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Historiografía colombiana - Realidades y perspectivas:
La literatura histórica en la última década*
 

* En: Biblioteca Luis Ángel Arango. Boletín cultural y bibliográfico.
vol. XXV, No. 15, Bogotá 1988. pp. 59-69.

El ascenso de las editoriales

Desde hace unos veinte años la historia se convirtió en un género decididamente popular. De las ediciones habituales de mil o dos mil ejemplares, se pasó a los más de cien mil ejemplares de la Introducción a la historia económica de Colombia de Álvaro

Tirado o a los más de treinta mil ejemplares del Manual de historia de Colombia de Colcultura o de Colombia hoy, libro que a pesar de su título era una síntesis de la historia nacional. Esto correspondió, ya se sabe, a la aparición de un público nuevo, estudiantil, de clase media, vagamente revolucionario, que no reconocía su pasado en las visiones apergaminadas de los académicos y que había empezado a mostrar sus deseos de renovación coleccionando semanalmente los artículos, que entonces parecieron renovadores, de Indalecio Liévano Aguirre de comienzos de los sesenta. Este público no quería una historia fácil, escrita para las masas: con paciencia y hasta masoquismo, buscaba los análisis de historia económica, entre cuadros y tablas, o la historia de las estructuras sociales coloniales o los testimonios de las luchas populares. Fueron el tema y la orientación metodológica y política los que ganaron los lectores, no un esfuerzo de divulgación, que sólo se dio muy tímidamente.

Desde el punto de vista de la oferta, para hablar como los economistas, los historiadores que ganaron el favor de los públicos amplios tenían algunos rasgos no siempre coherentes. Formados más o menos profesionalmente, trataban de utilizar las metodologías históricas del día: el marxismo, la escuela de Annales, algunas formas todavía crudas de historia cuantitativa. Algunos, confiando en la fuerza de las ideas, trataban ante todo de que su obra sirviera al cambio social, a la revolución. Otros, menos políticos y no se sabe si más, o de pronto menos optimistas, creían que servirían mejor al cambio siendo historiadores más profesionales. Pero en todo caso, la escritura de la historia tenía mucho de pasión, de lucha política o al menos cultural. La calidad fue muy variada, pero el pasado del país cambió, aunque la sociedad colombiana resistiera porfiadamente todos los esfuerzos por transformarla. En los sesenta, en medio del boom editorial estimulado por el gobierno y la industria privada y que se apoyaba en un incesante crecimiento del sistema escolar, estos historiadores fueron denominados colectivamente, a pesar de sus grandes diferencias, como «la nueva historia de Colombia», denominación que no sólo agrupó a los que se empeñaban en un cambio cultural sino a todos los que, desde cualquier perspectiva, trataban de practicar una historia metodológicamente disciplinada: en la práctica, era un nombre para cobijar todo lo que parecía distinto a la historia académica, o a la historia de los aficionados a las genealogías, los héroes patrios, las monografías y las fundaciones de pueblos. Esta nueva historia, con su éxito público, aunque rechazada y condenada por muchos, se fue institucionalizando, sobre todo en dos direcciones. Una, para insistir en la misma idea, fue la editorial. Publicada inicialmente por editores pequeños, más o menos artesanales, las grandes empresas que se consolidaron recientemente la tomaron como su negocio. Los historiadores nuevos pasaron de La Carreta o la pequeña Oveja Negra, haciendo escala en Colcultura, Procultura o las editoriales universitarias, a Planeta, Salvat, Siglo XXI o la gran Oveja Negra.

Este paso a la gran industria, nacional o multinacional, ha producido claras modificaciones en el producto: en los últimos diez años, han sido varios los esfuerzos por realizar grandes proyectos editoriales históricos. El primero fue el Manual de historia de Colcultura. Dirigido por Jaime Jaramillo Uribe, tuvo al mismo tiempo el pluralismo y la seriedad metodológica que se suponía definía nuestra gaseosa nueva historia; al hacerse con el patrocinio de una entidad pública, el esfuerzo divulgador no obligó a compromisos de ninguna clase. Probablemente fijó un nivel de calidad, y esto debe explicar hasta cierto punto el hecho de que los nuevos proyectos hayan partido de un umbral relativamente alto y hayan logrado combinar sus intereses de divulgación masiva con una aceptable calidad.

 

Los trabajos colectivos

En los últimos años fueron elaborados tres grandes proyectos de historia nacional. Editorial Planeta patrocinó una Historia contemporánea de Colombia, dirigida por Álvaro Tirado Mejía, que aunque estuvo lista en 1986 apenas acaba de entrar en circulación, víctima de las mismas consideraciones que la hicieron posible: los estudios de mercado. El diseño de la obra muestra algunos de los cambios que han tenido lugar en la práctica histórica: trata de ser una historia total del devenir del país, de la política al deporte, de la economía a la literatura, de las relaciones internacionales a las modas. Las ilustraciones -que han ido adquiriendo más y más importancia como fuentes documentales- revelan un esfuerzo investigativo más serio que el usual: el material gráfico resulta de interés histórico por sí mismo. En muchos sentidos, la Historia contemporánea es muy hija del Manual: el mismo pluralismo ideológico, el mismo esfuerzo de lograr un texto cuidado, un núcleo de autores que se repiten. Pero hay grandes diferencias: los nuevos temas, muchos de los cuales no han tenido mucho desarrollo académico, hicieron necesario pedir la colaboración de autores con menos experiencia. Algunos son jóvenes profesores universitarios, historiadores y científicos sociales recién graduados. Pero otros son personajes con significación política o escritores conocidos, más que historiadores: al lado de Colmenares o Jaramillo, figuran Alfonso López, Juan Manuel Santos o Daniel Samper. Éste es un claro efecto del peso de consideraciones que podríamos llamar editoriales sobre proyectos de esta envergadura[1].

