Principal

Columnas de prensa

Textos:

Historia de Colombia

Antioquia y Medellín

Política

Paz y Violencia

Derechos humanos

Cocina y alimentación

Periodismo

Literatura

Lectura y Bibliotecas

Ciencia e investigación

Educación

Política Cultural

Indice general de textos

Referencia:

Reseñas de libros

Documentos históricos

Listas y bibliografías

Jorge Orlando Melo:

Textos biográficos

Hoja de vida

Entrevistas

Contacto

Enlaces recomendados

Buscar

 

 

Novelas colombianas con biblioteca

Una breve antología, de Manuel María Madiedo a Germán Castro Caycedo

 

Las bibliotecas colombianas han sido usualmente pocas, pobres y tristes. La literatura no las ha embellecido mucho: son raras las novelas en las que aparecen bibliotecas o bibliotecarios atractivos. A continuación, sin mucha elaboración, transcribo algunas menciones de bibliotecas que aparecen en la literatura colombiana. Debe haber algunas más, pues sólo he leído una fracción de las casi 2500 novelas y relatos extensos que se han escrito en el país desde 1843 a hoy.

La estadística hasta ahora es simple: sólo he encontrado ocho referencias a Bogotá , y dos a Medellín. Hay una mención de paso a una Biblioteca Nacional, pero no se dice donde es la biblioteca. No he encontrado nada sobre Cali, cuya Biblioteca del Centenario es probable que aparezca en alguna obra de ficción.

En Bogotá hay cinco menciones a la Biblioteca Nacional (Madiedo, Soto Borda, Osorio Lizarazo, Vallejo, Philip Potdevin) y tres a la Luis Ángel Arango (Tomás González, Vallejo, Bechara Navratilova). Transcribo los textos respectivos. No tengo en cuenta las narraciones que no se han publicado en papel: esto quiere decir que omito dos obras más, publicadas en  la red de Internet, en las que aparece la Luis Ángel Arango. Una novela (Más allá de la noche, de Germán Castro Caycedo) se refiere a una de las bibliotecas de BIBLIORED, la de Tintal, y tiene como personaje a una bibliotecaria, y esto hace que haya referencias a las bibliotecas (del Tintal y Virgilio Barco) a lo largo de todo el libro. Es la única novela que en la que la biblioteca y su gente está realmente en primer plano, y me limito a extraer algunos de sus apartes más reveladores, como la sorpresa por el hecho de que todo sea gratis. En Medellín hay una descripción de la Piloto (Fernando Vallejo) y una de la biblioteca del Liceo de la Universidad (Abelardo Ventura, seudónimo de Juan Bautista Posada Zea ). Ambas muestran el amor adolescente por los libros, enloquecido y comparable en sus sufrimientos y placeres al amor por las muchachas o los muchachos.  En la segunda hay una imagen irónica de Gonzalo Arango, el fundador del Nadaísmo. En Cosme, la novela de José Félix Fuenmayor ambientada en una ciudad innominada que refleja la vida de Barranquilla, se menciona la Biblioteca Nacional, pero no se dice en que ciudad está. Los relatos de Potdevin describen un "infierno" en la Biblioteca Nacional, a semejanza del "infierno" que tiene desde la década de 1830 la Biblioteca Nacional de Francia, en el que se guarda la literatura erótica. En Chapolas Negras, Chapola describe brevemente la Biblioteca Nacional y con algo más de detalla la Luis Ángel Arango.

Una mención es del siglo XIX (Madiedo), tres de la primera mitad del siglo XX (Soto Borda, Fuenmayor y Osorio Lizarazo), seis de la segunda mitad del XX (González, Vallejo (2), Potdevin, Bechara y Ventura) y una del siglo XXI (Castro Caycedo). Cuatro autores son bogotanos, uno cartagenero, uno caleño, uno barranquillero y tres antioqueños.

Los extractos reflejan en algunos casos el estado real de las bibliotecas. Madiedo presenta la Biblioteca Nacional como el sitio más solitario de la ciudad, un lugar al que no va nadie y donde no se consigue nada que valga la pena: lo que tiene son libros de teología que nadie quiere ver. Esta novela tiene otros personajes extraordinarios: un terrateniente godo empeñado en acabar con los libros prohibidos por la iglesia, que los compra y hace quemar, hasta que su hija, inteligente y despierta, le dice que mientras más compre, más libros prohibidos van a imprimir. Su bibliotecario no parece muy diferente del que describe, como un personaje real, don José María Samper.

Para el personaje de Soto Borda, un cachaco bogotano ocioso, la Biblioteca Nacional, a comienzos del siglo XX, es un sitio de refugio y pasatiempo ocasional, y se menciona de paso, entre muchas actividades de Pelusa, el amante de todo lo gratis. Para el protagonista de la obra de Osorio Lizarazo la biblioteca tiene un significado muy fuerte: una persona del pueblo, sin educación, descubre la lectura allí, se forma como autodidacta, y llega a ser periodista. Pero termina deseando cometer un acto extremo, matando lo que más ama. Decide entonces quemar la Biblioteca Nacional, pero finalmente el objeto de su gesto se desplaza y mata a su amante.  Supongo que los psicoanalistas podrían encontrar mucho que sacar de este curioso texto, que puede relacionarse con otras obras de la literatura universal. El personaje es autodidacta, como uno de los lectores de la biblioteca que aparece en La Náusea, de Sartre. Y como los personajes de Notas del Subsuelo, de Dostoievski, y de “Eróstrato”, uno de los cuentos reunidos en El Muro de Sartre, se siente impulsado a cometer un crimen arbitrario. Este cuento fue hecho película por Luis Ospina y Mayolo en 1970, con el nombre de Acto de Fe. La más curiosa coincidencia es que la única mención que he encontrado de las bibliotecas de Bogotá en una obra de ficción extranjera se refiere también a su quema: En Fantomas contra los vampiros internacionales, una especie de cuento parodia de Julio Cortazar, se incendia la biblioteca de Bogotá (y Susan Sontag, tan amiga y admiradora de las bibliotecas de esta ciudad, es víctima de un atentado y le parten las piernas).

Otros escritores han mencionado las bibliotecas, entre ellos tres viajeros extranjeros. Isaac Holton describe la Biblioteca Nacional a mediados de siglo y destaca la contribución de Anselmo Pineda a sus colecciones. Pierre D’Espagnat, un viajero francés de fines del XIX, se sorprende con la biblioteca pública que fundaron Tomás Carrasquilla, Francisco de Paula Rendón, Justiniano Macías, Ricardo Olano, Arango, Miguel Moreno de los Ríos y otros intelectuales de Santo Domingo. La otra mención, al paso, es la de Christopher Isherwood, en la narración de su viaje a esta ciudad: encuentra a Bogotá llena de librerías, y atribuye esto, con un non sequitur inmenso, a que no hay bibliotecas. ¿Cerramos las de hoy, para ver si florecen las librerías? Trascribo, en todo caso, las tres menciones. Por otra parte, don José María Samper, según cuenta en sus memorias, logró que el bibliotecario don Vicente Nariño, hijo de don Antonio, le regalara la colección de prensa inglesa de la Biblioteca Nacional, para venderla al peso. Le hicieron creer que usarían todo ese papel para hacer globos inmensos que entretendrían al pueblo bogotano.

