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Medio siglo de cambios en Colombia
 

En Rip van Winkle, el cuento de Nathanael Hawthorne, el protagonista se duerme y al despertar no puede entender por qué todo es tan distinto: no sabe que ha dormido 20 años. Un colombiano que hubiera dormido entre 1954 y hoy habría sufrido todavía mayor desconcierto: el país del 2004 ha tenido transformaciones tan radicales en este medio siglo que es difícil describirlas. 

Los viajeros extranjeros de hace cincuenta años describieron un país rural, fragmentado y con una naturaleza que agobiaba y dominaba a los hombres. Colombia era un caleidoscopio de paisajes, un mosaico de regiones aisladas por montañas que difícilmente podrían franquearse por caminos de tierra, un amplio territorio separado por ríos de navegación ardua y lenta.  Como lo subrayaba Erich Arendt, un poeta alemán que publicó en 1957 su libro Tropenland Kolumbien[1], Bogotá no tenía todavía una carretera o una vía férrea directa que la comunicara con el Atlántico y el viaje desde Barranquilla a la capital, en un barco de vapor que había cambiado poco en un siglo, podía tomar varias semanas, si la navegación por el Magdalena era favorable. La misión del Banco Mundial, encabezada por Lauchlin Currie, precupada por este aislamiento regional, consideraba urgentes dos obras: la carretera que uniera a Medellín con Bogotá y Cartagena, y un ferrocarril en el medio Magdalena, que empatara a Puerto Salgar con Puerto Berrío y Puerto Wilches, y así permitiera la unión por tren de Bogotá, Medellín y Bucaramanga.[2] 

La población aparecía dominada todavía por atavismos raciales: todos los viajeros insistían en agrupar la población según sus orígenes étnicos y atribuirles rasgos colectivos a indios, negros o mestizos, en hablar de las expresiones serias y ensimismadas y de la vida monótona y severa de los indios o de la alegría y desenfado de los negros: “En el rostro de niños, muchachos y hombres madura la alegría humana. El hijo del pescador, la mujer, casi niña todavía, apoyada en la cerca, la madre negra con el menor, la joven maestra de escuela del pueblo han conservado la antigua gracia y el tímido encanto de su raza, que supo vencer las penas de los siglos sin quebrarse, con una alegría que promete un futuro digno de su sonrisa”.  Y la vida se veía como sujeta al poder de una naturaleza indómita: “en la mayor parte del territorio inmenso, todavía no se ha podido dominar la violencia del trópico y hacerlo útil a la vida humana. Se tiene la sensación de que hasta la ciudad más grande forma parte del paisaje: No es la máquina la que decide… todavía deciden el destino del país sus riquezas naturales: el café, el tabaco, la caña de azúcar, el caucho, cueros, plátanos, minerales, petróleo”.  

Kathleen Romoly, una académica norteamericana, había llegado unos años antes a la misma conclusión y subrayaba que el problema central era de transportes: “Los colombianos son una raza endurecida. La naturaleza allí no es la sirviente mansa de la humanidad, fácilmente sumisa. Hay países donde ella es plácida, una diosa burguesa entregada a la mediocridad cómoda. Pero no en Colombia. Aquí es extravagante y exigente, fantásticamente generosa y obstinadamente recalcitrante, una criatura violenta y magnífica que se hace cortejar como una amante y que hay que vencer como una enemiga. No es cuestión de cultivar la tierra- las regiones cultivables son recias y premian la labor-sino mas bien una cuestión de comunicaciones.” [3] 

Esta visión, de poetas, intelectuales o empresarios, era probablemente exacta, pero simplificada: precisamente en esos años, un rápido crecimiento económico impulsado por la expansión de los mercados mundiales después de la segunda guerra mundial afectaba profundamente las formas de vida del país. La industria crecía, las exportaciones vinculaban cada vez más a los campesinos cafeteros con los mercados mundiales, las ciudades cambiaban y las señales de bruscas transformaciones en la vida y las costumbres de los colombianos eran más y más abundantes.  