Simultáneamente con el proyecto de Planeta, se elaboraron historias generales, de la conquista a la actualidad, patrocinadas por La Oveja Negra y Salvat, para ser publicadas en grandes tirajes y en el formato de fascículos. La historia de Colombia de La Oveja Negra pareció diferenciarse inicialmente por una coherencia metodológica e ideológica mayor que las otras, y caracterizarse por una visión popular, anti-elitista y contestataria. Sin embargo, esta promesa no se cumplió realmente, y apeló también a una mezcla de tendencias y autores, con todo y políticos y periodistas, aunque su núcleo de jóvenes graduados resultó más amplio que el de las otras dos colecciones. Sin embargo, parece haber sido hecha con demasiada rapidez, sin los esfuerzos de edición y control necesarios para una obra de este tipo. Los textos resultaron muy desiguales, y al lado de fascículos excelentes aparecieron otros llenos de erratas o que revelaban un conocimiento todavía muy inseguro del tema tratado. Además, muchos de los historiadores más jóvenes, aunque tienen a veces una magnífica formación técnica, no escriben muy bien, y algunos ni siquiera correctamente, y la falta de dirección editorial de este proyecto dejó muchos materiales en un estado prácticamente de borrador. A pesar de que por su orientación debía haber atraído a un público universitario, no fue así, y después de algunas semanas su novedad se desgastó y pasó a circular casi clandestinamente. Resulta difícil saber si fue por las deficiencias en la calidad o es que el público al que se dirigía claramente -las universidades- ha sufrido una mutación muy radical[2].

La historia de Salvat es todavía más un típico producto de la industria de fascículos, hecho con competencia y utilizando la experiencia evidente de la editorial, que hizo una excelente Historia del arte colombiano hace más de un decenio. También es un proyecto pluralista, aunque el sector dominante es el de los historiadores académicos, pero sobre todo aquellos más abiertos a las nuevas metodologías y orientaciones. Lo complementa un grupo de antropólogos muy competentes y escritores de muy variadas calidades y antecedentes. Es tan desigual como la de La Oveja Negra: al lado de artículos excelentes, hay textos de sorprendente pobreza. La sensación de que hubo dificultades para conformar un equipo adecuado se acentúa al mirar la desigualdad en la ejecución del plan: algunos temas obvios no se trataron, otros se tratan para un breve período y se olvidan luego. A pesar de cierto «aggiornamiento» temático, se advierte todavía tradicionalismo en el énfasis en los períodos de conquista e independencia y en el predominio de los temas político-jurídicos: aunque hay capítulos sobre la economía en la década de 1980 o el período liberal del siglo XIX, se ignora olímpicamente la economía del período colonial. El apoyo gráfico, además, que a primera vista es muy rico, resulta decepcionante al mirarlo más atentamente: muchos gráficos sin identificación adecuada, sin relación con el texto, y con pies de página que despistan al lector: la selección gráfica parece haber sido hecha en forma bastante independiente del texto[3].

Otros tres proyectos colectivos deben mencionarse: La Historia económica de Colombia, dirigida por José Antonio Ocampo, es ante todo un proyecto académico, diseñado con prescindencia de consideraciones editoriales: esto se advierte en su mayor homogeneidad, en el plan seguido en forma más estricta y en la selección de colaboradores, que se apoya también en una indudable madurez de la historia económica. La Historia de Antioquia, dirigida por el autor de esta reseña, siguió en cierto modo el ejemplo de la Historia contemporánea de Planeta: una apertura temática casi sin fronteras, que obligó a buscar colaboradores con experiencias muy diversas y orientaciones muy divergentes en su práctica histórica, una investigación gráfica muy ambiciosa y una revisión de los textos que podría considerarse autoritaria, para evitar incongruencias factuales, vacíos y repeticiones. Y la Historia de Bogotá, en tres volúmenes, de los cuales apenas ha salido, al escribirse esta reseña, uno. Ha sido probablemente el proyecto de investigación histórica más costoso de los últimos años: equipos amplios de investigadores y asistentes, computadores, todo lo que va transformando el oficio de historiador en una industria cultural. Editado con un lujo que no responde a la demanda de los lectores -este tipo de ediciones sólo es posible por el «generoso apoyo» de los dineros públicos- es ante todo una obra hermosa. El texto correspondiente al siglo XIX es adecuado, interesante, entretenido, pero deficiente en un sentido profesional. El manejo estadístico es extraordinariamente pobre, hay inmensos vacíos en la investigación -el período entre 1850 y 1880 es muy débil, y el autor debe decir repetidamente: «saltemos ahora treinta años»; sólo se advierte un uso amplio de las fuentes periodísticas, mientras se ignoran materiales secundarios obvios, así como fuentes de archivo que habrían sido esenciales- y el conjunto no logra captar los procesos reales de transformación y cambio de la sociedad bogotana: es más bien un collage de buenas viñetas[4].

