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Etnia, región y nación: El fluctuante discurso de la identidad (notas para un debate)
 

El tema de la “identidad nacional” se ha movido siempre en ámbitos sospechosos: para muchos de nosotros evoca esas descripciones sobre los rasgos psicológicos de un pueblo o una región que esconden generalmente vanidades y prejuicios, y que carecen de toda posibilidad de validación sistemática. Sin embargo, el tema es hoy esencial en Colombia, en términos del resurgimiento de formas de afirmación regional o étnica, de los procesos políticos que cuestionan nuestros cien años de soledad centralista, de las perplejidades que provoca la crisis política y estatal que enfrentamos. ¿Hay una identidad nacional en Colombia, o se está disolviendo, amenazada, por un lado, por la cultura cosmopolita de los medios de comunicación trasnacionales y por otro, por la afirmación de tensiones regionales o étnicas que pueden aumentar la crisis del sistema institucional? Vale la pena discutir estos temas, y es difícil pensar en un ámbito más adecuado que un congreso de antropólogos, donde puede presumirse que las inclinaciones profesionales e ideológicas se orientan a buscar aquellas respuestas que no contrapongan la identidad nacional con el mantenimiento de la diversidad cultural, apoyada en tradiciones regionales o en afirmaciones étnicas.  

Por supuesto, esta discusión debe superar el carácter improvisado y amateur que puedo darle hoy: no ha sido este tema objeto de estudio sistemático por mi parte, sino de preocupación permanente pero puramente contextual: una pregunta que anda al lado de todas las demás que puede uno formularse sobre el país, que no puede eludirse, pero que no ha sido centro de investigación personal. Por eso mi contribución no puede ser más que la de un abrebocas relativamente liviano: hacer algunas anotaciones sobre elementos que me parece que habría que considerar al estudiar en forma más sistemática este problema.

II 

El concepto de identidad nacional es radicalmente ambiguo. La primera tentación que debe descartarse es la de construirla mediante la identificación de una serie de características y rasgos culturales determinables empíricamente, desde fuera, por un observador neutral: este procedimiento llevaría probablemente a una sucesión de niveles de aproximación en los que podría definirse con tanta validez una nación hispanoamericana de la que haríamos parte como, en el otro extremo, una nación pastusa o antioqueña. Debemos verla más bien como una forma de autopercepción, en la que cada colombiano define su pertenencia a Colombia en cuanto reconoce a los demás como miembros de la misma comunidad y se ve como parte de ella al ser reconocido por los otros como tal. En cierto modo, se trata de algo especular, de una identidad que se crea en el momento y en el proceso mismo en que se reconoce por el otro. Es algo, además, que se dibuja en la compleja trama que relaciona región y nación, lo propio y lo extranjero, lo popular y lo elitista, pasado y presente, presente y destino posible.  

La identidad nacional se forma en interrelación con otras formas de identidad, que coexisten con ella: el sujeto se reconoce al mismo tiempo como miembro de una región, de un pueblo, de un grupo “racial”, de una clase social, de una profesión. La coexistencia de estas identidades no es, sin embargo, amorfa: algunas dominan en ciertos momentos de la historia o se refuerzan a la luz de determinados proyectos políticos, culturales o históricos.  

Esa identidad es esencialmente un discurso: sus universidades formativas son las imágenes, los términos y palabras que recibimos en la infancia, en la escuela, en los periódicos, en todas las formas de comunicación. Los discursos sobre la identidad se configuran con símbolos, frases, mitos, estereotipos, nociones vagas, imágenes colectivas. Las descripciones de ella son elementos en su formación misma. Además, se trata de un discurso que es predominantemente elitista: los grupos populares hacen parte de grupos primarios, en los que todos se conocen, pero no conforman espontáneamente comunidades abstractas como la nación o la clase social, que requieren un discurso para definir sujetos individuales como miembros de ella y permitir que se reconozcan como tales.[1] 

III

 La descripción de esa identidad no ha sido, por lo común, asunto de estudios eruditos, sino de ensayistas, periodistas, viajeros, literatos. Es una forma de sociología o psicología social primitiva, que ha tratado de responder a la pregunta normal: ¿qué es ser colombiano? O, en una sociedad que percibe como importantes sus diferencias regionales, ¿qué diferencia un complejo cultural regional de otro? El único estudio erudito al que puedo aludir en este sentido es conocido por todos, y más que los rasgos de una posible identidad nacional trata de identificar la base empírica de las identidades regionales: me refiero a los esfuerzos por definir los principales complejos culturales del país y determinar ante todo las estructuras familiares y los sistemas de valores ligados a ellos efectuada por Virginia Gutiérrez de Pineda en sus estudios ya clásicos[2]. Además, a la luz de lo dicho antes, no debe olvidarse que se trata en este caso de la definición de variaciones en las pautas culturales y de comportamiento de diversas regiones del país, y que este problema no es idéntico al de la identidad regional, que supone el manejo que quienes se definen como miembros de un grupo hacen de su percepción de esas pautas y formas de comportamiento 

IV

 Esas descripciones y en general los discursos que tratan de describir al colombiano, al americano, o a los tipos regionales, permiten seguir una secuencia en el proceso de definición de lo colombiano. Tales descripciones, por supuesto, no se desarrollan en forma simultánea ni lineal: varían según las regiones, las clases sociales, los grupos culturales, las orientaciones ideológicas. Un inventario relativamente amplio de ellas y un análisis siquiera somero de sus variantes está fuera de mis posibilidades. Me limito, pues, a señalar algunos hitos y a exhibir algunos ejemplos.  

