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Un argumento apresurado sobre gasto cultural
 

En un artículo Alejandro Gaviria en el Malpensante (Un debate sobre la cultura en Colombia, No 48, 2004) se controvierte el gasto cultural con algunas buenas razones y otras no tan convincentes. Sobre todo, el autor se apoya demasiado en un ejemplo inadecuado por lo obvio: el costo de ampliar el Museo Nacional, una elevada suma de dinero que sería probablemente más productiva en educación o en salud. Pero aunque es muy difícil defender la decisión de gastar tanto dinero en una expansión del Museo Nacional (como la de seguir sosteniendo con impuestos dos orquestas sinfónicas en Bogotá),  esto no debilita mucho otros argumentos a favor del gasto cultural.  

El tema es complejo y seguir los hilos del debate es difícil, pues todo está muy enrollado, pero es útil esbozar algunos argumentos sobre este asunto.  

Enfrentar el gasto cultural al gasto que directamente atienda a los pobres es una estrategia retórica extremista. Con ese  mismo argumento podría ponerse en cuestión buena parte del gasto público. Cuando se piensa que el presupuesto del Ministerio de Cultura es menos del 20% de lo que cuesta el congreso, por ejemplo, o de lo que cuesta la Contraloría general de la Nación, resulta tentador desplazar la pregunta: porque pagar los elevados salarios que se pagan a los cargos altos del Estado, en vez de dedicar esas sumas a atender las necesidades de los sectores populares (o digamos, la mitad de esas sumas, dejando los salarios de congresistas y funcionarios altos en la mitad): el dinero ahorrado es mucho mayor que el que se obtiene con la supresión total del Ministerio de Cultura.  

Por supuesto, uno podría diseñar un conjunto de pares de políticas frente a las cuales podría pedir una decisión: si uno tiene, supongamos, 10 millones de dólares, y tiene que escoger entre hacer un gran museo en Cartagena y dedicarlos a alcantarillas seguramente no dudaría: gastaría en alcantarillas. Pero si la opción es entre dotar a 150.000 salones de clase de Colombia con una biblioteca básica de 200 libros culturales y pavimentar 10 kilómetros de carretera, yo no dudaría en gastarme la plata en los libros. En este momento se me ocurren decenas de gastos estatales que no tendría la menor vacilación en eliminar (y de exenciones tributarias) para tener como dotar a todos los salones de clase de Colombia de una pequeña biblioteca.  

Muchos de los argumentos de los técnicos y de los ricos, pues en el fondo tienen las mismas opiniones, se basan en justificar el gasto que va a los técnicos y a los ricos para evitar gastar en lo que conviene a los pobres. Por ejemplo, todos hemos oído justificar los altos salarios para los funcionarios que atienden la pobreza (sean locales o miembros de misiones de cooperación extranjera) porque si uno no paga buenos salarios la calidad del servicio estatal disminuye: mientras que sabemos muy bien que una secretaria está dispuesta a trabajar bien por 500.000 pesos, creemos que si no pagamos 15 millones a los economistas o sociólogos que ocupan los cargos altos del estado la calidad del servicio será muy mala y los pobres serán los perjudicados. Del mismo modo, todos oímos decir que si le ponemos más impuestos a los ricos para pagar, por ejemplo, más educación para los pobres los pobres van a ser los perjudicados, porque los ricos no van a invertir y no le van a dar trabajo a los pobres. Y sabemos también que los pobres tienen que pagar más caros todos los alimentos y telas que compran, porque si no los terratenientes que producen el algodón o la carne y que viven siempre al borde de la miseria dejarán de producir (y no tendrán con que viajar a Miami, ni comprar su güisqui, y ni siquiera con que pagar las cuotas de los paramilitares que los cuidan) y perderán el empleo los jornaleros rurales, que viven por la generosidad de ellos.  

Del mismo modo se ha justificado toda la oposición a una reforma agraria que hiciera más equitativa la propiedad rural en Colombia, y en general todos los esfuerzos de redistribución: lo que hay que hacer, nos dicen, es aumentar la riqueza, y para eso nada más dañino que quitarle algo a los que tienen mucho, o asustarlos con medidas que amenacen su nivel de vida. Y así se justifica una distribución del gasto que pone más recursos en las obras públicas que en el desarrollo de la gente. Y la idea es que hay que esperar, 30 o 50 años, para que podamos eliminar la pobreza y la miseria, porque necesitamos aumentar mucho la riqueza para poder hacerlo.  

