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Montaigne en el día del maestro

 

Para Aristóteles lo que caracteriza al hombre es el uso de la razón, y por eso lo definió como animal racional. Sin embargo, también los animales muestran algunas formas de razón: los primates, por ejemplo, resuelven problemas, usan herramientas, escogen entre conductas distintas con base en la información que tienen y la evaluación de sus posibles resultados.

Pero hay algo en lo que los seres humanos y los animales son radicalmente diferentes, y es que las nuevas generaciones de animales son siempre iguales a las antiguas: el mono de hoy resuelve sus problemas exactamente como lo hacían sus ancestros de hace 50 o 100 generaciones. Los hombres, por el contrario, somos siempre distintos a nuestros antepasados.

Y lo somos, precisamente, por haber tenido esos antepasados: porque convertimos su experiencia, su vida, sus pensamientos y sus formas de ser, en parte de nuestra propia vida. Somos siempre nuevos porque nos apoyamos en ellos. Desde niños estamos sometidos a un aprendizaje en el que las generaciones anteriores nos enseñan cómo vivir, nos advierten de los peligros que podemos atravesar, nos dicen qué debemos hacer y qué no debemos, qué podemos hacer y qué no. El cachorro humano nace con muy pocas reglas, con un manual de funcionamiento muy restringido. Su sistema operativo tiene pocas instrucciones, a diferencia del de los animales, cuyos instintos preinstalados les indican cómo deben reaccionar en cada situación.

Pero el hombre tiene una característica especial: está diseñado para aprender. Esto quiere decir que puede recibir mucha información de fuera, que la puede acumular y procesar. Sobre todo tiene, para recibir y dar información, la palabra, y a los pocos meses ya es capaz de entender el no con el que los padres le dicen que algo puede tener consecuencias dañinas o traer un castigo. Y apoyado en ese dispositivo de entrada y salida que llamamos palabra, el hombre inventó, hace cuatro o cinco mil años, un sistema de registro que le permitió recibir no solo la información oral de los hombres presentes, de sus padres y compañeros, sino de todas las generaciones anteriores y de todos los contemporáneos, por alejados que estuvieran.

Desde que el ser humano aprendió a escribir, la posibilidad de registrar, guardar y aprender de las experiencias de otros aceleró el ritmo de cambio en la sociedad. En las comunidades sin escritura las nuevas generaciones deben aprender de la experiencia vivida de los padres, que han encontrado formas eficaces de conseguir los alimentos, que conocen las técnicas de caza y pesca, que saben sembrar de cierta forma. Salirse de los caminos conocidos es arriesgado y puede amenazar la supervivencia del grupo. Estas sociedades son esencialmente conservadoras: no pueden experimentar mucho, porque un experimento que de malos resultados no puede, en muchos casos, repetirse, pues todos pueden haber muerto por culpa del ensayo fallido. Por eso sus rituales buscan ante todo hacer que las cosas se hagan como se han hecho antes y crear mecanismos que permitan guardar la memoria casi inalterable de mitos, creencias y formas de actuar.

Al aparecer la escritura, todo resultado apropiado se puede conservar, todo error se puede corregir, y es posible comparar experiencias alejadas en el tiempo y en el espacio. La información sobre la relación entre el tiempo y las cosechas, las inundaciones y las estaciones, registrada en las primeras astronomías, por ejemplo, crea el milagro tecnológico de la antigüedad, la agricultura con riego de Mesopotamia y Egipto, porque aparece la posibilidad de tener en cuenta, para obrar, lo que han vivido las generaciones anteriores: la experiencia de la historia. Palabra, escritura, historia, existen pues porque el hombre no viene programado para producir resultados a partir de la información externa, sino que está programado para aprender, es decir para crear e inventar, a partir de lo que capta afuera, formas nuevas de actuar y nuevos conjuntos de reglas y procedimientos.