Las dos descripciones de la Luis Ángel Arango presentan los rasgos de una biblioteca real. La de Tomás González caricaturiza la rigidez de la biblioteca desde su fundación hasta mediados de  los ochenta: los años en los que uno tenía que sentarse en la silla que le asignaban, dejar una cédula a la entrada y manejarse muy bien. La de Vallejo -cuyo libro es una biografía y no una novela- caricaturiza la oleada de público que la invadió en los noventa, su rápida tecnificación y evoca el video en el que se enseñaba, a quienes no sabían lo que era un computador, como manejar los aparatos instalados en 1990. En todo caso, en estas dos obras la biblioteca es un sitio donde realmente se va a leer, a conseguir información, o a hacer alguna investigación, como la del protagonista de Chapolas Negras. La mención de Bechara es trivial, pero hace una condensación curiosa: habla de la “Biblioteca Nacional Luis Ángel Arango”, convirtiendo las dos instituciones en una sola.

Las bibliotecas de BIBLORED (Tunal y Barco) están mencionadas en una sola novela, pero esta es la primera que tiene una biblioteca como escenario principal de la obra.

ANTOLOGÍA 

Manuel María Madiedo, Nuestro siglo XIX [1848, publicada por primera vez en 1868-69]

… Pero bien: yo deseo que nos vamos a un lugar solo, donde podamos hablar con confianza de mi asunto

-Corriente, repuso Julio; conozco un lugar sumamente propio para el caso: la biblioteca. Es el lugar más desierto que conozco en la capital; en la calle más solitaria se ve de tiempo en tiempo pasar alguno, en fin, los perros siquiera. Pero en la biblioteca, fuera del bibliotecario, que parece todo un buen cristiano, aquellos buenos libros no son visitados sino por los ratones, i eso acaso a la media noche. Es verdad que allí suele aparecer, como un cometa, uno y otro de esos estudiantes… que no tienen libros en que pasar la conferencia, ni bastante confianza con sus discípulos para leerla con ellos, i van allí a medio repasar a la carrera algo del Sala o de Constant, pero hoy es día de holganza; porque como sabes, el día de mercado, i a esta hora, la cárcel tiene más atractivo que el colegio para los estudiantes.….

- Bien, pues, a la biblioteca, repuso Pepe-

Muy pronto se encontraron nuestros dos amigos con el señor bibliotecario, quien los recibió cortésmente, interrumpiendo un instante la lectura de algunos periódicos que tenía en las manos, i presentando a Julio el índice del establecimiento. Trocadas algunas frases de urbanidad, nuestros seudo-lectores se dirijieron hacia el fin del salón de la biblioteca, procurando alejarse del único testigo que había en aquel lugar; el cual parecía ocuparse tanto de ellos como de las barbas del gran señor de Constantinopla.

[…..]

Mezclóse a ese diálogo, i cuando menos lo pensaban, la voz del bibliotecario, diciendo:

-Caballeros, voy a cerrar, es hora de comer. ¿No han encontrado ustedes ninguna obra de su agrado?

-¿Tiene usted la historia de la revolución de Francia por Thiers? repuso Pepe

-No señor.

-Don Francisco Martínez de la Rosa?, don Ángel Saavedra?, Lord Byron?, Helvecio? Voltaire? Rousseau? Walter Scott? Hume? dijo Julio

-Nada, nada, repuso el bibliotecario

-Alibert, Bentham, Holbach? añadió Pepe

-Nada, nada de eso, contestó el bibliotecario. Parece que esos autores están llenos de herejías, de blasfemias… I aquí, oh…hai muy buenas cosas…

Mire usted… más de doce mil tomos, son todos tratados de teología y en latín… Oh!, esto es soberbio, magnífico! Hay más de tres mil vidas de santos, llenas de cosas extraordinarias…

-Vive Dios! Exclamó Pepe mirando aquellos in folios con asustados ojos, como si temiera que se los fuesen a hacer espetar a la baqueta, por Dios que esos librazos pertenecen a las jeneraciones antidiluvianas….

Eranse unos librazos que parecían almofrejes, forrados en pergamino de un amarillo sucio, con unos letreros grandes en caracteres de ahora siglos, puestos de través en todo lo largo de aquellos depósitos de los arcanos del saber teolójico: libros de aquellos de botones y correas, que más parecían maletas de viaje que cosas de papel i tinta. Era aquello lo que se llama una antigualla bibliográfica, diga de los felices tiempos del beato Pedro Arbuez y del gran inquisidor Torquemada. Al cabo nuestros tres interlocutores llegaron a la puerta: el bibliotecario se quedó en ella batallando con la llave, que, aunque hecha por un cerrajero de lo mejor del país, lo hacía sudar quince o veinte minutos antes de que pudiera abrir o cerrar la maldita puerta”

Pags. 44-45 

 

Clímaco Soto Borda: Diana Cazadora [1912]

De La Botella de Oro salía, iluminado por el gas de la puerta, bajo un cubilete descomunal, un hombrecillo grueso, paturro, que botaba su sombra sobre las losas y arrastraba los pies como dos reptiles. Era Pelusa.

Hecho un Pico de la Mirándola ahorcó los hábitos, porque no habla nacido para arzobispo, y se lanzó al mundo de las ciencias, las artes, la política, la literatura y la diplomacia. Se la pasaba en las redacciones de los periódicos discutiendo, opinando, emborronando papel, averiguándolo todo, metido como un piojo entre las máquinas, los canjes y las cajas, y por la tarde, lleno de tinta, salía cargado de caricaturas, recortes, retratos, catálogos, láminas y folletos interesantísimos.

Al Congreso iba a dormir en las tribunas, narcotizado con los discursos. Lo desvelaban a veces los campanillazos, las peroratas enérgicas, los aplausos, los puñetazos en los pupitres, pero, generalmente, dormía bien. Una tarde lo dejaron encerrado en la Cámara; a medianoche se despertó y fueron tales sus alaridos que el presidente de la república tuvo en San Carlos un ataque nervioso, temiendo una conjuración. Decía el aterrado mandatario que aquello era lo que llamaban vox populi, cosa nunca oída por él. Cuando sacaron a Pelusa estaba casi mudo y parecía un muerto desenterrado.

En la Biblioteca Nacional se estaba días enteros hojeando pergaminos que tuvieran pinturas, y al Museo le pasaba revista todos los sábados, sin falta. Contaba los dientes de la calavera del virrey Solís, se metía en la cama de Bolívar, se probaba la armadura de Quesada, olía el florero de don José Llorente y un zapato de la última virreina, registraba las colecciones numismáticas frotaba los pies en los enormes cueros de culebra, sonreía con los fetos enfrascados y dialogaba con las momias indígenas.

