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Universidad, intelectuales y sociedad: Colombia 1958-2008

 

Aunque puedo cometer un error de perspectiva, y dejar de ver algunos fenómenos anteriores por su distancia, creo que entre 1930 y 1960 hay un cambio importante en las instituciones culturales colombianas, en particular en la universidad y en el mundo de los intelectuales. Son dos fenómenos paralelos, bastante relacionados entre sí, pero que cambian con ritmos propios. 

Para discutir esto hay que definir a quienes vamos a llamar intelectuales, pues el término es usado en forma muy diferente en distintos estudios. Para responder a las preguntas que quiero plantear, adopto una definición relativamente restringida, y considero que intelectual es alguien que discute públicamente, dirigiéndose al público más amplio, las orientaciones generales de una sociedad, su marcha política, sus orientaciones morales y culturales, sus proyectos sociales o económicos, participando en un debate abierto y en el que se miren con espíritu crítico los argumentos pertinentes. Los sacerdotes, políticos, profesionales y periodistas, los maestros y profesores, los empresarios y muchos otros grupos profesionales y sociales debaten los mismos problemas, pero normalmente lo hacen como parte de una función profesional y dirigiéndose a expertos, o a veces actúan simplemente como propagandistas, que tratan de imponer sin discusión sus puntos de vista. El intelectual publica sus opiniones y las somete a la consideración de los demás; las pone en juego en la plaza pública. El científico, el abogado, el médico pueden describir en detalle los minerales del país, sus plantas, sus problemas de salud, sus normas legales: sólo lo juzgamos como intelectual cuando deja de hablar a sus colegas  en calidad de experto o especialista y se dirige a la nación. Además, el intelectual, en el caso en que se vincula a un partido político o a la administración pública, mantiene cierta distancia crítica y su discurso no se reduce a la defensa o promoción de la línea de partido o de gobierno.

Aunque antes de 1930 hay personas que ejercen la función de intelectuales, y la universidad debate a veces públicamente los problemas del país, pienso que sólo hacia la mitad del siglo XX la universidad asume como una de sus funciones centrales debatir los problemas nacionales y, al hacerlo, crea las oportunidades para que muchos de sus profesores desempeñen la función de intelectuales.

1.      La universidad colonial.

 La universidad colonial tenía muy clara su misión: formar sacerdotes y abogados. Estos letrados ocupaban eventualmente cargos clericales y burocráticos, y conservaban y trasmitían convenciones ideológicas con las que se aseguraban ciertas formas de hegemonía cultural en la sociedad. Cuando se usa la expresión de intelectual en el sentido de Antonio Gramsci, más amplia que la que yo sigo en este ensayo, los graduados en teología y derecho eran intelectuales y me parece aceptable el término para referirse a ellos. Pero el párroco, el asesor legal de un cabildo o el funcionario público, aunque son centrales en la dirección cultural de la sociedad, operan en un ámbito en el que la discusión de esos elementos de dirección espiritual no se plantea: no existe, un espacio público de debate, una opinión pública.

Entre 1760 y 1810, sin embargo, los cambios en el ambiente intelectual configuran lo que podría llamarse la primera intelectualidad neogranadina. El aumento del número de civiles que entran a la universidad, las modificaciones en el clima intelectual y político europeo y local, la influencia de personas como José Celestino Mutis, los estudios sobre la naturaleza, la preocupación de los funcionarios por el desarrollo de la economía, la minería y el contrabando, etc., hacen que los jóvenes profesores y estudiantes traten de definir un objetivo más integral para la universidad y sus miembros al afirmar que no era suficiente formar buenos sacerdotes o abogados. Su tarea iba más allá y debía incluir el conocimiento de la realidad nacional y la formación de estudiantes capaces de promover la riqueza de la patria.

Los reformadores insistieron en que la Universidad debía enseñar ciencias útiles que permitieran desarrollar las empresas e industrias locales: había que formar gente capaz de usar el conocimiento para impulsar la minería o la agricultura. Muchos de los graduados en la Universidad de Santo Tomás o la Universidad Javeriana, las únicas existentes ante el fracaso de Francisco Antonio Moreno y Escandón en su intento por crear una universidad pública, se esforzaron por transformar el país. Algunos, después de hacer los primeros trabajos relativamente ordenados de conocimiento del país –inventariar su riqueza mineral, animal o vegetal, describir su geografía, dibujar sus mapas, contar la población–, crearon lo que sería más adelante una de las tareas propias más importantes de la Universidad: la revista académica. La expedición botánica, el Papel Periódico del Nuevo Reino, que ofrece en sus páginas la oportunidad para discutir pública, aunque tímidamente, el destino del Reino y el valor de su cultura, y el Semanario del Nuevo Reino de Granada [1808-1810], primera revista científica local, pueden quedar como las empresas centrales de esta generación[1].Y quizás valga la pena recordar que muchos de estos “intelectuales” participaron en labores productivas, se asociaron en la primera empresa por acciones creada en el país, la Sociedad Minera de Almaguer, y explotaron minas o exportaron productos agrícolas.

