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Los paramilitares y su impacto sobre la política colombiana
 

VIOLENCIA Y PODER PUBLICO

 Uno de los rasgos que habitualmente sirven para caracterizar el Estado moderno es su capacidad de emplear medios coactivos para imponer obediencia a sus dictados En la medida en que esta capacidad se basa en el consenso de los ciudadanos, o en un fundamento aceptable de legitimidad, el uso de la fuerza es considerado un derecho del Estado, y exclusivamente suyo. La utilización de la fuerza por sujetos sin legitimidad ha sido vista, en forma correlativa, como un acto de violencia que debe ser reprimido por la fuerza del Estado [1] Por supuesto, el fundamento legítimo del Estado, a quien se atribuye el monopolio de la fuerza (o del poder, si adoptamos la terminología de Hanna Arendt)[2] puede ser discutido, y quienes no lo admiten consideran como actos de violencia aquellos efectuados en desarrollo de sus esfuerzos por imponer o conservar un orden determinado.[3]

Por otra parte, incluso cuando se admite la legitimidad del Estado y se reconoce la licitud de sus objetivos, puede ocurrir que apele a medios ilegítimos en la aplicación de su fuerza: en estos casos es válido considerar que realiza actos de violencia. Las pretensiones de legitimidad política de grupos guerrilleros o aun terroristas ha introducido crecientes complejidades al debate sobre la violencia política, que no es el del caso abordar aquí. Sin embargo, vale la pena subrayar cómo en situaciones de amplio conflicto social, muchos estados modernos han apelado a formas no militares de institucionalización de la capacidad de ejercicio de la coacción pública: desde la Revolución Francesa hasta nuestros días han surgido formas diversas de milicias nacionales o po­pulares, guardias cívicas, etc., que derivan su legitimidad de la que se atribuye al Estado, y que en general se encuentran cobijadas por ordenamientos legales consistentes con los fundamentos constitucionales de una nación. Con mucha frecuencia estos grupos, que representan con su misma existencia una prueba de una debilidad relativa del Estado para cumplir sus funciones, comienzan a actuar por fuera de los controles que se han establecido para su acción y solamente en algunos regímenes dictatoriales con una alta identificación ideológica se mantienen sujetos a una clara dirección política.

En el caso colombiano, las características de la llamada violencia política han conducido a una situación en la que se combinan en diversa forma las actuaciones violentas de quienes pretenden remplazar el sistema por uno que se predica como más justo, con la violencia ejercida por un Estado cuya legitimidad es débil y que apela a medios ilegítimos en el ejercicio de su autoridad, y por las acciones violentas de organismos civiles apoyados por diversos órganos o agentes del gobierno. Dada la incapacidad del Estado para mantener el orden cuando éste es alterado por movimientos con un nivel significativo de respaldo social, ha sido tradicional que los civiles se involucren en las actividades militares ya esto se le ha dado en ocasiones diversas, una base legal similar a la que en otras naciones ha dado pie para la formación de milicias populares.

Sin embargo, una mirada más cuidadosa revela en forma inmediata algunas diferencias fundamentales, que refuerzan el carácter anómalo de estos grupos. En efecto, aquellas organizaciones armadas de civiles que han surgido con arreglo a la ley no han sido configuradas en forma nacional, sino que han respondido a situaciones de orden local. Su integración con la acción del Estado ha sido entonces mediada por los poderes locales, usualmente vinculados con los partidos políticos, y su control ha estado en manos de autoridades militares de bajo rango. Esto ha hecho que, pese a sus vínculos legales con el Ejército, se conviertan con frecuencia en bandas armadas cuyos integrantes siguen una precisa ideología política, están sólo tenuemente sujetos a la disciplina militar y se entregan con frecuencia a la satisfacción de intereses personales o sectoriales. En muchas ocasiones, grupos creados legalmente desbordan los propósitos explícitos de quienes desde el Estado los respaldan, y comienzan a actuar en forma independiente ya resultar cada vez más cercanos a otro tipo aun de grupos que, aunque buscan inicialmente objetivos paralelos a los de las instituciones militares, han sido creados por fuera de las normas legales.

Estos últimos han sido conformados en la mayoría de los casos por iniciativa de grupos de individuos con poder económico o político regional, capaces de financiar estas bandas para el ejercicio de tareas de violencia política. Al no hacer parte de un sistema militar abierto, sus vínculos con las instituciones militares son informales y ocasionales; usualmente se benefician por la facilidad con la cual obtienen salvoconductos o permisos militares para el uso de armas, coordinan algunas de sus actividades con autoridades militares de diverso nivel y utilizan la información recogida por las unidades de inteligencia militar para identificar a sus enemigos. Como no están sujetos a las normas militares, no sufren de las limitaciones que los ejércitos tienen en el uso de la fuerza. De este modo, recurren al uso del asesinato de los opositores políticos, al terrorismo, a las amenazas y provocaciones. Igualmente, su tarea puede resultar complementaria con la que desarrolla el Ejército, sobre todo cuando éste percibe que no cuenta con recursos suficientes para combatir exitosamente a un enemigo armado. La acción de estos grupos tiende entonces a reforzarse cuando el Ejército tropieza con limitaciones en el ejercicio de sus tareas o cuando no logra garantizar a los particulares una protección suficiente contra las guerrillas u otros grupos insurgentes. Al carecer de base legal, el Ejército no puede ofrecerles un apoyo abierto, de manera que sus actividades se realizan usualmente en la clandestinidad: raras veces sus miembros se identifican o se dan a conocer, y los objetivos políticos encuentran expresión en breves y macabros slogans, pero sin que exista un proyecto político de orden nacional que se trate de justificar con un discurso ideológico mínimamente coherente.

En el último decenio el papel de los grupos armados civiles enfrentados a la guerrilla o a los grupos percibidos como subversivos se ha ido convirtiendo en un elemento central de los conflictos políticos de Colombia. En este texto tratamos de identificar, en términos muy generales, algunos de los antecedentes de estos grupos, conocidos como "paramilitares", las razones que explican su creciente importancia, los elementos que los definen, el carácter de sus lazos y de sus enfrentamientos con el Ejército y el Estado, y las políticas seguidas por el gobierno con relación a ellos. Como puede verse, es preciso insistir en que se trata de grupos armados enfrentados a una subversión percibida, para diferenciarlos de grupos armados dedicados a la búsqueda de objetivos puramente privados y ajenos a toda perspectiva política. Si tratamos de ofrecer una clasificación aproximada delos grupos armados diferentes a la Fuerza Pública existentes en Colombia, podríamos llegar al siguiente cuadro, que como toda clasificación, exagera la discontinuidad entre grupos que cubren toda la gama posible de situaciones:

  Creados con Base Legal Creados con apoyo oficial ilegal Grupos privados independientes del gobierno o enfrentados a este Grupos enfrentados al sistema
Enfrentados a Enemigos Políticos Autodefensas Grupos de lucha antiguerrillera creados por iniciativa privada Grupos que actúan a favor de los objetivos políticos del narcotráfico Guerrillas
Enfrentados a Enemigos privados o delincuenciales Oficinas de seguridad Grupos de limpieza de delincuentes o indeseables Bandas de sicarios  

Mucho se ha debatido sobre el carácter paramilitar de algunos de estos grupos. Sin embargo, si se adopta como criterio central la realización de actos violentos que tratan de remplazar la acción del Estado, todos los organismos del cuadro, con excepción de la guerrilla, por el carácter radical de su enfrentamiento al sistema, y de las bandas de sicarios que actúen con toda independencia de consideraciones políticas, deberían ser incluidos. Por supuesto, el carácter de paramilitares no constituye per se una prueba de ilegalidad o criminalidad de las acciones de un grupo, aunque en este articulo se sostiene que incluso cuando son legales y teóricamente podrían actuar con total sujeción a la ley ( como pretenden hacerlo algunos grupos de autodefensa o como en general lo hacen las oficinas de seguridad), los factores reales de la situación colombiana tienden a convertirlos en organismos delictivos.

Es preciso reiterar que la anterior diferenciación no corresponde en forma necesaria a una distinción real de los actores, en la medida en que muchos de los grupos que ejercen funciones de orden político actúan también como bandas de delincuentes comunes. Por otra parte, el hecho de que un grupo armado con objetivos políticos antisubversivos haya sido conformado mediante actos legales de autoridades militares ( dejando de lado posi­ciones jurídicas que presumen la ilegalidad absoluta de estos grupos en Colombia, por razones relativamente

técnicas) o haya sido conformado por particulares; o que, sea cual sea su origen, tenga un respaldo militar o carezca de él, no obsta para reconocer que desempeña funciones similares en el conflicto político colombiano, y los demás aspectos, aunque interesantes para comprender las complejas interacciones entre los diversos grupos y el Estado, o útiles para el diseño de estrategias para su reincorporación a la vida civil, no hacen necesario su tratamiento por separado en este texto.