Iba a todo lo gratis: a los entierros elegantes, a las salidas y entradas de tropa, saludando a la bandera como a una señora; a misa de nueve a la Catedral, donde caía en éxtasis bajo las voces humanas del órgano, a ver la partida y llegada de los trenes, escalofriado ante el monstruo de cabeza negra que echa humo y pasa gritando: ¡quítense! En las obras veía alelado pasar ladrillos de mano en mano y meter a gritos las enormes vigas; en los jurados ponía cara de reo; acompañaba el viático de los moribundos, cogiendo, cuando alcanzaba, uno de los faroles y metiéndose hasta el lecho del enfermo, aunque fuera su mayor enemigo y tuviera la peste bubónica; en las serenatas andaba rondando, y cliente seguro de las retretas, atisbaba por detrás de los músicos los títulos de las piezas, y permanecía hasta el fin, borracho de sonidos, abriendo tamaña oreja, como el estrombón. Era el vago más activo de Bogotá, un vago cuya ociosidad inquieta nunca le dejó tiempo para ocuparse en nada.  

 

José Antonio Osorio Lizarazo;  El criminal, [1935]

El personaje se llama Higinio González: “Entonces empezó a ostentar su indigencia por San Cristóbal, por el Paseo real y por los suburbios, siempre incapaz y siempre inepto. Lugares recónditos fueron testigos de sus angustias, La tierra le sirvió de lecho y el  césped enjugó sus lágrimas. La vida no le había dejado tiempo de con traer vicios, y ni siquiera ingería alcohol. Un vicio cualquiera le habría permitido adquirir la desvergüenza de hacerse mendigo.

Algunas horas, la biblioteca nacional fue un refugio para su soledad. Los viejos libros mitigaron en más de una ocasión su hambre, enseñándole las hazañas gastronómicas del buen Pantagruel o descubriéndole las comilonas de Lúculo y Heliogábalo. Pero un día le negaron el consuelo supremo. Se contempló y se vio demasiado astroso: el sombrero había perdido su forma, abollado por cien noches a la intemperie. Los pantalones hacían flecos en los bordes inferiores y en las posaderas dejaban ver fragmentos de piel. No podía penetrar así a un lugar decente como el vetusto salón de lectura.

Fue entonces más miserable que nunca” (p-11)

“A veces nos parece que Bogotá no es más que la calle real, con las tertulias de cigarrerías y de los cafetines, viaja arteria chismosa, congestionada, bulliciosa y trepidante… Su vida multiforme corre al través de otras mil, más obscuras; se bifurca, se enrosca, se empina hacia el orienta hasta arañar la base de los cerros, con sus casuchas miserables; se vuelve hacia San Cristóbal, derramándose en barriadas, formando penínsulas y arrabales como islotes urbanos, sucios y desgreñados, ente la sabana melancólica… Ciudad decorada profusamente de templos coloniales y conventos, agitada al principio del día por una beatería populosa, sacudida de mística, perfumada de incienso. Todo el día laboriosa en los talleres. Y por la noche, llena de gritos de la crápula de las tascas hediondas y de los prostíbulos escandalosos”.

Enfermo, sigue en una introspección detallada su sífilis:

“Y cansado de evocar cuantas enfermedades conocía, aprovechaba los minutos libres para solicitar en la Biblioteca Nacional obras de patología. Anotaba los nombres más extraordinarios y luego, a su antojo, hacía la correspondiente historia clínica…. (p. 141)

"Lo seducían de manera especial los Borgias. Mas para imitarlos sería preciso encontrarse en un nivel idéntico de magnificencia: un crimen para sostener una inútil grandeza. El que más le gustaba era el de Omar: era bello y simbólico el incendio de la biblioteca de Alejandría. Recordaba que Marinetti había pedido ya algo semejante, y González comprendía que tal acto sería particularmente útil, porque implicaría la creación de un arte nuevo, antes de dos generaciones. Sin embargo, comprendía que el incendio de la pobre biblioteca de Bogotá no significaba nada…” (p.229)

 

Abelardo Ventura: Misa en tiempo de guerra, [1984]

Una noche, cuando iba por la acera recitando mentalmente los cuentos que preparaba para el día siguiente, ví un hombre que leía a la luz de una en una habitación llena de alacenas con libros, y la tranquila dicha del conjunto me causó un sentimiento de envidia. Dispensaba ya a los libros casi tanta importancia como años después concedería a las muchachas, por lo cual no perdía ocasión de visitar un edificio de estilo clásico, separado del Liceo por una calle, en donde los estudiantes calmaban el hambre de sabiduría con la misma voracidad con que hubieran podido atizar los fuegos del primer amor. Esa era la biblioteca, que ocupaba una manzana y en cuyos nobles salones de cinco metros de altura los libros se apiñaban en estantes que subían hasta el techo. Entre las muchas gratificaciones de orden espiritual que me proporcionaban los viajes al santuario, la inspección de las listas con los títulos de las últimas adquisiciones, que una mecanógrafa pegaba en la pared del corredor varias veces a la semana, se llevaba la palma. Repasando los nombres de los autores y de las obras que admiraba con mayor ceguedad, puesto que sólo los conocía de oídas, elaboraba planes para el momento en que, terminada mi educación, estuviera en libertad de retirarme a disfrutar de todo lo publicado desde la época en que Amenofis III se carteaba con el rey de los hititas. Después buscaba puesto en una mesa con frente al pasillo que conducía a la oficina del director, sentado a la cual pasaba las horas que me había propuesto emplear en la lectura observando la cabeza del intelectual sumergida en un torrente de volúmenes. Porque el director, dichosa criatura, tenía la obligación de leer cuanto se recibiera en la biblioteca antes de darlo al servicio. En una oficina adyacente trabajaba su secretario.

Este joven, que todavía estudiaba, se jactaba de haber devorado ya la sección de filosofía. La rapidez con que el púber pensador leía sólo podía compararse a la prisa con que se desilusionaba de las doctrinas. La frente pálida y flamígera del semblante de Rimbaud pintado por Verlaine, era, antes de haber cumplido la mayoría de edad, un escéptico, un visionario y un reformador, todo a la vez. Los vecinos de opiniones burguesas que moraban en las casas de dos pisos con frente a la plazuela de San Ignacio se desvelarían una noche oyendo los crujidos de las llamaradas provenientes de la pira que había hecho con sus libros al pie de la estatua del hombre de las leyes. El manifiesto con que unos años después fundó su escuela literaria, leído en un teatro de segunda categoría de Bogotá, ante los doce pares del parnaso, estaba escrito en un rollo de papel higiénico. Tenía 45 años cuando perdió la vida en un accidente de tránsito. Los amantes de las bellas letras que leían sus prosas sentados en la silla eléctrica del descontento, se quedaron ese día sin la protección del hombre con cuyos anatemas comulgaron durante dos décadas los hijos de una generación hipotecada. 