Los promotores de este esfuerzo fueron los primeros intelectuales de Colombia en el sentido restringido ya señalado: Pedro Fermín de Vargas, José Ignacio de Pombo, Antonio Nariño, Francisco Antonio Zea, Francisco José de Caldas. Todos ellos discutieron públicamente lo que debía hacerse para que el Nuevo Reino progresara –mejorar la agricultura, la minería, la educación y los caminos– y trataron de divulgar sus ideas promoviendo periódicos, tertulias y asociaciones  de toda clase. Algunos descubrieron, además, la política, sobre todo en la época de la Independencia, y se lanzaron con entusiasmo a ella, con un costo humano inmenso. Las guerras diezmaron la población de graduados universitarios y la mayoría de los que sobrevivieron, como José Manuel Restrepo, José Félix de Restrepo, José Rafael Mosquera y los clérigos que participaron en los congresos constituyentes, terminaron vinculados a las instituciones estatales, organizando la nueva república. Los otros intereses que habían definido a los intelectuales de fines del XVIII –el conocimiento científico del país, el desarrollo de la riqueza mediante la exploración y la formación de empresas, la promoción de la educación–, quedaron en manos de un grupo muy reducido, del cual quizás las figuras más notables fueron José Manuel Restrepo y Joaquín Acosta.

2.      La Universidad Republicana

La universidad del siglo XIX heredó los ideales expresos de los intelectuales de la universidad ilustrada, pero la realidad fue muy diferente: fue ante todo una escuela profesional, que producía abogados, médicos y algunos ingenieros. Hay muchos esfuerzos, casi siempre penosamente ineficaces, para promover la investigación, crear sociedades científicas, imponer las reglas del conocimiento científico. Pero el hecho es que en el siglo XIX no se forman núcleos sociales capaces de promover el desarrollo de la ciencia, fuera  de algunos proyectos públicos, como la Expedición Corográfica, en la que participan Manuel Ancízar y Santiago Pérez, quienes reúnen los rasgos del intelectual de mediados del siglo XIX: intereses científicos y políticos, vínculos con la política y ejercicio del periodismo.[2]

La Universidad, por su énfasis en la formación profesional, tiene un papel muy secundario en el horizonte intelectual del país. Por supuesto, en ella se formaban los abogados, y algunos de ellos, tal vez no muchos, combinaban el ejercicio profesional con la política y la práctica del periodismo, animados a veces por la idea de que el conocimiento de la realidad del país era importante para sacarlo del atraso. Fueron los periodistas los que llenaron la función de intelectuales, aunque la facilidad con la cual pasaban del periodismo a puestos del Estado debilitó la dedicación al conocimiento de muchos de ellos. El poder político en el siglo XIX surgía en gran parte de la capacidad de ofrecer en la prensa diagnósticos y soluciones atractivas para el país, o de debatir con solidez los problemas históricos, religiosos o filosóficos que afectaban la política. Entre estos intelectuales periodistas se destacaron Miguel Antonio Caro, quien debió su prestigio a la discusión de problemas filosóficos y gramaticales, Salvador Camacho Roldan, José Manuel Samper, Miguel Samper y José Manuel Groot.

A fines de siglo la creación de la Escuela de Minas en Medellín, y la orientación que tuvo, sobre todo en las primeras dos décadas del siglo XX, la convirtieron en promotora de la idea de que era tarea importante de la universidad formar gente capaz de transformar la riqueza nacional. Revivió la concepción de que allí se formaban los empresarios, y no sólo detrás de las tiendas de los almacenes o en la administración de las minas. Y en los mismos años la creación del Externado de Derecho, a la que siguió años después la de la Universidad Libre, se hizo para que la formación de los abogados, que constituían el núcleo del empleo público –políticos y funcionarios– no fuera demasiado estrecha: la preparación de gente capaz de influir en el mundo político con base en una preparación que incluía la sociología o la economía estaba entre los objetivos que buscaba la universidad. Intelectuales como Diego Mendoza Pérez o Carlos Arturo Torres pueden servir de ejemplo del tipo de intelectual reconocido a fines del siglo XIX o comienzos del siglo XX.[3] Un escritor como Baldomero Sanín Cano, cuya influencia se extiende de finales del siglo XIX a mediados del siglo XX, representa otra variante del intelectual: el escritor universal, menos ligado a una disciplina profesional determinada y que ocupa cargos públicos muy raras veces.

A pesar de estos esfuerzos, la universidad seguía, en conjunto, concentrada en formar profesionales. Momentáneos intentos de cambiar esto la sacudían. Huelgas ocasionales de los estudiantes mostraban un breve desajuste entre lo que la universidad proponía y lo que los estudiantes soñaban, y ocasionales monografías de grado aportaban información científica de interés sobre los minerales del país, sobre alguna enfermedad o sobre una  empresa vial. Sin embargo, no había un esfuerzo continuo de investigación y, cuando se presentaba, se concentraba en las ciencias naturales. Totalmente excepcional es el estudio de la sociedad: nada más exótico que la tesis que analiza la criminalidad de Antioquia en 1895.[4]

De todos modos, entre 1910 y 1930 el debate público se transformaba con rapidez. El periódico se hace habitual en las principales ciudades, y llega a sectores medios, artesanales y obreros. Como lo ha sugerido Germán Colmenares, surge una opinión pública, diferente a los inmediatos organizadores políticos, que se alimenta de la discusión diaria en el periódico.[5] Los grupos culturales se afirman, con frecuencia alrededor de una revista, como grupos de intelectuales, formados por periodistas y escritores: Cultura, Panida, Los nuevos. Algunos de los rasgos del intelectual crítico, rechazado por la sociedad o que lucha contra ésta, aparecen en estos grupos: Fernando González es el pensador rebelde que combate  la sociedad antioqueña. En Bogotá Germán Arciniegas hace periódicos, uno justamente con el nombre de Universidad, sitio de discusión de nuevas propuestas, de acogida de los ideales políticos internacionales, del indigenismo y del socialismo. Estos intelectuales, entre los que están Jorge Zalamea, Luis Vidales, Luis Tejada, Felipe y Alberto Lleras quieren mantenerse en contacto con los intelectuales de América Latina: se escriben con ellos y publican sus artículos en las revistas de Buenos Aires o de México.