1.      En el mundo ilustrado

 

Los primeros esbozos identificables de una conciencia nacional parecen surgir en la segunda mitad del siglo XVIII, en el contexto de las luchas entre los ilustrados locales por reformar el sistema educativo y por expandir las luces entre los neogranadinos. La expresión “patria” empieza a estar asociada con lo americano, y la contraposición dominante es América-España. Esto parece ser un fenómeno esencialmente elitista, aunque no puede descartarse a priori la existencia de fenómenos paralelos populares. Pedro Fermín de Vargas usa los términos “nación” y “patria”, pero en sus primeros textos no tienen todavía un claro sentido delimitador: la nación puede ser tanto el conjunto de los dominios españoles en América, como todo el imperio español o como la Nueva Granada. En el Papel Periódico se usan expresiones como “americano”, patria americana, amor a nuestra patria y similares, pero como lo señala Renán Silva, nunca perdieron “su radical ambigüedad en los seis años del Papel Periódico”. A veces se esboza la separación de europeo y americano, en la exaltación de las posibilidades de América o de la Nueva Granada, como en el texto de Francisco Antonio Zea en defensa de la Nueva Granada contra el erudito holandés de Paw: aquí también hay talentos, y “llegará un día en que las ciencias fijen aquí su habitación”.[3] 

La idea de nación como un concepto delimitador probablemente surge entre la élite que va a los colegios, en particular santafereños. Tal delimitación se apoya en una contraposición inicial entre criollos y españoles, que aparece alrededor del tema de los empleos: siendo todos tan blancos como los españoles, los criollos son definidos por el sistema como miembros de una comunidad diferente por la imposibilidad de ocupar los mismos cargos que los españoles. Esta definición es asumida por los interpelados: todos los criollos graduados, conózcanse o no, son miembros de esa comunidad de los excluidos del ascenso, de los que no pueden ir a ocupar cargos a España, ni, excepto en forma muy excepcional, a otras divisiones administrativas americanas. La división administrativa se convierte en el elemento determinante para el criollismo.[4] Esta es tal vez la razón por la cual las divisiones administrativas coloniales se prolongan en las divisiones nacionales posteriores a la independencia. 

Esta discriminación plantea a los criollos un problema étnico o geográfico, pues de algún modo su inferioridad, a la luz de las ideas de la época, tienen que atribuirse o a la sangre o al medio. Las especulaciones de Francisco José de Caldas muestran la preocupación, que por supuesto encuentra apoyo en la literatura europea de la época, por aclarar el influjo del medio sobre los seres humanos. El medio hostil puede explicar de algún modo la debilidad o la incapacidad de la población neogranadina, incluso de los criollos. Vargas, por ejemplo, atribuye la pereza y la desnudez de las gentes de las tierras calientes al medio geográfico. Sin embargo, esto no es lo fundamental, pues para la mayoría de la población el influjo negativo del clima se añade a la contaminación racial. 

Sin embargo, probablemente para casi todos los neogranadinos el elemento de identidad fundamental es la pertenencia a una etnia, y no existe comunidad simbólica ni comunidad de proyecto alguna entre indios, negros o blancos.[5] Son los criollos los que esbozan la primera fisura “nacional”, la cual los obliga a pensar en el problema étnico, al que se trata de dar respuesta con propuestas como las de Francisco Antonio Moreno y Escandón o de los funcionarios antioqueños de eliminar toda diferenciación étnica frente al estado –emancipar los esclavos e igualar a los indios con el resto de la población.[6] 

El texto de Pedro Fermín de Vargas puede permitirnos atender a una formulación todavía ambigua de una problemática que luego se diferenciará. Vargas afirma que “sería necesario españolizar nuestros indios. La indolencia general de ellos, su estupidez y la insensibilidad... hace pensar que vienen de una raza degenerada... Sabemos por experiencias repetidas que entre los animales las razas se mejoran cruzándolas, y aun podemos decir que esta observación se ha hecho igualmente entre las gentes de que hablamos, pues las castas medias que salen de indios y blancos son pasaderas. En consecuencia... sería muy de desear que se extinguiesen los indios, confundiéndoles con los blancos, declarándolos libres del tributo... y dándoles tierras en propiedad”[7]. Este documento muestra en un primer nivel la creencia en la superioridad blanca, que abre como una de las perspectivas deseables el blanqueamiento de la población, pero al mismo tiempo considera aceptable y viable un proceso de mestizaje. Posteriormente, algunos dirigentes intelectuales tratarán de buscar en la población blanca la única posibilidad de definir una sociedad civilizada, mientras que para otros el mestizaje sería el camino para crear la población homogénea que parece requerir el concepto de nación de la ilustración: el mestizo, adaptado al clima, puede superar las limitaciones que su origen étnico puede crearle. Para los defensores del mestizaje el blanco puro es, de algún modo, un extraño, que funciona mal en el medio tropical.  

Sin embargo, lo neogranadino no es todavía un término identificador en sentido nacional: apenas referencia geográfico –administrativa, que al menos en Vargas[8], coincide con el ámbito del virreinato: incluye a Quito y a Venezuela. Como ya se dijo, esta definición es probablemente elitista: la mayoría de la población se siente habitante de un mundo centrado en el núcleo urbano (socorrano o sangileño[9]), vasallo o, si acaso, súbdito del imperio español y, en las elites, cuando despunta una forma de nacionalismo, “americano”. El peso de lo regional es tal que “El Semanario” de Caldas, cuando habla de la geografía, presenta monografías regionales. Y sin embargo, la idea de un ámbito suprarregional se expresa por ejemplo cuando, ante las deficiencias en las vías de comunicación, se plantean proyectos “unificadores” como los de José Ignacio de Pombo y Caldas[10].  

2.      La Independencia.

La independencia, por supuesto, constituye la piedra miliar, el sistema simbólico fundador. ¿Es posible conformar una nación cuando los derechos fundamentales corresponden a identidades y pertenencias étnicas? Bolívar ofrece una temprana formulación, todavía problemática, de esta tensión, en su carta de Jamaica: “no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles, en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores”[11]. 

El radicalismo romántico de Bolívar no habría permitido crear una ideología nacional: era preciso dejar de verse como usurpadores de los derechos indígenas y para ello el nuevo lenguaje de la revolución francesa ofrece una salida: la idea de ciudadano debe suplantar la de indio, negro o criollo y permite definir al sujeto político a partir del estado y no de particularidades culturales o locales. La expresión “ciudadano” aparece muy tempranamente, usada hacia 1790 por Pedro Fermín de Vargas, pero sólo se generaliza en el lenguaje político y legal de los hombres de la independencia.  

