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Palabra y cultura
 

Cuando uno trata de pensar en las relaciones entre la realidad y la cultura colombiana, la primera tentación que tiene es asumir una definición antropológica convencional de la cultura y concluir que en el fondo cultura y realidad son la misma cosa. La cultura es lo que hacen los seres humanos, sus formas de vivir, de relacionarse, de producir, de reproducirse, de comunicarse. Y la realidad colombiana está conformada justamente por las formas que nuestra economía, nuestra vida social y política, nuestra familia y nuestras producciones simbólicas adoptan. La realidad colombiana (o la sociedad colombiana, pues también esto es la misma cosa) está hecha de la violencia, la exclusión social, las desigualdades de poder, las creencias y valores, las formas de trabajo, el estado corrupto o eficiente, la guerrilla y los paramilitares. En este planteamiento, uno puede decir - para tomar ejemplos negativos- que si los colombianos nos matamos es porque nuestra cultura es intolerante, violenta, resentida, y si hay corrupción es porque los colombianos han crecido en una cultura que no cree inadecuado que uno evada impuestos, se pase los semáforos o soborne al policía para que no se lleve el pase. Y si hay rumba y diversión, es porque nuestra cultura es tropical y descomplicada.   

 Lo anterior es sospechosamente tautológico, y por supuesto no puede llevar sino a la idea de que, ya que no estamos muy contentos con nuestro país (aunque en las encuestas los colombianos contestan que sí, pero yo no creo mucho en las encuestas), lo que tenemos que cambiar es la cultura, porque cambiando la cultura cambiamos la realidad. Si los colombianos aprendemos a resolver los conflictos en forma pacífica, pues no nos mataremos más. La idea no es del todo equivocada y corresponde, simplificando mucho, a la visión antanista del cambio social. 

 Pero si reflexionamos un poco más, vemos que la pregunta que se nos plantea en esta mesa redonda es todavía más simple: lo que evoca es ante todo la posibilidad de que algunos sectores de la sociedad, que de alguna manera manejan ciertas herramientas del instrumental cultural de la sociedad, influyan sobre la conducta y las representaciones sociales para cambiar la cultura o la sociedad. O dicho en lenguaje todavía más sencillo, lo que nos están preguntando es si los intelectuales pueden hacer algo para mejorar el país. 

Como no puedo desarrollar con mucho detalle el argumento, me limitaré a plantearlo en su forma más elíptica y esquelética.  

LOS INTELECTUALES Y LA PALABRA 

A los intelectuales los define ante todo el hecho de que sus herramientas de trabajo son el lenguaje, el sonido y la imagen. Con palabras hacen teorías, razonamientos, argumentos, descripciones científicas del mundo, relatos sociales o transmiten información, y hacen literatura. Con sonidos hacen música y baile (con una pequeña ayuda del cuerpo) y con la imagen hacen cuadros y esculturas, y cine y televisión. La palabra del intelectual se transmite en nuestra cultura ante todo en los libros, aunque hasta hace muy poco se comunicaba más bien oralmente, en el púlpito o la escuela. Desde los años treinta la transmisión por radio se hizo importante en Colombia, y llegó a muchos sitios antes que la letra escrita. Por eso tuvo tanta importancia esa paradójica y casi imposible empresa de enseñarle a leer y escribir a los campesinos por radio y por correspondencia. Hoy esa palabra empieza a trasmitirse también mediante los computadores y sus conexiones.  

Durante los últimos dos siglos, el intelectual fue en la cultura occidental el representante de unos rasgos culturales especiales, que pueden evocarse citando un texto de Beatriz Sarlo: “la crítica de lo existente, el espíritu libre e inconformista, la ausencia de temor ante los poderosos, el sentido de solidaridad con las víctimas”. Un personaje capaz de interpelar a toda la sociedad a nombre de una posición crítica, de una negación del poder y de un rechazo a la mentira y la simplificación de los mensajes con los que se mantiene la subordinación cultural de la población.  

