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El Frente Nacional: Reformismo y participación política
 

Como puede recordarlo buena parte del país, el Frente Nacional se instituyó con el objeto fundamental de eliminar las causas que habían llevado a Colombia a una década de violencia y dictadura. El diagnóstico hecho entonces, en el ocaso del régimen militar de Rojas Pinilla, puso el énfasis en el alto grado de pugnacidad de la lucha política, atribuida sobre todo a la importancia que daban los partidos políticos al control del estado y al acceso a los empleos públicos. Por esto, el núcleo de la propuesta del llamado frente civil residió en la idea de que los dos partidos tradicionales compartieran las responsabilidades y beneficios del sistema, mediante la paridad y, poco después, la alternación forzosa de los presidentes.

El diagnóstico anterior no era, por supuesto, único; otra causas podían atribuirse a la ruptura del orden institucional que alcanzó niveles críticos a partir de 1949. Pero con rara unanimidad los jefes políticos y los voceros de los sectores económicos dominantes encontraron en la distribución igualitaria de los cargos públicos la medida más adecuada para que el país recuperara la paz, retornara a los cauces institucionales y volviera a enmarcar la acción de los partidos dentro de límites legales.

Hoy, veinte años después de la posesión del primer presidente elegido dentro de los nuevos arreglos, resultaría injusto negar que buena parte del objetivo básico del extraño sistema se ha logrado: durante este tiempo ha sido posible mantener en funcionamiento un aparato legal de tipo liberal, a pesar de las múltiples dificultades que han amenazado y amenazan aún el equilibrio político nacional. Basta tener en cuenta la evolución de otros países de América Latina y recordar que en estas dos décadas las soluciones no liberales (militares o socialistas) han encontrado favor creciente en los países subdesarrollados, para ver hasta qué punto han tenido éxito los dirigentes del Frente Nacional, así el mantenimiento de un orden legal liberal haya tenido que hacerse a costa de una elevada participación militar en el manejo del sistema político, y aunque uno de los anhelos caros a los sectores más liberales haya resultado inasible: la capacidad de mantener un mínimo de orden político sin recurrir al estado de sitio. No deja de ser irónico, en efecto, que el Frente Nacional llegue a su fin con estado de sitio y bajo la presidencia de Alfonso López Michelsen, que en 1965 consideraba el levantamiento del estado de excepción como piedra de toque de la capacidad del sistema para establecer una paz y un orden reales: “El solo hecho de estar la Constitución suspendida y en vigencia el artículo 121 –decía- demuestra que estamos viviendo un período de anormalidad, cuando la normalidad institucional fue la razón de ser del Frente Nacional”. Pero es posible que la persistencia de ese índice de anormalidad responda hoy, más que a la existencia de un clima de violencia política o de amenazas subversivas al sistema, más que a la existencia de una verdadera alteración del orden público, a razones secundarias que han convertido el recurso al estado de sitio en una tentación siempre presente, a la que se cede incluso ante los más anodinos desórdenes estudiantiles.

Por otro lado, y frente a una situación social y económica que parecía poder desembocar en movimientos “subversivos”, el Frente Nacional fue elaborando desde sus primeros días un lenguaje abiertamente reformista. Aunque en forma imprecisa y variable, el país vio cómo sus dirigentes le ofrecían reformas agrarias y urbanas, distribución del ingreso y la riqueza, avance hacia una sociedad más igualitaria, etc. En particular el partido liberal, que podía verse como heredero de la política de reformas moderadas de Alfonso López Pumarejo, se presentó como el más firme promotor de los ideales reformistas y en particular de la modificación de la estructura de tenencia de la propiedad rural. Los conservadores, aunque quizás menos entusiastas, no renunciaron tampoco a promover la imagen de que el Frente Nacional podía impulsar las transformaciones de orden social necesarias para eliminar las injusticias más visibles del ordenamiento vigente.