IMPOTENCIA ESTATAL ANTE EL DESAFIO GUERRILLERO

La participación de grupos de civiles armados en las luchas políticas colombianas tiene una tradición larga, aunque discontinua. En el siglo XIX, en las guerras civiles se enfrentaron ante todo civiles armados, pues apenas existían ejércitos regulares profesionales. En muchas ocasiones, el Estado apeló a la formación de milicias compuestas por ciudadanos: un ejemplo notorio de esto ocurrió en 1885, cuando el gobierno de Rafael Núñez entregó armas a grupos de conservadores para apoyarse en ellos, ante la incertidumbre sobre la lealtad del limitado Ejército nacional. La larga paz de 1903 a 1948 no ofreció muchas ocasiones para apelar nuevamente al apoyo de civiles en el desarrollo de las funciones de conservación del orden; frente a los brotes ocasionales de violencia de comienzos de la década de 1930 no sintió el gobierno necesidad de recurrir a grupos paramilitares.

La reaparición de grupos civiles armados para desempeñar funciones públicas se dio en el contexto de la Violencia, en particular a partir de 1950, cuando el gobierno organizó grupos de.'contrachusmas" o "guerrillas de paz" para reforzar la acción militar en zonas de notable implantación guerrillera (Llanos; sur del Tolima) Se trató en ese caso de grupos civiles armados por el Estado, con funciones relativamente precisas y condiciones que suponían al menos cierto nivel de disciplina. Sin embargo, el contexto político en el que surgieron contribuyó a que sus objetivos fluctuaran ampliamente. Desde el punto de vista de la estrategia militar, su función esencial era conservar las áreas liberadas por acciones militares, para evitar que un enemigo relativamente móvil y con arraigo en la población volviera a recuperarlas. Como estaban compuestas por militantes conservadores, al ocupar una región tendían a adoptar con­ductas persecutorias hacia los liberales y a aprovechar las oportunidades de lucro y adquisición de tierras que daba el abandono de éstas por parte de sus opositores políticos. Por esto, en la mayoría de los casos estos grupos contribuyeron a agravar las condiciones de violencia y a reforzar los enfrentamientos políticos entre civiles. Muchas de las atrocidades de la Violencia fueron cometidas por estos organismos civiles paramilitares, que además contaban con la financiación y el apoyo de gamonales locales del partido conservador [4].

El gobierno militar, como es sabido, trató de lograr la paz mediante la concesión de una amplia amnistía a los guerrilleros. Al hacerlo, decidió, en forma congruente con la situación, dar a los grupos paramilitares un tratamiento similar al de éstos. Así, la amnistía consagrada por el decreto 1823 del 13 de junio de 1954 cobijaba tanto a guerrilleros como a paramilitares, y cubría los delitos políticos cometidos con anterioridad al 10. de enero de ese año. La definición de delitos políticos cubría a ambos grupos, pues se entendían como tales "todos aquellos cometidos por nacionales colombianos cuyo móvil haya sido el ataque al gobierno, o 'que puedan explicarse por extralimitación en el apoyo o adhesión a éste, o por aversión o sectarismo político' ". Como es sabido, la violencia renació tras los frustrados esfuerzos de pacificación y rehabilitación, y bastante importancia tuvieron en algunas fases de ese renacimiento los antiguos miembros de los grupos civiles armados enfrentados a la guerrilla, conocidos entonces como "pájaros". Así como resultó difícil reincorporar a los antiguos guerrilleros a la vida civil, tuvo gran complejidad la reintegración de gentes armadas y acostumbradas a apoyarse en la violencia para resolver sus conflictos y en muchos casos para el logro de objetivos personales [5]. La legitimación de la violencia hacia el adversario político inducida por el apoyo abierto del Estado a los grupos paramilitares contribuyó sin duda a mantener un clima de tolerancia difusa ala violencia en la sociedad colombiana.

En todo caso, la apelación a los ciudadanos identificados con el gobierno para la realización de tareas de orden militar revelaba una insuficiente fuerza del Estado, que no contaba con recursos suficientes para enfrentar en forma adecuada la rebelión guerrillera liberal. El tamaño relativamente pequeño de las Fuerzas Militares y las dificultades para financiar su expansión hicieron que los dirigentes civiles del Estado consideraran preferible armar provisionalmente a ciudadanos particulares.

El sistema del Frente Nacional, como se ha señalado con frecuencia, tuvo desarrollos paradójicos y contradictorios [6] Aunque logró reducir la pugna entre los partidos políticos y los niveles de violencia de los años anteriores, la distribución mecánica del poder impidió que el sistema de partidos se modernizara en forma acorde con el rápido desarrollo económico y con los importantes cambios sociales que vivía el país. De este modo, los partidos no pudieron servir de canal de expresión para los amplios conflictos sociales que se presentaron, y los sectores cuyos proyectos políticos y sociales tendían a quedar excluidos del sistema político lo percibían como ilegítimo. Dada la tradición de lucha armada guerrillera y el ejemplo del triunfo cubano, es explicable que para muchos intelectuales universitarios y para los activistas de los movimientos obreros o campesinos, cuyos proyectos resultaban inexpresables en el ordenamiento constitucional del Frente Nacional, la lucha armada fuera una alternativa plausible.

La aparición de un proyecto revolucionario apoyado en las guerrillas, a partir de la primera mitad de la década del 60 resultó determinante de la evolución del Frente Nacional. Entre sus efectos, resulta pertinente en el contexto presente señalar cómo ante el desafío guerrillero se adoptó una estrategia eminentemente militar, frente a las di­ficultades para poner en ejecución proyectos reformistas de tipo social, lo que condujo aun paulatino aumento del poder del Ejército tradicionalmente débil. Simultáneamente, la lucha antiguerrillera se fue convirtiendo gradualmente en un asunto más militar que político, lo que llevó a una fuerte tendencia a dejar en manos militares la definición de las estrategias centrales de esta lucha. En esta abdicación pudieron pesar los temores a un posible golpe militar, reforzados por el ejemplo latinoamericano y algunos trade-offs que permitían a los gobiernos civiles mantener relativamente bajos los gastos militares globales. Por otra parte, en todos los sectores del gobierno, civiles y militares, se tendió a identificar toda reivindicación social con una lucha subversiva, aliada al menos implícita de la guerrilla. Sin embargo, y en otra de las paradojas del Frente Nacional, sus gobiernos, preocupados por mantener el formalismo democrático, permitieron la acción política legal de partidos con un brazo guerrillero reconocido, como ocurrió con el partido comunista. Esto generaba en las víctimas de acciones guerrilleras una impresión de notoria injusticia, en la medida en que veían que quienes cometían actos de violencia contra ellos hacían parte de un movimiento cuyos jefes civiles no podían ser responsabilizados por tales actos, lo que pudo reforzar la tentación de responder a tales actos en forma similar, separando la acción clandestina de la acción legal y que puede asumirse públicamente.

La autonomía militar condujo a debilitar gradualmente el respeto de sus miembros por las normas legales e impuso un temprano clima de tolerancia hacia la violencia contra los guerrilleros y contra la población civil presuntamente solidaria con aquellos. Durante los años cincuentas, los asesinatos de guerrilleros y la tortura de conspiradores empezaron a ser comunes, así como la realización arbitraria de detenciones, la apropiación de bienes de campesinos, el bombardeo de poblaciones civiles -en 1954 se utilizó incluso el NAPALM- y en general, el ejercicio de formas de violencia contra civiles más o menos sospechosos de dar apoyo y aliento a la guerrilla. A pesar de la utilización de estas tácticas, la guerrilla empezó a renacer ya crecer a partir de 1964. A los grupos tradicionales vinculados con el partido comunista y que conformaron en 1966 las F ARC, se sumaron agrupaciones de orientación castrista ( ELN 1965), maoísta (EPL, 1964) y, ya en la década del 70, de corte populista y nacionalista como el M-19 (1975) Estas guerrillas adquirieron bastante poder en zonas de colonización reciente, donde usualmente los conflictos de tierras eran bastante fuertes.

El Estado resultó en general incapaz de derrotar militarmente a la guerrilla o de reducir su capacidad de reproducción eliminando algunos de los factores sociales o políticos que favorecían su surgimiento. Un punto crucial en la lucha antiguerrillera tuvo lugar durante el gobierno de Julio César Turbay, cuando el Ejército logró el respaldo del ejecutivo para una lucha antiguerrillera que no estuviera obstaculizada por consideraciones legales tradicionales. En efecto, además de expedirse un Estatuto de Seguridad que daba a los militares funciones judiciales (Decreto 1923 de septiembre 8 de 1978), lo que resultaba una indicación de una crisis cada vez mayor del sistema judicial, congestionado, formalista e ineficiente, se toleró la utilización masiva de la tortura por parte de los investigadores militares, se autorizó la retención de ciudadanos por pura sospecha de las autoridades militares -sin que, aparentemente, se hubieran cumplido los requisitos exigidos por la Constitución para hacer tales retenciones- y se realizaron detenciones masivas de presuntos guerrilleros o simpatizantes; entre agosto de 1978 y julio de 1979, las autoridades colombianas detuvieron a más de 60.000 personas, según informe del ministro de Defensa de entonces.