Este intelectual era un hombre solitario, que se dirigía esencialmente a una élite, al menos cuando el mensaje que trasmitía era su propia creación. Los curas y los maestros eran en su mayoría intelectuales subordinados, que contradecían la tarea del intelectual crítico al convertir en lugar común lo creado por escritores, científicos, artistas y teólogos. Hoy la función de divulgación, de enviar mensajes transformados y simplificados orientados al consumo masivo, la han asumido los periódicos, la televisión y la radio. El ascenso del alfabetismo, en los sesenta y setenta, creó sobre todo lectores de periódicos y revistas, que son todavía una minoría de la población colombiana, pero no muchos lectores de libros. Colombia apenas se encuentra en las fases iniciales de una cultura del texto escrito. La escuela, por ejemplo, todavía basa su funcionamiento en la transmisión oral: un profesor que explica o incluso dicta, para que el estudiante memorice y repita lo que oye. La lógica de este aprendizaje se mantiene en las pocas lecturas que hace el estudiante: un texto o manual que debe aprenderse. Y probablemente se perpetúa, como actitud, a lo largo de toda la vida, por ejemplo en cierta credulidad básica frente a lo que dicen las autoridades, los periódicos, los noticieros. Casi nada lleva en la escuela al uso creativo del lenguaje, al desarrollo de la capacidad de crítica y argumentación, al dominio del razonamiento complejo. Casi nada lleva tampoco a desarrollar el manejo libre y expresivo del cuerpo, el sonido o la imagen.  

Las escuelas, resumamos, no tienen los dos espacios educativos básicos de un sistema escolar: ni bibliotecas ni procedimientos  para introducir los niños al arte. La escuela está hecha para crear personas crédulas, pasivas, listas para ser entregadas luego a los medios de comunicación de masas: los periódicos, la radio y la televisión. 

Esta situación refuerza y consolida una sociedad relativamente jerarquizada, con emisores y receptores más bien especializados. Unos pocos miles de colombianos escriben libros y artículos “cultos”, que leen unas cuantas decenas de miles de personas. Uno o dos millones de colombianos leen los periódicos. Y la mayoría de la población recibe su información ante todo de la TV y la radio. Por supuesto, los que leen libros usan también los otros medios, y los que no leen sino periódicos miran también la TV.  

Lo que define la situación cultural colombiana, ya en el sentido más preciso  de la circulación de productos significativos - textos, sonidos o imágenes, principalmente- es el predominio abrumador de mensajes anodinos y manipulativos. Esto es en mi opinión ante todo un producto de la inmensa catástrofe de nuestro sistema educativo, que ha reforzado los rasgos convencionales de una cultura de la autoridad, de la palabra retórica y sin control crítico. Los medios de comunicación, al dirigirse a un público formado en una escuela dominada por la pasividad, han adquirido una inmensa capacidad para deformar y trivializar la información, como resultado de una lógica de comunicación de resultados bastante perversos.  

Las razones de lo anterior son varias, y poco estudiadas en el país, y una es sin duda que el peso creciente de exigencias financieras y comerciales ha subordinado los medios a vender jabones y toallitas con alas. Prensa tradicionalmente compleja, para poder llegar a niveles de circulación que garanticen un flujo de ingresos publicitarios altos, se convierte en una prensa liviana, o light, como dicen. La televisión, obviamente, esta marcada por procesos similares.[1] Pero no puede ser la única razón, y por supuesto no explica porque la escuela llegó y se mantiene en los desastrosos niveles actuales.  

Una razón es el cambio en la composición y en la orientación de los llamados intelectuales. Colombia no ha tenido muchos intelectuales que correspondan a la definición tradicional: no hemos tenido muchos Sartres o Zolas. Tuvimos algunos a partir de los años veinte, usualmente ligados a los periódicos, y de alguna manera los creadores literarios siempre han estado en este grupo, pero los escritores de argumentos, los ensayistas, etc., han realizado una función más tímida. Mito quizás fue el grupo que más se acerco, en el conjunto de sus miembros, a esta imagen; hasta la tipografía de la revista evocaba Les Temps Modernes. Luego vinieron Estanislao Zuleta (que, como Sócrates, prefería la enseñanza oral, aunque era un hombre del libro; como a Sócrates, lo rodearon quienes querían volver su palabra un libro) y Rafael Gutiérrez Girardot, y ahora tenemos a William Ospina, a Héctor Abad Facio-Lince o a Antonio Caballero, novelistas, poetas, ensayistas, polemistas y conciencias críticas, y por ese esfuerzo los queremos tanto.  