He presentado la anterior metáfora, que es tiempo ya de abandonar, simplemente para apoyar la comprobación que hacemos cada día: que la educación, la enseñanza, el aprendizaje, son el núcleo de la experiencia humana, porque son la forma de entregar la cultura, todo el saber acumulado durante milenios, a los nuevos hombres

Ya los griegos advirtieron que había muchas maneras distintas de introducir las nuevas generaciones a la experiencia humana, y empezaron a convertir la educación en una preocupación especial de los dirigentes de la sociedad y de los pensadores, y a dedicar un período de la vida del hombre para tratar de enseñarle, en lugares especiales que complementaban lo que aprendía en casa, lo que necesitaba saber para la vida. Escuela, liceo, gimnasio, esos sitios donde hoy ejercitamos la mente y el cuerpo y aprendemos lo que han hecho las generaciones anteriores –las ciencias, las técnicas, la literatura, los mitos religiosos, el lenguaje- son palabras inventadas por los griegos, como lo es la palabra pedagogía o la que nos indica el sitio donde se recoge el saber del pasado que debe estar disponible para los nuevos seres humanos: la biblioteca

En esos dos mil quinientos años desde que aparecieron las primeras instituciones educativas dedicadas a la formación de los futuros ciudadanos, ha habido cambios substanciales, pero también se han mantenido elementos constantes. Todavía la esencia de la escuela es la misma: un maestro que trabaja con un grupo de estudiantes, les da información, los pone a hacer diversas clases de ejercicios, y trata de saber qué tanto han aprendido. En muchas partes, la escuela sigue muy parecida a la de Grecia, y se basa en la palabra del profesor, pero desde la Edad Media a hoy se ha apoyado sobre todo en los libros, y actualmente está poniendo sus esperanzas en el computador como instrumento fundamental de ayuda.

Durante la Edad Media la educación formal se concentró en formar sacerdotes, pues la sociedad valoró sobre todo la preparación para la vida eterna, y dejó casi todo el aprendizaje para esta vida a cargo de la familia. Pero poco a poco, en la misma Edad Media y después en el Renacimiento, volvieron los ideales clásicos y la educación se fue extendiendo hasta que, a partir del siglo XVIII, se convirtió en un elemento casi natural de nuestra cultura la idea de que todos los hombres deben ir a la escuela.

Y en estos 200 años, el tiempo de la vida que se pasa en la escuela ha aumentado rápidamente. Dos o tres años, en el siglo XVIII, bastaban para aprender  religión, escritura, lectura y aritmética, aunque algunos pocos gastaban en colegios y universidades 10 o 15 años. Hoy sentimos que una sociedad no está bien ordenada si no ofrece a sus niños la posibilidad de ir a la escuela, desde el preescolar hasta el grado universitario: prácticamente estamos dedicando 20 años de la vida a conocer los elementos de la cultura que se consideran importantes para vivir y para ejercer un oficio.

Por esto mismo una parte importante de la sociedad se dedica a atender esos 20 años de vida: los maestros, que eran un pequeño grupo en la Colombia del siglo XIX, son hoy probablemente la profesión liberal más numerosa del país. En 1871, 1 de cada 40 colombianos era un estudiante; hoy 1 de cada 4 asiste a una institución educativa. En 1871, por cada 1000 agricultores empeñados en producir la comida para los colombianos, apenas tres maestros alimentaban el cerebro de sus rústicos compatriotas, mientras que hoy, por cada 1000 agricultores hay por lo menos 200 maestros, y sería difícil calcular cuántos otros colombianos están dedicados a apoyar este esfuerzo construyendo colegios y bibliotecas, imprimiendo libros y produciendo equipos para las instituciones educativas.

Un momento clave en la evolución de la educación en Occidente fue el Renacimiento, pues muchas de las ideas que consideramos modernas surgieron o se aceptaron entonces. No es exagerado decir que en el Renacimiento el pensamiento occidental definió muchos de los valores centrales que se impondrían en los cinco siglo siguientes. La sociedad medieval, basada en la pertenencia a la comunidad, que estimaba la salvación del alma por encima de los objetivos mundanos, que sometía la política, la economía y la cultura a los valores religiosos, fue desplazada poco a poco por una sociedad esencialmente laica, en la que la religión pertenece cada vez más a la vida privada, y el Estado y los valores sociales  seculares influyen tanto o más que ella en la conducta de los individuos.