La ofensiva fracasó, en parte por el rechazo de amplios sectores del país a la tortura ya la represión indiscriminada, rechazo que reforzó la capacidad de reclutamiento de la guerrilla y el clima de simpatía entre sectores más o menos amplios de la población. Esto llevó a que el candidato que parecía menos identificado con el gobierno y su política de represión indiscriminada resultara electo, en buena parte por las esperanzas de paz que, aunque no expresamente planteadas, parecía ofrecer. Esto ocurría en un momento en el que, a pesar de ciertos éxitos espectaculares del Ejército contra los grupos guerrilleros urbanos (en especial el M-19, cuyos principales dirigentes se encontraban en la cárcel), seguía aumentando la fuerza de los grupos armados, sobre todo por la consolidación paulatina de las FARC en las áreas rurales. Esta consolidación, además, estaba en parte apoyada en una estrategia de financiamiento que obligaba a los propietarios de las regiones de influencia de las FARC apagar a éstas sumas relativamente elevadas, en una especie de impuesto de "protección" conocido como la "vacuna". Estos procedimientos, además, estaban acompañados por el uso frecuente del secuestro para obtener fondos con los cuales continuar las actividades guerrilleras, cuyo uso habitual por la guerrilla se remonta a 1965 pero que fue adquiriendo cada vez mayor importancia, sobre todo después de 1976.

De este modo iba haciéndose patente la incapacidad del Estado para garantizar el orden en las áreas de conflicto rural, donde un persistente conflicto por la tierra y una miseria generalizada ofrecían un ambiente propicio al crecimiento de la guerrilla. Esta debilidad del Estado era también evidente en el deterioro creciente del sistema judicial. Mientras en ciertas áreas rurales la guerrilla remplazaba al Estado, cobraba impuestos y forzaba un oneroso modus vivendi para los propietarios, en las ciudades los colombianos encontraban que la policía era corrupta e insuficiente y que el sistema judicial tardaba años en tomar una decisión, muchas veces influida por el soborno o la intimidación.

La legitimidad del Estado resultaba en cuestión: era incapaz de garantizar la paz rural, utilizaba métodos ilegales de lucha contra la guerrilla y la subversión, no podía proteger a los ciudadanos contra el robo o la violencia delincuencial, y no lograba poner en la cárcel a los culpables de cualquier tipo de delito.

DEBILITAMIENTO CRECIENTE DEL MONOPOLIO ESTATAL DE LA FUERZA

Una de las primeras respuestas a la erosión de la función policial fue el auge de las organizaciones privadas de seguridad. Desde hace bastantes años buena parte de los ciudadanos, en particular en los estratos económicos más elevados, se han sentido obligados a recurrir a mecanismos de seguridad privados para proteger sus propiedades, y la función policial dependiente del gobierno ha sido en buena parte desplazada por organismos de derecho privado. Con la agudización de los problemas de seguridad derivados de problemas políticos, y de la práctica del secuestro por parte de grupos alzados en armas y de delincuentes comunes, la función de protección contra las amenazas de la delincuencia a los bienes de los ciudadanos y las empresas se fue ampliando hasta generar un verdadero ejército paralelo, que ofrece vigilantes, guardaespaldas, etc., a quienes puedan pagar su seguridad. La incapacidad del Estado para garantizar la seguridad individual ha llevado incluso a que en algunas ocasiones voceros suyos hayan invitado a la población en general a organizar su propia defensa ya armarse para ello, como ocurrió en 1978, cuando el ministro de Defensa, general Luis Carlos Camacho Leyva, invitó a la ciudadanía a asumir su propia defensa.

El auge de los organismos privados de seguridad ha creado dificultades adicionales a todo esfuerzo por controlar la violencia en el territorio nacional. En efecto, la concesión del derecho de portar armas a particulares, sea a titulo individual o a empresas de seguridad, abrió el camino para amparar con salvoconductos oficiales armamentos destinados a acciones delictivas de diverso tipo. El abandono del monopolio legal de la violencia ha llegado hasta el punto paradójico de que se expidan salvoconductos a particulares, a veces sospechosos de vínculos con el narcotráfico, para el uso de armas de "uso privativo del Ejército". En general, el auge de los mecanismos privados de seguridad, además de ser otro indicio de la incapacidad del Estado para llenar sus fun­ciones más esenciales, contribuye a reforzar su debilidad, pues en un contexto en el que las diversas formas de violencia, se entrecruzan y las posibilidades de corrupción son muy altas, la existencia de estas entidades, a pesar de los esfuerzos de regulación por parte del Estado y de las Fuerzas Armadas, dificulta el control policial de las armas, se presta a negociados que vinculan en ocasiones a oficiales retirados de la policía o el Ejército ala protección de grupos de delincuentes muy poderosos y abre el riesgo de que una buena parte de la seguridad de sectores importantes del país quede en manos de agencias de vigilancia o seguridad de propiedad de grupos o individuos vinculados a actividades delictivas.

Aunque la insuficiencia del Estado hizo que nunca se lograra, a lo largo de este siglo, imponer el principio del monopolio legal de las armas por parte del Estado, la abdicación de este monopolio, reforzada por el auge de los vigilantes y guardaespaldas privados, se ha ido haciendo más grave ante el desarrollo de los conflictos sociales y políticos que tienen como escenario el mundo rural colombiano ya los que ya se ha aludido.

La encrucijada de finales de la década pasada estuvo también acompañada por el surgimiento de un nuevo actor social con un poder insólito. Los traficantes de drogas, que habían formado fortunas considerables pero dentro de los rangos usuales del país con base en el tráfico de marihuana, entraron aceleradamente en el negocio de la coca durante la segunda mitad de los años setentas. Con base en ello surgieron inmensas fortunas, conformadas en medio de actividades ilícitas y que requerían audacia, decisión y la voluntad de usar la violencia contra competidores u oponentes. Aunque algunos de los narcotraficantes recurrieron a la protección de los organismos privados de seguridad legales, muchos conformaron verdaderos ejércitos privados que servían contra las amenazas de secuestro, para la protección del negocio, para la intimidación de jueces, para la liquidación de enemigos u opositores y para otras funciones similares.

El contexto urbano de desempleo, en un ambiente de creciente movilidad social, de rápido desarrollo económico y de cambios radicales en los valores sociales, ofreció además una amplia oferta de personal disponible para la ejecución de crímenes violentos: desde fines de los setentas la figura del sicario que asesina a sus víctimas desde una motocicleta se hizo habitual.

MULTIPLES COMIENZOS DE LA ACCION PARAMILITAR

La idea de que podía ser necesario apelar a la defensa particular organizada frente a la violencia guerrillera se manifestó desde los primeros años del Frente Nacional. En 1964, por ejemplo, el dirigente de la Sociedad de Agricultores de Colombia ( SAC), Manuel Castellanos, solicitó al gobierno que autorizara la formación de grupos de autodefensa para proteger a los propietarios de la oleada de secuestros que se estaba presentando. Sólo 4 años después, en 1968, el gobierno expidió la ley 48 que reglamentaba la formación de grupos de civiles armados bajo el control de las Fuerzas Armadas. Poco se sabe sobre la actuación de estos grupos, pero es evidente que inicialmente su actividad fue sobre todo de tipo defensivo.

A partir de 1974 a 1975 comienza a surgir un nuevo tipo de acción antiguerrillera: en varias regiones del país son asesinados activistas del PC o de otros grupos de izquierda. El paro cívico de septiembre de 1977 aumentó los temores de los grupos vinculados al gobierno frente al auge de los grupos guerrilleros y el aparente surgimiento de una agitación urbana de gran magnitud. Casi simultáneamente con el paro cívico se produce el primer acto notorio de "desaparición" de activistas de izquierda: dos activistas del MOIR fueron las víctimas de este acto de violencia oficial que inauguraba otra forma de enfrentamiento a los actos de la guerrilla o de sus simpatizantes. En 1978 fueron asesinados varios dirigentes políticos de la extrema izquierda, el más notable de los cuales fue José Manuel Martínez, del ELN. Otros fueron víctimas de acciones y atentados terroristas, y en zonas como Urabá, donde la guerrilla se apoyaba en un viru­lento conflicto social y daba su respaldo armado a los sectores sindicalizados, el Ejército o la policía buscaron debilitar la guerrilla amedrentando a la población civil.

Aunque nunca fueron identificados los responsables de los asesinatos y desapariciones de esa época ( con excepción del caso de la militante del MOIR, Omaira Montoya), en muchos casos se presumía que se trataba de acciones ejecutadas directamente por miembros de las Fuerzas Armadas o con base en información proporcionada por éstos. Esta impresión, por supuesto, resultaba reforzada por la total impunidad de los autores y por la evidente renuencia del Ejército a permitir cualquier forma de investigación de sus miembros. El intento del Congreso de realizar un debate sobre los excesos de la fuerza pública con ocasión del paro cívico condujo a airadas protestas de la cúpula militar, que logró intimidar a quienes cuestionaban al Ejército [7].