No se si uno pueda lamentar la ausencia de intelectuales críticos. Siempre hay que agradecer, como el único regalo de los dioses que nos queda, al que puede nombrar y recrear con palabras el mundo, al poeta o al novelista. No puede pedírsele que nos dé recetas para salir del atolladero político, o para orientar nuevos movimientos políticos o sociales. Pero si puede y quiere hacerlo, no veo porque no alegrarnos.  

Lo que sí es útil, es por lo menos definir algunas de las cosas que el país necesita tener si quiere salir de la confusión y degradación actuales. Para mí, es importante y conveniente y una responsabilidad del estado (y este es el tipo de cosas por las cuales uno queda clasificado como idiota latinoamericano o hasta defensor de los derechos humanos) que los colombianos tengan la posibilidad de llegar a la cultura del texto, que tengan acceso a formas complejas de creación artística, que desarrollen masivamente una capacidad de pensamiento y de razonamiento crítico. Y esto sólo puede lograrse por dos caminos: una reforma radical del sistema escolar, en todos sus niveles, para reemplazar la educación basada en la autoridad oral por la confrontación del texto escrito, y una emancipación del dominio hipnótico de los medios de comunicación. 

La escuela que puede transformar nuestra cultura debe tener unos rasgos que ya enuncié antes: estar centrada en el dominio del lenguaje, en la búsqueda activa del conocimiento por el estudiante, en el desarrollo de la capacidad de crear, de decir cosas propias, de ser original. Esto supone bibliotecas (compuestas, como es hoy necesario, de libros y computadores[2]), laboratorios y equipo para el arte. Y las bibliotecas no deben ser para aprender muchas cosas, sino para desarrollar la capacidad de comprender, confrontar, debatir, y pensar. Para ello hay que aprender a leer pero también a escribir, cosa que, como lo sabe cualquiera que ha enseñado en una universidad, sólo logran hacer unos pocos estudiantes.[3] El mejor mecanismo para eso, creo, y esta no es probablemente una idea muy popular, pues la escuela colombiana está bajo la fascinación aparente de la ciencia y la tecnología, en la cual creen todos los planeadores y todos los directivos y todos los maestros y los siete sabios, el mejor mecanismo, repito, es la literatura. Una razón es simplemente porque es la lectura que los niños y jóvenes pueden hacer con mayor placer, sin sentirse presionados a conseguir unos datos para una tarea. [4] Una de las causas de que la escuela colombiana no genere lectores, y por lo tanto no genere personas críticas y pensantes, es porque ordena a los niños que vayan al libro a conseguir unos datos, a “investigar” como dicen nuestros maestros llenos de añoranzas científicas, y no a vivir una experiencia de compartir sensibilidades, sueños y aventuras. La segunda es porque cuando el niño está leyendo está escapándosele al maestro, y todo el maestro que pueda ahorrarse es probablemente ganancia. Y la tercera, como lo ha dicho Joseph Brodsky, es porque la experiencia de la poesía, sobre todo, es una experiencia de dominio absoluto del lenguaje, de concentración de sentido, de control de la comunicación. Esto tiene que ver con la capacidad de madurar, como persona y como ciudadano. E incluso con la capacidad de vivir en paz, que tanto añoramos, pues, para volver a sugerir un argumento algo antanista, como dice Brodsky, “el hombre, incapaz de articular, de expresarse adecuadamente, recurre a la acción. Y como el vocabulario de la acción está limitado, por decirlo así, a su cuerpo, termina actuando violentamente, ampliando su vocabulario con un arma cuando podía haber recurrido a un adjetivo”. [5] 

 Transformar los medios me parece casi tan difícil. Hay quienes creen que en vez de transformar los medios, tenemos que limitarnos a tratar de vacunar de la mejor manera a los que van a ser infectados por ellos, mediante clases en los colegios en la que los medios sean objeto de enseñanza, para que los alumnos aprendan a desmontar su retórica, a analizar su gramática, a leer entre líneas.[6] No creo mucho en que esto sea posible: me parece menos posible que el ya difícil cambio de la educación. Clases especiales de democracia, de solución de conflicto, de crítica de los medios, de educación sexual, son siempre subsidiarias al desarrollo de una capacidad crítica integral  (incluso de un desarrollo equilibrado de la personalidad) y esto sólo lo logramos haciéndolos lectores entusiastas: con la literatura. La vacuna tiene que ser más amplia y radical. 