Es evidente que esta perspectiva de reformas se planteaba, más que como resultado de una movilización genuina de los sectores interesados en ella, como un esfuerzo de la élite política y económica de anticiparse a las dificultades por venir. En muchos casos, además, no pasaba de ser una simple expresión retórica destinada a mantener el apoyo popular a unos partidos de estructura policlasista que corrían el riesgo de aparecer excesivamente identificados con el mantenimiento de un statu quo reconocidamente injusto. En general, el resultado de todos los esfuerzos en este sentido resultó fallido: las limitaciones institucionales del Frente Nacional, la fragmentación política de los Partidos promovida por la paridad, el control final de los partidos y del estado por grupos estrechamente ligados a los intereses que serían afectados por las reformas fueron factores que se coaligaron para quitar toda energía a los impulsos reformistas de algunos sectores. Prácticamente ninguna de las reformas propuestas logró aprobación legislativa y la que la obtuvo, como la reforma agraria, sólo pudo aplicarse en aquello que no afectaba intereses creados.

Es más: resulta fácil contraponer la evolución real de la economía del país, de su estructura social, con los objetivos reformistas ocasionalmente enarbolados por los conductores del Frente Nacional, para advertir la más pertinaz contradicción: los años de énfasis en la reforma agraria fueron los de consolidación acelerada de un régimen de producción rural capitalista, de deterioro de la situación del campesinado, de expulsión de los aparceros de sus tierras. Cuando se pretendió distribuir el ingreso mediante la creación de empleos urbanos dentro del plan de las cuatro estrategias, vivió el país la más drástica reducción de los ingresos de los asalariados, la más extrema disminución de la participación de los ingresos por trabajo en el ingreso nacional. El plan de “cerrar la brecha”, que debía favorecer al 50% más pobre de la población, ha coincidido con nuevas disminuciones del ingreso real de los trabajadores, con nuevas y más crudas formas de concentración de la riqueza y del poder económico.

Ante la vigorosa resistencia del sistema al cambio social, hasta los más firmes defensores de proyectos reformistas fueron perdiendo confianza en sus posibilidades y acabaron renunciando a ellos. El MRL, que había logrado una amplia audiencia apelando simultáneamente a una reafirmación del sentimiento liberal y a la movilización de expectativas reformistas, volvió al partido liberal oficial después de las elecciones de 1966 y colaboró con la administración Lleras Restrepo, quien también había apoyado algunas reformas importantes, para realizar una reorganización del estado que buscaba ante todo hacerlo más eficaz y racional y que servía un poco de sustituto a los cambios sociales abandonados.

Ahora bien, los partidos habían perdido buena parte de su capacidad de lograr la adhesión de sectores populares por obra de los mismos acuerdos frentenacionalistas. La desaparición de la competencia abierta por la totalidad del poder político y por la exclusión del partido opuesto hizo más difícil apelar a los “odios heredados” que habían servido para dar vigor al apoyo de liberales y conservadores a sus dirigentes. Ante esta situación, conjugada con la ausencia de proyectos de cambio que pudieran resultar atractivos para los sectores dominados del país y con la imagen de semejanza ideológica que se fue acentuando entre ambos partidos, no resulta extraña la disminución que tuvo lugar en los índices de participación política. Durante los veinte años del Frente Nacional el volumen absoluto de votantes de ambos partidos se ha mantenido, en términos globales, constante. En las elecciones parlamentarias de 1958, hechas antes de las presidenciales y que tuvieron cierto valor de primarias para los conservadores, obtuvieron éstos 1.566.000. votos y los liberales 2.133.000; las cifras son prácticamente iguales a las de las elecciones de 1978, y son más altas que las de cualquiera de las votaciones intermedias con excepción de las presidenciales de 1974. Que las elecciones de 1978 tengan una participación absoluta casi igual a las de 1958 sugiere una crisis de la participación política mucho más profunda de lo que podía creerse cuando los resultados electorales estaban preestablecidos por la Constitución. En 1978 la elección se hacía con un electorado que duplicaba el de veinte años antes, y estaba en juego la composición proporcional del Congreso, la candidatura liberal e incluso, indirectamente, la composición del gabinete ministerial.