 

La historia que se enseña

El segundo proceso de institucionalización ha tenido que ver con el sistema educativo. La enseñanza universitaria quedó casi completamente en manos de los historiadores antiacadémicos, y en los demás niveles la historia se enseña en general siguiendo sus libros y manuales. En los setenta los profesores más innovativos utilizaban la introducción a la historia económica de Tirado Mejía. En los ochenta pueden usar manuales de primaria y bachillerato que tratan de incorporar los hallazgos y puntos de vista nuevos: algunos, como el de Mora y Peña, o el de Salomón Kalmanovitz, el primero de los historiadores prestigiosos en realizar el sueño de que lo lean hasta los niños, son síntesis competentes y algo frías de la historia económica y social escrita en los últimos años. Otros, como el de Rodolfo de Roux, trató de ofrecer, al lado de un contenido novedoso, un enfoque metodológico y gráfico igualmente revolucionario. Aunque el libro tiene muchos defectos, no son los que algunos periodistas le atribuyeron y es, con los de Mora y Kalmanovitz, uno de los textos escolares más aceptables producido hasta hoy[5]. Obras de síntesis e interpretación dirigidas al público universitario han sido más escasas, y la única realmente importante ha sido la del mismo Salomón Kalmanovitz, Economía y Nación. Lo de Javier Ocampo resultó demasiado rutinario[6].

Quizás habría que considerar como parte de la producción histórica para la enseñanza algunos tipos de obras muy diferentes: los trabajos orientados hacia los niños, que tuvieron un nacimiento muy maduro con la serie de libros sobre las culturas indígenas prehispánicas publicados por el Museo del Oro; la historia dibujada, a la manera de las tiras cómicas, ensayada en la década anterior en algunos trabajos orientados a grupos obreros y campesinos y que tiene un magnífico ejemplo en la Historia de Cartagena de Javier Covo y por último, otro ingreso en las tecnologías alternativas, las «historias» en video. La primera fue preparada por Carlos Ronderos, con el nombre de Protagonistas: entrevistas con personas que recordaban los últimos cincuenta años de la vida nacional, acompañadas de trozos de documentales de la época. Aunque indudablemente útil, no alcanzaba a integrar en forma satisfactoria el video y la narración. Una nueva versión, más eficaz, fue elaborada por el mismo Ronderos y Álvaro Tirado Mejía, con el nombre de Colombia 1944-1986: Violencia y Amnistía[7].

La enseñanza universitaria, y sobre todo la dedicada específicamente a formar historiadores, se consolidó mucho en estos años, después de la larga y en cierto modo improductiva crisis de los setenta. Tras la generación formada en los sesenta (Colmenares, Tirado, Hermes Tovar, Margarita González, Marco Palacios) la mayoría de los historiadores que se han consagrado posteriormente -Gonzalo Sánchez, Mauricio Archila, José Antonio Ocampo- se formaron ante todo en el exterior y en la práctica docente, y generalmente estudiaron disciplinas diferentes a la historia. Las carreras de historia en el país no han resultado tan formativas como podría esperarse, probablemente porque reclutaron un estudiantado culturalmente limitado, porque se orientaron en forma demasiado especializada y porque el clima de trabajo e investigación se encontraba alterado en exceso. Sin embargo, parece estarse presentando un claro cambio, y en los últimos tres o cuatro años han aparecido jóvenes historiadores de una calidad sorprendente, con trabajos sólidos, bien escritos e innovadores.

 

La historia que se escribe

El trabajo de los historiadores ha continuado, en general, orientado en buena parte hacia la historia económica y social, aunque ya, afortunadamente, el interés por otras áreas ha aumentado. En el terreno económico, la obra más notable ha sido la de José Antonio Ocampo, autor de un libro ambicioso y sólido. Quizás el más serio aporte a la historia colonial fue la obra de Hermes Tovar sobre haciendas en el siglo XVIII. Muy poco se ha hecho acerca del siglo XIX: hay que destacar el notable artículo de Malcolm Deas sobre problemas fiscales. En realidad, la mayoría de los estudios se han orientado al siglo XX: Jesús Antonio Bejarano hizo una historia sobre la SAC, menos cuidadosa que sus otros libros, Fernando Botero publicó un libro, no muy grueso, sobre la industrialización en Antioquia, Bernardo Tovar Zambrano analizó el fortalecimiento del estado en las primeras décadas del siglo y Alfonso Patiño Roselli intentó reconstruir el ambiente de finales de la década del veinte. También merecen mención la historia de la regionalización de Sandro Sideri y la de la energía de René de la Pedraja. La historia bancaria ha avanzado bastante, con obras como la de Mauricio Avella sobre pensamiento y política monetarios y los estudios de María Mercedes Botero sobre los bancos antioqueños[8].

A caballo entre la historia social y la económica se encuentran los estudios sobre las élites empresariales, que han producido algunos resultados destacables: Alberto Mayor escribió un ambicioso estudio de la Escuela de Minas y la élite empresarial antioqueña, que entremezcla notables hallazgos y una excelente investigación con teorías y procedimientos sociológicos no muy seguros; Fernando Molina publicó un documentado estudio sobre Coriolano Amador; Héctor Mejía hizo una entretenida biografía de don Gonzalo Mejía; Ernesto Ramírez, con base en los archivos familiares, reconstruyó la actividad empresarial de Pedro Nel Ospina y su grupo familiar y Emilio Arenas hizo algo similar, con menos marco teórico, con los Puyana de Bucaramanga. Carlos Dávila trató de analizar globalmente los grupos empresariales, pero a pesar de su esfuerzo se advierte que la tarea es aún prematura: falta todavía mucho estudio particular[9].

