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Haciendo fuerza con la plata ajena
 

El presidente, los ministros, los congresistas, los alcaldes, los concejales, los funcionarios públicos de todos los niveles, han cogido el hábito de considerar un acto de generosidad gastar la plata del Estado. Según sus típicas declaraciones, “la financiación de los hospitales se hará con un esfuerzo muy grande del gobierno, de las gobernaciones y las alcaldías” o “el congreso contribuirá con 400.000 millones para aumentar las transferencias”. Es como si el congreso produjera los recursos que generosamente va a regalar a los ciudadanos; como si el presidente diera el mismo las platicas que promete en los Consejos Comunales, como si los concejales que aprueban la escuela de un barrio la financiaran de su propio bolsillo.

Esta es una curiosa perversión lógica: los ciudadanos, que son la fuente del poder político, pagan sus impuestos, y nombran unos funcionarios para que se los administren de la mejor manera posible. Ellos son sus empleados, sus gerentes, contratados para organizar y prestar los servicios que la sociedad encarga: seguridad, atención de problemas sociales, desarrollo económico, etc. La diferencia con los gerentes y empleados de una finca o empresa es que estos no se fijan sus salarios, mientras que los congresistas se ponen ellos mismos, de la plata de sus empleadores, un sueldo superior al de casi todos ellos. Y que hacen pagar a los que los escogen el costo de la elección, financiando las campañas con los impuestos que pagan los electores.

Esta manera de hablar parte del curioso supuesto de que la plata es del gobierno o de los funcionarios públicos. Pero ellos no hacen billetes ni tienen una fábrica de monedas para hacer los dineros que gastan. Todo lo que reparten lo reciben de los ciudadanos, que producen riqueza y sacan una parte de lo que ganan para pagar los servicios que quieren recibir del Estado. Y por eso, tienen el derecho a esperar que sus empleados no gasten mucho en sus propios sueldos, no se apropien de los recursos que se les dan en administración, ni los repartan en forma arbitraria o generosa, pues la generosidad en un funcionario público es por lo general un acto de corrupción.

La idea de que la plata es del gobierno, promovida por funcionarios que muestran como resultado de su buena voluntad el gasto público, y que a veces se sienten con derecho a usarla para ayudar a familiares y amigos (“¿Y si no nombro a mis amigos a quien voy a nombrar, a mis enemigos?”), la refuerzan también todos los que piden que el gobierno debe pagar algo, dizque para que no lo paguen los particulares, como si esto fuera posible. Cuando el gobierno subsidia a las empresas agrícolas que pierden plata, no es el gobierno el que asume la factura: son los ciudadanos. Cuando el gobierno, por errores de la administración, debe cancelar indemnizaciones y multas a los particulares a los que ha perjudicado, no es el gobierno el que paga: son los ciudadanos. Cuando el gobierno asume las matrículas universitarias de la población de altos estratos, exime de impuestos a un sector, financia campañas políticas, fiestas y parrandas, aumenta las transferencias, no es el Estado el que paga: son todos los ciudadanos.

 Ojalá que todos los que piden que el estado pague un servicio o un programa recuerden, para ver si vale la pena, que no son el gobierno, ni el presidente, ni los alcaldes ni los congresistas los que van a meterse la mano al bolsillo, sino que son los ciudadanos mismos los que asumirán la cuenta, con los impuestos que salen de su trabajo diario. Y que el gobierno y los congresistas no sigan presumiendo con la plata ajena: lo que deben decir es que van a usar con cuidado, con austeridad y eficacia, sin derrocharlos, unos dineros que les dimos para que los manejen bien.

 

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, junio 6 de 2007

 
 

 

 

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