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Historiografía colombiana - Realidades y perspectivas:
La historia: las perplejidades de una disciplina consolidada*
 

* En: Carlos B. Gutiérrez A.
La investigación en Colombia en las artes, las humanidades y las ciencias sociales.
Uniandes, Bogotá 1991, pp. 43-55.

Del éxito de la nueva historia a la incertidumbre actual

La situación de la historia en Colombia durante los últimos años da testimonio de tendencias y situaciones contradictorias. Por un lado, la disciplina ha ganado un amplio reconocimiento social y su producción logra niveles de divulgación con los que habría sido difícil soñar hace pocos años, incluso para otras ciencias sociales. También ha ganado, al mismo tiempo, un reconocimiento académico —se enseña eficientemente en varias universidades y el número de historiadores profesionales puede pasar ya de cien— y hasta político: los historiadores figuran entre los científicos sociales más prestigiosos y menos cuestionados.

Esto revela una evolución real: a partir de la década de 1960, surgió una nueva forma de hacer historia en Colombia, clasificada hacia 1977 con el nombre sensacionalista de la «nueva historia» que no era muy novedosa en términos internacionales pero que en el país representaba una clara ruptura con la tradición dominante. No era, tampoco, la única ruptura de ese momento en las ciencias sociales: simultáneamente surgía la sociología y se afianzaba la antropología, mientras que la economía sufría un claro viraje, al adoptar los paradigmas neoclásicos y matematizantes.

 

La ruptura tenía al menos tres elementos:

  • era una ruptura política, en la medida en que casi la totalidad de los historiadores recién formados tenían perspectivas políticas de izquierda;

  • era una ruptura metodológica, en cuanto se adoptaban instrumentos de análisis derivados de sistemas conceptuales como el marxismo, en primer término, y en menor grado aspectos de las teorías económica y sociológica;

  • era una ruptura temática, pues la mirada se dirigía ahora hacia sectores sociales antes ignorados, como los indígenas, los campesinos o los obreros y hacia áreas poco investigadas como la economía y el conflicto social.

El éxito y la productividad de esta corriente durante dos largas décadas no pueden ocultar, sin embargo, cierta sensación de que la producción histórica está perdiendo algo del entusiasmo que la impulsó en años anteriores y de que la disciplina se encuentra en una situación de perplejidad: sus orientaciones actuales, teóricas, temáticas y metodológicas, no son claras y no se sabe muy bien en qué dirección puede avanzar.

 

Impulso teórico e investigación empírica

El desarrollo de la práctica histórica colombiana a partir de 1960 se movió bajo dos estímulos diferentes. Por una parte, comenzó a profesionalizarse la formación en historia, lo que permitió a los nuevos historiadores familiarizarse con los mejores modelos históricos del momento y con las técnicas de trabajo documental y adoptar criterios relativamente exigentes en el manejo de la evidencia empírica. En esta dirección fue decisiva la influencia de personas muy diferentes pero que compartían al menos el hecho de tener una nueva visión del trabajo del historiador: Jaime Jaramillo Uribe, maestro de la generación formada en los años sesenta y el primero de los historiadores sociales, Luis Ospina Vásquez, creador de la historia económica seria en Colombia, y Juan Friede, atento a la historia de los indígenas y de la sociedad colonial.

Por otra parte, el contexto político e ideológico internacional estimuló el predominio de perspectivas teóricas globalizantes ligadas a proyectos políticos revolucionarios. Se formularon problemas teóricos que se suponían centrales desde el punto de vista de la transformación del país. Un caso, que expondré en forma muy breve y como simple ejemplo, fue el de la caracterización del modo de producción, capitalista, feudal o colonial, que correspondía a los diversos momentos o períodos de la historia colombiana. En este debate pesaba bastante la perspectiva política de los grupos influidos más directamente por el marxismo: si el país era feudal, la estrategia política correcta era la de estimular el desarrollo capitalista y la lucha gradual; si era capitalista, lo que estaba al orden del día era la revolución socialista. Esta formulación brusca, planteada por los activistas políticos, tuvo una temprana presentación, más o menos sofisticada, en Mario Arrubla, quien inventó, en 1962, una teoría de la dependencia avant la lettre, definió la sociedad colombiana como capitalista, al menos desde la década de 1930 y atribuyó a la crisis mundial el principal estímulo a la industrialización dependiente de Colombia. Arrubla, sin embargo, no extendió, como lo hizo muy poco después Gunther Frank, su caracterización de la sociedad como capitalista hasta el siglo XVI.