Este proceso de deterioro de la disciplina y de la vigencia de normas éticas en las Fuerzas Armadas, muchos de cuyos agentes realizan actividades de tortura, violencia y desinformación, se acentuó sobre todo a partir de enero de 1979 tras el robo de las armas del Cantón Norte por el M-19. 1980 fue un año caracterizado por una oleada de asesinatos de militantes de la UNO, un frente político creado y controlado por el partido comunista, por acusaciones a los militares por torturas, sobre todo en la región de Puerto Boyacá, donde la influencia de las FARC era notable, y por la aparición de operaciones de "limpieza" cuya manifestación inicial se dio en regiones como el Cesar; las víctimas fueron en esta etapa sobre todo personas sospechosas de robos de ganado y otros delitos.

En el mismo año aparecieron grupos como el "escuadrón de la muerte" y la Alianza Anticomunista Americana, pero nunca pudo aclararse si eran simples denominaciones para encubrir acciones militares o si se trataba de grupos independientes. Sin embargo, la impresión que deja la información disponible es que durante el gobierno de Turbay no existía mucha razón para la existencia de organismos paramilitares dedicados a realizar actividades ilícitas contra los grupos subversivos porque las Fuerzas Armadas y la policía se sentían autorizadas a realizarlas y lo estaban haciendo. Los resultados en la tortura, por otra parte, fueron relativamente eficaces en el corto plazo, y el Ejército se acostumbró a depender de mecanismos de violencia más bien que de inteligencia e investigación. No es aventurado suponer que este clima preparó al personal que después apoyaría las acciones de los grupos privados antisubversivos.

Sin embargo, la amenaza del secuestro condujo a los primeros grupos privados armados. Ya en 1965, después del secuestro y muerte de Harold Eder, hubo una breve y agitada ola de asesinatos contra delincuentes presuntamente vinculados a bandas de secuestradores, que no fueron reivindicados por ningún grupo, aunque la participación militar en ellos resulta difícil de excluir. Fue en 1981 cuando, ante el secuestro de una hermana de Jorge Luis Ochoa realizado por el M-19, se efectuó el primer intento de coordinar esfuerzos en gran escala de magnates de la droga contra la amenaza del secuestro guerrillero. El MAS (Muerte a Secuestradores) parece haberse conformado con el aporte económico de importantes traficantes, y con una capacidad de acción relativamente grande. Inicialmente tenia elementos de una ética caballeresca (las guerrilleras capturadas eran entregadas a la policía, pues el MAS. 'no mata mujeres' ) y buscaba ante todo amedrentar a los grupos guerrilleros: los secuestradores de Marta Nieves Ochoa fueron dejados encadenados a una reja del diario El Colombiano en Medellín.

Estas reticencias y frenos no duraron. El ejemplo del MAS se extendió a varias regiones del país, y en particular a aquellas zonas en las cuales los narcotraficantes estaban invirtiendo dinero en la compra de tierras. Estas inversiones se realizaban típicamente en áreas de colonización reciente, muchas de ellas escenario de conflictos entre la guerrilla y los grandes propietarios. Estos últimos acogieron con avidez la posibilidad de liberarse de sus tierras, generalmente a precios más altos que los que habrían podido esperar en un mercado deprimido por la vacuna y los secuestros, pero que todavía resultaba favorable para los compradores en la medida en que lograran "limpiar" la zona de la influencia guerrillera. La adquisición de tierras por los narcotraficantes, que siguió un ritmo creciente hasta 1988, se convirtió en un instrumento esencial dentro del proceso de "contrarreforma agraria" que está desarrollándose en amplias zonas del país mediante la adquisición acelerada de grandes haciendas por parte del nuevo tipo de propietarios. Estos, acostumbrados a emplear guardaespaldas y grupos armados, se convirtieron en catalizadores de una nueva alianza anti-guerrillera, conformada por los narcotraficantes, a los que se sumaban, con alivio o entusiasmo, los antiguos propietarios que no habían podido lograr suficiente protección del Ejército, y amplios sectores de esta misma institución.

BETANCUR: ESFUERZOS DE PAZ Y AUGE PARAMILITAR

La política de paz del presidente Betancur (1982- 1986) cambió las relaciones entre el Ejército y el gobierno. La sensación de que se contaba con un respaldo ilimitado del ejecutivo desapareció, y los militares fueron conducidos a regañadientes a tolerar un esfuerzo de negociación con los guerrilleros, que resultaba incompatible con la continuación de prácticas como la tortura. Los militares sufrieron la actitud del Presidente como un obstáculo en una política militar cuyos éxitos estaban apunto de cosecharse, y que no pudieron recogerse tanto por el freno a la tortura, medio de investigación privilegiado durante los cuatro años anteriores, como por las órdenes de suspender acciones militares en momentos en que podían perjudicar las negociaciones con los grupos armados.

La aprobación de la amnistía en noviembre de 1982, reforzó la tendencia a recurrir a grupos paramilitares, por la hostilidad de diversos medios a los esfuerzos de paz del presidente Betancur, que encontraban intolerable que quienes habían usado las armas contra el Ejército y el gobierno fueran a beneficiarse de la amnistía; según las cifras disponibles, el crecimiento de las acciones parami­litares fue particularmente rápido entre finales de 1982 y finales de 1983, y el mismo Ejército presentó en septiembre de este año una estadística que al lado de 159 guerrilleros muertos en enfrentamientos con el Ejército y 254 víctimas de la guerrilla, hablaba de 456 homicidios realizados por los "paramilitares"[8].

La impresión que deja la documentación existente es que estas primeras acciones paramilitares relativamente sistemáticas expresaban la frustración de sectores militares por el freno de la lucha antiguerrillera, y la hostilidad a los esfuerzos de paz del gobierno, así como el intento por ajustarle cuentas a una militancia de izquierda comprometida con secuestros y otras actividades delictivas y a la que ahora resultaba imposible castigar como resultado de las leyes de amnistía. Muchos de estos actos se realizaban por iniciativa o con colaboración de oficiales de rango bajo del Ejército, probablemente con la tolerancia de niveles más altos, pero cada vez era mayor la participación de grupos como el MAS. En la región de Puerto Boyacá, este grupo fue responsabilizado por una matanza colectiva realizada en julio después de leer la lista de los campesinos que iban a ser ejecutados, ritual que se repitió frecuentemente durante ese año. Estos hechos se dieron en forma paralela con el establecimiento en la región de grupos de autodefensa con respaldo militar. La zona del Magdalena Medio fue durante mucho tiempo un área de conflicto agrario y de amplia influencia de las FARC. La dominación guerrillera sobre ganaderos y comerciantes, aunque incluía elementos de violencia usuales en los movimientos guerrilleros, se ejerció con criterios políticos que buscaban mantener cierto grado de apoyo de la población local.

Esta situación se modificó a raíz del cambio del frente IV al XI. La guerrilla secuestró y extorsionó con mayor violencia a los propietarios, incluso medianos y pequeños. Esto condujo a la formación de las primeras organizaciones de autodefensa, surgidas en 1982, cuando petroleros, políticos, ganaderos y comerciantes, con apoyo de las Fuerzas Armadas, organizaron un fondo de más de $200 millones para la defensa de la región. Esto coincidía con un esfuerzo del Ejército por retomar el control de la región sur del Magdalena medio: en 1983 se creó la XII Brigada con sede en Puerto Berrío. Según Amnistía Internacional, durante 1983 hubo 800 muertes en la región, muchas de ellas evidentemente ejecutadas por grupos paramilitares. Las denuncias del procurador Carlos Jiménez Gómez contra el MAS y contra los militares que apoyaban sus actividades condujeron, junto con un cambio de comandante de la región [9], a un freno temporal a los asesinatos paramilitares ya la búsqueda de al­ternativas de auto defensa con mayor capacidad de acción política. El 24 de julio de 1984 se creó la Asociación Campesina de Agricultores y Ganaderos del Magdalena Medio -Acdegam -que desempeñaría posteriormente un papel central en la consolidación de los grupos paramilitares. Acdegam combinó, por así decirlo, todas las formas de lucha: realizó actividades legitimas tendientes a obtener el apoyo campesino, como campañas cívicas, establecimiento de escuelas, prestación de servicios médicos y creación de tiendas comunitarias. Sirvió de apoyo político a grupos del partido liberal que estaban en proceso de reconquistar el poder local anteriormente en manos de los aliados del partido comunista y finalmente, estableció escuelas de preparación militar, cuya magnitud fue revelada por el DAS en un informe del 19 de mayo de 1988, que contaron con la asesoría de instructores extranjeros y en las que se preparaba a buena parte del personal de los grupos paramilitares.

La existencia de una asociación gremial con objetivos expresos legítimos permitió que recibiera el apoyo público de entidades oficiales, como la alcaldía y las Fuerzas Armadas, y privados, como las asociaciones gremiales de ganaderos. La existencia de un amplio número de propietarios de tierras con elevados ingresos derivados de sus relaciones con el tráfico de drogas le garantizó la financiación para sus actividades, mientras que lograba un apoyo político significativo, en la medida en que era percibido como una defensa contra las depredaciones de la guerrilla y como un modelo exitoso de lucha contra ésta. La Sociedad de Ganaderos de Córdoba afirmó, aludiendo claramente a Puerto Boyacá, que estaban dispuestos a "renunciar al legítimo derecho de la defensa social practicado con éxito en otras regiones" si el gobierno era capaz de protegerlos de la guerrilla.