Pero volviendo a los medios: solo la mejora de la educación puede invertir esta tendencia de ir acomodando la calidad de los contenidos de la televisión y de la prensa al nivel de imbecilidad, de simplicidad y de mal gusto que se presume caracteriza al pueblo colombiano.[7] Lo demás tendrá resultados marginales, pero no despreciables. Creo que hay que asumir con cierta energía el análisis y crítica de lo que hacen, para introducir socialmente la mayor desconfianza posible, el más alto grado de sospecha hacia los noticieros y los periódicos. Mostrar sus engaños, sus medias verdades, sus silencios y encubrimientos interesados. Burlarse de la gramática enrevesada, del lenguaje burocrático, de la retórica psudopoética de los documentales de la televisión, hasta de los presuntuosos errores de pronunciación que han llevado a todas las presentadoras a pronunciar la v de manera distinta a la b.  [8] En los mismos medios, si nos publican, pero si no en otras partes, en los cafés, en Internet, en las revistas y en los salones de clase.  

La única guerra de guerrilla que se justifica en Colombia, porque es la única que conduce a mejorar las relaciones entre los colombianos, es la lucha contra la degradación conceptual, la generalización del sofisma, la corrupción retórica y el deterioro lingüístico de los medios de comunicación. El idioma se ha convertido, en los medios de comunicación, en un instrumento de confusión y torpeza. Este idioma deteriorado se está convirtiendo en la lengua de todos los colombianos, cada vez más simple, menos capaz de expresar matices y diferencias, más llena de adornos confusos, de analogías falsas, de metáforas imprecisas, y cada vez menos capaz de claridad y precisión.[9] Hay que recuperar el lenguaje, para que los colombianos podamos volver a entendernos, para que nos podamos volver a hablar.  

Jorge Orlando Melo
Participación en la mesa redonda organizada por la revista Número, feria del libro. Publicado en Número No 19


 

[1] El proceso es universal, pero en otros países las formas culturales basadas en la letra pesan mucho y han resistido exitosamente frente a los demás medios, que han crecido más rápidamente, pero no han hecho retroceder los hábitos de lectura consolidados antes de la invasión de los medios. Unas cifras pueden dar una idea: en Bogotá, sus 6 millones de ciudadanos hacen 3 millones de visitas a las bibliotecas públicas y se llevan 100000 libros prestados: en Inglaterra, una población similar genera 18 millones de visitas y se lleva 28 millones de libros a la casa. Es decir, el inglés dedica entre 30 y 50 veces más tiempo a la lectura de libros que un bogotano. Además, la mayoría de los lectores son jóvenes.

[2] A pesar de que el diseño de las páginas destinadas a verse en un computador (en Internet o CD-ROM) está muy influido por el mundo de la imagen, la información que ofrecen es esencialmente verbal y textual: son una metamorfosis del libro. La imagen es un acompañamiento, como lo es también en la mayoría de los noticieros y documentales de televisión: uno puede cerrar los ojos y se entera satisfactoriamente de lo que ocurrió, pero si ve el noticiero con el sonido apagado entre en un mundo de irreconocible homogeneidad. Como en los libros medievales, la imagen sigue siendo un apoyo a la palabra. Para un análisis menos simplificado de los temas de esta charla véase mi artículo “Libros, televisores y computadores: viejas y nuevas tecnologías de la lectura”, en Lectura y Nuevas Tecnologías (Bogotá, 1997)

[3] Los estudiantes llegan a la universidad con la idea de que escribir es unir textos ajenos transcritos literalmente. Y nada los desconcierta más que la invitación, imprecisa es cierto, de que expongan algo escribiéndolo “con sus propias palabras”.