Resulta curioso señalar, además, que la abstención, que alcanzó cerca de 66% en la elección reciente, parece haber sido particularmente resistente a los procesos de modernización que han tenido lugar en las últimas décadas: en 1978 había aumentado substancialmente la población urbana del país, el número de colombianos con algún tipo de educación había crecido todavía con mayor rapidez, los medios de comunicación –prensa, radio, televisión- habían alcanzado un desarrollo impredecible veinte años antes. Y donde más altos son estos índices de modernización, más baja resultó la participación: las cuatro circunscripciones con una abstención mayor fueron Bogotá, Antioquia, Caldas y Valle, donde fue superior al 70%, mientras que los departamentos con una abstención más reducida –cercana al 50%- fueron Sucre, Córdoba, Magdalena y Meta.

Esta situación señala uno de los puntos más débiles del sistema. Y aunque los objetivos explícitos del Frente Nacional incluían sobre todo la restauración del orden legal liberal, en la medida en que la tradición constitucional liberal del país había adquirido una formulación democrática, el restablecimiento de modos eficaces de participación democrática hacia parte de las metas políticas frentenacionalistas, explícita al menos en la concesión del voto a las mujeres. De modo que se ha ido consolidando un desfase, un desajuste entre la institucionalización liberal, relativamente exitosa, y los contenidos democráticos del sistema político colombiano, cada vez más tenues. 

LIBERALISMO Y DEMOCRACIA

Tal vez vale la pena recordar cómo la teoría política liberal, desde sus formulaciones en la Europa del siglo XVIIII, surgió independientemente de la teoría democrática, e incluso entre ambas se manifestó con frecuencia cierto grado de oposición, que empezó a debilitarse desde mediados del siglo XIX, cuando el liberalismo, ante los imprevistos efectos de la revolución industrial y respondiendo a las presiones y luchas sobre todo de sectores obreros, comenzó a incorporar elementos democráticos dentro de sus planteamientos. El liberalismo había puesto el acento en la defensa de los derechos individuales contra toda coacción del poder público, lo que lo había llevado a proponer un orden legal basado en la separación de poderes, la limitación de la intervención estatal, el respeto a los derechos de las minorías y el reconocimiento del carácter incondicionado del derecho a la libertad individual y a la propiedad. La vinculación estrecha entre libertad y propiedad llevó a considerar como participantes legítimos en la vida política solamente a los propietarios y a los profesionales independientes; los asalariados no podían considerarse hombres libres y por lo tanto no tenían derecho a participar en la toma de decisiones políticas.

El esfuerzo de la revolución en marcha por ampliar la participación política a sectores distintos a los que tradicionalmente habían controlado el país, aunque se hacía dentro de una perspectiva de integración de esos nuevos sectores, y en particular el de los trabajadores sindicalizados, al sistema político vigente, y no implicaba una propuesta de transformación radical del orden social, tropezó con fuertes resistencias dentro del país. No es exagerado decir que las tensiones generadas por ese esfuerzo de redistribuir el poder político en sentido democrático y por las consecuencias mediatas –el desarrollo del gaitanismo, que retomó, tiñéndolos de populismo y de lo que podría llamarse democracia plebeya, las promesas abandonadas por los reformistas del 36- condujeron al país a la crisis política de finales de los cuarenta, a la violencia y a la dictadura.

La experiencia histórica de la violencia y la imagen del 9 de abril, que adquirió proporciones de mito, constituyeron a partir de entonces uno de los elementos esenciales de la visión política de las clases dominantes. Por eso no es de extrañar que el programa del Frente Nacional pusiera todo su acento en los elementos de restauración del orden liberal, y dejara en la penumbra toda perspectiva de cambio democrático del país, en primer término de la ampliación de la participación en el poder político a grupos tradicionalmente excluidos. Durante todo el período del Frente Nacional solo puede considerarse dentro de este enfoque el frustrado intento de organizar a los usuarios campesinos, que de haber tenido éxito habría constituido una operación política similar a la que tuvo lugar en relación con el sindicalismo durante la década del treinta. Pero este esfuerzo democratizador, aunque estaba controlado desde lo alto y se inscribía dentro de una perspectiva integradora y posiblemente manipuladora, revivió el pánico que surge ante todo intento de abrir la caja de Pandora de la movilización popular. Con mucha mayor razón parece estar inscrito, a modo de premisa constitucional implícita del equilibrio frentenacionalista, la caracterización de cualquier movilización democrática genuina de los sectores que hoy carecen, en términos generales, de poder político (campesinos, sectores obreros urbanos, grupos “marginados”), como subversiva.