Las altas autoridades militares, por su parte, se negaron a reconocer lo que estaba ocurriendo. Ante las primeras acusaciones relativamente concretas, como las relacionadas con el grupo paramilitar de San Vicente de Chucurí, a comienzos de 1983, el ministerio de Defensa reaccionó con desmentidos totales en los que nadie creía. Cuando el procurador de la Nación, por su parte, sostuvo que estos grupos surgían por iniciativa o con apoyo militar e informó, en febrero de 1983, que 59 miembros del Ejército hacían parte del MAS, la respuesta de las autoridades militares fue llamar a los militares activos a donar un día de salario para defender a los acusados. Ahora bien, todavía entonces los vínculos con grupos privados no eran muy sistemáticos aunque aumentaban los informes y rumores sobre el apoyo mutuo de los propietarios de tierras, sobre todo narcotraficantes, y los comandantes militares locales.

Las acciones paramilitares parecen haberse reducido bastante durante 1984, por razones no del todo claras: es probable que la tregua con las F ARC, firmada en mayo de ese año, haya reducido el peso de las extorsiones guerrilleras a particulares y haya desviado la acción militar sobre todo a la lucha contra los grupos que no habían firmado la paz; por otro lado, el Ejército estuvo temporalmente a la defensiva, como consecuencia de las denuncias del procurador Carlos Jiménez G6mez. Con altos funcionarios del gobierno preocupados por el impacto de los grupos paramilitares, resultaba difícil mantener la actitud de tolerancia general hacia ellos que rigió hasta mediados de 1983. Esto no impidió, sin embargo, la realización de atentados contra los dirigentes amnistiados del M-19, como Carlos Toledo Plata y Antonio Navarro.

La creación de la UP a comienzos de 1985, como consecuencia de los acuerdos de La Uribe con las F ARC, señaló el comienzo de una nueva onda de actividad paramilitar. Durante el año anterior a las elecciones de 1986, decenas de candidatos y activistas de este grupo cayeron asesinados. Al mismo tiempo se hicieron habituales las acciones de "limpieza" contra marginados y delincuentes comunes, sobre todo en Medellín, Cali, y Pereira. Estas acciones sólo podían realizarse con complicidad, información y tolerancia de algunos miembros de las Fuerzas Armadas, como lo subrayó en varias ocasiones el procurador Carlos Jiménez Gómez y como resultó demostrado, a pesar de las enfáticas negativas iniciales, en los pocos procesos que pudieron llevarse a término en años posteriores.

Por otra parte, el fin de la tregua en 1985 y el clima de desbordamiento creado por el Palacio de Justicia, quitaron toda capacidad al ejecutivo para continuar actuando como freno de las Fuerzas Armadas. Además, los resultados de la UP en las elecciones de 1986, cuando logró el 5% de los votos, representaban una amenaza para los grupos de derecha. Ante las elecciones de 1988, en las que se elegirían por primera vez alcaldes, muchos sectores del país vieron con preocupación la perspectiva de triunfos de la UP en amplias regiones del país. Esto resultaba particularmente preo­cupante para los propietarios, en zonas donde la guerrilla había logrado extorsionarlos a pesar de la existencia de autoridades dispuestas a defenderlo: ¿qué ocurriría si los alcaldes eran también partidarios de la guerrilla?

El hecho de que en todos los avatares de las negociaciones y de los acuerdos de paz las F ARC hubieran mantenido una evidente ambigüedad, que podía interpretarse como el intento por mantener simultáneamente un brazo armado, reforzado por la relativa inmunidad que le daban los acuerdos, y un brazo político, contribuyó sustancialmente a mantener un ambiente de suspicacia contra los dirigentes de la UP.

Esto explica que a partir de 1986 y prácticamente hasta las elecciones de 1988 los grupos paramilitares, con vínculos cada vez más diluidos con los mandos militares, pero todavía con el evidente apoyo de miembros de la FF. AA., concentraran su ataque en las cabezas visibles de la UP: casi el 30% de los candidatos de este grupo fueron asesinados antes de las fechas de las elecciones.

EL GOBIERNO DE BARCO: LOS PARAMILITARES DE LA DROGA

Como acabo de indicar, durante el primer año del gobierno de Barco continuó la campaña de exterminio contra la UP y otros grupos o activistas de izquierda. Ahora bien, lo significativo parece ser, a partir de 1987, en una forma ya anunciada por el asesinato de Guillermo Cano, director de El Espectador, en diciembre de 1986, el claro predominio de las organizaciones paramilitares directamente financiadas por los grandes jefes del narcotráfico. Es evidente que durante los dos últimos años del gobierno de Betancur ya se estaban convirtiendo los grupos paramilitares, muchos de ellos alimentados por antiguos miembros de las FF. AA., en organismos dominados por los narcotraficantes, pero la ofensiva se dirigía a enemigos inmediatos por el control territorial de las áreas donde habían establecido sus dominios como propietarios rurales. Ahora son los objetivos globales del narcotráfico los que toman la delantera: asesinatos de jueces y funcionarios (Hernando Baquero, julio de 1987; Carlos Mauro Hoyos, enero de 1988), de periodistas (Guillermo Cano, diciembre de 1986), de políticos de izquierda (Jaime Pardo Leal, octubre de 1987), de dirigentes cívicos ( Héctor Abad, agosto de 1987) El papel del Ejército parece reducirse paulatinamente, para centrarse en la colaboración ocasional y clandestina de oficiales de menor rango. La victimización de la UP continúa, pero por un tiempo sus enemigos son ante todo los grandes traficantes del oriente del país, con los que entró en conflicto, después de una época de difícil pero real colaboración, desde comienzos de 1987. Es significativo que a comienzos de ese año Jaime Pardo Leal haya denunciado en el Congreso a Gonzalo Rodríguez Gacha, a los negociantes en esmeraldas Víctor Carranza y Gilberto Molina y al dirigente liberal de Puerto Boyacá, Pablo Guarín: éstos eran, en efecto, los principales enemigos de la UP, y todavía contaban, a pesar de la creciente ruptura de los vínculos entre el Ejército y los narcotraficantes, con la colaboración de algunos oficiales y suboficiales.

Las organizaciones paramilitares, durante 1987 y 1988, giran alrededor del ejemplo y de la experiencia creadas en el área de Puerto Boyacá, donde confluye la influencia de los principales traficantes de drogas del país y donde, como ya se dijo, las extorsiones guerrilleras habían creado un amplio frente contra las F ARC. Este esfuerzo había culminado con evidente éxito, pues los grupos liberales habían reconquistado plenamente el poder político en la zona, y el campesinado, que alas buenas o a las malas había apoyado antes a las F ARC, apoyaba ahora, también a las buenas o a las malas, a los nuevos grupos dominantes. Sólo la Asociación de Campesinos del Magdalena Medio, fundada en 1985, trataba de mantenerse por fuera de la pugna armada entre guerrilleros y paramilitares.

Los éxitos y la abundancia de recursos llevaron a una nueva etapa en el movimiento paramilitar centrado en Puerto Boyacá, caracterizada por el esfuerzo en convertirse en inspirador y orientador de acciones similares en todo el territorio nacional. Para preparar mejor su gente, se trajeron a finales de 1987 los primeros instructores extranjeros, y pronto los activistas de la región resultaron involucrados en un nuevo tipo de acción paramilitar. En efecto, desde comienzos de 1988 participan en las matanzas colectivas de campesinos y pobla­dores urbanos que simpatizaban presuntamente con la guerrilla en otras regiones, como las del nordeste antioqueño (Segovia, noviembre de 1988), Urabá (marzo de 1988) y Córdoba (abril de 1988) Además, el creciente carácter delincuencial de su acción se manifiesta en el asesinato, en noviembre de 1987, del grupo de contrabandistas que viajaban de Bucaramanga a Medellín, para apropiarse de los bienes que éstos transportaban.

Estas autodefensas tropezaron, a partir de 1988, con crecientes reticencias oficiales. Las matanzas de las fincas "Honduras" y "La Honda", en Urabá, son el primer campanazo, y el general Maza, jefe del DAS, concluye en un informe secreto que se filtra inmediatamente a la prensa -lo que impide llevar la investigación hasta sus últimas consecuencias- que esta matanza fue rea1izada con el apoyo de autoridades civiles del Magdalena Medio y la participación y apoyo de miembros del Ejército.

La matanza de un grupo de investigadores judiciales en enero de 1989 vuelca definitivamente al Estado contra estos grupos y a comienzos de 1989 un desertor se convierte en el eje de un amplio informe que confirma los vínculos entre Acdegam y los paramilitares, así como la existencia de campos de entrenamiento bastante sofisticados en el que los paramilitares aprenden los trucos del oficio. Poco después el gobierno suspende el decreto que autoriza los grupos de autodefensa, y el presidente Barco afirma que éstos “no son simplemente delincuentes comunes, constituyen verdaderas organizaciones terroristas... las acciones criminales se escudan vanamente en el anticomunismo y en la lucha contra la guerrilla. En realidad, la mayoría de las personas que han sido victimas de sus actos terroristas no son guerrilleros, sino hombres, mujeres e incluso niños, que no se han alzado en armas contra las instituciones, son colombianos pacíficos...”