Colombia era todavía un país campesino, en el que apenas el 30% de sus 12 millones de habitantes vivían en núcleos urbanos de más de 1.500 habitantes. Bogotá, la ciudad más grande, se acercaba a los 800.000 habitantes. Las estructuras sociales, a pesar de los cambios algo turbulentos de las décadas anteriores, seguían marcadas por la persistencia de rígidas jerarquías tradicionales. Las clases altas se veían a sí mismas como blancas, cultas y abiertas al mundo, formadas por pequeños grupos de propietarios rurales, empresarios y profesionales que miraban con distancia y a veces con desprecio y disgusto al resto del país con el que debían convivir. Las llamadas clases medias, descubiertas pocos años antes en el lenguaje de periodistas y sociólogos, estaban compuestas por burócratas oficiales, profesionales de pueblo trasladados a las ciudades, obreros calificados, empleados de las nuevas industrias, más o menos blancos o mestizos, con posibilidades y ambiciones de ascenso social y la sensación frustrante de que sus deseos raras veces se cumplían. En las ciudades vivía un pueblo que era visto como inculto y que había empezado a sentirse ciudadano en los conflictos políticos de los veintes y treintas, pero sufrió la muerte de Gaitán como una tragedia personal. Pero el colombiano típico era un campesino, minifundista o agregado en una hacienda manejada por un propietario ausentista, habitante de una vivienda con piso de tierra en la que toda la familia dormía en un solo cuarto, sin agua corriente ni energía eléctrica, analfabeta, sin servicios médicos ni sociales, vinculado al resto del país solo a través de la religión y de los enfrentamientos a veces violentos de liberales y conservadores. 

Cincuenta años después vivimos en un país urbano: 17 millones de colombianos están en ciudades de más de 500.000 habitantes, más de 30 millones en aglomeraciones urbanas de más de 1500 habitantes. Son ciudades que en general tienen una red básica de servicios que hace cuarenta años eran privilegio de una parte ínfima de la población: electricidad, acueducto tratado aunque no siempre potable, alcantarillado, teléfonos. En 1950 había unos 70.000 teléfonos en Colombia; los radios estaban casi exclusivamente en manos de los habitantes urbanos, aunque estaba comenzando el curioso experimento de Radio Sutatenza de entregar a los campesinos unos aparatos en los que aprenderían a leer y recibirían los mensajes del mundo moderno, cuidadosamente dosificados con contenidos religiosos. La televisión llegó en 1954, y uno o dos años después ya había 15.000 aparatos en Colombia.  Hoy es impensable un hogar colombiano sin radio o televisión, y el número de teléfonos pasa ya de 16 millones. Los avances en servicios de aguas potables y alcantarillados y en atención de salud, unidos a mejoramientos en la alimentación de la población, han producido uno de los más drásticos cambios de la historia de Colombia: la esperanza de vida de los colombianos en 1950 era de 46 años (el profesor Currie creía que el calculo era errado y debía ser apenas de unos 40 años) y hoy es, a pesar de la violencia que produce 20.000 muertes absurdas al año, de 71 años: si entonces un norteamericano vivía 25 años más que un colombiano, hoy la diferencia en esperanza de vida es de ocho años. Hasta la estatura de los colombianos cambio en forma insólita: los colombianos que llegaron a la edad adulta en 2002 son 5 centímetros más altos (y las colombianas, que en casi todo han avanzado hacia la igualdad, crecieron unos milímetros más) que los que lo hicieron en 1952.[4] 

La vida urbana ha traído otras facilidades: en las grandes ciudades se desarrollaron servicios de salud que cubren casi toda la población, un sistema de seguro social que apenas se estaba tratando de crear en 1950, instituciones educativas secundarias y universitarias, espacios de recreación populares, opciones culturales abiertas y masivas como los museos y las bibliotecas públicas. Ciudades que crecieron desordenadamente, donde los más tranquilos barrios de casas de uno o dos pisos se reemplazaron por torres congestionadas y de discutible estética, a los que se sumaron barrios de invasión activos y desordenados, pero en las que se logró imponer algunos principios mínimos de planeación y desarrollo, y que, pese a un ritmo de crecimiento de sus poblaciones que desbordaba toda experiencia previa, lograron ampliar gradualmente los servicios de todo orden a sus habitantes.  