Hoy los hombres creen que deben conseguir la felicidad en este mundo, que son libres de buscar la verdad usando su propia razón, fundamentalmente a través de la ciencia y la técnica, sin someterse a la autoridad de los demás. Individualismo, razón, libertad, democracia, confianza en la ciencia y la tecnología, son ideales que se han hecho universales en los últimos 500 años y que contrastan con la sociedad comunitaria, religiosa, autoritaria y monárquica de la edad media, en la que el conocimiento estaba centrado en la teología y había que aceptar la vida en un valle de lágrimas

Un hombre que puede presentarse como ejemplo central y como artífice de esta transformación es Michel de Montaigne, de quien publica la Universidad Eafit los Dos ensayos sobre la educación que hoy se entregan a sus docentes. Durante casi veinte años, entre 1572 y 1588, Montaigne, dedicó buena parte de su tiempo a reflexionar sobre sus experiencias y se entregó al “ensueño de escribir”. Lo que escribía ya era novedoso: hablaba ante todo de él mismo. ¿Qué pienso, cómo soy, cómo reacciono a las cosas, qué me pasa, qué me emociona, qué me gusta, a qué le tengo miedo?.

Puede parecer inconcebible, pero desde San Agustín, en el siglo IV, hasta Montaigne, escribir acerca de uno mismo, excepto en la forma indirecta de los poetas que aludían a sus amores, era casi impensable. Los libros, copiados a mano hasta 1450, eran demasiado importantes y valiosos para gastarlos con un tema tan anodino como la vida privada de un individuo. Se escribían biografías de santos y de reyes, o libros de filosofía y teología, cada vez más elaborados, más organizados, más sistemáticos, en los que se debatían las verdades de la fe con argumentaciones formales y rígidas: la filosofía escolástica había sido la forma dominante del pensamiento en los cuatro siglos anteriores a los Ensayos, y se basaba en la aceptación, por criterio de autoridad, de las verdades de la fe y de los principio de Aristóteles, aceptado como guía de todo conocimiento. Pensar era ante todo reelaborar el conocimiento antiguo, tratando de darle mayor solidez y firmeza. Mirar la naturaleza, mirar al hombre mismo era excepcional, algo a lo que solo se animaban los poetas. Ir a la escuela era entrar a una institución autoritaria, a una prisión violenta donde se enseñaban los idiomas de la antigüedad, griego y latín, para poder leer los textos de los filósofos y teólogos, y aprender las reglas de la argumentación escolástica.

Y en esta sociedad, los debates sobre teología y religión tenían consecuencias graves: en los mismos años en los que Montaigne se puso a escribir sus ensayos, casi toda Europa estaba en guerra y los creyentes iban a la guerra a nombre de diferentes interpretaciones del libro sagrado. En Francia las luchas entre los creyentes en una u otra forma de entender la Biblia, entre los defensores de la predestinación divina o del libre albedrío, de la gracia o las buenas obras, fueron terribles y sangrientas. El Estado trató a veces a apoyar a uno u otro de los combatientes, y otras de establecer formas de convivencia tolerante, pero Montaigne veía que el Estado de su tiempo era impotente, incapaz de imponer la justicia y la paz, de superar la más intolerable impunidad –muchas veces porque era cómplice de alguno de los bandos-  y que reaccionaba a su impotencia haciendo más y más leyes, lo que estimulaba a los abogados para crear un mar de interpretaciones contradictorias y abundantes que no hacían más que ampliar la impunidad y el desorden.