El debate no fue muy explícito entre los historiadores profesionales colombianos, jóvenes o menos jóvenes. Pocos se dedicaron a la época colonial, y entre ellos, Germán Colmenares mantuvo la posición de que era inadecuado utilizar conceptos de tan clara raigambre europea como «feudalismo» para caracterizar nuestra sociedad colonial. En esto coincidía con la enseñanza de Jaramillo Uribe, quien al definir el feudalismo a partir de los lazos políticos de dependencia y vasallaje, podía mostrar que el feudalismo no sólo nunca había existido en Colombia sino que ni siquiera existió en España. Mi posición, expresada un poco elípticamente en el primer tomo de mi Historia de Colombia, era que mientras era evidente que no había existido un feudalismo en sentido estricto, jurídico y político, de esto no podía extraerse la conclusión de que el modo de producción durante la colonia había sido tempranamente capitalista, como estaban alegando los seguidores de Gunther Frank: la sociedad colonial era una sociedad basada en formas de coacción extraeconómicas, como el trabajo forzado indígena y la esclavitud, lo que impedía caracterizarla como capitalista, a pesar de que estuviera ligada en muchas formas al mercado mundial.

Este debate tenía, es evidente y ya lo he dicho, un interés ante todo político. Pero también influía en el desarrollo concreto de los estudios históricos, estimulado por los maestros internacionales de la época: Braudel, Borah, Vilar. Colmenares insistió, desde muy temprano, en la gran diversidad de las formaciones económicas neogranadinas, lo que lleva a exigir un análisis regional o local detallado antes de sacar conclusiones generales: el auge actual de la historia regional es en buena parte respuesta a la dificultad tempranamente advertida de hacer afirmaciones con validez nacional en un país como Colombia.

De todos modos, y aun si muchos historiadores no participaron en estas controversias, la discusión sobre el «modo de producción» condujo a investigaciones y trabajos sobre algunos puntos cruciales de periodización. Varios autores trataron de identificar el inicio del capitalismo industrial colombiano a partir de los planteamientos de Arrubla y de avanzar en la caracterización de esa transición económica y social acelerada que se dio entre 1920 y 1945. De algún modo, se llegó a conclusiones que validaban en parte a Arrubla pero daban también razón a quienes, como Darío Mesa, habían subrayado el gran dinamismo de los años veinte.

 

Del marxismo al mínimo de teoría posible

Vale la pena señalar que estos debates entre historiadores no recibieron un refuerzo muy grande de la moda althusseriana que entró al país hacia 1967. Hubo de entrada una gran desconfianza por el carácter anti-histórico de la posición de Althusser, Balibar e incluso Poulantzas, y aunque fueron leídos, no parecen haber influido en los historiadores activos: sirvieron simplemente para que durante 4 ó 5 años los estudiantes más radicales acusaran a sus profesores de ‘empiristas’ o ‘positivistas’ y para conducir a la esterilidad a algunos científicos sociales en potencia. Además, la ‘moda althusseriana’ provocó en la mayoría de los historiadores un prematuro y excesivo rechazo de los debates teóricos y conceptuales y hasta de la misma teoría, lo que produjo una situación extraña: una producción histórica sofisticada y compleja, y bastante novedosa, que no hacía explícito el andamiaje que la diferenciaba de la historia tradicional. La prudencia teórica y analítica de los maestros se contagió incluso a quienes mantenían un compromiso político más decidido.

Ahora bien, todo este debate estaba inscrito en una perspectiva teórica ampliamente dominada por conceptos de origen marxista, incluso en quienes se acercaban más a la teoría de la dependencia, crecientemente matizada. Casi todos los miembros de la primera generación de los años sesenta (Tirado, Bejarano, Jorge Villegas, Colmenares, Melo, Hermes Tovar, Marco Palacio, Kalmanovitz, Gonzalo Sánchez, aunque no Margarita González ni Jorge Palacio) habían recibido influencias marcadas del marxismo. Ninguno era ortodoxo, y el abanico iba desde la visión muy apolítica y ecléctica de Colmenares -que trataba de integrar la New Economic History con el grupo de Annales y un cierto trasfondo crítico y social de inspiración marxista- hasta el marxismo explícito y revolucionario de Kalmanovitz. Mi impresión, y es lo que he tratado de mostrar hasta ahora, es que este grupo, a pesar de haber estado estimulado originalmente por una firme perspectiva política, fue dando un peso creciente a los elementos que podríamos llamar profesionales de su práctica histórica, tratando de mantener su trabajo como historiadores relativamente inmune a las presiones políticas. Esto se reflejó en su relación con la teoría: mientras que acogían algunos de los principios metodológicos del marxismo, rechazaban toda posición sistemática y en particular las lecturas anti-historicistas de Marx que surgieron en Francia y mostraban cada día una mayor resistencia a las discusiones teóricas, que se consideraban relativamente improductivas.