La Universidad para el país.

Aunque los elementos de ruptura comienzan a aparecer antes, el gobierno liberal, que llega al poder lleno de entusiasmo, tiene a la universidad como elemento central de su visión del país. Un aspecto de esto es la creencia de que hay que conocer el país para gobernarlo. Como decía en 1930 Alberto Lleras, quien sería el principal ideólogo de la República Liberal: “El Estado reposa bajo la nariz de algún gobernante. La estadística no desvelará el rumiar de sus metafísicas. Esa ciencia menuda y discreta que reduce a cifras todo el proceso evolutivo de un pueblo, será desdeñada por el gramático, el abúlico o el necio que dirija los destinos de la república. Allí…., en un momento determinado, al dictar una ley o restringir una libertad, o favorecer una industria, o recobrar un derecho estatal, hubiese obrado sobre un terreno firme, con un conocimiento minucioso del bloque humano sobre el cual gira su máquina poderosa y peligrosa…”. Unos días después este mismo escritor se quejaba de una pedrea estudiantil al diario que  el dirigía: “Ciudadano estudiante: someterse a una regla resulta difícil… Una revolución civil que destruyera los principios legales llevaría a la dictadura o la anarquía…. Y ¿cómo concebiría yo que la cabeza que quiere cultura, amplitud, aire diáfano entre los muros eruditos, fuera la misma que ordenara el acto ruin de lapidación a casas donde al menos con buena voluntad, si acaso no con pericia, se busca eso mismo por una ruta distinta pero no contradictoria?”[6]

Alfonso López Pumarejo, presidente entre 1934 y 1938, quería una universidad más cercana a la sociedad. En sus discursos aparece la queja contra esa universidad remota, que forma profesionales de clase alta pero se niega a enseñar tecnologías prácticas y útiles. “En el taller, en el campo, vemos cotidianamente un tipo humano que maneja sus hierros de labor con rutinario esfuerzo, que no conoce los artículos de su industria y que debe su profesión a una vocación autodefinida… Nuestras universidades son escuelas académicas, desconectadas de los problemas y los hechos colombianos, que nos obligan con desoladora frecuencia a buscar en los profesionales extranjeros el recurso que los maestros no pueden ofrecernos para el progreso material o científico de la nación. Por su parte el Estado desarrolla su actividad sobre un país desconocido cuyas posibilidades ignoran generalmente los gobernantes y sobre el cual se ha tejido todo género de leyendas. Los políticos también desconocemos el terreno social que sirve de campo para nuestros experimentos. Y en esa general incertidumbre sobre nuestra propia vida, perdemos el tiempo entregados a divagaciones, a conjeturas, a las teorías más empíricas, sin que la estadística o las ciencias naturales y sociales nos abrevien y faciliten el trabajo, que en las condiciones actuales es fatalmente ineficaz… Debemos formar administradores, financistas y diplomáticos, lo mismo que soldados, aviadores y marinos, artesanos y agricultores, obreros calificados y empleados” [7]

En el primer gobierno de López, en 1935, se volvió a fundar la Universidad Nacional, uniendo las escuelas y facultades públicas existentes en Bogotá: Ingeniería, Derecho, Medicina y Bellas Artes[8]. Y en su segundo gobierno se nombra como rector a Gerardo Molina, que replantea con claridad la visión de la Universidad como institución transformadora del país. Allí se formula por primera vez con claridad la idea de una universidad cuya tarea es ante todo comprender el país, y para ello promueve el estudio de la economía, la filosofía, [GC1] la [GC2] [GC3] [GC4] psicología, la sociología y la antropología. La Escuela Normal Superior, fundada en 1935 en reemplazo de la Facultad de Educación de Tunja, creada en 1928, intentó formar un nuevo tipo de educador, que debía ser al mismo tiempo maestro, investigador y científico. Para conocer el país se crearon entidades de investigación, como el Instituto Caro y Cuervo, el Instituto Etnológico Nacional, y se tomó en serio la oficina de Estadística. Ejemplos de intelectuales de estos años fueron Hernando Téllez, Luis Eduardo Nieto Arteta, Daniel Samper Ortega y Luis López de Mesa