Frente a este mundo, Montaigne prefiere retirarse a su biblioteca, que nos describe con tanto afecto, a leer y escribir, mientras deja a los políticos la terrible tarea de gobernar, una tarea que cree que corrompe inevitablemente, al menos en años tan difíciles: “el bien público exige, dice en tono de decepción, que se traicione, que se mienta y se masacre”.

En esta sociedad en vilo, Montaigne lee los autores de la antigüedad, sobre todo a Séneca y Plutarco, conversa con sus amigos, y pone por escrito sus reflexiones, al ritmo de sus lecturas y de sus estados de ánimo. Rompe con los modelos de escritura anteriores: no está escribiendo un tratado, un estudio ordenado y sistemático. No, cada vez que se sienta en su escritorio comenta sus experiencias, recuerda alguna historia que ha leído, la conversación con un amigo, una anécdota, algo que ha visto, y a partir de estas experiencias reflexiona sobre la vida, la muerte, el amor a los libros, el gusto por la conversación, sus experiencias amorosas, sus amigos. No le importa repetirse, volver, dos o tres años después, a discutir un tema ya tratado y tampoco lo molesta contradecir lo que ha afirmado antes: su escritura es una forma de ir caminando por la vida, una búsqueda, un tanteo, un ensayo.

En este ejercicio Montaigne revela una manera de ver las cosas, una forma de pensar muy distinta de la que predominaba en la Edad Media. Así como es uno de los primeros en subrayar su individualidad, su manera propia de ser, y en darle valor, expresa también una visión escéptica del mundo y de la verdad. Cree, por supuesto, que la verdad existe, pero no considera que ninguna persona pueda estar seguro de haberla alcanzado: el mundo es demasiado complejo, variable y contradictorio para que uno pueda capturarlo en su espíritu. Nadie puede estar seguro de haber llegado al conocimiento final.

Y si es así, la prepotencia de los que creen tener la verdad, e incluso están dispuestos a matar a nombre de la verdad, a hacer guerras o mandar a los herejes a las hogueras, le parece una locura inaceptable. Su obra es una defensa de la tolerancia, de una búsqueda sin dogmatismos de la verdad, acompañada de la conciencia en los límites propios. Y es al mismo tiempo una obra que subraya la diversidad del mundo y de la realidad. Nada hay igual en el mundo, donde no es siquiera posible encontrar dos huevos iguales. La ciencia basa muchas de sus pretensiones en dejar de lado precisamente la riqueza y variedad del mundo, y por eso, más que recitar lo que enseñan los eruditos, lo que debe hacer el hombre verdaderamente sabio es aprender a observar la realidad, a buscar la verdad en sí mismo, en los hechos y en la naturaleza y no en las definiciones de los filósofos y los sabios. Ni siquiera cuando hablamos del hombre podemos estar seguros de poder describirlo y definirlo, pues su variedad lo hace siempre un objeto escurridizo, que se escapa como agua entre nuestros dedos: “En verdad, si hay algo maravillosamente leve, cambiante y ondulante, es el hombre, y sobre él es difícil decir algo constante y firme.”  Toda esta actitud, este contraste continuo entre la sensación de un mundo lleno y un conocimiento limitado y estrecho, lo lleva a dudar permanentemente, y a considerar que la ciencia no es tan importante como la actitud hacia el conocimiento y la capacidad de pensar con independencia y de vivir dignamente.

Y esto nos trae a los temas educativos: Montaigne anticipa casi todas las teorías modernas de la educación (que a veces no hacen más que convertir en fórmulas universales, unilaterales y pretenciosas algunas verdades parciales enunciadas por él). En su meditación sobre las condiciones de la educación de su época se lanza contra lo que considera un sistema pedagógico estéril e improductivo, y propone una educación libre, activa, basada en la experiencia, que busque que el estudiante aprenda a averiguar pero no se envanezca con el saber y el conocimiento.