Los alcaldes del Magdalena Medio responden en tono desafiante en defensa de las autodefensas y acusan al gobierno de hacer el juego a la subversión: "Aquí vamos a defendernos por nuestra propia cuenta. Aquí no vamos a cercenar el derecho que los campesinos tienen de defenderse de los comunistas". En particular, se han irritado por el retiro del comandante del batallón Bárbula, Luis Bohórquez, quien les había dado un amplio apoyo.

En mayo, el rechazo oficial a los paramilitares se refuerza con la sentencia de la Corte Suprema que declara inconstitucional el viejo decreto de 1965 que había servido de base a la ley de autodefensas de 1968. Según la Corte, el gobierno no podría amparar, como de propiedad particular, armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas. El Consejo de Estado refuerza esto al determinar, el 22 de junio, que los particulares deben devolver sus armas de uso militar al Ejército, lo cual recibe el rechazo editorial inmediato de El Tiempo. Poco antes, un video había mostrado por la televisión las maravillas del entrenamiento recibido por los paramilitares, bajo la guía de un asesor israelí, quien después es identificado y explica que vino a Colombia bajo la presunción de que se trataba de una actividad legal, y que siempre habló con oficiales del Ejército, senadores y altos funcionarios públicos que sabían a qué venía.

Pese a las revelaciones crecientes de la violencia paramilitar, hay muchos que persisten en su esfuerzo por ver en las organizaciones de Puerto Boyacá una forma de defensa legítima, o al menos siguen poniendo en duda las versiones de Maza. El31 de mayo, el mismo día en que una bomba destruyó su vehículo, El Tiempo publica en lugar destacado la noticia de que todas las acusaciones del jefe del DAS constituyen un montaje generado por un desertor "mentiroso patológico, traficante de información, drogadicto compulsivo, ladrón y falso médico"; el 25 de junio los miembros de las autodefensas del Magdalena Medio publican un aviso en el que expresan sus puntos de vista, para que pudieran desmentir las "acusaciones formuladas por ciertos extremistas", según explicación del periódico, y de nuevo su jefe es entrevistado el 4 de julio, cosa que la objetividad periodística no permite hacer con los guerrilleros. Algunos columnistas siguen insistiendo en la necesidad de la autodefensa y tratan de presentar como simple "tontería" el esfuerzo gubernamental de frenar las autodefensas, mientras el Ejército se resiste a aceptar lo que ya todos comparten: todavía a mediados de año el Procurador se ve obligado aquejarse de que la V Brigada no ha dado cumplimiento a las diversas órdenes enviadas para la detención de paramilitares. Sólo la muerte de Galán, el 18 de agosto de 1989, borrará todas las ilusiones: es evidente que la mayoría de los grupos paramilitares están al servicio de los que ahora se convierten en el principal enemigo de la paz del país, los narcotraficantes, así hayan servido para expulsar la guerrilla y acabar con las extorsiones de ésta en algunas zonas del país. El clima producido por este asesinato hace naufragar el último intento por mantener la legitimidad de las autodefensas: 3 días antes se había anunciado la constitución pública de un nuevo partido político, el Movimiento de Reconstrucción Nacional Morena, encabezado por los dirigentes de Acdegam.

En todo caso, la situación de Puerto Boyacá era bien diferente de la que existe en otros sitios donde los grupos paramilitares carecen de cobertura política y operan exclusivamente como grupos clandestinos. En efecto, las organizaciones de autodefensa son públicas, se escudan en organismos legítimos y reciben el respaldo de autoridades y políticos, los cuales niegan el evidente vinculo entre los grupos de autodefensa y las acciones paramilitares. Esto muestra el lógico desarrollo de grupos que se pretenden estrictamente de "autodefensa", y que resultan inevitablemente atrapados en una dinámica de escalamiento del conflicto. Después de armados, es imposible evitar que tales grupos realicen acciones que consideren más eficaces y ejemplares, que sirvan a los intereses directos de quienes los financian y que se conviertan en el brazo armado, legitimo para algunos sectores del país, del nuevo tipo de hacendados generado por las fortunas del narcotráfico.

LA LOGICA DE LA ACCION DE LAS ORGANIZACIONES ARMADAS

La compleja situación actual está caracterizada, como se indicó al comienzo, por la coexistencia de organizaciones armadas no oficiales de diversas clases.

La guerrilla

Por un lado está la insurrección armada, que es delincuencia política abierta y no oculta sus pretensiones de lograr el poder mediante las armas para transformar el orden actual. Esta insurrección armada, como lo muestra el caso de Puerto Boyacá, ha provocado una reacción amplia en su contra, que se convierte en ambiente favorable para la conformación de grupos de autodefensa. Sin embargo, a pesar del uso de acciones terroristas, del ataque a poblaciones civiles, del secuestro de particulares no involucrados en el conflicto, etc., se trata de grupos con objetivos políticos y sujetos en alguna medida a criterios de eficacia política: sus actos, orientados a disminuir la legitimidad o el poder del régimen, deben buscar el apoyo de al menos una parte de la población civil y deben tener alguna lógica política que permita justificarlos públicamente. Por ello las guerrillas reivindican habitualmente sus acciones militares o incluso terroristas, como parte legítima de una lucha válida. Sin embargo, es creciente la tendencia de varios grupos de la guerrilla a abandonar toda clase de limitaciones' 'ético-políticas '. El bajo apoyo nacional al proyecto guerrillero -con excepción de aquellas zonas donde justamente la respuesta institucional y de los propietarios ha sido de tales características que ha forzado a la población civil a acogerse a la guerrilla- ha hecho que sus redes urbanas de simpatizantes sean relativamente restringidas y que sus finanzas hayan tenido que depender más y más de actividades tradicionalmente delictivas, como el secuestro, la extorsión o incluso los asaltos a entidades bancarias.

Grupos de autodefensa y paramilitares

Del otro lado están los grupos paramilitares. A veces han surgido como grupos de autodefensa, amparados en la sombrilla de legalidad que les da la Ley 48 de 1968 y con el apoyo abierto de instituciones estatales y militares. Por la lógica de los hechos, se convierten en la mayoría de los casos en grupos clandestinos, que no reivindican sus acciones, que cuentan con alguna colaboración militar efectuada por fuera de los reglamentos del Ejército y sin someterse a sus autoridades jerárquicas, y que por tanto carecen de toda sujeción a criterios éticos o de imagen política diferente ala creada por el terror y por la eficacia de corto plazo de sus acciones. Su proyecto político se reduce a 'limpiar" la sociedad o una región determinada, de elementos indeseables (guerrilleros, simpatizantes, activistas políticos de oposición, sindicalistas, cierta clase de delincuentes), y al carecer de responsables públicos no tienen que explicar a la sociedad sus actos: aparecen simplemente como delincuentes, y la barbarie de sus actos permite a todos condenarlos públicamente aunque en algunos casos se les dé ocultamente protección o ayuda.

Una situación especial la constituyó el movimiento de Puerto Boyacá, en el que las acciones de tipo clandestino no asumidas ni reivindicadas, se amparaban en organizaciones abiertas con objetivos ideológicos y políticos anticomunistas y de defensa de la comunidad. De este modo, quienes daban apoyo político a las organizaciones de autodefensa de la región podían negar públicamente todo apoyo a los actos de violencia típicamente paramilitares, y de este modo importantes sectores políticos, estatales y militares presentaron al movimiento de Puerto Boyacá como una organización política legítima. Mientras tanto, las evidencias innegables del estrecho lazo entre las organizaciones públicas y las masacres y asesinatos se han impuesto, y algunos órganos del Estado y en particular algunos funcionarios judiciales han realizado esfuerzos para frenar la acción de los paramilitares de la región o someter a juicio a los culpables de acciones delictivas.

Estos grupos no pueden operar sino mediante el apoyo de grupos económicamente poderosos y con la protección, ayuda o al menos tolerancia de algunos representantes de la autoridad o miembros de las Fuerzas Armadas. En muchos casos, el vínculo entre personal de las Fuerzas Armadas y los grupos paramilitares puede ser aún más estrecho, y existen evidencias de participación activa de miembros de aquéllas en acciones típicamente paramilitares; en otros casos los miembros de los grupos paramilitares parecen ser civiles, pero reciben información y protección de algunos miembros de las Fuerzas Armadas. En todos los casos, la presencia de grupos de narcotraficantes, con experiencia en el reclutamiento y utilización de sicarios, contribuye a romper cualquier clase de restricción en los procedimientos que puedan emplearse contra la guerrilla y los grupos que se perciben como sus simpatizantes.