Acá es preciso subrayar cómo la identidad nacional no tiene nada que ver con lo que usualmente se define, desde mediados del siglo XIX y en el contexto de las naciones periféricas europeas, como lo nacional: lo que identifica y define a la Nueva Granada, y la separa de su antigua metrópoli o de las naciones que empiezan a conformarse en las regiones vecinas, no es ni la lengua, ni la religión, ni las diferencias culturales (aunque las hay), ni las diferencias en composición étnica (que aunque también las hay, son igualmente fuertes dentro de cada región). En la medida en que la nación es ante todo un discurso construido, un proyecto de una élite, se liga a la perspectiva de construir un estado, en el que puede ejercerse un dominio político: lo que define el ámbito de lo nacional es la extensión de la división administrativa colonial, que se prolonga ahora en las nacientes instituciones del estado.  

Puede destacarse cómo las regiones con una posición administrativa ambigua mantuvieron una indefinición inicial, y en varias ocasiones oscilaron, como el caso de Pasto, que en el siglo XVIII estaba sujeto a la audiencia de Quito para asuntos judiciales, y al virreinato para asuntos militares y administrativos: esto, sin embargo, no perduró y finalmente su vínculo se hizo con la región de la que dependía en términos administrativos. En ningún caso fue posible mantener unidas entidades que administrativamente estuvieron desunidas durante la época colonial. El prestigio de los generales venezolanos (Sucre, Bolívar, Flórez y Urdaneta), les permitió ejercer temporalmente el poder en regiones diferentes a su nacimiento, pero con ello contribuyeron más bien a crear por reacción la idea de nación entre las elites de los países que gobernaron. En Centro América, los intentos de conformar una nación centroamericana fracasaron, así como los de unificar a Argentina y Paraguay, Perú y Bolivia y Nuevo Reino de Granada, Venezuela y Ecuador. Incluso Panamá, administrativamente independiente en la época colonial, se define como nación sólo en el siglo XX. El carácter tan general de esto, que tiene valor casi de ley de hierro, muestra la debilidad de las interpretaciones que atribuyen la “balkanización” de América Latina a las intrigas de los ingleses, que sólo tuvieron influencia decisiva en la creación del Uruguay.  

Las primeras constituciones a veces ni siquiera incluyen la idea de nación y más bien hablan a nombre de los “pueblos”, un término cuyo sentido puede incluir tanto la referencia a las comunidades urbanas coloniales como una alusión al “pueblo” abstracto de los ideólogos políticos del liberalismo naciente. Pero lo decisivo es el concepto de ciudadanía, que encubre y trata de ocultar la supervivencia de la cuestión étnica. Lo neogranadino comienza a constituirse en una simbólica indecisa: el enfrentamiento con los venezolanos, en la década de los veinte, dejará en el centro del país, entre sus elites, un terror a los militares y una conciencia de que ser neogranadino es no ser venezolano. Rituales o símbolos, árboles de la libertad, banderas, escudos y gorros frigios, desfiles y procesiones evocan la independencia, y sus héroes y su sentido y empiezan a conformar una memoria común, que por supuesto muchos no comparten o ignoran. Sin embargo, hay elementos que van adquiriendo la firmeza de los lugares comunes: el contraste con la opresión española, el rechazo a la esclavitud, un temprano legalismo contrapuesto a la voluntad del mando militar.  

Como es lógico, si pensamos que la conformación de la nación es en buena parte un proyecto político ligado a la formación del estado, la afirmación de la nación pasa por la justificación de su existencia, por la contraposición con la herencia española, la cual resulta negada en las etapas iniciales del siglo XIX. La herencia española se condena, y se define psicológicamente para mostrar en ella las raíces del atraso: el desdén por el trabajo, la pereza de la población, el fanatismo, la intolerancia, etc., se atribuyen a ella [12] 

3.      Región y democracia liberal.

 Estos elementos van definiendo un ámbito nacional, ante todo institucional. La identificación personal sigue siendo local y, crecientemente regional: en cierto modo, las regiones se comienzan a crear a partir de los avatares administrativos, del control de recursos económicos por las elites, de los conflictos con el gobierno nacional local, de las guerras civiles (tan importantes para la definición de la identidad de regiones como Antioquia, en donde el himno antioqueño, que aún hoy se canta en la región con más ánimo que el himno nacional, fue originalmente un himno contra el gobierno nacional y contra el Cauca) 

La visión externa, que coincide con la de algunos ensayistas locales, encuentra grandes grupos étnico-regionales: los viajeros hablan del antioqueño, del caucano, del costeño, a pesar de que Mompox y Cartagena o Santa Marta rivalicen. El pueblo colombiano es al mismo tiempo el ciudadano y el miembro de un complejo cultural regional, con marcado carácter étnico. La herencia colonial sigue viva y el status laboral de las castas se hipostasia en la definición de sus rasgos raciales, que empiezan a apoyarse en la jerga seudocientífica de la época.  

Un ejemplo de esto, muchas veces citado, se encuentra en la obra de José María Samper. Aunque ya en 1857 había ofrecido una versión temprana de esta tipología, en su Ensayo sobre las Revoluciones de 1861 se encuentran ya muy bien configurados los estereotipos regionales, tanto en un plano físico como cultural y de carácter; ambos niveles, en la ciencia de la época, se presumen estrechamente relacionados. Al criollo bogotano lo caracteriza por la discordancia entre su origen español y la sociedad democrática, y lo describe como bello y distinguido, robusto, “el ojo expresivo, al mismo tiempo afable y burlón”, “el pie pequeño, el andar fácil y elegante, la voz suave y de fluido timbre, la expresión general plácida, cordial y franca: en una palabra, un tipo hermoso, particularmente en la mujer y muy simpático” [13] . Predomina en él el espíritu aristocrático, aunque se casa por amor, y es puntillos en honor, vanidoso, respetuoso de las tradiciones religiosas, pero formal en sus compromisos.  

El antioqueño blanco, supuestamente mezclado con judíos, es “el más hermoso del país físicamente”, distinguido, de ojo burlón y expresión reservada. Excelente padre y esposo, se casa temprano y es andariego, laborioso, inteligente. Bebedor y aficionado al juego, es sin embargo, “ascético”, “notablemente ortodoxo”, “negociante hábil, muy aficionado al porcentaje”, “positivista en todo, amigo de innovaciones y reformas y muy apegado a los hábitos de vida patriarcal”. Es sorprendente que Samper no mencione la religiosidad entre sus rasgos culturales dominantes.  