En los aspectos sociales la obra que se perfila como más significativa es la de Mauricio Archila, sobre historia de la clase obrera: es extraordinariamente cuidadosa, sensible a los matices, y se apoya en fuentes muy novedosas, con amplio uso de los testimonios orales. También en esta área la historia colonial ha quedado en segundo plano: una buena búsqueda documental permitió a Mario Aguilera Peña romper la rutina con relación a la historia de los comuneros y situar socialmente a los principales capitanes de la revuelta; el libro, infortunadamente, tiene una escritura muy descuidada. Ann Twinam es la autora de un libro bien documentado y cuidadoso acerca de las élites empresariales antioqueñas a finales del siglo XVIII[10]. Sobre la independencia hay cuatro estudios importantes, felizmente publicados en forma conjunta: uno de José Escorcia sobre la formación de las clases sociales en esa época, otro de Zamira Díaz sobre fuerza de trabajo en el Cauca, otro de Germán Colmenares sobre las formas de poblamiento y uno sobre clientelismo y guerrilla en el Patía de Francisco Zuluaga[11]. Con respecto al siglo XIX, algunas de las contribuciones más interesantes fueron las de Marco Palacios, en su artículo sobre la fragmentación regional de las clases dirigentes y las de Zamira Díaz y José Escorcia, en sus libros sobre la región del Valle del Cauca. Y una extranjera, Catherine Legrand, colonizó un territorio realmente virgen con su estudio de baldíos y conflictos sociales entre 1870 y 1930, tema que de alguna manera recibe continuidad con el libro de Darío Fajardo sobre haciendas, campesinos y políticas agrarias en este siglo. La historia de los grupos indígenas -la etnohistoria- vio dos o tres publicaciones notables, como los estudios de los indios del Caquetá y las caucheras de Roberto Pineda Camacho y los artículos sobre los Paez de Joanne Rappaport[12]. El estudio de la familia, el niño y la mujer apenas comienza, y es suficiente reseñar los artículos de Magdala Velázquez, acerca de los derechos femeninos y Patricia Londoño, sobre la mujer santafereña del siglo pasado. Muestra del creciente interés por la vida material son los libros sobre historia de la alimentación y la comida de Víctor Manuel Patiño y Aída Martínez[13].

La historia política, sobre cuyo abandono se quejaba hace diez años el autor de esta nota, parece estar finalmente despegando. El estudio de la violencia ha sido un campo favorito, en el que se destacan las contribuciones de Gonzalo Sánchez y Carlos Miguel Ortiz. Pero hubo algunos estudios monográficos significativos sobre el siglo XX, como el libro de Álvaro Tirado -y este libro fue el que inició en el país los estudios de historia política a un nivel similar al que ya se había impuesto en la historia económica y social- sobre el primer gobierno de López Pumarejo, los estudios de Gaitán de Harold Braun y Robert Sharpless y la historia del Partido Comunista de Medófilo Medina, a pesar de que trata algunos incidentes con guantes de seda[14]. En relación a la independencia se publicaron dos trabajos novedosos, ambos relativos a aspectos de historia diplomática: Margarita González estudió los proyectos «cubanos» de Bolívar, mientras Juan Diego Jaramillo analizaba las actitudes diplomáticas inglesas hacia el Libertador y sus repúblicas. Sobre el siglo pasado hay algunas contribuciones valiosas, como la biografía de los primeros años de José María Obando de Francisco Zuluaga, la historia del federalismo en Antioquia de Luis Javier Ortiz y el estudio, muy sugerente, de Malcolm Deas sobre la presencia de la política en la vida local y «pueblerina»; es también sugerente el artículo de Marco Palacios sobre la percepción de la política nacional por parte de los enviados diplomáticos británicos. Una biografía aceptable de Román Gómez, por Luis Duque Gómez, da luz sobre un cacique regional de comienzos de siglo, pero resulta algo decepcionante al no estudiar las formas de actividad política local. Igualmente decepcionantes son los resultados de otro ambicioso proyecto de investigación, sobre los procesos de «constitución de la nación colombiana» de María Teresa Uribe de Hincapié y Jesús María Álvarez: se llega a comprobaciones que reiteran mucho de lo ya conocido, insertas en un sistema conceptual discutible[15]. Las celebraciones del centenario de la Constitución no produjeron lo esperado: del inmenso esfuerzo financiero del Banco de la República quedaron -además de vastas recopilaciones documentales- unas biografías regulares (importantes a veces por ofrecer luz sobre personajes de una medianía abrumadora) de los constituyentes. Más sugestivos y originales fueron los estudios de Hernando Valencia Villa y Ligia Galvis sobre la Carta Constitucional. José Fernando Ocampo inició un estudio global de la política en el siglo XX, gastando excesiva pólvora en polémicas mal planteadas. El libro de Christopher Abel sobre los partidos políticos, muy bien documentado, resultó algo tardío: publicado diez años después de su escritura, los trabajos sobre López y Gaitán, y los estudios sobre la iglesia, como el de Ana María Bidegain de Uran, le quitaron novedad[16].