Estos grupos, después de un periodo en el que buena parte de las víctimas hicieron parte de los sectores dirigentes de los grupos políticos de oposición o de sindicatos simpatizantes con los grupos armados o con los partidos legales de oposición (1983-1987), han ido derivando más y más hacia el genocidio (1988-1989) Podría pensarse que la primera estrategia resultaba poco eficaz, al convertir en héroes a las víctimas y al golpear a personas que encontraban inevitable y pronto reemplazo. En este caso, la nueva estrategia parecería ser la de golpear a las poblaciones civiles sin atacar a.'responsables" o.'culpables" concretos de apoyo a la guerrilla, para golpear más bien a toda la población y mostrarle lo que puede ocurrir a quienes apoyan a la guerrilla o incluso a la UP. De este modo el terrorismo, orientado antes de las elecciones de 1988 fundamentalmente contra los candidatos de la UP, parece orientarse, quizás en preparación de las elecciones de 1990, contra las poblaciones que le han dado su apoyo. Al mismo tiempo, buena parte del poder de acción de estos grupos se ha ido orientando hacia la búsqueda de objetivos políticos de los narcotraficantes, como la creación de condiciones que obliguen al gobierno a negociar asuntos como la extradición o las formas de represión. En este caso las víctimas son periodistas, miembros del sistema judicial o políticos notoriamente opuestos a las actividades del comercio de drogas.

TENDENCIAS AL DESBORDAMIENTO TOTAL DE LA VIOLENCIA

Pertenece a la estrategia tradicional de la guerrilla o guerra irregular cierto grado de ruptura con las reglas de la guerra regular, y esto incluye aspectos como el ejercicio de violencia contra poblaciones civiles sospechosas de colaboración con el Ejército o la búsqueda de formas de financiamiento basadas en el remedo de la' 'tributación" pública. La respuesta militar a la guerrilla, en Colombia y en otras partes del mundo, ha tendido también a rebasar las limitaciones del derecho tradicional de guerra, mediante la realización de acciones contra las poblaciones civiles sospechosas de apoyo a la guerrilla, la detención arbitraria de simpatizantes no activos, el uso de la tortura, la aplicación de la "ley de fuga", etc. Sin embargo, así como la guerrilla no puede saltar impunemente todos los límites, en un Estado de derecho resulta imposible para las Fuerzas Armadas desbordar toda legalidad, y los actos de barbarie contra civiles o incluso guerrilleros aparecen como violaciones de las mismas normas militares, violaciones que pueden ocultarse o tratarse con tolerancia, pero nunca reivindicarse. Además, tanto los guerrilleros como los militares son enemigos identificables, que expresan un proyecto político público y que busca legitimarse entre la población civil.

El surgimiento de los paramilitares, por el contrario, conduce aun proceso creciente de deterioro de las formas de hacer la guerra, que se van haciendo más y más sucias. El carácter clandestino de los grupos, el apoyo de los narcotraficantes, la necesidad de suprimir todos los testigos, etc., conducen a acciones en las que se busca la eliminación de todos los presentes. La ausencia de un discurso político público que pueda justificar el asesinato de civiles hace que el esfuerzo de ganar apoyo de la población sea remplazado por su contrario, el esfuerzo por generar el temor en aquélla; para ello los actos más sangrientos pueden parecer los más eficaces en la lucha por el control de la población civil. El enemigo ya no es específico y se afirma la confusión entre combatientes y población civil. La lucha entre guerrillas y grupos paramilitares adquiere así un carácter cada vez más irregular e ilegal, en el que se puede obrar sin cortapisas legales como las que pueden frenar la acción de las Fuerzas Militares regulares.

FACTORES FAVORABLES A LA EXISTENCIA DE PARAMILITARES

Algunos miembros del Ejército y del gobierno han recomendado la constitución de grupos de autodefensa, aunque por supuesto sin admitir que éstos se conviertan en grupos paramilitares que practiquen el asesinato o el genocidio. Sin embargo, aunque la mayoría de los sectores oficiales se oponen actualmente a la constitución de grupos de autodefensa, existen en el discurso y la ideología oficiales, y en particular, militares, algunos elementos que contribuyen a crear el ambiente para la justificación de estos grupos o para su formación, además de las condiciones de impotencia del Estado que hacen difícil combatirlos, incluso si se cuenta con la voluntad política para hacerlo. Entre los factores que contribuyen a crear un ambiente favorable a la formación y la acción de los grupos paramilitares pueden mencionarse:

  1. La tendencia de los miembros de las Fuerzas Armadas a ver como un apoyo a la guerrilla todos los esfuerzos para garantizar que los agentes del Estado no estén vinculados a prácticas violatorias de los derechos humanos y que no apoyen individualmente la acción de los grupos paramilitares. Toda sospecha o acusación concreta, a pesar de que se haga con relación a individuos que han violado los reglamentos militares, se asume como una acusación contra la institución misma, y se responde con un reforzamiento del espíritu de cuerpo. La sospecha contra todo el que denuncia una violación de los derechos humanos hecha por parte de los agentes del Estado ha adquirido la fuerza de una presunción legal, al esgrimirse la teoría de que la denuncia de las violaciones de los derechos humanos es una estrategia central de la subversión, orientada a restar fuerza a la capacidad de acción de las Fuerzas Armadas.

  2. La tendencia a responder a sospechas y acusaciones de este tenor acusando de parcialidad a quien las hace, por no referirse a las violaciones de derechos humanos hechas por los guerrilleros. Este argumento parece implicar que si los guerrilleros violan los derechos humanos, las violaciones hechas por el Estado son menos graves. Este argumento ignora que el Estado, como garante de la legalidad, tiene la obligación primordial de ser el defensor y protector de los derechos humanos, y por tanto la violación de derechos por su parte constituye una perversión radical de su función y una acción que le quita legitimidad. Esto es válido aun si se acepta, contra la opinión dominante, que los delitos que afectan los derechos individuales, cometidos por insurrectos o civiles armados, constituyen técnicamente una violación de los derechos humanos y no simplemente actos delictivos que el Estado debe perseguir y sancionar.

  3. La tendencia a ver en todo esfuerzo por definir institucional y normativamente las condiciones para una mejor protección de los derechos humanos (como al calificar ciertas acciones como delitos o el adherirse a las convenciones internacionales), como algo que favorece a la guerrilla, le confiere el estatus de beligerancia o implica una acusación contra las Fuerzas Armadas.

Los anteriores elementos refuerzan las dificultades para desalentar las conductas de miembros de las Fuerzas Armadas que violen las normas propias de esta institución y las leyes de la nación. Los individuos que realicen actos de apoyo a las actividades de grupos paramilitares -como la identificación de "enemigos", el suministro de información de inteligencia, o incluso la participación individual en operaciones- cuentan con una protección de hecho que refuerza sus expectativas de impunidad. Incluso quienes no apoyan estos actos, tienden a negar la posibilidad de su existencia dentro de la institución militar o a descartar toda acusación como originada en la guerrilla misma. Además, con frecuencia se trata de desvirtuar tales acusaciones afirmando que provienen de criminales a los cuales no puede darse más credibilidad que a las autoridades militares: así ocurrió, por ejemplo, cuando un sobreviviente de la masacre de Altos del Portal aseguró que ésta se había realizado por orden de Gonzalo Rodríguez Gacha.

Todo esto ha contribuido, junto con la evidente ineficacia del sistema judicial, a garantizar una alta impunidad ya hacer imposible investigar los vínculos entre los paramilitares y el Ejército u otros sectores de la administración. Mientras que la incapacidad del Ejército para derrotar a la guerrilla tiene que ver con dificultades logísticas, la amplitud y las características geográficas del territorio que debe cubrirse, la falta de preparación adecuada para el tipo de guerra irregular y problemas que surgen de las relaciones con las poblaciones civiles, la incapacidad del Estado para enfrentar a los paramilitares tiene otras causas. En este caso, se trata de grupos que viven en centros poblados y no en las selvas, que conviven y se tratan con las autoridades, y cuyo vinculo con agentes del Estado es usualmente un secreto a voces. La imposibilidad de probar esos lazos proviene en parte del amedrentamiento de la población civil, pero ante todo del supuesto -justificado o no- de que cuentan con el apoyo de fuerzas dentro del Estado o el Ejército. Mientras este supuesto no se desmienta por una acción ejemplarizante vigorosa, nadie se atreverá a denunciar a un miembro de un grupo paramilitar, por miedo a convertirse, por filtraciones de los sistemas de inteligencia, en victima de éstos. Aun seguridades tan altas como las que se han ofrecido en el caso de Segovia -cambio de identidad, por ejemplo- no resultan verosímiles si se supone que en los organismos de seguridad hay simpatizantes de los grupos paramilitares.

JUSTIFICACIONES IDEOLÓGICAS DE LOS PARAMILITARES

Además de los sectores que, sin compartir la formación de grupos paramilitares, plantean argumentos que de hecho los autorizan, existen también quienes ven en ellos un arma legitima contra la subversión. A esto ha contribuido la generalización de ideologías que tienden a identificar toda forma de oposición al sistema con la lucha armada y el desarrollo de actos delictivos. Así, el dirigente sindical o agrario, el intelectual, el jefe político, son vistos como responsables, en la misma medida que los guerrilleros, de las emboscadas, atentados y violencias de éstos. y si la ideología antiguerrillera plantea como licita una "guerra total" y sin cuartel, guerra similar puede hacerse contra civiles, y para ello puede apelarse a grupos igualmente civiles.