Los mayores cambios de este medio siglo tienen que ver con la situación de las mujeres. Aunque ya había un puñado de mujeres graduadas en las universidades  (en 1954 se graduaban unas 200 por año), y las que terminaban al menos la primaria entraban más y más al mundo del trabajo remunerado, sobre todo como secretarias y vendedoras, la mayoría seguía viviendo como en años anteriores: campesinas y mujeres de clase media con una fuerte carga de trabajo familiar, atentas a la casa o a la parcela, sometidas a la autoridad y arbitrariedad del marido. Un número pequeño de profesionales luchaba, hacia unos pocos años, por la igualdad plena de las mujeres, y en 1954 la Comisión de Estudios Constitucionales debatió con intensidad la propuesta, defendida sobre todo por Luis López de Mesa, de permitir el voto femenino, la cual fue luego aprobada, con un exiguo quorum, en la Asamblea Nacional Constituyente: ese año la Registraduría Nacional expidió la primera cédula a una mujer. En los años siguientes la igualdad legal en todos los campos se logró paulatinamente: igualdad civil, capacidad para administrar bienes, incluso la eliminación de las discriminaciones en normas legales que hacían del adulterio de la mujer una causal de separación pero toleraban el del hombre. Pero lo fundamental fue que el cambio legal reflejó un cambio que ya se estaba dando en la vida: ya en 1954 las mujeres que terminaban primaria eran tantas como los hombres, y la igualdad en la educación se extendió rápidamente: para los setentas las mujeres alcanzaron a los hombres en la educación secundaria, y desde 1990 entran a las universidades números similares de personas de ambos sexos. La igualdad educativa abrió oportunidades crecientes en el trabajo, y hoy, aunque persisten algunas formas de discriminación real –áreas en las que los salarios de las mujeres son algo menores que los de los hombres, pero sobre todo mecanismos no explícitos que orientan a las mujeres hacia trabajos de menor remuneración y cargas familiares no compartidas, que hacen que el conflicto entre las responsabilidades familiares y las laborales lo deba asumir ante todo la mujer- Colombia tiene probablemente el mercado laboral con mayor equidad de los países iberoamericanos. Estos cambios, no sobra recordarlo, han estado acompañados por transformaciones substanciales en las condiciones de la vida diaria y en las relaciones reales de género. El hogar se transformó, con la invasión de los electrodomésticos, las licuadoras y hornos que se traían de contrabando desde San Andrés, las neveras y estufas eléctricas, y en años más recientes de gas, que reemplazaban la leña y el carbón; se llenó de camas y mesas en vez de esteras y bancas burdas, cambió las velas por la iluminación eléctrica. En las relaciones entre mujeres y hombres probablemente lo más significativo fue la aparición del control de la sexualidad y el cambio en las costumbres que lo acompañó: poco a poco la mujer fue ganando algo de control sobre la maternidad, mientras su mayor participación laboral la hacía más libre a la hora de decidir con quien hacer el amor.  