Del mismo modo, como somos tan pobres no podemos gastar mucho en cultura, que se ve como un lujo de ricos. Por supuesto, que los ricos gasten en cultura es algo bienvenido, e incluso se apoya: el IVA para el whisky ya es igual que el IVA para la importación de obras de arte y no tardará en ponerse un IVA para los lectores de libros igual que el que se pague por tomar cognac.[1] Lo que gastemos en cultura parece algo que sustraemos al gasto bueno y conveniente, un derroche innecesario. Y en especial si el gasto que se hace en asuntos culturales luce bien: en ese caso si que lo vemos como suntuario, como ocurrió con las bibliotecas de Bogotá, que muchos criticaron justamente porque les parecía un derroche suntuario darle buenas bibliotecas y buenos colegios a los pobres.  

Los que tienen mucho, por lo demás, no consideran injusto gastar mucho en cosas que no parecen muy productivas: ¿porque gastar en casas de más de 200 metros, por ejemplo, y en fincas de recreo con jardines de varias hectáreas y con piscinas? ¿Porque decorar las casas con muebles costosísimos y cuadros? Podríamos considerar que este gasto es suntuario y que en vez de gastar en trago, viajes de recreo al exterior y otras cosas similares, ese dinero podría tributarse para pagar mejor educación y salud para todos. Pero ya lo sabemos: eso no se gasta porque se considere que parte de la idea de una vida razonable y digna es tener todas esas facilidades, sino porque los técnicos y economistas nos dicen que cuando los ricos gastan en trago lo hacen es para dar empleo en los almacenes de licores y cuando consideran que deben tener un parque en cada casa de recreo es para darle empleo a los peones que cuidarán las flores, y cuando hacen un apartamento de 500 metros es para tener que usar mucha gente de servicio. Y lo que es bueno para unos particulares no es bueno socialmente. Por supuesto, no es bueno en los pobres: si gastan en trago es un derroche que toleramos por otras razones, pero es algo que los empobrece, que los embrutece, que no da empleo, que les impide ahorrar y gastar en cosas convenientes y ascender y progresar; si gastan sus salarios en fiestas es lo mismo. Y socialmente, la plata que se gasta una ciudad en parques para su población es puro derroche, que si se gastara en cosas más productivas (en vías de transporte, en plantas de energía) serviría más.  

Y además, sabemos que no le podemos cobrar impuestos altos a los ricos ni pagarle poco a los profesionales y en especial a los políticos porque no podemos confiar en ellos: los ricos eluden los impuestos, a menos que sean muy simples y los paguen los pobres también (si no los pagan los pobres, o si tienen una tarifa distinta, son antitécnicos, como es antitécnico que cobren más caro la luz a los ricos: por eso yo, que estoy en un estrato alto, he recibido una importante reducción en mis cuentas de agua en los últimos años). Y los profesionales de alto nivel, a los que les pagamos sueltos altos en todos los ministerios y congresos y asambleas y entidades descentralizadas y empresas del estado, ya sabemos para que les pagamos tanto: por que si no se roban la plata.  

¿Tenemos una idea de una sociedad justa? 

Por mi parte, me parece que lo que hay que buscar a largo plazo, y por lo tanto a corto plazo, son dos cosas: a) hacer los gastos que lleven rápidamente a una vida digna para la mayoría de la gente y b) hacer los gastos que aumenten más rápidamente la productividad de la economía y que conduzcan a elevar el nivel de vida de la mayoría de la población. Por razones que no alcanzo a argumentar, para mi los gastos para lograr ambos objetivos son los mismos, con pequeñas modificaciones de acento. Por eso, creo que la inversión prioritaria es la que eleve el nivel de vida de los niños. Niños que aprendan, que crezcan en ambientes favorables, que tengan oportunidades de tener una infancia más o menos tranquila y creativa constituyen para mí el principal aporte al crecimiento futuro, y a una sociedad buena. En esto lo principal es la educación, y por eso es el gasto esencial que debe hacer el estado, pero no es lo único: los niños necesitan otras cosas. Por ejemplo, ya que la gran mayoría de la población  no puede tener finca propia, que sus niños se entretengan en parques y museos de ciencias (Malocas)  y bibliotecas, y esto financiémoslo con los impuestos a los que si tienen fincas y apartamentos grandes.  Esto quiere decir que en mi opinión el gasto en recreación y en cultura es un gasto social tan urgente como la salud, por ejemplo.  