No voy a entrar en detalle sobre lo que Montaigne dice sobre los asuntos de la educación. Ustedes podrán leerlo, y estoy seguro de que lo disfrutarán, después del inevitable esfuerzo de acomodarse a una forma de escritura algo inesperada, en la que parece que uno no camina por una acera pavimentada sino por un prado lleno de senderos irregulares, de vueltas y recovecos insólitos, de montículos, arroyos, flores y otros amables obstáculos. Pero vale la pena al menos recordar cuales son las obsesiones principales del autor.

Lo primero que subraya es que no hay fórmulas seguras para educar: maestros y alumnos son tan diferentes que lo que en unos casos tiene resultados fracasa en otros.  Cada maestro tiene que inventar continuamente y por si mismo su forma de educar, y lo que importa no es tanto lo que sepa el maestro, sino qué tan bien sepa las cosas y sobre todo cuáles son sus cualidades personales, pues gran parte de la educación depende, no en el discurso, sino de la práctica, el ejercicio y el ejemplo. Es preferible “un maestro con la cabeza bien puesta que con una cabeza llena”, uno que se destaque por sus “costumbres y la capacidad de juicio” más bien que por su conocimiento.

La educación, insiste, es para la vida. Lo que importa no es la ciencia ni el conocimiento, que son solo herramientas y adornos. No hay que aprender muchas cosas, sino aprender a juzgar, desarrollar las capacidades del entendimiento, y desarrollarlas para aprender a vivir, lo que incluye disfrutar de lo que la naturaleza nos ofrece. Su misma idea de la virtud  rechaza la visión tradicional represiva: la virtud que debemos lograr es una virtud placentera y no malencarada, que nos permita gozar la vida, incluso las voluptuosidades del cuerpo, con placeres que justamente pueden ser más duraderos y amables si no se dejan llevar al desasosiego de los excesos: lograr una virtud placentera y un placer virtuoso parece ser uno de los puntos centrales de su ideal moral.

El maestro, además, no debe forzar al  alumno y someterlo a exigencias rígidas: este debe aprender a su ritmo, con placer, siguiendo su naturaleza, y el maestro debe conocer y respetar esa naturaleza. Todo lo que sea erudición y despliegue de saber le parece pura pedantería. Nada debe aprenderse para exhibirlo o repetirlo. Buena parte de la ciencia de su época le parece inútil, puro juego exhibicionista. Se queja, como podríamos quejarnos hoy, de que hay más libros que son comentarios de libros y comentarios de comentarios que estudios sobre las cosas mismas.

El conocimiento sirve en la medida en que lo hacemos propio, pues, como dice en sus animadas metáforas, saber algo simplemente para poderlo repetir alimenta tan poco como la comida que lleva un pájaro en la boca para entregarla a otro, o como la carne que se devuelve entera después de comerla, sin haberla digerido. El que realmente aprende algo lo tiene que convertir en algo propio, y en ese momento ya no importa de dónde provenga: el conocimiento real es como la miel, en la que yo no puede distinguirse el tomillo o la mejorana de dónde la abeja sacó sus elementos.

Señal de que el saber no se ha digerido es la pedantería en el lenguaje. Montaigne insiste: la prueba de que se domina un tema, de que se le comprende realmente, es poderlo explicar en forma clara. Hay que buscar hablar en forma simple, sin palabras alambicadas ni difíciles, sin ese gusto de que se apoderado de su época, y que hace que hasta las mujeres hablen en sabio cuando hacen el amor. Quisiera, dice, tener un idioma como el que se habla en los mercados de Paris. Cree que los discursos difíciles de entender lo que muestran no es que la persona tenga dificultades para expresar algo bien pensado: es que no ha logrado pensarlo bien. “Al ver como tartamudean en el momento de dar a luz sus ideas, se descubre que el problema no está en el nacimiento sino en la concepción misma de las ideas”.

La fuente del conocimiento debe ser la experiencia, el mundo, la vida. Los libros por supuesto, son esenciales, porque nos ponen en contacto con los hombres valiosos de otras épocas, pero no pueden reemplazar el contacto con la naturaleza, con los amigos, con los otros seres humanos: allí es donde aprendemos lo que es realmente importante.