Durante casi todo el siglo el país había seguido la reglas democráticas y todos los presidentes, desde 1910, habían tenían su origen en la voluntad popular, expresada en forma más o menos libre y con niveles variables de fraude. Sin embargo, la violencia, desde 1948, había puesto esto en peligro, el gobierno había dado un autogolpe en 1949 y cerrado el congreso para evitar que se le hiciera un juicio previsto en la constitución, y la elección de 1950 se había realizado sin la participación de al menos la mitad de los electores, los liberales. El gobierno elegido en ese año no alcanzó a terminar su gobierno, y lo barrió un golpe militar, que encarnó el rechazo nacional a un gobierno excluyente y la esperanza de que la creciente violencia, provocada por el sectarismo político, podía detenerse. En 1954, todavía en la euforia de las promesas de paz, el general Gustavo Rojas Pinilla se hizo reelegir, por una Asamblea Constituyente nombrada por el mismo, pero que tenía el apoyo entusiasta de la mayoría de la opinión nacional. Tres años después, cuando los sueños se habían frustrado –la paz no se había logrado, y el gobierno militar se había convertido otra vez en un gobierno de partido, empeñado en hacerse reelegir por una constituyente de bolsillo para un nuevo período- un paro nacional, en mayo de 1957, obligó al dictador a renunciar, en medio de una opinión tan entusiasta por su retiro como lo había estado por su llegada. La democracia regresó, aunque con limitaciones (paridad en el legislativo y el ejecutivo, elección alternada de presidentes liberales y conservadores) que se fueron prolongaron hasta 1978. En 1991 una nueva constitución consagró una estructura política muy diferente a la que existía en 1954: una sociedad en la que los partidos tradicionales habían perdido su capacidad de copar el espacio político, y en la que toda la población se sentía con derecho a participar en la vida política. De una democracia de adhesión, en la que los grupos dirigentes pedían periódicamente su confirmación a un electorado masculino (en un ritual marcado por algo de fraude y presión: nunca un partido de gobierno obtuvo menos de la mitad de los votos entre 1914 y 1950; las dos veces en que los gobernantes fueron derrotados fue por haber ido divididos a la elección), se pasó a una democracia formalmente participativa, y realmente muy fluida, en la que no existen poderes garantizados ni hay grupos dirigentes o elites capaces de sostener con certeza su dominio por largos períodos.  

Una de las fuerzas publicas que más se transformaron fue la iglesia católica, que era a mediados del siglo XX parte esencial de las estructuras de poder y tenía una influencia amplia sobre la vida de los ciudadanos: el estado confirmaba con sus normas los preceptos morales de la iglesia, y la sociedad condenaba al rechazo a quienes se atrevieran a contradecir o incluso a cuestionar los mandatos eclesiásticos. La educación estaba legalmente sometida a su tutela e incluso críticas tímidas eran consideradas blasfemas: en 1954 la prensa conservadora considerada “irreverente” y ridiculizaba  por su arrogancia a un periodista por asegurar que propuesta de reducir el número  de días de fiesta no iba contra la iglesia, después de que esta había manifestado su oposición a tal medida. Todavía en 1957 la iglesia pensaba que podía pedir el retiro de un rector de una universidad privada como Gerardo Molina, cuyas ideas sociales le parecían subversivas; o que el estado impediría la prédica de otras religiones o el uso de anticonceptivos.   

En los años siguientes, se consolidó una separación real entre el estado y la iglesia: a pesar de la oposición clerical, el país adoptó el control de la natalidad, con un apoyo público indirecto y unos resultados que superaron todas las esperanzas (se pasó de una tasa de natalidad superior al 4% a menos del 2% hoy) y esta confrontación perdida llevó a la iglesia a buscar su influjo sobre las costumbres en la convicción de los creyentes y no en el poder de la autoridad. El resultado del proceso fue reducir la influencia cotidiana de la iglesia en los asuntos públicos, pero probablemente la ayudó a recuperar una imagen positiva en la población, a debilitar el anticlericalismo vigoroso de amplios sectores de colombianos, del mismo modo que, al mismo tiempo que el país se hacía más laico y racionalista, aumentaba la seducción de las formas más entusiastas de religiosidad y el peso de lo que el liberalismo de antaño habría definido como supersticiones: la fe en magias, medicinas alternativas y poderes y energías de toda índole. La disminución cuantitativa de los practicantes católicos ha ido paralela a una visibilidad e intensidad mayores de diferentes formas de fe y credulidad, que han ido reemplazando, sobre todo en las capas urbanas que empiezan a entrar al mundo de la educación formal y alfabeto, la pasiva fe del carbonero por una búsqueda activa de milagros y una ansiedad creciente por encontrar algo que de sentido a la vida.  