El indio pastuso es un “salvaje sedentario”, malicioso, astuto, desconfiado, indolente en lo moral, fanático y supersticioso en extremo, fácil de gobernar por los medios clericales pero indomable en rebelión, mientras que los indios de la cordillera oriental son frugales pero intemperantes, pacientes pero estúpidos, ignorantes, conservadores, fanáticos, supersticiosos, desconfiados, tímidos, hospitalarios, regateadores y locuaces, sin aptitudes artísticas, fríos en el amor, fieles a los superiores y poco sinceros en sus tratos. Esta visión tan negativa contrasta con la simpatía por el mulato de la costa o del bajo Magdalena, “compuesto de las más bellas cualidades del español y del indio”: resistencia física, fidelidad, amor a la familia, sentimiento heroico, galantería, instinto poético, orgullo, a las que se suman unos defectos que se definen con condescendencia: genio fanfarrón y expansivo, novelero, inconstante, infiel en el amor, ruidoso, de inteligencia rápida para bellas artes, comercio, jurisprudencia. Por último, en una especie de último peldaño de esta pirámide, está el zambo batelero, resultado de la unión de las “razas inferiores”, de fisonomía estúpida, obsceno, indolente, cobarde pero buen machetero, y lleno de lubricidad, como lo muestra el currulao; sólo podrá elevarse a través de la educación[14].  

Podría continuarse indefinidamente, y muchas caracterizaciones similares se hicieron en el siglo pasado. En este caso, a pesar de que es evidente la forma como las características atribuidas representan una proyección de las formas de dominación social (el indio es servil; el negro, que trata de resistir la incorporación en las redes de la hacienda, tiene los rasgos de una independencia animal: sensual y fiestero, etc.), vale la pena destacar la ambigüedad del racismo, cada vez más vinculado a visiones culturales regionales, y la idea de que la educación y la cultura triunfan sobre el determinismo biológico.  

En este proceso, por supuesto reforzado por el federalismo (que confirma la consolidación de redes de poder elitistas de alcance supramunicipal), la diferenciación étnica colonial y la pareja ciudadanía/grupo étnico de la primera mitad del siglo pasado se va transformando en una pareja ciudadanía/región, que coloca lo étnico como un elemento subordinado de lo regional o lo suprime. El componente negro, por ejemplo, se borra en la definición del antioqueño, mientras que las referencias al indígena se limitan a los “salvajes”. Los grupos civilizados hacen parte de los complejos regionales, basados en el mestizaje. El fundamento social de esta visión, sin duda, está en la rapidez del mestizaje en Colombia.  

Estas imágenes reflejan tanto las percepciones de la élite como sus incertidumbres y sus justificaciones ideológicas. La imagen de lo colombiano incluye con frecuencia, mientras el proyecto liberal tiene vigor, la valoración del mestizaje, identificada con la defensa de elementos democráticos en el proyecto liberal. Samper dice que el mestizaje debe “producir una casta vigorosa, bella, fecunda y laboriosa en alto grado... varonil, inteligente, notablemente blanca, animada por una aspiración vaga que un día debía llamarse patriotismo y encontrar su símbolo en la revolución democrática”. Para dar una base sociológica a su defensa del mestizaje, sostiene que la defensa de la libertad es propia de las razas puras, pero que la democracia, que es nuestro verdadero destino, es vigorosa en donde las razas son promiscuas. Todo esto no excluye un racismo de origen hispanizante y la valoración preferencial de lo blanco.  

Por otra parte, algunos escritores subrayan la pertenencia a la comunidad latinoamericana: cuando José María Samper escribe su “Ensayo sobre las revoluciones de los pueblos colombianos [15] el “colombiano” del título se refiere a todos los pueblos de América Latina. Y no sobra recordar que fue el colombiano José María Torres  Caicedo el inventor del término América Latina, que buscaba incluir dentro de la comunidad de la que éramos parte a Brasil y a los países colonizados por Francia. 

4.      La República de los blancos

 El período de la regeneración es bastante significativo, pues representa el triunfo temporal de una definición militante de la identidad nacional. Las vacilaciones de la élite, expresadas en la contraposición entre mestizaje e hispanidad, se reducen: somos una nación porque somos una nación porque somos españoles, por un idioma y una religión. Según don Carlos Holguín, España nos legó “unidad de religión, unidad de lengua y unidad de legislación”. En otra parte dice: “los hispanoamericanos tenemos en realidad dos nacionalidades: la del nacimiento, que es América, donde hemos visto la luz primera; y la de extracción, España, donde se mecieron las cunas de nuestros padres”[16]

Colombia tiene que derrotar todos los elementos centrífugos: el regionalismo, las culturales indígenas, que deben someterse a la más acelerada aculturación, las disidencias religiosas, hasta los elementos liberales del pensamiento, identificados con una importación extraña a la esencia de lo nacional. Las siguientes expresiones de Francisco Javier Vergara y Velasco son un índice de esta perspectiva integradora: “¿Será pues raro que en Colombia no exista aún pueblo colombiano, ni lo haya todavía en muchos años si no se combaten las ideas separatistas y el lugareñismo que domina en las varias zonas naturales del país?”. “En Colombia, salvo el barniz de la característica española, ardiente e impresionable, exagerada a veces por el clima, o la de indios y negros, no hay tipo en verdad nacional; pero si existen tipos locales que tienden a acentuarse divergiendo más y más, y ¡ay de la patria si todos los hombres entendidos no ayudan a combatir sin tregua y con esfuerzo grande tales tendencias!”. Sin embargo, el mestizaje no es visto por Vergara y Velasco como vía adecuada para la constitución de este tipo nacional, y más bien se queda de “el mesticismo (sic) que tiende a señorear exclusivamente el país”[17] No hay quizás aún un tipo colombiano, es el diagnóstico, pero lo habrá si se blanquea la sociedad, si el modelo civilizador de la élite bogotana se impone al país, con el apoyo de los grupos regionales tradicionalistas[18]

De esta matriz hizo también parte un elemento subordinado nacionalista “latino”, que ayudó a definirnos durante cuarenta o cincuenta años como diferentes a la civilización materialista de los Estados Unidos. Si somos pobres, no importa: la riqueza es un vicio norteamericano, corruptor y desmoralizador: el mundo nuestro es el mundo de los valores espirituales y del humanismo, el mundo de una aristocracia intelectual opuesta a la democracia del número[19] 

El proyecto unificador no fue muy eficiente ni exitoso: la rígida centralización del país no pudo extenderse al mundo de la cultura, y ni siquiera al de la educación, sino muy lentamente. Es posible que en algunas regiones el centralismo haya provocado una reacción que condujo a reafirmar los elementos del estereotipo local y a valorar lo que pudiera definirse como propio de la región, aún si había sido una reciente adquisición, como el famoso carriel antioqueño, aclimatado por los mineros europeos (“carry all”). 