Al mismo tiempo las perspectivas de una transformación política radical en el país se fueron haciendo más y más remotas, y muchos de los historiadores fueron adoptando gradualmente posiciones que pocos años antes habrían considerado en exceso moderadas, cuando no burguesas o reaccionarias. De este modo, la vieja generación de los años sesenta fue perdiendo sus ilusiones revolucionarias y resignándose a transformar el pasado, ya que transformar drásticamente el presente parecía imposible.

 

El triunfo de la diversidad

Este desencanto se refleja -y ésta es una percepción muy subjetiva- en el trabajo histórico de las generaciones siguientes. Algunos, por supuesto, se acercan por sus preocupaciones y orientaciones al grupo predecesor, como José Antonio Ocampo, exponente de una sofisticada versión de la teoría de la dependencia, Medófilo Medina, con sus aportes a la historia de los grupos políticos revolucionarios o de las rebeliones ciudadanas, Mauricio Archila, con su tratamiento de las formas de acción política de los sectores obreros o Mario Aguilera, cuando analiza la estructura de clase de los capitanes de la rebelión comunera. Pero en términos generales, no existe un proyecto ideológico común ni hay ninguna perspectiva metodológica dominante. Hay más bien una gran variedad en las posiciones políticas, en los modelos historiográficos que se siguen, en los temas que preocupan a los historiadores más jóvenes. Los recién graduados, los autores de tesis de posgrado, por ejemplo, muestran una saludable dispersión teórica y metodológica.

Es posible que esta pérdida de vigencia de los grandes modelos tenga que ver en alguna forma con la ambición más limitada de las obras recientes. ¿Qué se ha publicado realmente importante, desde el punto de vista de la orientación de los estudios históricos, de su afianzamiento metodológico o teórico, o de su incorporación de nuevas interpretaciones, en los últimos cinco años? Han aparecido, es cierto, grandes obras en términos editoriales, proyectos múltiples hechos con competencia y eficiencia, como la Nueva Historia de Colombia. Pero si hay algo notable es la consolidación de nuevas áreas de estudios, como la historia de la cultura y de las mentalidades o la historia de la ciencia, que se expresan en artículos especializados o monografías sobre temas bien delimitados, y que se ciñen a modelos teóricos o metodológicos de alcance parcial o tratan de reemplazar la explicación que apela a teorías generales por narraciones bien enlazadas o descripciones profundas.

La historia de la ciencia, por ejemplo, se ha reformulado y sus prácticas siguen modelos interpretativos relativamente sofisticados. Canguilhem, Bachelard, Foucault están entre sus inspiradores. También se desarrolla con vigor la historia cultural, en especial como historia de la educación. En esta área el gran maestro ha sido Foucault, aunque me parece discutible el resultado de la incorporación integral de sus posiciones a algunos trabajos. La teoría de Foucault no tiene características tan sistemáticas como para que su utilización consistente y cerrada sea una virtud, y por ello el manejo abierto de ella, su uso ‘sintomático’, parece más productivo. En la historia de la historia, los modelos retóricos a lo Hayden White comienzan a tener cierta influencia y sin duda son muchos los esfuerzos que se están haciendo para utilizar la semiología como guía para la lectura del sentido de gestos, símbolos, rituales, vestidos, grabados, desfiles, etc.

Por su parte la historia social se reorienta hacia temas más cercanos a la vida diaria: la delincuencia y la criminalidad, los hábitos alcohólicos, las estructuras familiares coloniales, las visiones de la mujer en la historia colombiana, la alimentación y la misma culinaria.