Fernando Vallejo, Los días azules [1987] 

Medellín no tenía biblioteca. Una organización internacional caritativa le regaló una que se llamó Biblioteca Piloto por ser un proyecto guía para nuestra hispánica América del atraso. En un comienzo el nombre me sonaba mal, como tirado por los pelos, pero el ser humano se acostumbra a todo, hasta a una biblioteca con cachucha de capitán. La instalaron en una casona de la avenida Las Playas, y mi tierra novelera se volcó a leer. Cuadras y cuadras y cuadras de lectores haciendo cola para poder entrar. Al nuevo animal, sin embargo, la cola se le fue reduciendo con el correr de los días, y quien en un principio tenía que esperar dos horas antes de lograr entrar, luego esperó una, luego media, y luego nada: el pueblo inculto y perezoso desertó, gracias a Dios, con su mugre, y yo pude seguir entrando a la biblioteca y saliendo cuando me venía en gana, como Pedro por su casa. En la fachada de la Biblioteca Piloto no había un distintivo ni un letrero, pero bien le hubieran podido inscribir por emblema, como a la de Ramsés el Grande según la descripción de Diodoro Sículo, «Remedios del alma». Santo templo de la evasión que ha sido uno de mis contados amores.

Entraba a mi Biblioteca Piloto con el alma trémula, como seminarista de visita a un burdel. Me dirigía a un estante pero antes de tomar el primer libro le acariciaba el lomo, como si fuera un gato. Mi amor enfermizo adoraba los libros no sólo por lo que decían sino por la materia de que eran, por el objeto en sí. Era un amor absoluto por los dos costados de la carne y el espíritu, como quien dice la total perdición. Cuantos libros propios tuve jamás permití que nadie les pusiera un dedo encima. Intocados, intocables, eran mis amantes oficiales. Los de la biblioteca los tomaba con un amor pasajero, como amantes de ocasión. Con eso de que iban de mano en mano. Cuando compraba un libro en la librería corría a casa temeroso de tropezarme con algún conocido que lo quisiera hojear. Si tal horror ocurría, en el colmo de la desesperación, en mi cuarto, me daba a revisarlo frenético, hoja por hoja, como un marido celoso, buscando con una lupa las huellas que le hubieran dejado. Pero hasta la misma huella del borrador que los limpiaba me atormentaba. Un resto de perdición seguiría girando en los electrones de los átomos del papel. Indefectiblemente acababa por repudiarlos y tirarlos al bote de la basura, para tener que volver tarde que temprano a la librería, a comprarlos por segunda vez. ¿Y si un curioso infame los hubiera tocado antes de mí en los estantes del librero? ¿El librero mismo no les marcaba e! precio? Por fortuna con lápiz, que se borraba fácil. Desesperado, con la lupa buscaba sus huellas en la página de la portada para borrarlas. Un día no resistí las carátulas manoseadas, y decidí empastarlo. Mi torpeza chabacana hubo de aprender entonces a encuadernar, pues ¿cómo iba a tolerar yo las infinitas huellas de un encuadernador? Los libros, pasión de mi vida, se me convirtieron en el drama de Otelo. El amor, excluyente, acaba por lo general así: en celos rabiosos. Un día no pude más. Saqué todos mis libros al patio, llamé a mis hermanos, les ensucié las manos de tierra, y en un supremo acto de decisión a sus ávidas manos sucias les entregué mis impolutos amantes para que los mancillaran. Mi vida ha sido siempre una repetida historia: me la paso liberándome de mitos, de gentes y de cosas; ahora me libero de mí mismo.

Agotadas las obras completas de Verne y de Salgari con que empecé, los cuentos de Conan Doyle y de Poe, seguí en mí Biblioteca Piloto con la novela rusa, con la francesa, con la americana: con los libros de viajes, con los libros de ciencia, con los libros de historia: con enciclopedias, con diccionarios, con directorios, con recetarios. Vidas de picaros, vidas de santos, vidas de sabios, sermones, discursos, memorias, compendios, tratados... Proyectando en mis ansias devoradoras absorberme la biblioteca de Alejandría, la de París, la del Congreso, la Mazarina, la de Lenín, la Vaticana. Ante la perspectiva de sus infinitos libros se saltaban las neuronas recalentadas de mi cabeza. Por mucho menos fueron a dar otros a esa Casa Grande que hay en las afueras de Medellín, por la carretera a Bello, que hace un siglo inauguraron, cuando no había electrochoques, en tiempos de la camisa de fuerza, con Epifanio Mejía, el poeta de la raza.

Nos prestaban en la Biblioteca Piloto tres libros, para llevárnoslos por quince días a casa. De tres en tres, a la vuelta de pocos años se quedó sin uno. Y como usted comprenderá, una biblioteca sin libros no es biblioteca: es una pared en cueros, un cascarón sin alma. Así la dejó mi lectora tierra agradecida. Al fin de cuentas robar libros no es robar. ¿No ven que son cultura? Es como robarse un cuadro, o un piano, o un camión para cargarlos. La organización internacional caritativa no fue más allá de su antioqueño experimento piloto.

 

Tomás González, Para antes del olvido [1987]

O sea que ese día tampoco fue a la biblioteca, Y sólo tres días después, ocho desde su partida de Envigado, vino aquel hombre orejón a asomar su flaca y larga presencia (bluyines, saco de paño Everfit que parecía corto de mangas, una libreta grande de las de contabilidad en la mano, zapatos de diseño no muy moderno y sin demasiado brillo) al recinto solemne custodiado por una diosa griega que sostenía una ramita de olivo o de cafeto en la mano derecha.

Aquel era un gran antro de sabiduría. Decenas de rígidas mesas de madera por entre las que circulaban en apagado murmullo bandadas de adolescentes escolares como bandadas de golondrinas o murciélagos, se alineaban en un salón amplio donde cada ciertos metros se erguía un señor severo, de rostro fuerte y aindiado, vestido de paño y en la cara una sólida expresión de antipatía.

Eran los guardias.

Mientras le iba cogiendo el tiro a los ficheros, León buscó la be de Baudelaire. Pidió el original y un par de traducciones y se sentó a esperarlas. Al rato uno de los vigilantes las dejó caer sobre la mesa como con bronca.

—Ficha —dijo.

La pequeña moneda de cobre que le habían dado a cambio de su cédula y su libreta de contabilidad (prohibido entrar libros, prohibidas las libretas y cuadernos) se le había embolatado en uno de los numerosos bolsillos del Everfit y el abogado, que era tímido y además había bebido mucho el día anterior, empezó a sentir débiles remezones de pánico en el vientre. El guardia, inmóvil, lo miraba.

Finalmente León dio con ella en el bolsillo interior del lado izquierdo (arriba) y la entregó con alivio inconmensurable.

Cuando León leía a Baudelaire ya no buscaba en el largo oleaje de sus versos la flor corrupta, las lúbricas miasmas del pantano, sino los lugares, los límites precisos donde la luz se fundía con la sombra. Para encontrarlos había que pasar con cierta frialdad sobre carroñas, perfumes enervantes y excesivos, múltiples gusaneras y satanaces anacrónicos. La primera estrofa del “Viaje a Citera” golpeó de lleno al abogado como un mazazo:

Mon coeur comme un oiseau, voltigeait tout joyeux

Et planait librement a l'entour des cordages;

Le navire roulait sous an ciel sans nuages,

Comme an ange enivré du soleil radieux.