El centralismo, entonces, no eliminó las identidades regionales y en algunos casos justificó su esfuerzo; al menos ésta es mi impresión con respecto a Antioquia. El proyecto centralista, por sus matices autoritarios, no fue compartido por amplios sectores de las elites, que iniciaron una lucha descentralizadora y simultáneamente trataron de elaborar un discurso que subrayaba los valores regionales con los del centro de la nación, que se caricaturizaban o despreciaban.  

En términos generales, tampoco parece haber reforzado mucho la conciencia de nación: el conflicto político, la exclusión de la ciudadanía de medio país reforzó más bien un elemento de identificación nacional que puede haber sido más fuerte que el mismo estado: los partidos políticos. Carlos E. Restrepo decía que a patria debía estar por encima de los partidos y esto lo repetía Benjamín Herrera: había que decirlo muchas veces, porque evidentemente la tendencia real, lo que la mayoría pensaba, era otra cosa[20].  

.No siquiera la separación de Panamá parece haber generado un nacionalismo vigoroso, aunque hubo algunos esbozos en esta dirección, y más bien reforzó inicialmente la contraposición entre el eficiente materialismo de los gringos y nuestro idealismo. La identidad nacional, en Colombia, no se definió o reforzó substancialmente por oposición a un enemigo exterior, como ocurrió en muchas de las nacionales surgidas en el último siglo y medio. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que ver Panamá con este archipiélago de lealtades? 

5.      Raza y atraso  

Desde 1910 se desatan el crecimiento económico y los procesos de urbanización. El país empieza a verse en el espejo del materialismo norteamericano: de la visión de la economía estancada se pasa a la esperanza del desarrollo (como la hubo en varios momentos del siglo pasado), pero esa esperanza provoca una comprobación desilusionada, al advertir la inmensidad del atraso relativo del país. La visión pesimista de lo colombiano reaparece, ahora con un claro corte racista. En 1919 Miguel Jiménez López, reforzado por Luis López de Mesa, nos define lo colombiano a partir de la contraposición entre las virtudes raciales del blanco, ojalá ario, y el negativo aporte de indios y negros. Laureano Gómez dará su versión más estridente en 1928: el colombiano, por mestizo, “no constituye un elemento utilizable para la unidad política y económica de América Latina: conserva demasiado los defectos indígenas: es falso, servil, abandonado y repugna todo esfuerzo y trabajo. Sólo en cruces sucesivos de estos mestizos primarios con europeos se manifiesta la fuerza de caracteres adquirida por el blanco” “El elemento negro constituye una tara: en los países de donde él ha desaparecido, como en la Argentina, Chile y Uruguay, se ha podido establecer una organización económica y política con sólidas bases de estabilidad”[21] La culpa del atraso corresponde al pueblo, que frustra una y otra vez los heroicos esfuerzos de nuestras élites.  

Por ello, si no es fácil avanzar con el pueblo que tenemos, hay que cambiarlo. O por otro, con una amplia inmigración o, como lo piensan algunos liberales más moderados, modificando su equilibrio racial. López de Mesa termina entonces predicando el mestizaje, pero uno que blanquee: “la mezcla del indígena con el elemento africano y aún con los mulatos que de él deriven, sería un error fatal para el espíritu y la riqueza del país; se sumarían, en lugar de eliminarse, los vacíos y defectos de las dos razas y tendríamos un zambo astuto e indolente, ambicioso y sensual, hipócrita y vanidoso a la vez, amén de ignorante y enfermizo. Esta mezcla de sangres empobrecidas y de culturas inferiores determina productos inadaptables, perturbados nerviosos, débiles mentales, vaciados de locura, de epilepsia, de delito, que llenan los asilos y las cárceles cuando se ponen en contacto con la civilización”. El indio “es de la índole de los animales débiles recargada de malicia humana”. 

Una variante más optimista de esta defensa del mestizaje aparece en Fernando González, para quien las incompletas mezclas étnicas de Colombia han producido un mulato débil: “mulatos y mestizos son desequilibrados nerviosos, carecen de estabilidad fisiológica, de rítmica irrigación sanguínea en el cerebro...”. Pero Fernando González no es contrario a la mezcla racial: en una especie de ingenua ingeniería genética, cree que una buena mezcla de blanco y negro, que puede ser orientada por los gobiernos, producirá “el ‘gran mulato’, un mulato con energía propia, la fuerza del futuro...”. Estas ideas se amplían en su libro Los Negroides, donde sostiene que la cultura hispanoamericana es simuladora y el mestizaje incompleto ha producido sólo formas de sumisión. Sólo el mestizaje completo tiene sentido: “sólo el hombre futuro de Suramérica, mezcla de todas las razas, puede tener la conciencia de todos los instintos humanos, la conciencia universal. El suramericano será el hombre completo. Suramérica será la cuna del gran mulato” [22] 

La polémica acerca de las razas llegó al congreso y se volvió ley de inmigración: la Ley 114 de 1922 que determinaba que para propender “al mejoramiento de sus condiciones étnicas tanto físicas como morales, el poder ejecutivo fomentará la inmigración de individuos y de familias que por sus condiciones personales y raciales no puedan o no deban ser motivo de precauciones... Queda prohibida la entrada al país de elementos que por sus condiciones étnicas, orgánicas o sociales sean inconvenientes para la nacionalidad y para el mejor desarrollo de la raza”.