La política reciente y la violencia han mantenido cierta prioridad en la historia política, aunque es sorprendente que no tengamos aún buenas historias de la guerrilla, del ejército o de los partidos políticos después de 1946. Sin embargo, se estudia la política local a comienzos del siglo XIX, o se analizan con detalle las estructuras políticas regionales durante los últimos dos siglos.

Podría seguir con un inventario inagotable de temas y trabajos nuevos, orientados por las más variadas líneas teóricas, guiados por los ejemplos, europeos o americanos, más diversos. Pero lo único significativo de esto es mostrar una situación de dispersión temática, de ruptura de teorías unificadas, de imposibilidad de generar una «historia de Colombia», como la que pedía García Márquez: la verdad única no es definible ni narrable, y debemos aceptar una fragmentación de imágenes, una multiplicidad de perspectivas, métodos y visiones. Pasaremos, sin duda, por años de eclecticismo, de mezclas entre semiótica, psicoanálisis, hermenéuticas variadas, teorías de la retórica, marxismo, Weber, Elías, Geertz, modelos históricos antiguos y nuevos.

 

Conciencia del presente y conciencia histórica

Pero la conciencia de que no existe un proceso histórico único, inteligible, en el que puedan incluirse potencialmente todas las explicaciones, no elimina la importancia de las formulaciones que tratan de encontrar la conexión entre diversos problemas de la sociedad colombiana. ¿Cómo eludir los riesgos de frivolidad de una fragmentación de perspectivas en que todo acaba siendo al fin de cuentas equivalente? Creo que, a pesar de tanto argumento contra las teorías hay que seguir apelando a ellas y tratando de construir narraciones unificadoras.

Sin teorías, la fragmentación y trivialización del discurso histórico es una amenaza inmediata. Los historiadores trabajan planteándose preguntas sugeridas por la teorías sociales, y buscando en éstas intentos de explicación; y recíprocamente, convirtiendo las preguntas del historiador en preguntas sobre la sociedad. El análisis de rituales y vida cotidiana puede ampliar nuestra visión del pasado de una sociedad, pero sólo si está ligado a preguntas centrales que relacionen estas conductas con el sentido de una vida o una sociedad. De otro modo, se puede perder toda perspectiva global, el vínculo de unos problemas con otros y reemplazar la historia como cuestionamiento del pasado y como pregunta por una cierta racionalidad en el proceso de cambio por una historia que valora sólo lo aislado y lo independiente, y no puede encontrar motivos de interés diferentes a la pasión por lo llamativo, lo sorprendente, lo anecdótico y pintoresco.

El presente es, en cierto modo, un terreno en el que se revela la precariedad de visiones que fragmentan el proceso histórico, y por ello la referencia al presente puede servir para contrarrestar la tendencia a rechazar los esfuerzos por crear explicaciones complejas de procesos sociales globales. Basta preguntarse por los problemas contemporáneos que enfrenta nuestra nación para advertir el carácter artificial de cualquier visión analítica que renuncie a buscar las relaciones entre el universo de las mentalidades, el poder político y social y el poder económico. Por supuesto, no sólo interesa al historiador lo que puede explicar el presente, pero cierta atención a él puede reforzar una visión del proceso histórico colombiano relativamente articulada y estructurada.

Por ello creo importante impulsar, con enfoques y métodos variados, investigaciones relacionadas con algunos de los nudos problemáticos del presente: los procesos de ocupación de territorio (con los necesarios estudios de historia de las poblaciones) y de la generación de relaciones de poder, de opresión o convivencia en las zonas de frontera y la cuestión agraria ligada a ellos; los mecanismos de dominación o consenso que permitieron someter la población a conductas aceptables socialmente; el papel de la iglesia en la creación de una disciplina social y el impacto de los procesos recientes de laicización; la función social de intelectuales, gramáticos, historiadores en los discursos ideológicos; las formas violentas de la vida cotidiana; las justificaciones diversas de la violencia, la lucha armada, la represión, la exclusión del otro y lo otro; los niveles de participación democrática y las estructuras elementales de la vida política, incluyendo las vicisitudes y contradicciones en la implantación de un estado y una cultura política liberales y más o menos democráticos; los procesos de constitución de una cultura nacional y el surgimiento de formas de cultura de masas; la dinámica móvil de tradición y modernización. Junto con estos problemas, siguen centrales aquellos que se refieren al desarrollo económico: las razones del desarrollo y la acumulación, la incorporación de tecnologías a la agricultura y la industria, las relaciones entre orden y crecimiento.

