdo con el estilo, justamente porque algunos aspectos formales me parecen revelar opciones teóricas discutibles. Que encuentro discutible, en estilo y conceptos? 

         1. La utilización de un lenguaje filosófico y poético en contextos en los que no es exigido por la lógica del argumento.  La apelación a la metáfora, la utilización de conceptos de una disciplina en otra, sin delimitar con rigor sus nuevos significados  (¿metabasis eis allous genous?)  generan imprecisiones conceptuales. Además, conducen a magnificar el status retórico de un argumento o posición.  Decir que la ciudad es compleja es un lugar común  (la antropología urbana fue definida alguna vez en los sesentas como el  “estudio comparativo de sociedades complejas”).  Apoyarlo en las teorías del caos y la complejidad da la sensación de que se dice mucho más de lo que decían los viejos teóricos de la ciudad como fenómeno complejo y multideterminado, pero yo no lo veo así: no encuentro los desarrollos reales que hagan ir más allá de las formulaciones tradicionales.  La negación retórica hace parte de este ejercicio: decir que la ciudad  “no es un objeto simple, ni un artefacto, ni un bien manufacturado, es un organismo complejo”  no me parece que aporte mucho a una definición de la ciudad, pero tiene un efecto retórico, al sugerir que las definiciones anteriores caían en la ingenuidades de creer que la ciudad era un objeto simple, un artefacto, un bien manufacturado...  

         2. La transposición conceptual de una disciplina a otra es una de las metáforas favoritas del pensamiento contemporáneo, en especial de matriz francesa.  A veces es un ejercicio iluminador, que abre nuevas perspectivas de análisis.  Muchas veces es un ejercicio brillante pero improductivo.         

         3. En general, la utilización del aparato filosófico me parece discutible y poco rigurosa.  No es la disciplina de los autores, y esto me parece que más bien quita algo de claridad a sus argumentos sobre la ciudad.  Tanto en Ciudades y Ciudadanía como en los textos de este libro encuentro un análisis serio y competente de múltiples aspectos de nuestra vida urbana.  Pero de repente, algo introduce la confusión y el caos, y es el esfuerzo por darle un status filosófico a un análisis social o cultural o histórico o económico o multidisciplinario de la ciudad. Aquí yo digo: abajo la filosofía.  

         4. Si alguien hace filosofía, mi supuesto es que por lo menos tiene un uso riguroso de las palabras y cada palabra tiene un puesto necesario en su argumentación.  En filosofía, como en poesía, no puede haber términos superfluos o innecesarios.  Por ello, cuando veo caracterizar, en textos con pretensión filosófica,  a la ciudad como un  “acto sublime”, o hablar de  “la política del ser”  sin que nunca se explique de que ser se trata, o que la “ausencia de la arquitectura produce la muerte”  o tropieza con un razonamiento como   “la belleza de la arquitectura se da a quien es capaz de descubrirla, la ciudad es arquitectura y ella es la gente”  siento que la presentación es inadecuada: se mezcla poesía y argumento, se dejan los hilos sueltos.  

  5. De una manera un poco más radical, miro con recelo la idea de formular la política urbana del país en términos filosóficos.  El documento Ciudades y Ciudadanía: la política urbana del salto social  formula esa política.  Yo creo que una política, a diferencia del esfuerzo analítico de los investigadores, debe ser una guía para la acción, un conjunto de estrategias y acciones concretas.  Debe reflejar un consenso pragmático, ser el resultado de una componente de fuerzas entre posiciones que expresan intereses y concepciones diferentes.  Cuando el estado piensa filosóficamente, cuando asume posiciones teóricas, creo que se sale de su campo válido de acción.  Dudo, además, que se vuelva muy efectivo.  Una política que dependa de la adhesión a un aparato filosófico académico definido y más o menos sofisticado dura lo que dure el que la redactó en su puesto: sus sucesores ni siquiera van a entender los presupuestos de la política. Puede alegarse que su ejecución puede ser independiente de su formulación, pero esto tiene implicaciones peligrosas. E igualmente inquietante es la idea de cómo el estado llegó a adoptar las filosofías de Castoriadis o Heidegger, para no pensar que ya se empezó a casar, en estos días de confusión, sofisma y polisentidos, con el postmodernismo.  ¿Hubo algún proceso democrático en este sentido?  Porque en ese caso, yo tengo distintos candidatos para que aparezcan como fundamento de las políticas urbanas del Estado.  Algunos pensaran que exagero y que no debo dar tanta importancia a unas páginas filosóficas en un texto público.  Pero me atengo a lo que en el primer artículo de Pensar en la Ciudad dice Fabio Giraldo del documento oficial que presenta la política urbana del salto social: “En la política urbana del país, Ciudades y Ciudadanía, hemos analizado la importancia del espacio sin omitir su dificultad filosófica: la pregunta que interroga qué es el espacio como espacio, al decir de Martín Heidegger, no ha sido todavía planteada y menos aún respondida.  Sigue estando indeciso de que manera es el espacio, e incluso si puede atribuírsele un ser en absoluto...”  para atribuir a esta ignorancia de la pregunta por el espacio el desarrollo de la filosofía como metafísica, en un sentido que privilegia  “el espíritu contra la naturaleza, la razón contra la ciudad”.  Muy compleja es la cosa, pero siento aquí, como en otras partes, cierta tentación contra la razón, contra el espíritu.  Y preferiría que el Estado separe sus políticas de las construcciones teóricas de sus funcionarios.  Muy útil, eso sí, que estas construcciones se divulguen y discutan, pues esto contribuye al debate público. 