Pero muchos colombianos no aceptaban esta perspectiva, y en autores como Jorge Bejarano, Alfonso Castro y Armando Solano encontramos una defensa del mestizaje existente, que aunque no abandona del todo las caracterizaciones racistas cambia radicalmente el énfasis al ver la debilidad o atraso de los diversos grupos como resultado de procesos históricos o culturales. Para ellos no hay degeneración: hemos progresado, somos democráticos, más que en USA. Los blancos de hoy son mejores que los conquistadores, los negros son buenos trabajadores, prolíficos, resisten el trópico, aunque sean más débiles moral e intelectualmente. Si los indios se ven “abatidos, miserables, desesperados” esto es resultado “de la colonización y la explotación”. Tanto Bejarano como Castro y Solano creen que debe protegerse a los indios de la selva de los blancos, y que hay que restituir los resguardos a los indios “civilizados”, rehabilitar el pasado indígena, proteger a los “salvajes”. Y son la higiene y la educación los únicos instrumentos del progreso, no los cambios raciales.  

Este debate, con sus prolongaciones ocasionales, fue el último esfuerzo de promover un racismo abierto: sobrevivirán luego, en la visión del colombiano estereotipos racistas, pero dentro de otro contexto cultural.  

6.      La ciudadanía para el pueblo 

En efecto, desde los años veinte se dibujaba otro sujeto social, que va a ser el eje de la imagen de lo colombiano en los treinta: el pueblo. Mestizo, es cierto, pero con posibilidades de redención, a través de la educación, la higiene, la eliminación de la chicha. Alfonso López habla con algo de simpatía por este país mulato, mestizo y tropical, y Jorge Eliécer Gaitán enarbola una ambigua definición del pueblo contrapuesto a la oligarquía como eje de su retórica política: espejo invertido de la visión oligarca, en el que de todos modos el pueblo colombiano resulta definido por una serie de rasgos contradictorios: pasivo, pero superior a sus dirigentes; ignaro, pero capaz de seguir al líder justo; y sobre todo enfermo. Las políticas educativas de la república liberal, el descubrimiento de la “cultura aldeana”, el auge de la etnografía, el surgimiento del indigenismo, la apertura de bibliotecas en todos los pueblos, representan procesos paralelos e interrelacionados con los intentos, en buena parte frustrados y nunca del todo hegemónicos, de estimular el surgimiento de una definición nacional de contenido popular[23]. 

7.      Violencia y cultura de masas  

La violencia, que se desata y amplía a partir de 1948, marca definitivamente la imagen y la simbólica de lo colombiano. Durante los cincuenta hubo intentos de reasumir el proyecto hispanista de la regeneración, y el pueblo, visto antes como redimible, aparecía entonces con una capacidad de crueldad que volvía a sugerir estereotipos raciales: el ancestro pijao reaparece como explicación de la violencia, y por supuesto son muchos los esfuerzos por ligar violencia y carácter, violencia y cultura. Pero quizás el mayor impacto de la violencia fue que, como toda gran catástrofe colectiva, desempeñó un papel unificador, sugirió nuevas percepciones de lo colombiano y nuevas tramas de solidaridad y oposición. Por otro lado, la violencia coincidió con el comienzo de un período que, de 1950 a hoy, es de una acelerada modernización cultural, ahora sí claramente homogeneizadora. La escuela, la radio, luego la televisión, la prensa nacional, la migración acelerada, el estudio y el trabajo fuera de la región de origen, las empresas nacionales, los consumos y la publicidad, todo va creando por primera vez una unidad vivida y simbólica colombiana para toda la población, no sólo para sectores más o menos elitistas. 

Por supuesto, la cultura “colombiana” incluye ya de todo: hasta rancheras y tangos y patos donalds. Porque el proceso central en los cuarenta y cincuenta es la constitución de una sociedad de masas, en la que los discursos de identidad circulan en primer término a través de instituciones estatales relativamente universales, como la escuela (aunque cubra sólo al 30-40% de la población posible): el himno, los símbolos, las luchas contra los españoles, la maldad de Morillo y Sámano, etc., hacen parte de las imágenes de casi todos los colombianos. En segundo término, a través de los medios de comunicación: los otros elementos de la cultura de masas se refuerzan sobre todo a partir de los cincuenta, cuando los periódicos alcanzan tirajes significativos, se generaliza el radio, que penetra al sector rural y aparece la televisión. La capacidad del libro y el periódico había sido reducida, y el libro sólo alcanzará carácter masivo en la década de 1980. 

Esta cultura de masas es problemática, en la medida en que los mensajes que transmite alteran radicalmente las culturas populares, y en la medida en que aparecen nuevos problemas para la definición de lo nacional. En efecto, la radio introdujo originalmente las radionovelas cubanas y mexicanas, en una época en que la música local también era sacudida por la música de esas regiones. La identidad nacional no puede encontrarse ya en comportamientos de arraigo regional, que van adquiriendo más y más un sentido limitadamente folclórico. Si el bambuco es una música colombiana, también lo son el tango o la ranchera, tanto en el sentido de ser nacionales como de ser populares. Por supuesto, la historia de este proceso es compleja y no ha sido hecha. La radio nacionalizó rápidamente la radionovela, aunque manteniendo las matrices formales cubanas: de Félix B. Caignet a Efraín Arce Aragón la diferencia no fue substancial. Sin embargo, las radionovelas introdujeron también lo regional: la Guajira entró en la conciencia nacional a través de las novelas de Luis Serrano Reyes. Algo similar ocurriría en la década del 80 con la televisión, cuando la creciente demanda popular creó un público suficientemente amplio para producir un tipo de telenovela con contenido nacional y que también debió apoyarse en el regionalismo. De algún modo, la división entre una cultura de élite, muy europeizante y exigente, y una cultura popular de tipo tradicional y folclórico fue destruida por la sociedad de masas, que convirtió ambos extremos en partes de un continuo de consumo cultural. El cine ha tenido poca importancia, pues sus promotores fueron incapaces de utilizar la ventaja comparativa que podría haberle dado la producción en español en momentos en que el público potencial era en gran parte analfabeta.  