Pero no cualquier gasto, sino el que esté orientado a los grupos con menos posibilidades de consumo pagado cultural, y el que esté orientado a los niños. Para los niños de lo estratos más bajos se justifica incluso que los niños reciban comida como parte del esfuerzo por darles unas posibilidades iguales, lo que es difícil de justificar para buena parte de la población, incluso aquella que figura en las estadísticas más o menos tremendistas que oímos todos los días como por debajo de la línea de pobreza, pues si revisamos lo que consumen también ellos, descubrimos que, como los ricos, y con todo derecho, se gastan buena parte de su plata en fiestas, recreación y ropa cuando podían estar gastándola en educación y comida para los niños.  

Lo que quiero señalar es que el problema es complejo y que las comparaciones simples no resuelven nada. Y que hay gasto cultural público justificable y gasto poco justificable.  

Además de las razones de largo plazo y de inversión en los niños que considero las centrales, existen algunas otras justificaciones para el gasto cultural.  

Una es intergeneracional: hay que cuidarle algo la herencia cultural a las generaciones futuras, evitando que se arrase el pasado. No hay para ello ninguna justificación económica: es una opción cultural y política la que me hace creer que es bueno que cuidemos las obras de arte del pasado y no las botemos, que es bueno cuidar las iglesias coloniales, aunque puedan ser más productivas si las convertimos en supermercados.  

La otra es que creo que una diversidad de producción cultural constituye un valor propio,  algo que añade a la calidad de vida de una nación. Y aunque prefiero que la mayoría del gasto cultural lo pague el que lo va a usar (que el que quiere un disco lo compre, y el que quiere ver una película pague la película y el que quiere ver una telenovela la pague [2]) los consumos culturales complejos requieren entrenamiento: nadie compra una novela sin haber leído durante muchos años, y esa lectura inicial se debe financiar con el gasto cultural, haciendo bibliotecas; nadie paga por un cuadro sin haber ido a centenares de exposiciones y museos y esto solo se puede hacer si esas primeras visitas se hacen a museos gratuitos financiados con los impuestos de todos.

Jorge Orlando Melo
Noviembre 2004


 

[1] Los impuestos a las ventas o el valor agregado a los alimentos básicos, por ejemplo, no disminuyen directamente el consumo de estos productos: la gente tiene que comer, y si el gasto en comida aumenta por los impuestos hay que reducir la compra de bienes menos urgentes. La cultura en general no es urgente como consumo: por eso, el impuesto a los libros produce directamente una reducción en el consumo de ellos. Si en Colombia, donde se gastan unos 200 millones de dólares al año en libros, un impuesto del 16% en el IVA representaría un costo adicional de 32 millones de dólares. Por supuesto, como es lógico para la mayoría los economistas, este dinero probablemente se usaría, si se impone el IVA a los libros, para financiar una reducción en el impuesto a la renta de los que ganen más, o una disminución en la tasa de IVA de los productos suntuarios: como ya en Colombia se hace que el que va a un concierto pague para que los futbolistas ganen más, es lógico que quienes lean a García Márquez sepan que la sexta parte de lo que paguen se va a usar en ayudarle a los pobres ricos que no invierten porque no ganan suficiente. Podría usarse, claro,  para sostener bibliotecas, pero esto sería visto como un derroche: es demasiado dinero. En 2003 y 2004 el gobierno nacional desarrolló el Plan Nacional de Lectura y Bibliotecas, con un presupuesto del gobierno central de unos 3 millones de dólares anuales en promedio.

[2] Yo pondría, en una propuesta utópica y anti-técnica,  unos impuestos elevadísimos, una especie de “impuesto al vicio”, con contador Nielsen en la casa, a los que vean telenovelas, y con eso pagaría los sueldos de los maestros, para que corrijan los daños que hacen las telenovelas en los niños. Antes a los maestros les pagaban también con la plata que salía de la venta de trago, que ahora no logramos captar porque hemos quitado los altos impuestos al trago, la cerveza y los cigarrillos, pues también los técnicos nos dicen que todo impuesto que puedan eludir los ricos es anti-técnico, de modo que es preferible cobrar el IVA a la papa que poner un IVA alto a los viajes de recreo al exterior o a los restaurantes caros, porque los ricos siempre acaban gastando de contrabando.

 
 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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