Dos contribuciones extranjeras merecen párrafo aparte: el libro de Charles Bergquist sobre los obreros latinoamericanos, en el que esboza una tesis muy radical sobre Colombia: la de que la verdadera clase obrera del país es el campesinado cafetero, y que éste en cierto modo realizó una revolución exitosa en los veinte y en los treinta, que le permitió consolidar una economía de pequeña propiedad. Excesiva la tesis, pero sugestiva en cuanto permite ver algunos de los factores que explican el conservatismo de fondo de la sociedad colombiana. Mucho más complejo, un verdadero «tour de force», es el libro de Daniel Pecaut sobre la evolución política entre 1930 y los cincuenta. No vale la pena tratar de sintetizar sus argumentos, muy complejos, en este artículo: será durante muchos años el libro central para la discusión de la historia política reciente[17].

Muchos de los estudios mencionados antes cubren un ámbito regional. Los historiadores universitarios de Antioquia, Caldas, Cali, Bucaramanga, etc., han tratado de impulsar el conocimiento de sus regiones, y el resultado de esto es evidente, sobre todo en Antioquia y el Valle, donde los esfuerzos son más sistemáticos y se apoyan en las universidades locales. Fuera de estas áreas, ha sido la Costa Atlántica la región que ha servido de tema a los mejores libros, como la historia de Barranquilla de Eduardo Posada Carbó -aunque apenas un abrebocas, pues es demasiado suscinta-, la de Cartagena, en cuatro volúmenes, de Eduardo Lemaitre, con una calidad literaria indiscutible y un enfoque histórico algo convencional y ante todo la Historia doble de la Costa, de Orlando Fals Borda, que ha recibido muchas críticas -merecidas en mi opinión- por su singular presentación formal, y que cae con frecuencia en cierto romanticismo populista, pero que ha transformado la imagen del pasado de la región en una escala difícil de apreciar: en este sentido, es quizá la obra más revolucionaria publicada en toda la década. Otras regiones sobre las cuales se publicaron estudios globales serios fueron Santander, con el libro de David Johnson, y el viejo Caldas, con el trabajo de Keith Christie. Las historias locales no han sido tan afortunadas, y sólo parecen memorables la historia de Ambalema de Jesús Antonio Bejarano y Orlando Pulido y el chismoso artículo sobre Medellín de Constantine Payne, aunque deben mencionarse las historias de los barrios promovidas por sendos concursos en Cali y Medellín[18].

Por último, dentro de esta división temática convencional, el área más descuidada de todas: la historia de la cultura. Sólo un libro intentó ofrecer la historia global de las mentalidades, las formas de pensamiento de un período: el de Carlos Uribe Celis sobre los años veinte. Obra pionera en muchos sentidos, resultó apenas un esbozo, una primera aproximación descriptiva, sin un hilo conductor claro. En el extremo opuesto, y sobre los mismos años, Germán Colmenares hizo un libro brillante sobre la política vista a través de las caricaturas de Ricardo Rendón; a pesar de la alusión del título, el autor no intentó decir mucho sobre la opinión pública de la época y se limitó, en este sentido, a sugerir y plantear el problema[19].

Una rama de la historia cultural que ha visto proyectos ambiciosos y resultados discutibles ha sido la historia de la educación. Otro de esos proyectos con muchos recursos, mucho asistente y mucho documento -y quizás habría que formular, a la luz de este tipo de proyectos, una nueva ley sociológica, que diga que mientras más asistentes tenga un proyecto de investigación histórica más pobres serán los resultados- ha sido el de historia de las «prácticas pedagógicas» realizado conjuntamente por cuatro universidades. Se han publicado varios libros, de Olga Lucía Zuluaga de Echeverri, Alberto Martínez Boom, Alberto Echeverri, Humberto Quiceno y Renán Silva. En general son trabajos que cubren aceptablemente su tema, pero en lo que, dados los ambiciosos planteamientos metodológicos, se esperaría realmente algo nuevo, y resulta que, fuera de algunos esguinces verbales, son libros convencionales, con excepción de los de Renán Silva. En efecto, los libros de este historiador -que estuvo vinculado al proyecto sólo en sus fases iniciales- tienen una serie de insólitas virtudes, como el cuidadoso seguimiento del documento, la capacidad de rehuir todo anacronismo, la búsqueda de todos los sentidos posibles de un texto, la habilidad para ver cosas nuevas. Un libro de muy buen nivel es el de Aline Helg, una historia de la educación que tiene la novedad de tratar de reconstruir las grandes diferencias regionales y los aspectos cotidianos de la práctica docente, entre los elementos más normales de estos estudios: el análisis de la legislación, los programas de estudio y las estadísticas escolares, que, por lo demás, están igualmente bien hechos[20].

También ha comenzado a desarrollarse aceleradamente la historia de la ciencia, en buena parte alrededor de un proyecto colectivo apoyado, como el de Historia de la educación, por Colciencias. Como en éste, los resultados, hasta ahora, han sido muy desiguales: muy sólidos en historia de la medicina, con las contribuciones de Emilio Quevedo y Néstor Miranda, apenas aceptables o incluso débiles en otras áreas. Muy prometedor parece el grupo de historiadores de la ciencia orientado por Luis Alfonso Palau, quien escribió un excelente artículo sobre Caldas; lo publicado hasta ahora es muy poco[21].