Por último quiero destacar su insistencia en que lo que importa es ser un hombre de bien, ser un hombre virtuoso. Para Montaigne era un escándalo que, en medio de una sociedad desgarrada, las escuelas se entretuvieran llenando la cabeza de sus alumnos de más y más conocimientos y no los prepararan para actuar honestamente en un mundo difícil, no les enseñaran siquiera a decir siempre la verdad. Pero sabía, como lo sabemos hoy, que no es posible formar el juicio moral, el juicio práctico, la virtud de nadie con sermones que apenas se memorizan. Creo que uno de los mayores desafíos de los maestros de hoy es encontrar como preparar a sus estudiantes para que al entrar al mundo del trabajo y de la vida tengan la capacidad de resistir a las tentaciones de la corrupción, el engaño y la violencia. Vivimos en un país en el que muchas de las personas que han salido de escuelas y universidades aceptan beneficiarse del saqueo de los recursos públicos, apoyar o justificar a alguno de los grupos violentos que nos ofrecen sueños de justicia o seguridad, usar tramposamente los sistemas electorales, engañar a la justicia, falsear documentos, apropiarse de los bienes de otros, utilizar medios indignos para lograr fines valiosos. Siempre ha habido pícaros y bandidos, pero es inquietante que nos acostumbremos a los niveles de delincuencia elegante de hoy, o que los enfrentemos, como en la época de Montaigne, con montañas de leyes y con discursos moralistas que no producen ningún cambio en la cultura real de las personas. ¿Será posible encontrar respuesta a lo que inquietaba a nuestro autor e inventar formas eficaces para que la Universidad contribuya, en su práctica diaria, con el ejemplo cotidiano de los maestros, a crear en sus estudiantes un compromiso de honestidad y decencia para toda la vida?

Montaigne habló en los Ensayos ante todo de sí mismo y siento que eso me autoriza para concluir esta presentación hablando algo de mí, y evocando a un maestro que hoy 15 de mayo estaría celebrando su cumpleaños. Soy de una familia de maestros. Una tía, Enriqueta González Mejía, a la que todos conocíamos como “la maestra”, enseñó durante más de 50 años en San Pedro, un pueblo de maestros que, me parece, figuró en el censo de 1951 como el único municipio del país sin analfabetas. La escuela de este pueblo lleva el nombre de otra tía, Gabriela González de Múnera, porque 12 de sus hijos fueron maestros. Otro tío, Conrado, fundó con Miguel Roberto Téllez el Instituto Jorge Robledo, y después el Conrado González Mejía, asociado con otro de mis tíos, Humberto González Mejía, también educador de toda la vida y fundador de otros colegios, como el Colegio Horizontes. Decenas de mis primos y primas son maestros, y seis o siete de mis hermanos lo son o lo han sido, como yo mismo.

Pero me estoy refiriendo a mi padre, Moisés Melo Gutiérrez, que vino a Medellín invitado por Miguel Roberto Téllez, el gran educador santandereano, y enseñó en varios colegios hasta que, después de trabajar más de 30 años, se jubiló. Al poco tiempo se le notaba la depresión y el súbito envejecimiento: volvió entonces a dar clases y a dirigir colegios y recuperó su ánimo y su entusiasmo. Me enseñó a leer, a los cuatro años, con un método intuitivo que el mismo había inventado. Era conservador, y como Montaigne, no ponía sus esperanzas en cambios o revoluciones políticas. Pero también como Montaigne, no creía que las ideas se pudieran imponer: lo importante era que el discípulo se formara sus propias ideas, y las adoptara por convicción, y no por interés, sumisión o apariencia.