1948 y el paréntesis conservador

En 1948 mataron a Gaitán y Gerardo Molina, todavía  rector de la Universidad Nacional, intentó organizar las masas de Bogotá para cambiar el gobierno conservador. Pocos días después deja la rectoría de la Universidad y sale para el exilio, pero ante el fracaso de su empeño se retiró de la Universidad Nacional. Este mismo año se funda la Universidad de los Andes. Y el intelectual y político que pedía en 1930 que se usara la estadística para gobernar, y que en 1936 estaba detrás de los textos del presidente de la República en los que se defendía una universidad capaz de enseñar técnicas, opina de nuevo sobre el tema en 1954, al asumir la rectoría de la Universidad de los Andes. Esta universidad se justifica, dice Lleras, porque es capaz de desarrollar una educación técnica superior que no se hace en el país, porque puede superar la formación estrechamente profesional que domina en Colombia, dando a los estudiantes una verdadera formación liberal y una ética que les permita resistir a las tentaciones del dinero fácil, y porque puede cumplir la tarea nacionalista de hacer bien las cosas en el país sin  que las clases dirigentes de Colombia  sientan la necesidad de mandar sus hijos a los Estados Unidos. Subraya, además, que la universidad debe hacer investigación, ojalá interdisciplinaria, y formar a los estudiantes como investigadores para estudiar sistemáticamente los problemas del país.[9] Su texto reitera, en lo fundamental, los ideales de la universidad defendidos en la cuarta década del siglo por el gobierno de Alfonso López: una universidad que no se limite a formar profesionales, que se convierta en fuente de conocimiento sobre el país y se comprometa con la transformación, política, cultural y científica de la nación.

En un momento en el que el proyecto político oficial es ante todo reconstruir la república católica, hispanista y bolivariana, que en opinión del periódico oficialista, El Siglo, había sido destruida por 16 años de “dominación roja”, el hilo del proyecto liberal pasa, curiosamente, a una universidad que muchos identifican, con obvia imprecisión, con la formación de empresarios. Pero la caída de la dictadura en 1957 cierra el breve paréntesis de conservatismo integrista y las universidades públicas vuelven a inquietarse por su función nacional.

El Frente Nacional

A partir de 1958, en la Universidad Nacional se impuso cada vez con mayor fuerza la idea de una universidad comprometida con el cambio. Las ideas sobre cómo lograrlo son variadas y se mezclan entre sí, pero oscilan entre el activismo político de los que creen, sobre todo a partir de 1959, cuando la revolución cubana presenta un modelo atractivo de cambio social radical, que la universidad debe ser un caldo de cultivo para la revolución, y el proyecto cultural y científico de los que piensan que la universidad debe contribuir al cambio social promoviendo la investigación científica y el debate cultural. Las disciplinas analizan la sociedad colombiana adquieren finalmente un lugar claro en la educación superior, con la aparición de facultades o departamentos de sociología, antropología, economía e historia. En estos aspectos la universidad pública y la universidad privada no se diferencian mucho: los Andes abre el primer departamento de antropología, la Nacional la primera carrera de sociología, en 1959, y la primera revista universitaria de historia en 1962.[10]

Ahora bien, en este contexto los intelectuales se preguntan cuál es el camino del cambio o de la revolución en Colombia. Jorge Gaitán Durán, Francisco Posada Díaz, Mario Laserna y Mario Arrubla ofrecen sus análisis, desde perspectivas muy diferentes. En las universidades públicas los argumentos dominantes son los que promueven un cambio revolucionario, y se agrupan alrededor de partidos políticos como el Partido Comunista o el Partido de la Revolución Socialista, de breve vida. Sin embargo, hay cierto desfase entre los intelectuales y los activistas: el Partido Comunista no tiene intelectuales muy reconocidos (sus figuras culturales son pintores, hombres de teatro, poetas).[11]

Los diversos movimientos guerrilleros que surgen en la década de 1960 atraen a los estudiantes, pero los intelectuales de izquierda, con excepción de Camilo Torres, no ven con entusiasmo la revolución armada, aunque puedan sentir, en muchos casos, cierta solidaridad emocional con los guerrilleros.[12] En realidad, defender la revolución resultaba difícil en Colombia, pues la existencia de procedimientos electorales y de un sistema legal respetuoso de los derechos civiles ­–aunque la vida real se apartara bastante del modelo legal– ofrecía siempre el camino electoral y democrático como una vía posible al cambio. Obtener el apoyo popular para un levantamiento armado contra un gobierno que permitía organizarse y votar contra él era imposible. Frente a esto, los movimientos políticos de izquierda armada y algunos de los intelectuales más radicales desarrollaron argumentos a favor de la abstención electoral y promovieron líneas de justificación de la violencia, pero era difícil mantenerlos con coherencia y sin que el debate acerca de participar o no participar en elecciones fuera una fuente permanente de crisis en los grupos radicales.[13]

Lo que es significativo durante estos años es la formación de un grupo social amplio de profesores universitarios comprometidos con investigar el país. Algunos mantuvieron una perspectiva profesional rigurosa y sin mayor relación con el activismo político, como Virginia Gutiérrez de Pineda o Gerardo Reichel Dolmatoff, mientras otros se mantuvieron en el marco de los partidos tradicionales, como Luis Duque Gómez, Horacio Rodríguez Plata. Otros profesores organizan revistas y grupos de estudio y combinan sus trabajos académicos con la participación en los debates políticos, sociales o culturales: son estos los que asumen la función pública de intelectuales. Entre éstos pueden mencionarse los que se limitaron a actuar en el campo de la vida académica y en algunos debates públicos, sin militar en ninguna organización política, como Jaime Jaramillo Uribe, Germán Colmenares y los que se vincularon a partidos de izquierda, a proyectos culturales de sentido político o a organizaciones sociales, como Juan Friede, Orlando Fals Borda, Luis Guillermo Vasco, Rubén Jaramillo u Horacio Calle.[14]