Y para concluir, la historia y el análisis del oficio: Bernardo Tovar publicó un análisis detallado de la historiografía colombiana relativa a la colonia, mientras que Germán Colmenares hizo un denso librito sobre los principales historiadores latinoamericanos del siglo XIX, lleno de sugerencias y ecos de las metodologías de última moda, y Jorge Orlando Melo escribió una reseña de la literatura histórica colombiana durante los siglos XIX y XX. En cuanto al análisis del oficio, es poco lo que se ha hecho. Los historiadores parecen más adeptos a usar las herramientas «teóricas» y a mostrar en la práctica si cortan o no, más que a discutir su filo. Evidentemente, sin teoría la historia es ciega, muda y manca, pero la prueba de las teorías está en la capacidad de dejar ver, y durante muchos años los científicos sociales las usaron ante todo para no ver. Todo esto provocó una resistencia, quizás excesiva, de los historiadores a las discusiones metodológicas y teóricas. En todo caso, algunos modelos teóricos, algunos paradigmas, se discuten: la teoría de la dependencia, la arqueología del saber de estirpe foucaultiana, los conceptos marxistas. En términos de producción teórica, sólo dos trabajos saltan a la vista: uno de William Ramírez Tobón sobre el modo de producción en Marx, y la colección de ensayos de Luis Antonio Restrepo, que gira alrededor de Marx, Foucault y Nietzsche[22].

El anterior inventario muestra cuánto se está trabajando, y evidentemente hay un nivel promedio de alta calidad: la historia es la disciplina social que, fuera de la economía, más se acerca a una situación de producción normal, continua y socialmente acogida. Su función de crítica cultural es muy evidente, y la visión tradicional de la historia ha sido desplazada y reducida a una mínima expresión, a pesar de los esfuerzos de algunos medios de comunicación por sostenerla. Pero esa visión tradicional no ha sido reemplazada, como parecen temerlo los defensores de la tradición heroica o desearlo los partidarios de una historia militante, por una nueva visión, que pueda enseñarse a todos los invitados a la revolución: ha sido reemplazada por una fragmentación de imágenes, por una multiplicidad de perspectivas, de métodos y visiones. No hay una «historia de Colombia», sino un proceso de reflexión y conocimiento, abierto e indeciso.  

 

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Índice


 

[1] Álvaro Tirado (ed), Historia contemporánea de Colombia (Bogotá, Editorial Planeta, 1988, 8 vols).

[2] Historia de Colombia, (Bogotá, Editorial La Oveja Negra, 1985-1987).

[3] Gonzalo Hernández de Alba (ed), Historia de Colombia (Bogotá, 1985-1987). Hay una edición en 12 volúmenes de 1987 y otra en 16 volúmenes de 1988.

[4] José Antonio Ocampo (ed), Historia económica de Colombia (Bogotá, Editorial Siglo XXI de Colombia, 1987); Jorge Orlando Melo (ed), Historia de Antioquia (Medellín, El Colombiano, 1985-1988, 50 núms); Eugenio Martínez Celi y Alfredo Iriarte, Historia de Bogotá: El siglo XIX (Bogotá, Benjamín Villegas Editores, 1988, tomo II).

[5] Margarita Peña y Carlos Alberto Mora, Historia de Colombia (Bogotá, Editorial Norma, 1983), múltiples ediciones; Salomón Kalmanovitz y Silvia Duzan, Historia de Colombia (Bogotá, 19..); Rodolfo Ramón de Roux, Nuestra historia (Bogotá, Estudio, 1984).

[6] Salomón Kalmanovitz, Economía y Nación (Bogotá, CINEP, Universidad Nacional, Editorial Siglo XXI de Colombia, 1985); Javier Ocampo López, Historia básica de Colombia, (Bogotá, Plaza y Janés, 1984).

[7] María de la Luz Giraldo de Puetch y Gian Calvi, Así éramos los muiscas, (Bogotá, Banco de la República. 1986); María de la Luz Giraldo de Puech y Diana Castellanos, Así éramos los quimbayas, (Bogotá, Banco de la República, s.f.); Carmen María Jaramillo y Nicolás Lozano, Así éramos los Zenúes, (Bogotá Banco de la República, 1987); Javier Covo, Cartagena de Indias...una historia, (Cartagena, Editora Bolívar, 1985).

[8] José Antonio Ocampo, Colombia y la economía mundial, 1830-1910 (Bogotá, Editorial siglo XXI, 1985); Hermes Tovar, Grandes empresas agrícolas y ganaderas: su desarrollo durante el siglo XVIII (Bogotá, Cooperativa de profesores de la Universidad Nacional, 1980); Jesús Antonio Bejarano, Economía y poder: la SAC y el desarrollo agropecuario colombiano 1971-1984 (Bogotá, Cerec, 1985); Fernando Botero, La industrialización en Antioquia: génesis y consolidación, 1900-1930, (Medellín, Universidad de Antioquia, 1984); Bernardo Tovar Zambrano, La intervención económica del estado en Colombia, 1914-1938 (Bogotá, Banco Popular, 1984); Alfonso Patiño Roselli, La prosperidad a debe y la gran crisis, 1925-1935 (Bogotá, Banco de la República, 1985); Sandro Sideri y Margarita Jiménez, Historia del desarrollo regional en Colombia (Bogotá, Cider-Fescol, 1985); René de la Pedraja, Historia de la energía en Colombia, 1537-1930 (Bogotá, El Áncora, 1985); Mauricio Avella, Pensamiento y política monetaria en Colombia, 1886-1945 (Bogotá Contraloría General de la República, 1987); María Mercedes Botero, «Instituciones bancarias en Antioquia, 1872- 1886» en Lecturas de economía, núm. 18 (Medellín, Universidad de Antioquia, 1985); deben mencionarse también José Antonio Ocampo y Santiago Montenegro, Crisis Mundial, protección e industrialismo (Bogotá, Cerec, 1984) y Jorge Orlando Melo, «La producción agrícola en Popayán en el siglo XVIII según las cuentas de diezmos», en Fedesarrollo, Ensayos sobre historia económica colombiana (Bogotá, Fedesarrollo, 1980).