Recitó con sus atroces eses aplastadas mientras sentía que la luz le erizaba la espina dorsal y entraba a torrentes a su alma —oscurecida por casi una semana de beba continua y por un tiempo que se había vuelto demasiado frío y lloviznoso. La adolescente que en la silla de al lado había estado consultando un libro grueso y escribiendo constantemente como si quisiera transcribirlo completo a sus pequeños papeles verdes lo miró con ojos oblicuos que parecían atormentados entre la obligación y el tedio.

—Prohibido leer en voz alta —dijo un vigilante.

León se quedó mirando la compacta figura que se alejaba, sus pantalones de paño con fondillos brillantes, el cuello de su camisa, que pisaba la carne del cuello y parecía roído por las cucarachas.

Cuando miró otra vez el libro, el Viaje a Citera no sólo había perdido toda su luz sino que aparecieron ahorcados podridos, intestinos colgantes que para el abogado carecían de interés.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó a la niña.

Por alguna oscura razón León inspiraba confianza a los animales y a los muchachos; la niña cerró los ojos un momento como para medir sus palabras.

-Un resumen de la Odisea -dijo

-No se permite hablar en voz alta, señor -dijo el guardia, esta vez enfatizando la palabra "señor" con profundo desprecio.

El ambiente era indudablemente malsano y mortecino. "Esto está como jodido aquí", pensó el abogado mientras miraba el techo de donde caía una luz helada que no dejaba respirar. "Me gustaría estar en el mar". La rencorosa cara de Baudelaire lo miraba desde uno de los libros, escasos mechones de pelo grasiento, boca sumida y ojos atormentados y aparentemente malignos. "Lo más seguro es que también le daba madera a la mulata", pensó entonces, como sin darse cuenta

--Vámonos de este cagadero. (p. 129-132)

 

Fernando Vallejo Chapolas negras [Bogotá, Alfaguara, 1995]

[...] En el año treinta, cuando sacaron los restos de Elvira para juntarlos con los de su hermano en el mausoleo familiar, se encontró en su ataúd una tarjeta, ésta sí escrita sin lugar a dudas por el poeta pues es su caligrafía. Dice también, simplemente: 'Elvira Silva. 2 de marzo de 1870-11 de enero de 1891'. Alguien tomo de ahí esa tarjeta, que hoy se conserva en la bóveda de seguridad de la Biblioteca Luis Ángel Arango.

La Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República es hoy un hervidero de niños y adolescentes. Vienen a investigar, a hacer sus tareas, a buscar en un mapa dónde está Zambia.

— ¿Dónde están los ficheros, señorita?, le pregunte cuando llegué a una empleada.

Empezaba a investigar sobre Silva y venía con intenciones de releer lo poco que se había escrito sobre él—lo de Cuervo Márquez, Manrique, Arias Argáez— que yo ya había leído allí mismo, en esa biblioteca, años y años atrás, en mi estudiosa y devota juventud. Ni idea tenía la empleada de qué le estaba hablando. ¿Ficheros'? ¿Qué eran ficheros? Se lo explique: —El fichero, señorita, es el mueble constituido por cajones así alargaditos. como del tamaño de dos cuartas de mi mano, donde se guardan las fichas o tarjetas correspondientes a los libros de una biblioteca, ordenadas por orden alfabético, según sus títulos o sus autores. Eso es, más o menos.

— ¡Ah!, contestó la estúpida. De eso no hay.

Y me indicó que en la parte baja estaban las computadoras. Y en efecto, en la planta baja estaban las computadoras, muchas, muchísimas, y todas ocupadas por muchachos y muchachitos interrogándolas, preguntándoles cosas.

Yo no sé manejar computadoras, señorita —le expliqué a otra-

— Es muy fácil —contestó—. Allí aprende.

Y me señaló una salita donde estaba un televisor enseñando a manejar las computadoras. Vida maldita la mía —mascullé—. Jamás he tenido trato con un televisor. Los detesto más que al presidente. Entonces, dada mi situación, en vista de este carácter mío tan recalcitrante y deteriorado por la edad provecta, y habida cuenta de mi calidad de investigador, la Dirección de la Biblioteca me asignó amablemente a una empleada para que me auxiliara en mi búsqueda. Que la buscara en el piso tal. Al piso tal fui a buscaría. Me lleva a un cuartico que tiene entronizada una computadora, nos sentamos y encendiéndola me pregunta:

— ¿Sobre qué quiere investigar?

— Sobre el poeta José Asunción Silva.

— ¡Que coincidencia!—contesta—

Sin tocar un solo botón más gira el aparato hacia mí y está programado en él: la lista de libros y artículos que tiene la biblioteca sobre José Asunción Silva aparecía en la pantalla. ¡Cómo diablos estaba ese endiablado aparato programado en Silva, de quien no le había hablado todavía a nadie en esa biblioteca? ¡Era cosa de Mandinga! No. Era algo más simple, una explicable y prosaica coincidencia: otro que estaba investigando sobre Silva como yo acababa de usar el aparato y lo había dejado programado en él. ¿Otro? ¡Peor que si fuera cosa de Mandinga! Los celos se me expresaron como una angustia en la boca del estómago y ganas de trasbocar. ¿Quién podría ser? Después supe que era un investigador contratado por la Casa Silva para que localizara cuanto quedara del poeta que se pudiera exhibir allí durante las celebraciones de su centenario, de su muerte. Cositas pues, objetos de los que no queda ninguno, porque el reloj de muro se lo robaron. -

— Fíjese señorita —le pedí entonces a la empleada— si figuraba en ese aparato el libro Chapolas negras.

Lo tecleó, esperó un segundo y me contesto que no. No figuraba.

— Entonces habrá que escribirlo.

Por eso estoy aquí escribiendo, enredado en estas cuentas, tratando de desembrollar este diario de contabilidad y discutiendo.[…]

Philip Potdevin, Estragos de la lujuria (y sus remedios), (Bogotá, Seix Barral, 1996.

 

Eduardo Bechara Navratilova, La novia del torero, (Bogotá, Editorial la Serpiente Emplumada, 2002)

El metro paró en las estaciones Museo Nacional y Germania, antes de llegar a la estación Biblioteca Nacional Luis Ángel Arango, en la que se bajó… La mujer subió con agilidad por las escaleras eléctricas que ascendían a la calle, al lado de la biblioteca y en frente de la Casa de la Moneda, a donde se dirigía. Caminó hacía ella y le preguntó a un policía bachiller, en donde podía observar la obra que el maestro Botero le había donado a la nación. El policía le indicó que subiera por la cuadra, y que por la próxima entrada se llegaba al museo. Hizo lo que el bachiller le indicó, ingresando en el museo que estaba gratis para el público. Observó una flecha de color azul, que indicaba el sentido de la visita. Entró a la primera sala en la que vio una colección de varias obras dispares. Había obras impresionistas, expresionistas, surrealistas, realistas y cubistas, de diferentes artistas europeos del siglo pasado y antepasado.