Sin embargo, desde comienzos de la década de 1970 es posible advertir en los intelectuales de izquierda cierta fatiga militante, que se manifiesta en lo que podría llamarse el ascenso de una visión gramsciana de la lucha cultural. La revolución requiere crear una hegemonía cultural, una crítica intelectual a las verdades recibidas, un esfuerzo por destruir el sentido común de las masas. La tarea del intelectual es entonces luchar contra la cultura dominante, y transformar la percepción del país: es preciso formular visiones alternativas de la historia del país, transformar la percepción de las estructuras sociales y económicas, y ofrecer un discurso alternativo al tradicional. La Universidad es, por supuesto, el terreno apropiado para esta tarea cultural. Su transformación en una institución que copiaba el modelo norteamericano, centrado en las disciplinas académicas reunidas en departamentos, basado en el profesorado de tiempo completo y con posibilidades de investigación, la convertía en  campo de trabajo y de batalla apropiado para los intelectuales, relevados así de la tentación de vincularse a la lucha de las armas.[15]

Fuera del mundo universitario, los intelectuales, sobre todo en los partidos tradicionales, se vinculaban a los periódicos o a la vida política. En el partido conservador Álvaro Gómez Hurtado y Belisario Betancur, a pesar de que su vocación era sobre todo la política, escribieron estudios ambiciosos sobre el país. Entre los liberales Alfonso López Michelsen y Carlos Lleras Restrepo hicieron trabajos similares. Sin embargo, algunos intelectuales de izquierda que no estaban en la universidad se vincularon a organizaciones sociales, como Víctor Daniel Bonilla, que trabajó con las comunidades indígenas del Cauca y el Putumayo.

El fin del proyecto revolucionario

Aunque parece que pocos intelectuales de oposición al Frente Nacional respaldaban la lucha armada, buena parte de los profesores universitarios de las áreas humanísticas, históricas y sociales se sentían igualmente opuestos a los partidos tradicionales y solidarios en un sentido general con los proyectos socialistas. Muchos habían militado en el partido comunista, el Movimiento Obrero de Izquierda Revolucionaria (MOIR), los grupos trotskistas y otras organizaciones que promovían la organización popular contra el sistema, y eran muy hostiles al gobierno. La única institución del gobierno en la que se consideraba aceptable trabajar era la universidad, donde se desarrollaba la lucha cultural contra la ideología que sostenía el sistema.

El movimiento Firmes, que unía la lucha por el socialismo con la defensa de la democracia y los derechos humanos, y el rechazo a la lucha armada y el comunismo, atrajo a muchos  intelectuales de izquierda entre 1978 y 1982, y sirvió de etapa en el retorno de muchos de ellos a una relación menos hostil con la democracia colombiana, e incluso para su eventual colaboración con las instituciones públicas.[16]

A partir de 1982 las cosas cambian. Estanislao Zuleta aceptó trabajar para la Secretaría de Integración Cultural de la Presidencia en el gobierno de Belisario Betancur y Marco Palacios, asesor cultural del presidente, fue nombrado rector de la Universidad Nacional. No fueron muchos los intelectuales de izquierda que entraron al gobierno, pero fueron significativos, y el proceso de paz, aunque frustrado, facilitó este proceso que fue visto como de “reconociliación”, “cooptación” o, en la visión más crítica y sectaria, como de “traición”.[17]

En el gobierno de Virgilio Barco alcanzaron peso significativo los profesores universitarios liberales, encabezados por Mario Latorre, ex rector de la Universidad Nacional y docente de ciencias políticas en la Universidad de los Andes, y por Fernando Cepeda, profesor de la misma universidad y autor de varios estudios sobre política. El gobierno nombró a un intelectual de izquierda como Consejero de Derechos Humanos: Álvaro Tirado Mejía. Quizás era el que tenía antecedentes intelectuales más apropiados para aceptarlo: en cierto modo, su libro sobre Alfonso López Michelsen había sido la primera defensa del reformismo desde el punto de vista de un historiador de izquierda. Y, de todos modos, el cargo que se le ofrecía tenía, al menos como una de sus tareas, una función de vigilancia del Estado mismo, una lógica de auditor más que de gestor directo de políticas oficiales. El mismo gobierno, por iniciativa del ministro Fernando Cepeda, encargó un análisis de la violencia en Colombia a un grupo de intelectuales encabezados por Gonzalo Sánchez[18].

En los años siguientes, las Consejerías de Derechos Humanos y de Paz fueron lugares en los que la izquierda sintió que podía colaborar con administraciones que tuvieran al menos alguna apertura y sensibilidad por el tema. Jorge Orlando Melo y Carlos Vicente De Roux, Alfredo Molano y Daniel García Peña, Iván Orozco, Carlos Eduardo Jaramillo y Jesús Antonio Bejarano pasaron por estas oficinas. Lo mismo ocurrió durante esos años con los planes oficiales contra la violencia urbana, en los que trabajaron Álvaro Camacho, Álvaro Guzmán, Alberto Concha, Gustavo de Roux y otros. En la junta del Banco de la República participaron Salomón Kalmanovitz, antiguo trotskista, e intelectuales conservadores como Miguel Urrutia, historiador del sindicalismo colombiano. En conjunto, los gobiernos de Betancur, Barco y Gaviria llevan a sus nóminas a un grupo amplio de intelectuales universitarios. Algunos de los que venían de la izquierda entraron al partido liberal, como Tirado o Bejarano, otros se vincularon eventualmente al Polo Democrático, como García Peña, Molano y Carlos Vicente de Roux, y otros se mantuvieron alejados de toda vinculación partidista.