Otro aspecto ligado a este problema (cultura e identidad nacional) tiene que ver con la ausencia de proyectos culturales nacionalistas por parte de los grupos dominantes, y con la debilidad de propuestas alternativas. En efecto, la debilidad del nacionalismo colombiano no sólo afectó a los grupos dirigentes, cuya formación cultural era extremadamente precaria, sino a los sectores intelectuales. En efecto, los grupos creadores de alguna significación se mantuvieron en el terreno de la literatura, ampliamente mezclada con el periodismo. El desarrollo de una ciencia social y de un conocimiento histórico medianamente sofisticado es bastante tardío (no puede fecharse realmente hasta los 60s o 70s), y en general lo fue la conformación de científicos o intelectuales con formación académica: antes sólo existían los curas y los periodistas. La debilidad de la burguesía colombiana, que no logró socializar al país en los valores que coincidían con su dominación, su poca capacidad hegemónica, su escasa decisión cultural, dejaron en gran parte la socialización a la iglesia y la familia, en valores en gran medida contrarios al universalismo abstracto del capitalismo que lograban imponer, mucho más eficazmente, en el terreno de la economía. Tampoco ha existido un proyecto cultural alternativo, por el carácter relativamente desarraigado de nuestra intelectualidad de izquierda, su conocimiento superficial del país, y en general su debilidad, por razones que no se han discutido mucho en el país. Sólo en los cincuenta, grupos como el de MITO intentaron ofrecer una perspectiva de consolidación democrática de la cultura nacional, pero sin secuencia. Sin embargo, de ese ambiente surgieron los elementos más creadores de la cultura actual, con su distancia irónica de una realidad que la cultura oficial pretende presentar, contra todo evidencia, como un éxito histórico. Por otra parte, en el mismo contexto histórico de la afirmación de una intelectualidad de clase media, vinculada a las universidades de masas, surgió la ciencia social que ofrece un esbozo de la realidad del país, supuestamente alejado de los intentos de justificación ideológica. De esta manera, a la visión del país como una yuxtaposición de una élite moderna y civilizada y un pueblo atrasado, violento, ignaro, se le ha contrapuesto una ideología de corte democrático compartida poco a poco por sectores más amplios de la sociedad.  

¿Hay algo que podamos identificar hoy con lo colombiano? ¿Se han debilitado o se mantienen las culturales regionales? ¿Qué pasa con los grupos ignorados hasta hace 15 o 20 años, no vistos o vistos sólo como aculturables: los indios que han conservado elementos básicos de su propia identidad cultural? 

Puedo hacer algunas afirmaciones dogmáticas, para contribuir a la discusión: 

1.      Como lo ha señalado reiteradamente Jaime Jaramillo Uribe, el mestizaje (con toda su ambigüedad) es el rasgo central de la conformación nacional colombiana, para bien o para mal. Con esto simplemente quiero señalar la debilidad relativa de cualquier desafío a la unidad nacional por parte de “naciones” o “culturas” indígenas, radicalmente minoristas.  

2.      No existen en el país fuerzas centrífugas importantes, formas de separatismo étnico, regional, lingüístico. Nos hemos resignado todos, por lo menos, a ser colombianos.  

3.      Los elementos “empíricos” de identidad nacional son de baja intensidad: no hay un gran nacionalismo, no hay una cultura muy específica, que nos diferencie en serio de otros pueblos americanos. La búsqueda de símbolos nacionales o de rituales de identidad está dominada por el espectáculo o el despliegue, por el interés propagandístico o comercial: como antes el escudo o la bandera o el horroroso himno, los triunfos deportivos o literarios permiten esa identificación positiva con el país. Los estereotipos que codifican las formas de ser, los valores y aspiraciones, los rasgos supuestos de los colombianos constituyen una trama múltiple en la que coexisten definiciones raciales, regionales, clasistas y nacionales.  

Frente a los elementos no discursivos de identidad mencionados antes, puede estarse reforzando, al menos en algunos sectores nacionales y locales, cierta necesidad de identidad basada en el conocimiento: nuestro pasado, se supone nos ha conformado, pero no sabemos cómo ha sido esa historia, pues sólo hemos tenido una imagen manipulativa y sesgada de ella, impuesta por las elites, que ha ignorado las formas de diversidad, las regiones, los pueblos indígenas, los grupos étnicos minoritarios. Estos esfuerzos intelectuales tienen grados diversos de éxito, pero surgen en los sitios más inesperados, en barrios y veredas lejanas. Ante la perplejidad cultural del presente, el conocimiento histórico aparece como fuente de respuestas.  

Curiosamente, el conocimiento de la diversidad contemporánea, que debería ser el obvio correlato de un esfuerzo por encontrar las raíces pasadas de ella, no ha surgido con fuerza igual. Mientras la demanda social por divulgación histórica se refuerza cada día, la demanda por un conocimiento serio pero accesible de nuestra realidad actual, de las características de las comunidades indígenas, de las formas culturales de campesinos o sectores urbanos, de las peculiaridades regionales o locales, aunque también aumenta, lo hace a un paso más lento. Mientras la imagen del pasado de los textos escolares se ha modificado drásticamente, los mismos manuales que han reemplazado el etnocentrismo en el tratamiento de las culturas prehispánicas siguen siendo sorprendentemente pobres en la presentación de los grupos indígenas actuales, o de las manifestaciones de la cultura negra. Aquí hay, es obvio, una importante tarea para los científicos sociales, que, en mi opinión, han creado una verdadera ciencia social en los últimos 30 años, pero que todavía no la han sacado del guetto universitario. Y en un terreno como el que hoy discutimos, es sin duda preferible seguir creyendo en el mito ilustrado, y confiar en que los mensajes sobre nuestra identidad generados por la comunidad científica son sin duda menos alienantes que los que imitan los ideólogos de visiones nacionales promovidas por consideraciones de “seguridad nacional”, por tradicionalismos localistas o por integrismos homogeneizadores. 