En el fondo de la sala, había un grupo de personas atendiendo la charla de una pequeña mujer de gafas y de pelo oscuro. Camino se acercó para ver que tenía que decir la expositora. Observaban un cuadro expresionista de Edvard Munch, que había sido prestado temporalmente por el museo de Edvar Munch de Oslo…

Especial interés despertaron en Camila, dos cuadros de Pablo Picasso que también estaban siendo expuestos. El primero que vio era uno denominado “Hombre sentado con pipa, cuyo colorido verde, blanco y negro producía en ella una gran calma,. La pasividad del hombre con la pipa se transmitía al observador. La expositora resaltaba de aquél cuadro, el balance que generaban los colores utilizados por el artista. Según ella, los matices formaban un círculo que se podía interpretar como el infinito….

Camila observó su reloj. Eran las dos de la tarde.

Esperó a que la expositora acabara sus comentarios acerca de la segunda sala, para salir a un patio central, en el que había una banca sobre la cual se sentó. El museo estaba muy bien organizado. Era lamentable que no todas las cosas en su país fueran como aquella. El grupo se desplazaba a la tercera sala, en la que iniciaba la exposición de la obra de Botero. …

Se apartó del grupo y terminó de apreciar las obras desplegadas en el primer piso del museo, antes de buscar la salida por la casa de la moneda…. (p. 222-224)

 

Germán Castro Caycedo: Más allá de la noche: una historia de amor y de guerra.  (Bogotá, 2004)

 El autor presenta esta novela como una historia real: una guerrillera conoce en su pueblo a un soldado y se enamoran. Mientras él sigue en el ejército, hasta encontrar una fortuna enterrada, ella viaja a Bogotá y allí descubre las bibliotecas: trabaja en el Tintal, dentro de un programa de apoyo a desplazados, y después es voluntaria en la Virgilio Barco. Esta bibliotecaria aficionada y apasionada, que se transforma al descubrir la literatura, es el personaje real de la novela. Aunque tiene más de reportaje que de ficción, y las ideas del autor invaden con frecuencia la mente de sus personajes, es un texto atractivo y las extensas descripciones de las bibliotecas (incluyendo una pequeña biblioteca de Neiva donde la protagonista encuentra por primera vez la literatura) son muchas veces conmovedoras. Sería imposible hacer un extracto realmente representativo, pues gran parte de la novela ocurre en las bibliotecas.

“La gente entró a la biblioteca y Pilar les dijo que allí todo era gratis y ellos comenzaron a abrir los ojos:

-¿Cómo así? ¿Aquí no tenemos que pagar nada? No lo sabíamos, pensábamos que ustedes nos iban a cobrar.

-No, esto es gratis, esto es para ustedes-les explicó, y empezó una visita con las bibliotecólogas como guías contándoles que había allá, cuáles serán los servicios.  178

“Allí volví a temblar de emoción: a Pilar le dejaron llevar una niña de tres años que apenas caminaba…. La llevamos a la sala infantil y Pilar comenzó a mostrarle los libros y se sentó sobre un tapete donde hay cojines con figuras de animales: una tortuga, una lombriz, un pájaro, bueno, muchos animales, y la niña empezó a ver libros, pero ella como que quería mirarlos todos al mismo tiempo, y cuando nos dimos cuenta cogió entre los bracitos tolos que pudo y los llevó hasta el sitio donde esta ella con sus hermanas, los puso al frente y empezó a mirarlos uno por uno, pero muy rápido porque tal vez pensaba que no le iba a alcanzar el tiempo”…

A los seis meses la biblioteca lleva llena de gente de los barrios vecinos , y también de desterrados. Muchos desterrados que van llegando del campo, de los pueblos, de otras ciudades de donde los ha echado la guerra o la pobreza, y tienen necesidad de aprender. Sin embargo, todavía llegaban a la puerta y preguntaban cuanto tenían que pagar por entrar…

Y cuentan que cuando aquí estaba la planta, en los barrios vecinos decían que  a lo único que ellos tenían derecho era a recibir las basuras de los barrios elegantes… Y ahora ver este edificio y que la gente venga a buscar la cultura, y que las madres y algunos padres puedan traer a sus hijos a aprender donde antes había basura, a mirar una película, a participar en un taller de plastilina o en uno de dibujo, eso los hace creer en la vida, como me sucedió a mí a los pocos meses de estar como vigilante.

¿Vigilante de qué? De nada, porque a las pocas semanas las bibliotecólogas vieron que yo me devoraba los libros y empezaron a ayudarme como a una lectora, no como a una empleada. Todo eso me hizo ver que si pude haber un futuro. Aquí pensé por primera vez en el mañana. Tenía veinte años”. (p. 183)

Primero caminamos por la alameda, me detuve rente a una plazoleta y lo dejé que entrara y él no sabía qué hacer. Claro, veía que debía haber algo más allá de una gran escultura y unos hilos de agua escurriendo por un muro y dejándose escuchar, y como lo hice yo la primera vez, el se quedó un rato mirando y oyendo el sonido del agua y volvió a salir, buscando descubrir más cosas. Quería tener su propia película

-Abuelo, ¿en qué piensas?

-Esto es imponente. Es cierto, estamos frente a  un palacio-respondió

La luz y el sonido de los chorros también dan tranquilidad ¿Si o no?

-Sí, hija. Una tranquilidad que no conocía.

Salimos nuevamente a la alameda y continuamos caminando, El no pronunciaba palabra. Estaba emocionado,. Me detuve frente a un paso elevando en el talud y también allí lo deje seguir adelante y llegar a un lago construido por el arquitecto, con dos islas pequeñas a los lados y un par de chorro sonando. El lago está encerrado por muros circulares. Uno ingresa y siente una soledad completa. En ese punto está uno y al frente el lago, y el cielo otra vez reflejado en el agua y se siente la necesidad de caminar hacia delante. El recorrido lo lleva lo lleva, y al final lo deja salir después de haberle dado toda la vuelta. Así es la biblioteca por dentro.

-Abuelo, para mí la biblioteca es un poema… (p. 267…)

 

Tres textos de viajeros

Isaac Holton, 20 meses en los Andes, [1857]

Volviendo a la esquina suroriental, donde está el edificio de la aduana, cruzamos a la izquierda y encontramos el viejo convento de San Bartolomé, que es hoy la sede de la Universidad Nacional. En esta cuadra lograron incrustar la iglesia de San Carlos, a la que algunos llaman el epicentro del fanatismo del país y que fue la cuna de la revolución de 1851. La Sala de Grados no solo se utiliza para ceremonias públicas sino para conciertos. Su construcción es curiosa porque la mitad del auditorio queda al frente de la otra mitad y la plataforma está en el centro entre los planos inclinados que ocupa el público.

En este mismo edificio, entrando por el costado oriental, funciona la Biblioteca Nacional, a la cual los estudiantes de la universidad también tienen acceso. El núcleo de la biblioteca son libros muy antiguos empastados en pergamino a los que después añadieron unos cuantos miles de volúmenes en francés, inglés, alemán y otros idiomas. Observé que tenían más de cincuenta volúmenes sobre China solamente. Me encantaría haber conocido mejor la biblioteca, pero desafortunadamente el bibliotecario era un inválido que cumplía muy esporádicamente con sus obligaciones y por eso es muy difícil encontrarla abierta.