La situación reciente

A partir de 1982, y sobre todo de los procesos de paz de 1990 y de la constitución de 1991, desapareció el predominio de los intelectuales críticos en la Universidad. Después del regreso del M-19 a la vida política, el rechazo a la guerrilla lleva, en términos generales, a que los intelectuales adopten una perspectiva gradualista y reformista, y adopten una posición de respaldo al orden constitucional, subrayando los elementos más progresistas de la Carta de 1991. El lenguaje socialista fue reemplazado, entre las visiones críticas, por perspectivas que se centran en la lucha contra la pobreza, la defensa de los derechos humanos, el rechazo al paramilitarismo y a su consolidación como base local de un nuevo dominio político nacional, el apoyo a los movimientos sociales tradicionales o nuevos, y la crítica al autoritarismo oficial, la hegemonía de los medios, y otros elementos parciales y discretos del sistema político y social. Los intelectuales no sólo dejaron de creer en el cambio total del sistema, sino que empezaron a reconocer el costo terrible que había tenido para el país el proyecto revolucionario.[19] El Estado dejó de ser el enemigo total para convertirse, entre quienes siguen considerando central la búsqueda de una sociedad justa, en una confusa amalgama de instituciones y de proyectos, que pactan con el paramilitarismo pero al mismo tiempo lo combaten, luchan contra la pobreza pero la perpetúan, protegen los derechos humanos pero alientan a los militares que los violan, y cuya reforma debe lograrse el mismo tiempo que se derrota definitivamente a la guerrilla.

Finalmente, muchos de los cambios que tuvieron lugar en el país entre 1960 y 2000 demostraron que el cambio social era posible dentro del sistema. La expansión de la educación, por ejemplo, que llevó el número de estudiantes universitarios de 18.000 a más de un millón, hizo que la educación superior dejara de ser privilegio de las clases altas y se abriera a las capas medias y bajas: la urbanización sacó a la gran mayoría de la población de la sujeción a caciques y curas rurales para someterlas a la influencia, virtualmente más moderna de los mensajes contrastables de los medios de comunicación; la negación histórica del papel de las minorías dio paso al reconocimiento de la diversidad cultural del país y al fortalecimiento de las organizaciones indígenas; la expectativa de vida de los colombianos pasó de 57 años a 72.

Por supuesto, la miseria sigue siendo amplia y sobre todo la violencia se mantiene a niveles muy superiores a las de otros países con niveles similares de pobreza o desigualdad. ¿Y si es así, que están haciendo las universidades y los intelectuales hoy?

Aquí no puedo hacer nada diferente a dar una opinión personal, que no se basa en un seguimiento ordenado de lo que hacen las universidades sino en experiencias concretas y limitadas.

Me parece que la función intelectual se ha ido concentrando en los medios de comunicación masiva: los profesores que siguen teniendo obsesiones públicas combinan sus investigaciones más o menos calladas con la publicación de artículos de prensa en los que toman posición acerca de los problemas nacionales. [20]

En relación con la universidad, me parece, en primer lugar, que la investigación social y humanística se ha institucionalizado en exceso, que hay mucha investigación pero que no se estudian los problemas centrales y más relevantes. La obsesión de la universidad parece estar en cumplir con indicadores cuantitativos acerca del número de profesores con doctorado, el número de programas de postgrado, la cantidad de grupos reconocidos por Colciencias, y otros indicadores que tienen poco que ver con la calidad e importancia real de los trabajos pero le facilitan el trabajo a los directivos y administradores universitarios. En muchas universidades son ahora más frecuentes consultorías relativamente anodinas con entidades públicas que trabajos de investigación que toquen problemas centrales del país. Por eso, no tiene nada de raro que, después de los trabajos de los “violentólogos”, se haya avanzado tan poco en el estudio de la violencia colombiana, o que los paramilitares hayan sido en gran parte ignorados, o que una organización no universitaria haya sido la primera en relacionar, con decisión y valor pero seguramente con limitaciones y errores, el mundo electoral y el mundo de la violencia paramilitar. O que no sepamos casi nada sobre el funcionamiento real de la justicia: nadie sabe en Colombia, por ejemplo, cuántas acusaciones hace la fiscalía por homicidio cada año y cómo se relacionan esas acusaciones con las características de los crímenes, las víctimas o los victimarios. En general, falta la descripción inicial, controlada y documentada, de muchos eventos que invaden la conciencia pública a partir de la información periodística, y en los cuales nos tenemos que quedar con las imprecisas aproximaciones iniciales de los medios. Los trabajos se escriben con la esperanza de que sean admitidos para publicación en una revista académica internacional, aunque sean ignorados y no tengan ningún impacto local: la carrera es lo que importa y no lo que contribuya al debate entre los colombianos

Y es que, para señalar una segunda característica que me parece clara, el debate alrededor de los publicaciones universitarias en temas sociales, culturales o históricos es casi inexistente: las reseñas en las revistas académicas combinan usualmente un grado alto de deferencia con un lenguaje sin compromisos. Parecería que en un país en el que el debate público, en los medios o en la política, está cada vez más caracterizado por la descalificación moral y el ataque personal, los académicos e intelectuales universitarios prefirieran compensar con un exceso de caballerosidad y evitar toda confrontación y toda discusión de fondo. Esto hace que se reciban con elogios corteses trabajos cuyas fallas son palmarias, que no prueban lo que ofrece probar o que hacen afirmaciones absurdas o incomprensibles. Para los reseñadores, los libros malos son por lo menos interesantes, sin que se señale en que están equivocados.