 6. Como lo mencioné antes, encuentro estos puntos como manchas leves dentro de una concepción y unas posiciones que me parecen mucho más sólidas.  No puedo dejar de afirmar, ya que he estado tan crítico, que estoy de acuerdo con muchas de las propuestas y de los deseos formulados por los autores: no estoy seguro de su filosofía, pero resulto de acuerdo con sus líneas políticas fundamentales: importancia de promover la ciudadanía, la participación ciudadana, el espacio público, el respeto a los derechos de los otros y la conciencia de los propios, el triunfo de valores sociales sobre las exigencias del mercado.  No estoy siempre seguro de entender con precisión, pues no se en que consistan las  “profundidades del alma popular”, pero me parece que comparto la perspectiva, el deseo  de ciudad de estos autores y de casi todos los que contribuyen al volumen.   Y no me inquieta la frase poética en un texto de un arquitecto: me inquieta es su uso en textos filosóficos, que deben ser rigurosos, cuidadosamente delimitados, pues conducen entonces, en vez del pensamiento complejo  (“la intuición y el misterio”, como define Viviescas en algún momento la complejidad)  que está poniéndose de moda, al pensamiento confuso, que a veces se pone todavía más de moda. 

Para concluir, y todavía en tono polémico, quiero referirme a algunos apartes del artículo de Fernando Viviescas sobre la calidad del espacio la  “vivencia”. Aunque estoy de acuerdo con casi todo lo que dice, con su diagnóstico de la ciudad actual, miro con escepticismo algunos matices de su visión de algunos fenómenos: 

         1. No le doy tanta importancia como él a que la constitución de 1991 haya hecho un reconocimiento de la ciudad como espacio de existencia ni estoy seguro de que fundamente  “la presencia contemporánea colombiana como sociedad en la actual situación mundial posmoderna”.  Aunque creo que algo puede servir la constitución en este campo, no me parece que de instrumentos realmente nuevos de acción.  Si algo influye la Constitución en las ciudades futuras colombianas es por otra cosa menos conceptual: porque creó, al establecer la tutela y otras acciones legales, formas de acción capaces de promover una acción pública y colectiva eficaz en asuntos urbanos.  Me parece que si uno busca impactos reales de la carta constitucional en la vida de las ciudades es en las acciones de tutela por contaminación o uso del espacio público donde las va a encontrar.  

         2. Tengo mucho menos confianza que Viviescas en la sociedad civil. La búsqueda del cambio radical en una sociedad vista críticamente se apoyó por años en la esperanza de que un sujeto histórico colectivo privilegiado, que encarnaba el futuro,  hiciera la revolución.  Ese sujeto de la historia, el proletariado, ha perdido su atractivo, y ahora me parece que en toda América Latina la tentación es mirar a la sociedad civil como el nuevo sujeto histórico positivo. En otras ocasiones he criticado una visión que contrapone acríticamente una sociedad civil buena y un estado opresor.  Aquí destaco simplemente dos cosas:  

                   a) No creo en el protagonismo creciente de la sociedad civil (¿comparado con qué?), ni comparto una frase como  “La sociedad civil ha puesto en el espacio público-en una perspectiva trascendental y en ello las ciudades se han mostrado como el ámbito más coherente para consolidar esta tendencia- que fuera de los cerrados grupos que tradicionalmente han controlado la dominación existe la totalidad de los colombianos con capacidad para darse formas de gobierno y de formulación de alternativas de sociedad...etc”. 