[9] Alberto Mayor, Ética, trabajo y productividad en Antioquia (Bogotá Tercer Mundo, 1984); Fernando Molina y Ociel Castaño, «El burro de oro: Carlos Coriolano Amador, empresario antioqueño del siglo XIX» en BCB, núm, 13 (Bogotá, Banco de la República, 1988); Héctor Mejía, Don Gonzalo Mejía (Bogotá, El Sello Editores, 1984); Ernesto Ramírez, Poder económico y democracia política: el caso de la familia Ospina (Bogotá, Universidad Nacional, Departamento de Sociología, 1984); Emilio Arenas, La casa del diablo, los Puyana: Tenencia de tierras y acumulación de capital en Santander (Bucaramanga, 1982); Carlos Dávila Ladrón de Guevara, El empresario colombiano, una perspectiva histórica (Bogotá, Universidad Javeriana. 1986).

[10] Mauricio Archila, Aquí nadie es forastero. Testimonios sobre la formación de una cultura radical: Barrancabermeja, 1920-1950 (Bogotá, Cinep, 1986) y varios artículos más; Mario Aguilera Peña, Los comuneros: guerra social y lucha anticolonial (Bogotá, Universidad Nacional, 1985); Ann Twinam, Mineros, comerciantes y labradores: las raíces del espíritu empresarial en Antioquia 1763-1820 (Medellín, Faes, 1985). Hay que recordar también, sobre los comuneros, el libro de John Leddy Phelan, El pueblo y el rey (Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1980).

[11] Varios, La independencia, ensayos de historia social (Bogotá, Colcultura, 1986).

[12] Marco Palacios, «La fragmentación regional de las clases dominantes en Colombia: una perspectiva histórica» (1981), publicado en Marco Palacios, Estado y clases sociales en Colombia (Bogotá, Procultura, 1986); Zamira Díaz, Guerra y economía en las haciendas. Popayán 1780-1930 (Bogotá, Banco Popular, 1984); José Escorcia, Desarrollo político, social y económico 1800-1854 (Bogotá, Banco Popular 1984); Catherine Legrand, «De las tierras públicas a las propiedades privadas: acaparamiento de tierras y conflictos agrarios en Colombia, 1870-1930», en Lecturas de economía, núm. 13 (Medellín, Universidad de Antioquia, 1984); Darío Fajardo, Haciendas, campesinos y políticas agrarias en Colombia 1920-1980 ( Bogotá, 1983); Roberto Pineda Camacho, Historia oral y proceso esclavista en el Caquetá (Bogotá, Banco de la República, 1985); Joanne Rappaport, «Los cacigazgos de la sierra colombiana: el caso paez» en Quinto Congreso de Historia de Colombia, Memorias (Bogotá, Icfes, 1986).

[13] Magdala Velásquez Toro, «Los derechos políticos de la mujer, 1936-1954», en Revista de extensión cultural, Medellín. Universidad Nacional, núm. 18, diciembre, 1984, págs, 52-60; Patricia Londoño, La mujer santafereña del siglo XIX, en BCB, núm. 3 (Bogotá, Banco de la República, 1984); Víctor Manuel Patiño, Historia de la cultura material en la América equinoccial. I: La alimentación en Colombia y en los países vecinos (Bogotá, Presidencia de la República, 1983); Aída Martínez Carreño, Mesa y cocina en el siglo XIX (Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 1985).

[14] Gonzalo Sánchez, Los días de la revolución: gaitanismo y 9 de abril en provincia (Bogotá, Centro Gaitán, 1983); Gonzalo Sánchez y Donny Meertens, Bandoleros, gamonales y campesinos (Bogotá, El Áncora, 1983); Carlos Miguel Ortiz, Estado y subversión: la violencia en el Quindío, años 50 (Bogotá, Cerec-Cider, 1985); Álvaro Tirado Mejía, Aspectos políticos del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, 1934-1938 (Bogotá, Procultura, 1981); Harold Braun, Mataron a Gaitán (Bogotá, Universidad Nacional, 1987); Robert Sharpless, Gaitán of Colombia: A political biography (Pittsburgh, 1978); Medófilo Medina, Historia del Partido Comunista (Bogotá, Ediciones Ceis, 1980).

[15] Margarita González, Bolívar y la independencia de Cuba (Bogotá, El Áncora, 1984); Juan Diego Jaramillo, Bolívar y Canning (Bogotá, Banco de la República, 1983); también se publicó en estos años el libro de David Bushnell, Eduardo Santos y la política del buen vecino (Bogotá, El Ancora, 1984); Francisco Zuluaga, José María Obando (Bogotá, Banco Popular, 1986); Luis Javier Ortiz, Aspectos políticos del federalismo en Antioquia (Bogotá, Universidad Nacional, 1985); Malcolm Deas, «La presencia de la política nacional en la vida provinciana, pueblerina y rural de Colombia en el primer siglo de la República»: en Marco Palacios (comp.), La unidad nacional en la América Latina (México, 1983); Marco Palacios, «La clase más ruidosa» en Eco, Vol. XLII, núm. 2 (Bogotá, 1982); Luis Duque Gómez, Román Gómez (Bogotá, Cámara de Representantes, 1986); María Teresa Uribe de Hincapié y Jesús María Álvarez, Poderes y regiones: problemas de la constitución de la nación colombiana 1810-1850 (Medellín, Universidad de Antioquia, 1987).