En la biblioteca existe un departamento que merece mencionarse porque es una de las colecciones más ricas de panfletos jamás reunidas por el esfuerzo de un hombre de escasos recursos. La colección es la obra del Coronel Anselmo Pineda, hombre que también sirvió a la patria en forma valiente, pero nunca con mayor honor. Después de recolectar y hacer un índice muy cuidadoso de los panfletos, los donó a la nación. El Congreso, en reconocimiento, le otorgó una pequeñísima pensión vitalicia, a la que se le descuentan los impuestos que gravan siempre las pensiones y los salarios oficiales. Esta colección, empastada y catalogada, recoge incontables ataques, contra-ataques y defensas en periódicos, panfletos y hojas volantes. No hay un solo hombre eminente del país que no haya sido víctima de los ataques de alguna hoja de la colección. El gobierno ha cometido la imprudencia de hacerla muy accesible al público y ya se han robado más de un documento irremplazable. Es de esperar que de ahora en adelante se ejerza mejor control sobre ella.

En otro cuarto de la biblioteca está la mejor colección de minerales y de maderas del país. Desgraciadamente mi primera visita fue corta y nunca pude volver a encontrarla abierta, pero recuerdo haber visto allí un rastro de vandalismo: un cuadro mutilado. En el primer piso está lo que llaman propiamente el museo. Tiene, según creo, pájaros disecados, algunos insectos y trofeos, retratos y reliquias de los héroes de la Independencia. También está la bandera que acompañó a Pizarro y al puñado de bandidos que despojaron al Perú.

 

Pierre D’Espagnat, Recuerdos de la Nueva Granada [1898]

“Tengo que consignar la sorpresa agradable que experimenté en Santo Domingo, la última aldea de alguna importancia antes de Medellín.  Caí en un ambiente intelectual, atrayente que, sin que se sepa cómo ni por qué, se desenvuelve aquí en algunos círculos ignorados de esta pequeña ciudad. Pasé algunas horas deliciosas en el silencio de la amplia biblioteca, interesante y abundantemente provista… podía sentirme transportado a la apacible biblioteca de una subprefectura de Francia, instalada en el piso bajo del museo, entre las hierbas del vetusto castillo… Hasta el joven bibliotecario, con su barba corta, sus lentes, su abrigo echado sobre los hombres, tenía la silueta del cargo: mitad estudiantil, mitad bibliómana.  (p. 218-19)

 

Christopher Isherwood: El Condor y las Vacas [1948]

“En ninguna otra parte he visto más librerías. Fuera de docenas de autores latinoamericanos de los que nunca he oído hablar, tienen un surtido de innumerables traducciones. Cualquier cosa, desde Platón hasta Louis Bromfield. Bogotá, por supuesto, es famosa por su cultura. Hay un decir, mencionado, creo, por John Gunther, según el cual hasta los pequeños limpiabotas citan a Proust. Es agradable imaginar a uno, que con el cepillo en la mano hace un pase para anotar. “… hay en el amor una tensión permanente de sufrimiento que la felicitad neutraliza, hace únicamente condicional, posterga, pero que en cualquier momento puede retornar a lo que habría sido desde hace mucho tiempo si no hubiéramos obtenido lo que buscábamos, una pura agonía…” (p. 74-75)

¿Notó usted todas las librerías? Eso es porque aquí no hay bibliotecas circulantes; hay que comprar los libros…” (p. 93)

 

Las memorias de José María Samper:

"Historia de un Alma" [1881] Medellín, Bedout, 1971, pp. 155-161

En diciembre de 1844, a los pocos días de vacaciones comencé a fastidiarme: me hacía falta San Bartolomé, que era ya como mi segunda patria, y mi espíritu inquieto no se conformaba con carecer del bullicio y la confraternidad retozona de los claustros del colegio. Por otra parte, diciembre es el gran mes de los bogotanos: la época del frío sabroso, de las diversiones más populares y del buen humor general; y yo tenía el bolsillo muy enjuto, mejor dicho, no tenía bolsillo para gastar y divertirme algo. Y nada es tan fastidioso como la carencia de dinero, cuando se ama el placer.

Un día me ocurrió la idea de ir a matar el tedio en la Biblioteca Nacional: entré, y me llamó la atención don Vicente Nariño, bibliotecario entonces, hijo del ilustre revolucionario y prócer bogotano que reveló en Colombia los "Derechos del Hombre".

Don Vicente parecía haberse petrificado en la Biblioteca, formando masa común con los pergaminos en folio: era como un estante viviente, pero sin libros; una especie de biblioteca muda y sin índice, y vegetaba allí como hubiera podido vegetar en una vasta botica un hombre extraño de la farmacia. Nadie entre nosotros había manejado más libros que él, pero nadie era menos literato ni erudito. Conservaba los libros en buen estado; tenía sus índices reducidos a lo estrictamente necesario para buscar lo que se le pedía; jamás faltaba en la biblioteca, y suministraba con inalterable condescendencia y bondad los libros que se le exigían.

El diálogo con el Bibliotecario se reducía ordinariamente a estas pocas palabras:

-Buenos días, señor don Vicente.

-Buenos los tenga usted, caballero.

-Yo desearía saber sí tal libro se halla en la Biblioteca.

-Debe estar: busquemos en el índice.

-Por lo visto, sí está. ¿Tendrá usted la bondad de prestármelo?

-Sin duda: búsquelo usted en aquel rincón del estante. Allí tiene usted una silla en qué sentarse a leer.

-Mil gracias.

El día que entré en la Biblioteca por primera vez, tuvimos esta conversación:

-Señor don Vicente, yo quisiera leer algún libro bien entretenido.

-Lea usted Los Viajes de Antenor.

-Fue la segunda obra que leí siendo muchacho.

-Pues, Gil Blas de Santillana.

-Esa fue la tercera.

-Entonces el Quijote.

-Esa fue la cuarta.

-Válgame Dios! ¿Le gustaría a usted La Casandra?

-Tiene fama de ser un libro muy majadero.

-¿Y el Amadís de Gaula?

-Es rococó.

-Vamos! ¿Los Viajes de Wanton?

-¿Viajes por dónde, o a dónde?

-Al País de las monas.

-El título es curioso; veámoslo..

-Verá usted que le gusta esta obra.

-¿Es muy divertida?

-Pues cómo no! Imagínese usted que todos los monos tienen nombres muy raros, todos gastronómicos, y que viven y hablan como los hombres y las mujeres.

-¿Ni más ni menos?

-Pero no tome usted las cosas a la letra, pues sospecho que el libro es una sátira no más.

-Ya caigo: ¿Y los monos representan a los hombres y las monas a las mujeres?

-Cabal.

Indudablemente el digno bibliotecario era hombre perspicaz.

A fin de leer cómodamente los Viajes de Enrique Wanton, me instalé en un rincón de la Biblioteca, cuyos estantes y vericuetos escudriñaba de cuando en cuando por curiosidad. Un día noté que detrás de algunos de aquellos estantes yacían en el suelo enormes pilas de viejos periódicos llenos de polvo y telarañas.

-¿Qué papeles son esos, señor don Vicente? -pregunté.

-Papeles inútiles; verdadera basura -me respondió.

-¿Por qué?