[4] La formación científica es esencial, y más en un país como el nuestro, en el que hasta en el más serio medio de comunicación se dedica una página –el mismo día en que la falta de espacio obliga a colocar la noticia de la muerte de María Arango en un lugar secundario- al estudio quiromántico de los candidatos. Pero no creo que sea exitosa si se centra en lo científico: va a depender de la capacidad para desarrollar la capacidad de razonamiento, invención y comunicación de los niños, y para esto, repito, lo más eficaz es lo que estimule el uso creativo del lenguaje: la literatura y en especial la poesía.

[5] Joseph Brodsky, “An inmodest Proposal”, en On grief and reason, (1995) p. 208.

[6] Este argumento ha sido desarrollado en varias ocasiones por Jesús Martín. Ver, por ejemplo,  los artículos “la comunicación plural: paradojas y desafíos”, en Nueva Sociedad , No 140 (1995), “Descentramiento del libro y estallido de la lectura”, en Lectura y Nuevas Tecnologías (1997) o   “Nuevos modos de leer”  en Hojas de Lectura, (1997), donde se propone el reemplazo de la idea de la cultura en la escuela, “para que no sea la de artes y letras sino que de entrada a las ciencias y las tecnologías” Aunque acepto muchos de sus agudos análisis de la comunicación, no comparto su valoración positiva de la televisión que tenemos, ni me parece obsoleto o arcaico aferrarse a la idea de que el texto (escrito) es el vehículo del razonamiento y del pensamiento crítico, ni mucho menos la propuesta, allí también desarrollada, de que lo mejor es aceptar que el mundo de los jóvenes es de los nuevos medios y tratar de enseñarles en la escuela (¿y quien educará al educador, como se preguntaba Marx?) a analizar y criticar los medios, con clases especiales sobre esto. Lo único bueno que veo en esto es que el día en que ver televisión sea una asignatura, quizás los estudiantes le pidan a los amigos que les pasen el resumen, mientras se van a hacer otra cosa. Me parece que lo que esta propuesta busca como objetivo es más bien, en el horizonte previsible, un subproducto de la cultura del texto.

[7] No es difícil, pero en esta exposición no dispongo del tiempo apropiado, exhibir ejemplos y ejemplos del proceso de deterioro de la prensa en los últimos años y su rápido paso a la frivolidad, impulsada por la trivialidad de la televisión y la conversión de toda la programación en un espectáculo destinado a entretener y vender. Pero se que todos los presentes están todavía sorprendidos por la superposición casi obscena de las piernas de Marcela Carvajal (cuya virtud de periodista son) y el cadáver de María Arango realizada por un columnista de prensa. 

[8] Quizás vale la pena aclarar que lo importante no es la “corrección”, en el sentido de un patrón elegante y clasista del idioma, como el promovido por los señores Caro y Cuervo (¿o son el señor Caro y Cuervo?) sino la riqueza, la capacidad expresiva, el rechazo de los lugares comunes, el desarrollo fluido y claro de los argumentos. Pero esto supone, al menos en los escritores, una conocimiento del idioma, y cuando los que escriben en los medios no son capaces de conjugar adecuadamente los verbos, de entender las metáforas imitativas que usan, o de utilizar las palabras sabiendo lo que quieren decir, es poco probable que sus errores formales sean el resultado de un esfuerzo extremo de expresividad.

[9] El lenguaje popular, no sometido a los medios, desarrollaba niveles de creatividad y variedad hoy inconcebibles, como puede verse en la tradición oral de la costa o de Antioquia. A eso se sobreponía un lenguaje culto, cuidado y más o menos ilustrado, que servía además para marcar un complejo sistema de diferencias sociales: las novelas de Tomás Carrasquilla hacen un cuidadoso mapa de las jerarquías sociales que se expresan a través del lenguaje. Hoy los redactores de los periódicos y los noticieros están muy por debajo del lenguaje del que presumían los poderosos gramáticos colombianos, y sus lectores se han ido pegando a los estereotipos de la televisión para evitar recurrir a un vocabulario de más de unos centenares de palabras.

 
 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
Ultima actualización noviembre 2020
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