Y esto me lleva a mi tercera afirmación: que los trabajos académicos se escriben cada vez más mal, en un estilo rebuscado, confuso e impreciso, y que el lenguaje de las ciencias sociales y humanísticas hace cada vez más hacer difícil la comunicación y, al volverse   incomprensible, aleja toda posibilidad de refutación.

Estos tres rasgos, frecuentes en el mundo universitario–academicismo, ausencia de un debate exigente y riguroso, lenguaje alambicado- van contra el núcleo, el eje de la tarea del intelectual que hemos definido, que es su capacidad de influir en las discusiones públicas, de crear y ocupar un espacio de debate racional. En la medida en que quienes tienen las herramientas para argumentar con inteligencia se refugian en la complejidad irrelevante, la cortesía tolerante o la incomunicación presuntuosa, el mundo de la razón crítica se debilita frente al ámbito de la propaganda o la manipulación emocional.

Jorge Orlando Melo

Conferencia dictada en la Universidad de los Andes, diciembre de 2008.

 

[1] Simplifico hasta el absurdo un proceso complejo y contradictorio que afortunadamente ha sido bien estudiado. Ver los trabajos de Renán Silva, en especial Universidad y sociedad en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Banco de la República, 1992, y Los ilustrados de Nueva Granada¸ Bogotá, Banco de la República y Eafit, 2003.

[2] Una breve síntesis de este tema se encuentra en “Historia de la ciencia en Colombia”, http://www.jorgeorlandomelo.com/hisciencia.htm. Sobre Ancízar hay una excelente biografía, Gilberto Loaiza Cano: Manuel Ancízar y su época. Biografía de un político hispanoamericano del Siglo XIX, Medellín, Fondo Editorial Universidad Eafit, 2004

[3] Gonzalo Cataño analiza en Afirmaciones y negaciones: maestros del siglo XX, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2005 a dos intelectuales importantes: Diego Mendoza, a fin del siglo XIX, y Alejandro López, en la tercera y cuarta década del siglo XX.

[4] Miguel Martínez, Criminalidad en Antioquia. Tesis de derecho. Imprenta Universidad de Antioquia, 1895.

[5] Germán Colmenares, Ricardo Rendón. Una fuente para la historia de la opinión pública, Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 1984,

[6] Alberto Lleras, “Carta al estudiante que ha lapidado unos edificios”, La Tarde, 21 de abril de 1930, en Alberto Lleras, Antología, tomo II, El periodista, Bogotá, Villegas Editores, 2006, p. 51.

[7] Alfonso López, discurso de posesión, 7 de agosto 1934.

[8] Ver Alfonso López Pumarejo y la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, UN, 2000

[9] Alberto Lleras, “Espíritu y Misión de la Universidad”, 20 de noviembre de 1954, en Alberto Lleras, Antología, I, El Intelectual, Bogotá, Villegas Editores, p, 525. El texto recuerda la queja de Alfonso López sobre el hábito  de recurrir a expertos extranjeros para entender el país. A mediados de siglo, los dos grandes análisis de Colombia, citados por muchos políticos e intelectuales para justificar sus propuestas de cambio económico y social, fueron elaborados por el economista norteamericano Lauchlin Currie (Bases de un programa de fomento para Colombia, New York y Bogotá, 1950) y por el sacerdote francés Louis J. Lebret (Estudio sobre las Condiciones del Desarrollo en Colombia, Bogotá, 1958); mientras tanto, la oficina de Planeación Nacional había sido organizada con la asesoría del economista Albert Hirschman.

[10] Gerardo Molina asume en 1960 la rectoría de la Universidad Libre, que ocupa hasta 1965, e insiste, en una universidad privada de limitados recursos, en el proyecto de universidad que transforme la perspectiva de los estudiantes al comprometerlos a trabajar por el país. Darío Mesa dirige la Facultad de Ciencias de la Educación dentro de este espíritu, pero se traslada a la Universidad Nacional, donde orienta el Departamento de Sociología. Molina volvió también a la Nacional en 1965, y lo mismo hicieron otros intelectuales de izquierda de la república liberal, como Antonio García.

[11] Quizás sus intelectuales más reconocidos, hacia 1960, son Diego Montaña Cuellar y Edgar Caicedo, pero con excepción de Montaña, pocos tienen audiencia fuera de la militancia del partido, y para incluirlos en la definición adoptada de intelectual parece faltarles la distancia crítica hacia el propio partido. En los setentas algunos estudiosos con mayor rigor y formación, como Nicolás Buenaventura y Álvaro Delgado, hacen trabajos que merecen la atención de todos los científicos sociales.