EL VINCULO ENTRE ESTADO Y ELECTORES HA IDO CAYENDO DENTRO DE UN SISTEMA DE CLIENTELAS TRADICIONALES.

En estas condiciones, el mantenimiento de los vínculos entre el Estado y los electores, y entre los partidos y los electores, ha ido cayendo cada día más dentro de un sistema de clientelas tradicionales. La adhesión del elector al partido se garantiza por la distribución de beneficios privados; entre los miembros de la llamada “clase política” el ascenso social individual y el enriquecimiento personal adquieren prioridad sobre los aspectos públicos de la política y los partidos y el gobierno mismo pierden la cohesión necesaria para ofrecer proyectos políticos coherentes y se convierten en simples intermediarios de las exigencias de los grupos de presión económica.  

LOS RIESGOS DEL ESTANCAMIENTO POLÍTICO

Según lo argüido aquí, los sectores dirigentes de los partidos políticos tradicionales han optado por una alternativa política que, ante los riesgos de ruptura del orden político que podría presentar un proyecto reformista profundo, necesario para incorporar los sectores populares que podrían darle un contenido y un respaldo democrático al sistema, ha ido renunciando a alterar las líneas centrales del desarrollo espontáneo del proceso económico y social.

Han limitado entonces sus esfuerzos a orientar el estado hacia una acción que permita que los intereses económicos particulares obren en el marco más favorable posible, hacia la búsqueda de una tasa de crecimiento de la economía relativamente alta. Dentro de este marco, que supone en cierto modo la intangibilidad del sistema, los gobiernos del Frente Nacional, una vez más han tenido un éxito evidente. El manejo de la economía ha impulsado el crecimiento de la producción, ha mantenido la inflación dentro de límites tolerables y ha permitido la realización de un conjunto de gastos sociales, en particular en el sector educativo, que pueden haber elevado el bienestar de un número considerable de colombianos.

Es cierto que la distribución del ingreso no parece haberse modificado en un sentido igualitario, y hasta tal punto se ha abandonado todo intento real de modificarla mediante la intervención del Estado que se ha convertido en dogma económico la idea de que los esfuerzos de los asalariados por mantener un nivel dado de ingreso tienen inevitables efectos inflacionarios, como si fuera indispensable reducir los salarios reales para evitar el alza de los precios, y esto en un país en el que la oferta global de bienes y servicios ha crecido a tasas substancialmente más elevadas que las de la población. En todo caso, aún sin una redistribución notable del ingreso una economía en expansión puede en principio aumentar los ingresos individuales.  

LO QUE FALLA ES LA DISTRIBUCIÓN DEL PODER POLÍTICO

Pero factores políticos y sociales, más que económicos, hacen dudoso que sea posible mantener la situación actual, sin someter de nuevo toda la estructura política a tensiones quizás más grandes que las que se han querido evitar. Confiar en que un simple aumento paulatino del bienestar individual de los colombianos, como efecto más o menos indirecto de un crecimiento continuo de la producción, los reconcilie con un sistema y unos partidos políticos a los que se han acostumbrado a mirar con indiferencia, cuando no con desprecio, es dar demasiado peso a los aspectos puramente económicos dentro de los determinantes del cambio social. Por el contrario, el mayor problema del frente nacional no parece haber estado, durante estos veinte años, en la incapacidad para desarrollar el potencial productivo del país, sino en los efectos que el arreglo institucional ha tenido sobre la integración de la mayoría de la población al sistema político, sobre las perspectivas de participación de esa mayoría de la población en la orientación del país. Se ha discutido mucho en los últimos años sobre la distribución del ingreso, pero lo que falla es la distribución del poder político, mucho más desigual que aquella.

A menos que se encuentren los medios para que se efectúe una distribución democrática del poder político, los objetivos puramente institucionales del Frente Nacional, el restablecimiento y la conservación de un sistema legal liberal, pueden tropezar con obstáculos insuperables.

Jorge Orlando Melo
Publicado en Estrategia Económica y Financiera, Julio de 1978

 
 

 

 

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