Los anteriores argumentos conducen a privilegiar la acción violenta contra los grupos guerrilleros ya desconocer la necesidad de una estrategia política que reconozca la importancia, en cualquier enfrentamiento civil, de ganar la legitimidad y la adhesión de la población civil. Sin embargo, uno de los factores que más han contribuido a mantener la guerrilla en Colombia es el ejercicio frecuente de una represión indiscriminada por parte de los agentes estatales contra sectores de la población civil, que hace victimas frecuentes entre ciudadanos sin ninguna relación con los grupos armados. La doctrina de la seguridad nacional y de la' 'subversión pasiva" han hecho que el campesino que vive en zona de guerrillas sea visto como un culpable que debe ser castigado y no como alguien cuyo apoyo al sistema político debe ganarse. Los grupos paramilitares se alimentan ideológicamente de esta concepción y tienden a borrar toda diferenciación entre combatientes, militantes políticos, simpatizantes, etc., ya considerar cualquier indicio de apoyo a actos ligados a la guerrilla, a pesar de que muchas veces haya sido resultado de la coacción, como causa suficiente para una acción punitiva ejemplar.

LOS RESULTADOS PERVERSOS DE LA ACCION PARAMILITAR

Algunos grupos argumentan que la observación rigurosa de los derechos humanos constituye una actitud suicida del Estado democrático y civilista, que da así ventajas a quienes quieren destruirlo y convierte a sus agentes en víctimas de grupos subversivos que luchan sin respetar ninguna regla. Históricamente nada es más inexacto, pues los únicos regímenes que han sido derribados por las guerrillas son justamente los que se negaron a dar esas ventajas. Ningún gobierno democrático ha sido derribado nunca por un movimiento guerrillero. Los únicos gobiernos y ejércitos derrotados por la guerrilla han sido aquellos cuestionados moralmente o vistos como inferiores en este aspecto a las fuerzas que se les oponían. Un movimiento guerrillero no triunfa sino cuando el régimen al que se opone pierde su legitimidad.

Y esta legitimidad la pierde justamente al dejar de observar en forma rigurosa la legalidad democrática, al abandonar por consideraciones de corto plazo una estrategia de consolidación de las condiciones democráticas de la sociedad. Y uno de los elementos centrales de la conservación de la legitimidad es el mantenimiento de la confianza en las instituciones que regulan la convivencia social: el sistema judicial, que debe dirimir las disputas entre los ciudadanos, y las Fuerzas Armadas, poseedoras exclusivas del monopolio de la violencia legal. Si se sospecha que estas instituciones se encuentran corruptas, que son incapaces de realizar sus funciones, que entregan a los particulares la solución de los conflictos y la ejecución de los castigos, esto equivale a una invitación a toda la sociedad a actuar en forma similar. Y si ante las acciones de las guerrillas se estimula o promueve la formación de grupos de autodefensa, ¿será necesario entonces permitir e impulsar la formación de grupos de autodefensa en las poblaciones cuya posición política las convierte en blancos posibles, para protegerse por su cuenta de los grupos paramilitares?

La historia reciente del país muestra cómo la violación de las normas legales por parte de los agentes del Estado con el propósito de lograr un triunfo más rápido sobre el enemigo interno, no sólo es ineficaz sino que produce justamente efectos contrarios a este propósito. Las violencias contra la población campesina, sometida a sistemas de control ya registros más o menos arbitrarios, la actitud contra sindicalistas sospechosos de simpatías hacia la oposición, estrategias como las empleadas en 1979-1981 contra sectores urbanos, con allanamientos arbitrarios, malos tratos, etc., han contribuido a reforzar la guerrilla, a conquistarle nuevas simpatías, a prolongar su capacidad de reclutamiento ya convertirla en algunas regiones en forma de protección contra la arbitrariedad que se espera del Estado. De este modo, la guerrilla, cuyo proyecto político global no tiene legitimidad ni respaldo en Colombia, adquiere una legitimidad coyuntural y local. Los actos ilegales del Estado y el auge de las acciones paramilitares, además, han permitido a los grupos armados obtener un respaldo de opinión fuera del país que se deriva más de su situación de víctimas de la guerra sucia que de simpatía por sus objetivos políticos.

EFECTO DE LOS GRUPOS PARAMILITARES SOBRE LA SOCIEDAD

El abandono por el Estado del esfuerzo por conservar el monopolio de la fuerza es extraordinariamente peligroso e imprevisible. Los grupos que se inician con el apoyo y la tolerancia del Estado, pueden actuar al comienzo dentro de parámetros definidos por quienes los impulsan. Pero su propia estructura, su carácter semiclandestino, los tipos de acciones que ejecutan, generan una cultura y una ética de la violencia que hace difícil que regresen a una plena civilidad. Exterminado el enemigo, si esto es posible, ¿contra quién dirigirán sus armas? El riesgo de que pasen a actividades delincuenciales para perpetuar una forma de vivir ya experimentada, es muy elevado y en el caso colombiano se ha realizado, hasta obligar a muchos de los defensores iniciales de las autodefensas a afirmar que lo que había comenzado bien se corrompió. Por otra parte, la existencia de grupos de este tipo con vínculos con el Estado afecta la disciplina de las Fuerzas Militares y la policía, que quedan amenazadas por la indisciplina, la corrupción y la división internas. Aparecen en las entidades militares organizaciones clandestinas que alteran la estructura institucional. Surgen actividades ilegales que es preciso ocultar, y aparecen conflictos privados de intereses entre todos los grupos.

El auge de los grupos paramilitares constituye también un desafío a la capacidad política del gobierno, en la medida en que se vuelve obstáculo para la aplicación de estrategias concretas definidas por éste. En el pasado, la acción de los grupos armados tuvo un papel central en el saboteo a los esfuerzos de paz del gobierno, y su presencia constituye hoy una de las principales barreras para una reintegración de los guerrilleros a la legalidad y la vida civil. La existencia de grupos paramilitares se convierte pues, en una limitación a la autonomía del mismo Estado y en una espada de Damocles lista a caer sobre el mismo gobierno, cuando sus políticas aparezcan inaceptables para ellos. Además, la división de los ciudadanos en grupos armados que se va produciendo cuando algunos grupos de particulares realizan, por delegación legal o por propia iniciativa, funciones propias del gobierno, conduce a un permanente clima de temor que inhibe la acción política de los grupos amenazados y rompe con las condiciones mínimas de discusión abierta y libre que constituyen prerrequisito elemental de todo ordenamiento democrático.

En general, el apoyo a la conformación de grupos paramilitares, como todo apoyo a formas de acción que violan las leyes con la complicidad o participación de agentes del Estado, tiende a producir resultados que contradicen los objetivos de quienes los estimulan. En efecto, las prácticas de justicia privada desquician la gestión arbitral de los jueces del Estado y, lo que es más grave, erosionan la autoridad moral de los gobernantes. La simple sospecha de que el Estado apoya estas prácticas debilita aún más la ya muy endeble situación de la justicia, que pierde credibilidad. El Estado, en su conjunto, pierde el respaldo común de la población, ese consenso colectivo que es fuente esencial de fortaleza de las instituciones democráticas

Jorge Orlando Melo

Bogotá, 1989

Publicado en el libro de Francisco Leal y Leon Zamosc, eds., Al filo del caos: Crisis política en la Colombia de los años 80, Bogotá: Iepri y Tercer Mundo, 1990: 475-514.

 


[1] Véase Robert Paul Wolff, 'On Violence", The Journal of Philosophy, Vol. LXVI, No.19, 1969, para uno de los pocos argumentos contra este punto de vista. Wolff niega la existencia del derecho de cualquier Estado a exigir obediencia.

[2] H. Arendt, On violence, Londres, Allan Lane, 1970, p. 42.

[3] Una discusión de estos aspectos se encuentra en Leslie Macfarlane, La violencia y el Estado, Madrid, Abraxas, 1977, p. 475

[4].No existe un estudio detallado de estos grupos. El trabajo de María Victoria Uribe, Las masacres de la Violencia, tesis de maestría, Departamento de Historia, Universidad Nacional, 1990 (copia a máquina), permite identificar algunas de las formas extremas de su actuación.

[5]. Gonzalo Sánchez y Donny Meertens, Bandoleros, gamonales y campesinos, Bogotá, El Ancora, 1984, y Darío Betancur y Martha L. García, Matones y cuadrilleros. Origen y desarrollo de la Vio­lencia en el occidente colombiano, Bogotá, Tercer Mundo, 1990, ofrecen una amplia presentación de este proceso.

[6] Véase Francisco Leal Buitrago, Estado y política en Colombia, Bogotá, Siglo XXI, 1984; Jorge Orlando Melo, "El Frente Na­cional", en Sobre Historia y Política, Bogotá, La Carreta, 1979; Mario Latorre, "Colombia, una sociedad bloqueada", en Hechos y crítica política, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1986.

[7] Daniel Pécaut, Crónica de dos décadas de política colombiana, Bogotá, Siglo XXI, 1988, p. 300.

[8] Daniel Pécaut. Op. cit., p. 390.

 
 

 

 

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