Hace cincuenta años el principal canal de ascenso social era la educación. Se había ya extendido bastante en las ciudades, pero ante todo para formar a los trabajadores. Los que lograban terminar la secundaria entraban a la clase media, los que terminaban la universidad podían considerarse parte de la elite.  Pero muy pocos podían avanzar en esta difícil escalera: en 1954 más de la mitad de la población rural era analfabeta, menos del 40% de los niños terminaban la escuela primaria y menos del 5% (unas 8.000 personas) terminaban cada año la educación secundaria. Los estudiantes universitarios eran apenas 12.000 en toda Colombia, Hoy la educación primaria llega a toda la población, y al menos el 50% terminan secundaria; el 25% entran a la universidad y el total de estudiantes universitarios llega ya a 900.000: ha aumentado 80 veces, cuando la población ha crecido cuatro veces.

Al mismo tiempo que cambió la formación de los colombianos, que salieron de la mano del cura y de los padres para caer en la de maestros y profesores, se transformaron los canales de información. Los orales, tan importantes en el campo, se tecnificaron: el radio, que llegó a todos los sitios del país con la consolidación de grandes cadenas, reemplazó la  voz de vecinos y amigos, las noticias por bando en la plaza del pueblo, la información trasmitida por el alcalde. La prensa –periódicos y revistas- se masificó, al alcanzar, con la alfabetización, a sectores medios de grandes y pequeñas ciudades. Al buscar lectores entre las capas sociales que apenas entraban al mundo de la lectura perdió el tono de guía política e intelectual, y acentuó su carácter recreativo, su atención a la farándula y la trivialidad. Pero fue la televisión la que transformó la estructura de la información pública: mientras que los periódicos los lee si acaso el 10% de la población (en todo caso mucho más que hace 50 años), la televisión llega a casi todos los hogares del país: la opinión pública, y buena parte de la participación política democrática, se apoyan ante todo en su somero cubrimiento de los hechos de actualidad, en noticieros que tratan de alcanzar siquiera el 30% de la audiencia reforzando también la liviandad o el escándalo.  Desde mediados de los noventas se entra en otro proceso que puede llegar a tener un impacto similar a la llegada de la televisión en 1954: el auge de redes de comunicación entre computadores como Internet, que crece a ritmos impensados y alcanza ya la cota de presencia de los periódicos, aunque aún es marginal en la formación de la opinión y en el debate públicos. 

Con la urbanización, la educación y los nuevos se han transformado las costumbres y la vida cotidiana. A la naturaleza desafiante, a la selva para desmontar la ha ido remplazando la naturaleza como paisaje. A medida que crecieron las ciudades, los áridos pueblos de diseño español, con unos pocos árboles en la plaza, empezaron a creer en la arborización, a reproducir la “ciudad jardín” de los urbanistas europeos y sobre todo norteamericanos: avenidas con árboles, antejardines y luego parques ofrecieron a los menos favorecidos un contacto con la naturaleza perdida, mientras que las clases medias y altas buscaban con unánime ansiedad una finca de recreo para los fines de semana.[5] Los niños cambiaron sus juegos tradicionales –muñecas, rondas, escondites, carreras, bolas y cometas- por la televisión, los juguetes eléctricos y electrónicos, mientras que la quebrada o la plaza eran desplazados por un nuevo lugar de encuentro: el centro comercial. Para los jóvenes y adultos los grandes cambios fueron el sexo, más temprano y menos comercial,  y la televisión, que les permitió reemplazar la chismografía vecinal, más escasa en las anónimas ciudades, por el conocimiento de los amores, embarazos y separaciones de protagonistas y estrellas de telenovela o presentadores de noticiero.  