-¿Pues no ve usted que están en inglés?

Yo, que en aquella época aún no sabía palabra de la lengua inglesa, apenas pude ver que los papeles tenían por título The Times, que habían sido publicados en London y que databan de 1823 a 1830.

Al día siguiente de mi conversación con el bibliotecario entré en una tienda de la plaza principal de Bogotá, que según los tiempos ha ido cambiando de nombre, llamada primero Mayor, después, de la Catedral, luego, de la Constitución, y últimamente, de Bolívar. Aquella tienda era de un amigo y condiscípulo mío de quien luego hablaré. En el momento en que yo entraba a saludarle, alguien ofrecía en venta, al peso, papeles impresos para cucuruchos y envoltorios.

-¿Tú compras papel de esta clase? -pregunté a mí condiscípulo.

-Sí; lo pago a tres pesos arroba.

-¿Todo el que te traigan a vender?

-Todo, porque es buen negocio la reventa.

Tuve entonces una idea luminosa: recordé que mi bolsillo estaba enteramente vacío, y pensé que al conseguir dinero podía pasar mis vacaciones muy divertido.

Los Aguinaldos se acercaban, y yo no podía resolverme a pasarlos en seco. Fuíme derechamente a la Biblioteca Nacional.

-Señor don Vicente -dije al entrar, con el acento más meloso de que era capaz mi voz-. ¿Me haría usted el favor de regalarme algunas de aquellas gacetas inútiles?

-Hombre!

-¿No le hacen, pues, estorbo?

-Sí, pero...

-Pero usted quiere guardar para recreo unos papeles que de nada sirven... Papeles ingleses!

Don Vicente, que no entendía palabra de inglés (y en esto no tenía culpa) sintió halagado su amor propio, es decir, su desdén por lo que no entendía.

-Es verdad que no sirven -repuso-. ¿Y para qué quiere usted papeles?

-Para hacer un globo y echarlo a volar.

-Oiga! ¿Conque usted echa globos?

-No; pero echaré, si usted me ayuda.

-Bueno: lleve usted papeles; pero que nadie lo sepa.

-Oh! No tenga usted cuidado.

-Y no hay que llevar ni uno francés ni español!

-Cuente usted con ello.

Don Vicente, que leía en español, esto se comprende, y en latín y en francés, sintió que mi promesa tranquilizaba su conciencia.

Mi primer saqueo fue moderado: apenas me llevé, bien ocultas debajo de mi capa (ya tenía el honor de usar capa de paño en vez de capote de tartán) unas cincuenta libras de papel. Al cabo de un cuarto de hora tenía en mi bolsillo cosa de cinco pesos, honrado fruto de mí industria; de mi empleo, diré, puesto que me había constituido en agente de policía de la Biblioteca Nacional. Me apresuré a gastar aquellos realítos en la fonda de Francois (después café de la Rosa Blanca), en compañía de dos íntimos amigos: Juan Emilio Levy y Guillermo Pereira Gamba.

-Diantre! -exclamó el segundo al beberse el primer vaso de cerveza-. ¿De dónde has sacado tanto dinero?

-He descubierto una mina.

-Conversación!

-Como lo oyes.

-¿Has dado con el tesoro del Pico de la guacamaya?

-No tan lejos; no hay que subir por el cerro de Monserrate.

-¿En dónde, pues?

-En el país de las monas.

-No te comprendo.

-Este dinero -repuse- es el fruto de mis estudios y observaciones en la Biblioteca Nacional. Allí preparan un beefsteak exquisito, añadí (aludiendo al que comíamos en la fonda), y muy buena cerveza.

-Explícate, por fin -dijo Levy.

Entonces revelé a mis amigos lo de las gacetas inglesas, y les invité a explotar conmigo la mina, en grande escala. Al punto organizamos, sin capital fijo ni gastos de instalación ni escritura, una compañía para realizar tan proficua empresa. Trazamos nuestro plan, y al día siguiente lo pusimos en obra.

Llegué primero a la Biblioteca y formulé mi petición. Don Vicente no puso dificultad, y comencé a formar mi montón de gacetas. Un rato después llegó Pereira y se sentó a fingir que leía cualquier libro, sin reparar en mí. A poco entró Levy, saludó con mucho cariño a don Vicente, pidió el Quijote y se puso a leer con un ojo, mientras que con el otro me miraba de soslayo.

De pronto me miró Pereira y dijo:

-Hola! ¿Tú por aquí? ¿Qué haces en ese rincón?

-Estoy apartando los papeles inútiles.

-¿Para qué?

Fingí que me azoraba, miré a don Vicente y le dije:

-¿Le digo para qué?

-Hombre! Qué curiosidad!

-Estos papeles son para hacer un globo.

-¿Y te los regala don Vicente? -preguntó Levy, tomando parte en el diálogo.

-Sí; por tal de limpiar estos rincones, cuyas telarañas son un descrédito.

-¿Quiere usted que ayudemos a limpiar, señor don Vicente? -dijo Pereira.

-Diantre! -respondió aquel-. ¿Ustedes quieren saquear la Biblioteca?

-¿Un saqueo de telarañas? -repuso Levy entre risueño y desdeñoso.

-¿Y qué quiere hacer usted con esa basura de papeles viejos e inútiles? -añadí.

-Es verdad que solo sirven de estorbo.

-Y luego -observó Levy- nosotros pondremos en orden los papeles españoles y franceses y dejaremos el campo limpio.

-Bueno: pero... ¿para qué tanto papel?

-Haremos un globo inmenso, -respondí-. Y esto divertirá, sin duda, al pueblo.

Don Vicente, a fuer de hijo de un gran prócer de la patria, era filántropo, y además, le gustaba el aseo; razones muy buenas para limpiar la Biblioteca, convirtiendo sus empolvadas gacetas en globos útiles para el pueblo de Bogotá, a menos que se quemasen al echarlos a volar. Ello fue que aquel día nos llevamos cerca de ocho arrobas de números del Times y otros papeles ingleses, que al punto nos compró, no sin mucha admiración y curiosidad, mi condiscípulo comerciante de la plaza de Bolívar.

Don Vicente Nariño no tuvo la satisfacción de ver elevarse bajo el hermoso cielo de Bogotá ninguno de los globos monstruos que le prometíamos fabricar, porque si no "se quemaban", los echábamos "en San Victorino" o en "San Diego". El saqueo nos produjo más de setenta pesos, sin que nuestra conciencia se turbase, ya porque a los quince años tiene uno escasa conciencia, sobre todo si es estudiante, ya porque casi creíamos servir a la patria, contribuyendo a la buena policía de la Biblioteca Nacional.

Ello fue también que pasamos el diciembre deliciosamente; aquel fue acaso el más divertido de mi vida. Mas, sea dicho en honor de nuestro honrado sentimiento de gratitud, que cuando cenábamos opíparamente en la fonda, todos nuestros brindis, hechos con cerveza, eran entusiásticos homenajes tributados a la munificencia filantrópica del Bibliotecario.

 

 

 
 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
Ultima actualización noviembre 2020
Diseño, concepción y gestión de contenido: Katherine Ríos