[16] Varios, Los constituyentes de 1886, 6 vols. (Bogotá, Banco de la República, 1986); Hernando Valencia Villa, Cartas de batalla: una crítica del constitucionalismo colombiano (Bogotá, Universidad Nacional y Cerec, 1987); Ligia Galvis Ortiz, Filosofía de la Constitución colombiana de 1886 (Bogotá, 1986); Christopher Abel, Política, Iglesia y partidos en Colombia (Bogotá, Faes Universidad Nacional 1987); Ana María Bidegain de Uran, Iglesia, pueblo y política: un estudio de conflictos de interés: Colombia 1930-1955 (Bogotá, Universidad Javeriana, 1985).

[17] Charles Bergquist, Las clases obreras en América Latina (Bogotá, siglo XXI, 1988); Daniel Pecaut, Orden y violencia: Colombia 1930-1954 (Bogotá, Cerec y siglo XXI, 1987), de Bergquist se había publicado también ya Café y conflicto en Colombia, (Medellín, Faes, 1980).

[18] Eduardo Posada Carbó, Una invitación a la historia de Cartagena (Bogotá, Cerec y Cámara de Comercio de Barranquilla, 1987); Eduardo Lemaitre, Historia general de Cartagena, 4 vols. (Bogotá Banco de la República, 1983); Orlando Fals Borda, Historia doble de la Costa, 4 vols. (Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1979-1986); David Johnson, Santander siglo XIX: cambios socio-económicos (Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1984); Keith Christie, Oligarcas, campesinos y política en Colombia (Bogotá, Universidad Nacional, 1985); Jesús Antonio Bejarano y Orlando Pulido, Notas sobre la Historia de Ambalema (Ibagué, Imprenta Departamental, 1982). (En 1986 fue reeditado por la Universidad Nacional con el título El tabaco en una economía regional: Ambalema siglos XVIII y XIX); Constantine Alexandre Payne, «Crecimiento y cambio social en Medellín, 1900-1930», en Estudios Sociales, Medellín, FAES, Núm. 1, 1986 págs, 111-195; Alejandro Ulloa, San Carlos: «Te acordás hermano...», (Cali, 1986); Bernardo María Quiroz T., Historia del barrio Los Álamos Bermejal: hoy Álamos Aranjuez (Medellín, Secretaría de Desarrollo Comunitario; Municipio de Medellín, 1987).

[19] Carlos Uribe Celis, Los años veinte en Colombia: ideología y cultura (Bogotá, Ediciones Aurora, 1985); Efraín Sánchez, Ramón Torres Méndez, pintor de la Nueva Granada (Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 1987); Germán Colmenares, Ricardo Rendón, una fuente para la historia de la opinión pública (Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 1984).

[20] Olga Lucía Zuluaga de Echeverri, El maestro y el saber pedagógico en Colombia 1821-1848 (Medellín, Universidad de Antioquia, 1984); Alberto Martínez Boom, Escuela, maestro y métodos en Colombia, 1750-1820 (Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 1986); Humberto Quiceno, Pedagogía católica y escuela activa en Colombia, 1900-1935 (Bogotá, Foro Nacional por Colombia, 1987); Renán Silva, La reforma de estudios en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 1981); Renán Silva, Saber, cultura y sociedad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII (Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 1984); Aline Helg, La educación en Colombia, 1918-1955 (Bogotá, Cerec, 1987).

[21] Emilio Quevedo, José Celestino Mutis y la educación médica en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá, 1985); Néstor Miranda, «Apuntes para la historia de la medicina» en Colombia en ciencia, tecnología y desarrollo, vol. VIII, núm. 12 (Bogotá, Colciencias, 1984); Luis Alfonso Palau, «Caldas, autor de un pequeño tratado pascaliano», en Universidad Nacional, Revista de Extensión Cultural, núm. 15. (Medellín, julio, 1983). El interés por la historia de la medicina es tal que en 1984 se publicaron varios libros sobre el tema en Antioquia; Cecilia Serna de Londoño, Anotaciones sobre la historia de la medicina en Antioquia, (Medellín, Universidad de Antioquia, 1984); Álvaro Cardona, Problemática médica antioqueña y su marco sociopolítico en la primera mitad del siglo XX (Medellín, Universidad de Antioquia, 1984). Una síntesis de los recientes estudios sobre historia de la ciencia se encuentra en Jorge Orlando Melo, «La historia de la ciencia en Colombia» en Revista Universidad de Antioquia, núm. 203 (Medellín, 1986).

[22] Bernardo Tovar Zambrano, «La colonia en la historiografía colombiana», en Anuario colombiano de historia social y de la cultura (Bogotá, Universidad Nacional, núm. 11, 1983); Germán Colmenares, Las convenciones contra la cultura (Bogotá, Tercer Mundo, 1987); Jorge Orlando Melo, «La literatura histórica durante la república», en varios, Manual de historia de la literatura (Bogotá, 1988); William Ramírez Tobón, Historia de la producción y producción de la historia (Bogotá, Cinep, 1981); Luis Antonio Restrepo, Pensar la historia (Medellín, Editorial Percepción, 1987).

 
 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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