Jorge Orlando Melo
Texto leído en el V Congreso Colombiano de Antropología, Villa de Leyva, 1989.
(Tomado de Jorge Orlando Melo, Predecir el pasado: ensayos de historia de Colombia, Bogotá, 1992

 

[1] Anderson Benedict, Imagined communities: reflections on the origin and spread of nationalism, Londres. 1983

[2] Gutiérrez de Pineda, Virginia, La familia en Colombia: trasfondo histórico, Bogotá, Universidad Nacional. Facultad de Sociología, 1963 y  Familia y cultura en Colombia: tipologías, funciones y dinámica de la familia, manifestaciones múltiples a través del mosaico cultural y sus estructuras sociales, Bogotá, Tercer Mundo, 1968.

[3] Renán Silva, Prensa y revolución a finales del siglo XVIII. Bogotá, 1988, pp. 177 y 184

[4] Por supuesto, otros elementos que hacen parte de las formulaciones criollas son la valoración de la riqueza potencial del Nuevo Reino, su escaso avance real, el atraso en la ciencia y el conocimiento, la afirmación de la capacidad de los criollos, etc.  Todo esto está tratado en forma excelente en los diversos trabajos de Renán Silva.

[5] Se distinguen tres razas de origen diferente: el indio indígena del país, el europeo su conquistador, y el africano introducido después del descubrimiento del Nuevo Mundo. Entiendo por europeos no solo los que han nacido en esa parte de la tierra, sino también sus hijos, que conservando la pureza de su origen, jamás se han mezclado con las demás castas. A estos se conoce en América con el nombre de criollos, y constituyen la novela del neuvo continente… “Estado de la geografía del Virreynato de Santafé.-

[6] Francisco Antonio Moreno y Escandón, Indios y Mestizos en la Nueva Granada. El comentario de los funcionarios antioqueños se encuentra en: “Plan Fiscal y económico para la provincia de Antioquia (1782)”, por Andrés Pardo y Francisco José Visadias, oficiales reales de Antioquia; en Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, No. 9. Bogotá, 1985.

[7] Pedro Fermín de Vargas, Pensamientos Políticos, Bogotá, 1986. P. 18

[8] Ibid., p. 18

[9] José Manuel Restrepo escribía en 1808 que los antioqueños “hacen consistir el amor de su Patria en hablar siempre de ella, y en la ridícula disputa de si Antioquia es mejor ciudad que Medellín… el verdadero patriotismo no consiste en tributar a su país vanos y pomposos elogios, sino en inculcar verdades útiles, en manifestar a sus compatriotas las preocupaciones que los ciegan, la inacción de los labradores, y todas las faltas de su industria y su agricultura”, “Ensayo sobre la geografía, producciones, industria y población de la provincia de Antioquia en el Nuevo Reyno de Granada”, Semanario del Nuevo Reyno de Granada, Bogotá, 1809.

[10]  Los proyectos de José Ignacio de Pombo para el desarrollo de varias vías de comunicación que enlazaran las diferentes regiones de la Nueva Granada se encuentran en Archivo General de Indias (Sevilla), Cartas y expedientes del consulado y comercio de Cartagena, tramitado por la via reservada de Real Hacienda 1806-1809, Legajo 960 y 733. [Existe una copia en la Biblioteca Luis Ángel Arango, microfilm, 5 carretes]

[11] Simón Bolívar, Obras completas. La Habana, 164, 1 v., 1950

[12] Jaime Jaramillo Uribe, “Un análisis del debate sobre la herencia colonial” en El pensamiento colombiano en el siglo XIX. Bogotá, 1964.

[13] José María Samper, Ensayo sobre la revolución en las repúblicas colombianas. París, 1861

[14] José María Samper, op. cit., p.83 y ss.

[15] Op. Cit. Pp. 45 y 78.

[16] Carlos Holguín, “Estudios históricos, la independencia” en el Repertorio Colombiano I, 2, Agosto 1978, p. 102 y “Carta a Pedro A. De Alarcón, Madrid, 12-14 1884”, en Miguel Antonio Caro, La Oda a la Estatua del Libertador y otros escritos acerca de Bolívar, Bogotá, 1984. Las mismas ideas las reitera doña Soledad Acosta de Samper cuando habla en 1892  “de la comunidad de sangre, de carácter, de aspiraciones y de Religión” que caracteriza a los hispanoamericanos. Acosta de Samper, Soledad,  Memorias presentadas en congresos internacionales que se reunieron en España durante las fiestas del IV centenario del Descubrimiento de América, en 1892. Chartres: Imprenta de Durand, 1893.

[17] Francisco Javier Vergara y Velasco, Nueva geografía de Colombia, p. 961, 1974

[18] Marco Palacios hace varias sugerencias interesantes sobre la imposición del modelo bogotano a comienzos del siglo XX, en “la clase más ruidosa”. Eco, XIII, p. 2 Bogotá, 1962.

[19] El ejemplo más vigoroso de este argumento en la América Latina es el Ariel, de José Enrique Rodó, que invitó en 1900 a reivindicar la herencia cultural española.

[20] Sobre el impacto de la regeneración, el fracaso del centralismo los intentos moderadores y la reacción regionalista he hecho algunas anotaciones en "Política y políticos en Antioquia", en Los estudios regionales en Colombia: el caso de Antioquia, Medellín, 1979, "La república conservadora". En Sobre historia y política, Bogotá, 1979; y en los diversos artículos incluidos en Historia de Antioquia, Medellín 1988, y Nueva Historia de Colombia, Bogotá, 1989

[21] Gómez, Laureano, Interrogantes sobre el progreso de Colombia: conferencia dictada en el Teatro Municipal de Bogotá , Bogotá : Ed. Minerva, 1928.

[22] De López de Mesa ver su Escrutinio Sociológico de la Historia Colombiana, Bogotá, 1934 y de Fernando González: Una Tesis (Medellín, 1936) Aline Helg ha presentado una primera aproximación a este tema en los intelectuales frente a la cuestión racial en el decenio de 1920, en “Los intelectuales frente a la cuestión racial en el decenio de 1920: Colombia entre México y Argentina”, Estudios Sociales, No 4 de donde se toman las demás citas relativas a este tema. Ver también de Bruce Bagley y Gabriel Silva, “De cómo se ha formado la nación colombiana: una lectura polémica”, en Estudios Sociales, 4, Medellín, 1989.

[23] Sobre el gaitanismo y otros aspectos de los treinta y cuarenta, ver Daniel Pecaut, Orden y Violencia, Bogotá, 1988

 
 

 

 

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