[12] Entre estos intelectuales de izquierda figuran Gonzalo Arango, fundador del Nadaísmo y poco interesado por la política organizada, Estanislao Zuleta, Mario Arrubla y Jorge Villegas, fundadores del PRS, Partido de la Revolución Socialista, y los liberales Jorge Gaitán Durán, Pedro Gómez Valderrama, Luis Villar Borda. Deben también mencionarse algunos colombianos que residían en el exterior, pero tenían influencia en Colombia, como Rafael Gutiérrez Girardot entre los filósofos y, entre los intérpretes de nuestra historia cultural, Carlos Rincón.

[13] Los intelectuales desempeñaron un papel importante en la creación de un “sentido común” justificador de la violencia, mediante la elaboración de argumentos a favor de ella –la violencia es una reacción frente a la violencia del sistema, la democracia es una fachada engañosa, si los partidos de oposición ganaran el sistema haría la violencia necesaria para mantener el poder burgués, la pobreza y otros males sociales son formas de violencia estructural etc. Ver, a propósito de esto, la tesis de sociología de Ricardo Forero, Formas de Legitimación de la acción violenta … en los sesenta … el discurso de los intelectuales (Bogotá UN, Sociología, 2006) y los capítulos pertinentes de La nación soñada: Violencia, liberalismo y democracia en Colombia, de Eduardo Posada Carbó, Fundación Ideas para la Paz, Editorial Norma, 2006, que, sin embargo, no encuentra muchos intelectuales que defendieran la lucha armada, y en mi opinión simplifica algo las posiciones de los intelectuales contestatarios.

[14] Entre 1965 y 1985 hubo también profesores universitarios que militaron de modo clandestino en organizaciones armadas, como el ML o el M19, o con lazos con la lucha armada, como el Partido Comunista. Para estos era muy difícil actuar como intelectuales, pues su discurso público, si era muy radical, podría haberlos denunciado: algunos desarrollaron un lenguaje político relativamente críptico, o asumieron públicamente posiciones más moderadas que las que sostenía su propio Partido.

[15] Sin embargo, algunos de los intelectuales más influidos por Gramsci, como Humberto Molina, ligaron este argumento a la teoría althusseriana de la ideología y llegaron a la conclusión, hacia 1970, de que había que destruir la universidad, porque era una institución de reproducción de la ideología estatal.

[16] En esos años algunos intelectuales fueron a la cárcel y otros al gobierno, y podía aplicárseles el poema “Desconcierto”, de Efraín Huerta: “A mis viejos maestros de marxismo/no los puedo entender/Unos están en la cárcel/Otros están en el poder”.

[17] Gonzalo Sánchez, en “Los intelectuales y la política”, Análisis Político, 38, Bogotá, 1999 trazó las líneas centrales del proceso de reconciliación de los intelectuales con el Estado. Miguel Ángel Orrego, en Intelectuales, Estado y nación en Colombia: De la guerra de los mil días a la Constitución de 1991, Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 2002, en un capítulo sobre la “cooptación de los intelectuales disidentes”, señala que “En el contexto de la política de paz, Betancur reincorporó a los intelectuales a la nómina oficial”. Cito según la edición en http://nuevagaceta.org/comunidad/ng-6-11.htm. Este libro aunque interesante en sus planteamientos generales, resulta poco convincente en los detalles, pues es muy abstracto: son pocos los intelectuales reales que se mencionan, sobre todo en los capítulos sobre los años recientes, la cronología es muy difusa y la atribución de posiciones genérica.

[18] La comisión estuvo conformada por intelectuales universitarios: entre sus miembros estuvieron Jaime Arocha, Álvaro Camacho, Darío Fajardo, Álvaro Guzmán, Carlos Eduardo Jaramillo, Carlos Miguel Ortiz y Eduardo Pizarro, así como el ex rector de la Universidad de Antioquia Santiago Peláez, y el general retirado Luis Alberto Andrade.

[19] Un documento sintomático de esta posición fue la carta que mandaron en noviembre de 1992 los intelectuales a la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, firmada, entre otros, por escritores ligados a Alternativa (Enrique Santos, Antonio Caballero, Daniel Samper y Gabriel García Márquez), universitarios, como Gonzalo Sánchez, Salomón Kalmanovitz, Álvaro Camacho, Gonzalo Sánchez, Fernán González, Socorro Ramírez, José Antonio Ocampo y Luis Alberto Restrepo, y periodistas como María Jimena Duzán y Jaime Garzón,

 [20] Por eso, un intento de hacer una lista –muy incompleta y arbitraria- de los intelectuales de hoy incluiría, entre los más notables y reconocidos, a algunos que se mueven fuera de la universidad (León Valencia, Clara Nieto, Andrés Hoyos, Guillermo González, Héctor Abad, Alejandro Reyes, Hernando Gómez Buendía, Alfredo Molano) así como a universitarios que escriben en la prensa (Florence Thomas, María Teresa Uribe, Socorro Ramírez, María Emma Wills, Mauricio García, Mauricio Reina, Alejandro Gaviria, Francisco Leal, Álvaro Camacho, Iván Orozco, Eduardo Posada Carbó). Otros intelectuales reconocidos son María Victoria Uribe, Gustavo Gallón, Antanas Mockus, Beatriz González y periodistas como Enrique Santos, Antonio Caballero y Daniel Samper.

 
 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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