Cuando yo estaba en los últimos años de bachillerato asistí a un congreso de prensa estudiantil aquí en Medellín, y voté contra una proposición que me pareció intolerante: la que decía que la asociación de periódicos estudiantiles que estábamos creando sería católica. El principal periódico de la ciudad denunció en primera página nuestro voto como un acto de saboteo comunista. En los púlpitos varios sacerdotes se preguntaban cómo podía dirigir un importante colegio de la ciudad, el Liceo Marco Fidel Suárez, un educador que había mostrado que no era capaz de educar bien ni siquiera a su propio hijo. Mi abuela, en San Pedro, debió llorar algunas noches, y cuando fui a visitarla, unas semanas después, traté de consolarla:

-Me imagino que se ha preocupado mucho, abuela, con ese cuento de que yo soy comunista.

-¿Comunista?- me contestó- que descanso, mijito, yo había entendido que se había vuelto protestante!

Sus intolerancias pertenecían a otras épocas.

Pero mi padre, a pesar de que probablemente vivió una situación difícil, y aunque se publicó un libro contra él, llamado De la dictadura al comunismo, en el cual aparecía como un maestro tolerante del comunismo y en el que yo aparecía como prueba, nunca me hizo el menor reproche y me dio todo su respaldo. Era un maestro convencido de su trabajo, fanático únicamente en su convicción de que no había tarea más importante que desarrollar la inteligencia y la honestidad de sus alumnos, pero un maestro respetuoso y tolerante. Por eso, quiero recordarlo hoy, e incluirlo, en el día de los maestros, en el mismo día en que él habría celebrado su cumpleaños, en el homenaje que hacemos a todos los educadores, a los maestros de Eafit, al entregarles este bello texto de uno de los grandes maestros de todos los tiempos.

Jorge Orlando Melo
Medellín, 15 de mayo de 2008

 

 

Conferencia con ocasión del día del maestro, leída en la Universidad Eafit, al entregar a todos sus profesores el libro de Michel de Montaigne, Dos ensayos sobre la educación, (Medellín, 2008), traducido por Jorge Orlando Melo.

La conferencia comenzó con el siguiente texto de agradecimiento:

«Me complace participar en esta ceremonia en homenaje a los maestros, porque estoy convencido de que la educación es la más importante de las actividades humanas, y la que puede producir una gratificación mayor. Una razón para ello es que en la educación lo que uno da no deja de tenerlo, y mientras más reciben los estudiantes, más tiene el profesor. Muchos de los sueños de equidad social buscan que quienes tienen más riquezas o más bienes, los compartan con los que tienen menos, por generosidad o por obligación legal. Pero estos esfuerzos generalmente fracasan, pues quienes tienen algo se resisten a perderlo: lo que cedan a otros es algo que dejan de tener, y por eso ven en las medidas de igualdad social una violencia inaceptable, y se oponen con vigor a ellas.

Pero en la educación no es así. Si trato de que mis alumnos aprendan y dominen los conocimientos que yo tenía antes, probablemente al final del proceso sabré mucho más que antes, porque voy aprendiendo a medida que enseño, recibo mientras doy, y además mi conocimiento vale más porque existe un grupo nuevo de gente que lo comparte, lo entiende y lo reconoce. Mientras más haya dado, más tengo. Lo educación es en esto como el amor, si creemos lo que Julieta le dice a Romeo: “Mi riqueza es infinita y mi amor tan profundo como el mar: mientras más te doy, más tengo”.

Y por eso, la educación (lo mismo que la cultura) es modelo de equidad social, porque hace que desaparezca la desigualdad que está al comienzo. Antes de empezar su tarea, el maestro sabe algo que los estudiantes ignoraban. Si el maestro es bueno, al terminar su trabajo esa diferencia ha desaparecido y todos saben lo que antes sólo uno sabía. En el proceso de educación, dar es siempre recibir y enseñar es lograr que quienes eran desiguales se conviertan en iguales. Y mientras mejor sea el otro, mejor es uno mismo.

Agradezco, pues, a la Universidad Eafit esta oportunidad para leer un texto sobre un hombre que reflexionó con persistencia y penetración sobre estas cosas de la educación».

 

 
 
 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
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