Los tímidos pasos iniciales del deporte organizado –hace medio siglo algunos pueblos tenían canchas de básquetbol, mientras que en las mangas o potreros de las ciudades los jóvenes aprendían el fútbol y en algunas canchas elegantes se jugaba tenis- se convirtieron en una verdadera estampida. El fútbol se volvió profesional hace un poco más de medio siglo, se construyeron estadios para el Caimán Sánchez o Chonto Gaviria, los partidos se tomaron la radio y luego la televisión. Igual transformación sufrió el ciclismo, que ganó sorpresivamente la atención nacional con la Vuelta a Colombia de 1948 y poco a poco se convirtió en espectáculo para la mayoría de sus aficionados, que no lo practicaban sino que lo oían en la radio o lo veían en la televisión.  

Inventariar los cambios en costumbres y vida diaria exigiría páginas y páginas. Una enumeración desordenada puede evocar algo de lo que ha cambiado. Las calles están llenas de gente vestida de colores, con bluyines y otras modas internacionales. La moda, que ha llevado a mostrar lo que antes se cubría –la pierna, el torso, el busto-, la cirugía plástica, las ilustraciones de la propaganda, subrayan la presencia de lo juvenil, mientras que la elegancia de las personas maduras ha dejado de tener vigencia. Han desaparecido casi del todo las ruanas, los sombreros, los paraguas de los señores y los chalecos, mientras que el tango, la ranchera, el bolero, el bambuco y el porro se oyen menos, en medio del triunfo del rock y del vallenato, de la balada y del trance. A finales de los años cuarentas la chicha se convirtió en señal de atraso e insalubridad: la cerveza la reemplazó en las celebraciones de campesinos, artesanos y obreros, mientras que el whisky, el vodka y el ron comenzaban a reemplazar el aguardiente colonial y el vino aparecía en las mesas de los que se consideraban modernos y sofisticados, cada vez más numerosos. Comer afuera se hizo más frecuente, por la popularización del pollo y luego el auge de pizzerías y restaurantes cada vez más exóticos y variados. Algunos de ellos han valorizado lo que se presume tradicional, como el ajiaco, la arepa con huevo y la bandeja paisa, mientras que la arepa logró industrializarse y entrar a los supermercados de todo el país. La marihuana arrabalera tuvo un breve auge y  animó la liberación cultural y política de los jóvenes universitarios de los años setenta y ochenta, pero parece haber declinado luego; la coca ganó alguna posición como estimulante de minorías pero su consumo, por fortuna, no ha ido al paso de su papel en la economía de exportación.  

Una mirada a las fotografías de este volumen permite comprobar las transformaciones tan fuertes que se han dado en el campo económico. La producción nacional creció en forma consistente durante todos estos años: Colombia estuvo menos sujeta a las crisis profundas que sufrieron otros países latinoamericanos, y solo durante unos pocos años (1996-2000) el producto por individuo disminuyó. Este crecimiento estuvo caracterizado por una profunda modificación de las estructuras de producción. En 1954 más del 50% de la población trabajaba en el campo y el 14% en la industria, mientras que el conjunto de los servicios empleaba al 29%. En 2004 la agricultura apenas da el 18% del empleo, la industria conserva una proporción similar, pero los servicios llegan casi al 50% de la población. Ya no es el campesino con su azadón el representante típico del trabajador colombiano, sino la empleada de de banco o de comercio sentada frente a una caja registradora o un computador. Ha aumentado mucho el empleo de las mujeres, ha disminuido algo el de los niños, mientras que se ha hecho más variado el mundo de los trabajos y profesiones. Creció también el número de personas que quieren trabajar y no encuentran un empleo, sobre todo entre los jóvenes, y el de los trabajadores informales. También entre estos el ingenio local transforma sin cesar las ocupaciones: hay talvez menos fotógrafos y secretarios callejeros, pero han aparecido los paseadores de perros y vendedores de productos cada vez más ingeniosos, mientras en las casas la venta de helados y el “se remallan medias” se ha reemplazado por  multitud de productos caseros que encuentran su camino a almacenes y tiendas, empanadas o muñecos, adornos o ponqués de toda clase.  