He descrito problemas más bien que sistemas conceptuales para analizarlos. Ya no es posible ofrecer principios normativos conceptuales y teóricos para una disciplina como la historia, y su madurez le muestra en buena parte su irremediable pluralismo.

 

¿Sirve para algo la historia?

La historia es una disciplina contingente y suprimible. Las ciencias que nuestra sociedad juzga inevitables y cuya validez no se discute sin poner en cuestión los fundamentos mismos de nuestras formas de vida, son aquellas que pueden fundar una tecnología, que conducen a intervenciones sobre la naturaleza o la sociedad. La historia no pertenece a estas ciencias, y por ello puede verse como algo prescindible, o como un simple adorno de la vida.

Los historiadores creemos, sin embargo, que para la sociedad es importante conocer su pasado, a pesar de que en la realidad casi nadie conoce más que unas cuantas imágenes y unos cuantos datos aislados de él. Podemos atribuir a esta ignorancia de nuestro pasado algunos de los males del presente, pero creo que sería muy pretencioso atribuirle una importancia muy grande a esta causa. Las fuerzas que mueven un país, que lo sacan adelante o lo precipitan en la violencia son otras.

Pero hay algo de irrenunciable en la pasión de conocer, y de conocer al hombre y sus construcciones sociales. Este afán intelectual que nos lleva a escribir sobre el pasado crea entonces una retórica, un discurso ideológico, que hace parte de la materia de la vida política y social de un país, aunque no defina sus intereses centrales. ¿En qué medida hace parte de la predisposición a actuar violentamente la memoria de la violencia, más o menos en bruto, más o menos inscrita en intentos de explicación contextual? ¿En qué medida la aceptación de los partidos tradicionales se apoya en un discurso polarizado transmitido como saber acerca del pasado? Es posible que estas relaciones existan, y que la disciplina histórica influya en alguna medida en el presente. Ningún discurso actual permite formular esta conexión en forma asertiva. Ha caído la confianza marxista en el papel de la teoría -del materialismo histórico- como herramienta para prever y orientar el desarrollo de la sociedad: se apoyaba, paradójicamente, en un tipo de determinismo económico que pocos comparten actualmente y en perspectivas teleológicas que suponían una racionalidad externa a la historia. Se ha roto al mismo tiempo la confianza elemental de las sociologías positivistas en la posibilidad de actuar sobre la sociedad. Lo que quedaba -la confianza en una racionalidad interna de la historia, la posibilidad de crear un discurso que relacione los hechos del devenir en un proceso inteligible- ha sido puesto en cuestión por los teóricos del postmodernismo que pretenden colocarnos en un ámbito en el que es imposible comparar la democracia y los campos de concentración, la tecnología moderna y la medicina egipcia: no hay una razón válida universalmente; nada permite valorar una cultura fuera de sus propios parámetros.

Este resurgimiento radicalizado del historicismo me parece fenómeno temporal: es la protesta angustiada de quienes en los años sesenta soñaron con un socialismo que no tuviera nada de barbarie, y que, rotos sus sueños, quieren romper con todas las esperanzas. Yo confío en que esta gesticulación indignada contra la tradición de la Ilustración se convertirá pronto en una actuación teatral lateral y que nuestras sociedades continuarán debatiendo los problemas del desarrollo, de la democracia, de la libertad, de la racionalidad, dentro de un contexto que no puede renunciar a la herencia ilustrada.

Y dentro de esos debates, el discurso histórico, en la medida en que mantenga alguna pretensión de coherencia, de ‘historia total’ —para usar un término que empieza a parecer una mala palabra— seguirá siendo un polo unificador, un lugar de atracción de las preguntas aún no resueltas. Además, porque el discurso histórico en sentido estricto, en mi opinión, lucha permanentemente contra su conversión en ideología o en mito: impedir que los textos o los hombres o los incidentes o las encrucijadas del pasado se conviertan en ejemplos a seguir o evitar, en tema de identificaciones más o menos concientes, superar toda tentación a fijar la historia actual en un proceso irremediable y determinado que se origina en el pasado, reconocer la incertidumbre del presente y el futuro, promover, en fin, una conciencia histórica, para la cual el pasado sea ante todo una fuente de experiencia compartida pero no una mano muerta que agarre al presente.

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