         No la comparto porque no creo que parta de una definición viable de sociedad civil  (¿”la totalidad de los colombianos”?¿Esto incluye los empresarios, los latifundistas, los paramilitares y todos “los cerrados grupos”?¿O se define por la negativa, los que no hacen parte de los cerrados grupos?¿Y en ese caso la minoría de intelectuales privilegiados, que hemos tenido estudios avanzados, el cerrado grupo de los mandarines, donde estamos?), no lo comparto porque no importa como defina uno la sociedad civil, resulta que sus comportamientos reales son contradictorios e impiden presentarla como un sujeto de elección. En efecto, ¿en qué consiste el protagonismo creciente de la sociedad civil en Colombia? Yo veo que existe, por ejemplo, en el terreno de la convivencia: la sociedad civil se tomó, puede que por razones comprensibles, el manejo de la seguridad.  En las ciudades, organizando la ciudad para la defensa, diseñando urbanizaciones cerradas, contratando guardaespaldas o formando empresas de seguridad; en el campo, en forma paralela, aunque más violenta e ilegal.  Buena parte de lo que se describe como caos urbano es el caos de las conductas de la sociedad civil, en el tránsito, la ocupación del espacio público, el predominio del interés individual.  La sociedad civil colombiana me parece poco defendible, excepto como deseo, como deber ser.   

Tampoco es muy defendible, es obvio, el Estado.  No hace mucho para corregir los males que este libro describe con abundancia. Es corrupto, ineficiente, paternalista, burocrático: todos estos adjetivos se encuentran en uno u otro de los artículos discutidos.  No tiene nada de raro que sea un estado así: corresponde a lo que la sociedad civil es, y sus funcionarios son elegidos por esa sociedad civil.  Lo incomprensible sería tener el estado que tenemos si tuviéramos una sociedad civil como la que quisiéramos tener y a veces, en frases optimistas, parecemos tener. 

Y es que un problema esencial del análisis social y político colombiano es confundir con frecuencia el deber ser y la realidad.  Nuestra sociedad civil, la que existe, está organizada muchas veces para la violencia, para la depredación urbana, para la especulación.  Nuestro estado, el que existe, maneja muy bien la retórica del desarrollo, y ha incorporado crecientemente, desde Belisario Betancur, el lenguaje de quienes formularon alternativas críticas a la sociedad existente.  Muchos de los textos oficiales parecen estar escritos desde una posición de oposición.  Pero en la realidad su acción frente a los principales problemas colombianos parece moverse dentro de parámetros que no han variado mucho desde 1958, en un país con una tradición de debilidad estatal que se mantiene: orientar la inversión pública a un mejoramiento gradual de la prestación de servicios básicos de la población, sin afectar mucho a ninguno de los grandes intereses económicos existentes.  Ha habido avances cuantitativos, incluso espectaculares: ninguna ciudad Latinoamericana, ni Lima ni México, crecieron al ritmo que creció Bogotá entre 1950 y 1990, y sin embargo durante estos años aumentó la tasa de escolaridad o de cubrimiento de servicios básicos.  Que nuestras principales ciudades crecieran como crecieron, mucho más rápido que las ciudades europeas del siglo XIX, y tengan el equipamiento físico y de servicios básicos que hoy tienen, es sorprendente.  Pero han fracasado esencialmente como lugares de convivencia social, como sitios de intercambio y acción cultural, y en esto tiene mucho que ver la miseria de sus espacios urbanos y culturales. ¿Puede el Estado –o el gobierno nacional- introducir una verdadera novedad en el manejo de los problemas urbanos, como parecen pensarlo los autores de Ciudades y Ciudadanía  o los editores de este libro? Es posible introducir una argumentación filosófica, un sistema conceptual distinto, pero tan pasajero como fue Althusser en los sesentas. ¿Pero es probable que este Estado que adopta filosofías tan de moda tome las acciones que parecen desear la mayoría de los contribuyentes del libro - reforzar la conservación del patrimonio histórico, iniciar un esfuerzo “pensando en grande” de equipamiento cultural de las grandes ciudades, para complementar o confrontar o compensar la cultura “desespacializada” de las pantallas de TV, comprar la tierra para grandes anillos verdes alrededor de las ciudades, frenar el crecimiento del parque automotor privado  (si la sociedad civil lo tolera) e impulsar decididamente el transporte colectivo, crear espacios públicos significativos? No creo que este gobierno tenga ya mucho tiempo para hacerlo: si acaso podemos poner algo de esperanza en las políticas que está esbozando, aún muy tímidamente, la alcaldía de Bogotá.  Ni el Estado ni la sociedad civil son confiables: cuando se logra algo memorable y que nos mejora la vida, casi siempre es el resultado de personas o grupos de personas que se salen de lo que normalmente hacen el Estado o la sociedad civil. Nuestros últimos grandes espacios urbanos de Bogotá se los seguiremos debiendo al alcalde Barco, que los creó cuando casi nadie pensaba en eso, así como le deberemos buena parte de las reservas verdes del país (¡los grandes resguardos indígenas!) al presidente Barco, que las creó casi a escondidas de la nación, un presidente al que vale la pena evocar en nuestros tiempos retóricos, a pesar de haberlo criticado mucho, porque siempre hacía más de lo que decía.                            

Jorge Orlando Melo
Santa Fe de Bogotá, 1º de octubre de 1996

En la presentación del libro de Fernando Viviescas y Giraldo, Pensar Ciudad, Bogotá, 1996.

 
 

 

 

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