Todos estos cambios parecen contrastar con la trágica permanencia de niveles muy elevados de violencia en el país. Ni los avances sociales ni el desarrollo económico parecen haber hecho mucho para reducir unas tasas de muerte violenta que eran, a mediados del siglo XX, muy elevadas, y que siguen, a fines de siglo, entre las más altas del mundo.  Pero quizás la idea de que hay una continuidad tiene algo de engañosa. La violencia de origen político surgida a finales de los años cuarentas empezó a disminuir hacia 1954, y para comienzos de los setentas Colombia había alcanzado los niveles de muerte violenta de muchos países del tercer mundo. Pero a partir de 1975, y sobre todo de 1985, el país entró en una nueva fase de violencia estimulada por grupos políticos armados, reforzada por los recursos que genera el tráfico de cocaína y apoyada en las condiciones sociales y en el desempleo de zonas de colonización agraria donde se reclutan guerrilleros, traficantes y paramilitares.

No importa lo que cambie en los próximos años, el éxito de los procesos educativos y económicos, el resultado de los cambios constitucionales y legales tendrá que medirse por su capacidad para enfrentar este problema, el único que hace desesperar a veces a los colombianos por el destino de su país.  

Jorge Orlando Melo
Agosto de 2004
Artículo publicado en el libro De Sol a Sol: Cincuenta años de trabajo en Colombia, Bogotá. 2004

 

 Algunas cifras sobre  Colombia

 

1951

2004

Hijos por mujer

7

2,6 (2000)

Tasa de natalidad

4,7

2.6

Tasa de mortalidad

1,7

0.5

Tasa de mortalidad inf.  

12,3

2,5 (2000)

Esperanza de vida      

40.0 (1945)

71,6 (2000)

Estatura de pobl. de 21-25 (1950)

164,7

169,7 (2000)

Casas con energía eléctrica

25,8

94.0

Casas con acueducto     

28,8

         94

Casas con alcantarillado

>25

73

Cobertura servicios de salud

>20

54 (1999)

Cobertura educ. primaria

40

94

Cobertura educ. secund

30

76

Cobertura educ. superior

2

18

Habitantes (miles)

12.961

44.584 (2003)

% Población urbana

29,2

70,7 (1995)

Tasa de homicidios por 100000

35

55

Exportaciones totales(Millones US)

478

11657

Dólares exportados por persona

36

260

Pesos por dólar

2,56

2560

Salario en dólares

32

130

        Capacidad de compra de los salarios básicos 

 

1954

Unidades compradas con salario

2004

Unidades compradas con salario

Salario Mínimo

80

 

336000

 

Entrada a cine

1,5

67

8000

 44

Gaseosa

0,1

800

600

560

Camisa fina

9,5

11

30.000

11,2

Libra de Arroz

0,5

160

750

448

Libra de papa

0,2

400

600

560

Libra de azúcar

0,2

400

750

448

Aparato de radio básico

60

1.3

40000

8

Automóvil más barato

8000

0,010

25000000

0,014

 (Fuentes: Población y Desarrollo, CCRP, CEDE, Banco de la República y El Tiempo, 1954

 

[1] Arendt, Erich, Colombia: tierra de soledades, tierra del fervor, Leipzig: Kosmograph Verlag, 1957. 

[2] Currie, Lauchlin, Bases de un programa de fomento para Colombia, Bogotá: Imp. del Banco del la Rep., 1950.

[3] Romoli, Kathleen, Colombia: panorama de una democracia, Buenos Aires: Editorial Claridad, 1944.

[4] Ordóñez Plaja, Antonio, “Cambios de estatura en Colombia durante el presente siglo”, Desarrollo humano

Coyuntura Social (Bogota, 1992). No 6,  p. 141-148  y Adolfo R. Meisel y Margarita Vega A, “La estatura de los colombianos: un ensayo de antropometría histórica, 1910-2002”, Cuadernos de Economía Regional No 45, Bogotá 2004, en http://www.banrep.gov.co/docum/Pdf-econom-region/Documentos/DTSER-45.pdf

[5] Un buen índice de esto es el cambio de los cerros de Bogotá, casi totalmente despoblados hace medio siglo y hoy muy reforestados.

 

 

 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
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