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La paz en Colombia: ¿una realidad utópica?
 

Aunque durante gran parte del siglo XX Colombia haya vivido más o menos en paz, la guerra y la violencia parecen cada día más ser la esencia de nuestra historia reciente. Esta percepción surge ante todo de 50 años de presencia guerrillera y del aumento en la intensidad del conflicto armado y de todas las formas de violencia que el país ha experimentado desde 1985, cuando se hizo visible la incapacidad estatal frente a la guerrilla, el narcotráfico o la delincuencia común.

Pero muchos años de guerra han estado acompañados de negociaciones, acuerdos, amnistías, indultos y otros procesos de paz, desde 1901 hasta los esfuerzos de solución negociada que, pese a intermitentes rupturas, se han desarrollado sin cesar desde 1981 hasta hoy. Desde 1954 o 1958, cuando se amnistió o indultó a guerrilleros y defensores del gobierno, la paz negociada siempre ha sido evocada como la única buena salida al conflicto.

Sin embargo, son profundas las diferencias en estas negociaciones y en las percepciones de lo que puede o no negociarse con los rebeldes. Mientras en los cincuenta se buscaba suspender los efectos de los códigos penales sobre delincuentes políticos y encontrar mecanismos de reinserción para los amnistiados, durante los gobiernos de Betancur y Barco las negociaciones comenzaron a incluir dos nuevos elementos: la definición de condiciones favorables que permitieran a la guerrilla, al reinsertarse, buscar el apoyo político de la población, y la discusión de reformas institucionales que democratizaran la política. La paz firmada en 1989 con el M- 19 por Barco, un reformista convencido, llevó a la constitución de 1991, que aunó cierto radicalismo en derechos humanos, participación y descentralización, con la esperanza de debilitar el viejo bipartidismo mediante cambios legales, como la circunscripción única, la ley de partidos, el tarjetón y nuevas formas de financiación de la política.

Desde 1991, las negociaciones fueron más difíciles: hecha la reforma política, no podía ofrecerse mucho a las FARC o el ELN, al menos mientras subsistieran las ilusiones de reforma. Aquellas no duraron mucho: las elecciones de 1991, que prácticamente liquidaron al M-19, mostraron que los viejos políticos lograban la adhesión de los ciudadanos, con ayuda de viejos vicios, mejor que quienes pretendían ser sus verdaderos intérpretes. Muchos de los reinsertados terminaron en el anonimato, el exilio o la tumba, víctimas de venganzas y persecuciones. Y el proyecto social incorporado a los artículos sobre derechos económicos y sociales, se deshizo en medio de la reorganización de un estado que trataba de superar su incapacidad mediante una reingeniería que, con excepción de valientes y ambiguos esfuerzos en seguridad social, eliminaba, como rezagos populistas o socialdemocratas, al lado de formas de acción ineficiente en la economía, lo que había dado algún carácter social a nuestro estado de derecho.

La debilidad negociadora del gobierno, agudizada dramáticamente por la falta de credibilidad del gobierno de Samper, fue un factor esencial en un cambio sutil de las negociaciones. Otro fue el fortalecimiento de la capacidad de las guerrillas, que llenaron rápidamente los vacíos dejados por los grupos que habían firmado la paz, reforzaron su estrategia de control local y fortalecieron su capacidad económica. Y otro pudo ser cierto talante del gobierno, más dispuesto que los anteriores a reconocer legitimidad al proyecto guerrillero.

Este cambio consistió, en esencia, en el abandono de dos principios que guiaron la negociación gubernamental hasta el gobierno de Gaviria. Uno era la idea de que la meta del proceso de negociación era la reincorporación de la guerrilla a un sistema político que, pese a sus limitaciones y defectos, se consideraba legítimo y democrático, y no la determinación, entre negociadores de dos partes en conflicto, de un nuevo modelo social. El otro, en apariencia procedimental -la voluntad de no suspender la negociación en ningún caso, de negociar en medio de la guerra-, introducía una diferencia substancial: permitía a la guerrilla mantener una estrategia simultánea de guerra y negociaciones, sin altos costos políticos, mientras que obligaba al gobierno a medir con cuidado las acciones que pudieran interpretarse como obstáculos a la paz, deseada en forma desesperada por toda la población, y deslegitimaba la definición de los guerrilleros como delincuentes políticos. Este cambio, consolidado bajo el gobierno de Samper, se aceleró con los gestos electorales y las ilusiones del gobierno actual, que, empeñado en producir resultados rápidos, se lanzó a acciones que han roto con la vieja tradición de las negociaciones, como la amplia y cuasi-permanente "zona de distensión", o que han acelerado procesos ya iniciados desde Gaviria, como la participación de grupos de organizaciones y personas que se definen como representantes de la sociedad, y que pretenden mayor legitimidad que el Estado mismo o los guerrilleros, agrupados bajo el concepto algo negativo de "actores armados".

En estas condiciones los impases a que se ha llegado en las negociaciones no son extraños. Poco a poco se han convertido, de medio para terminar con menores costos una guerra a la que no se ven otras salidas razonables, en estrategia para lograr resultados que la simple acción militar no garantiza: son la continuación de la guerra bajo otras formas, y los contendientes destinan más esfuerzos a ganar batallas legales o periodísticas que a los enfrentamientos armados. Las maniobras sobre el canje de prisioneros y la eventual incorporación de guerrilleros a las fuerzas armadas son un ejemplo, pero quizás el más revelador tenga que ver con el status político de la guerrilla y la búsqueda de un reconocimiento de beligerancia.

Que la guerrilla mantenga un prolongado sitio legalista a esta fortaleza no es raro: las grandes batallas colombianas siempre se han tratado de ganar mediante legalismos. Ya en 1953 uno de los gestos insurgentes fue redactar un código guerrillero, que como cualquier constitución burguesa, tenía 233 artículos. Pero lo que está detrás de esta obsesión, aparentemente inocua para una guerrilla que recibe hace 20 años todos los actos de reconocimiento del Estado -negociaciones, treguas, amnistías, suspensión de efectos de la ley penal, zonas de distensión- es, más que el reconocimiento de beligerancia por un tercer estado, la novedosa pretensión de que sea el propio gobierno el que la reconozca. Y esto resulta importante, porque es el cierre de bóveda del proceso: con ello, la gradual aceptación de la legitimidad de la guerrilla, la idea, expresada por sus comandantes y voceros, de que no están sujetos a la legalidad colombiana y no tienen por que aceptarla, el tratamiento de prisioneros como detenidos de guerra (en vez de secuestrados y delincuentes políticos procesados), el reconocimiento de la legalidad del poder de hecho que ejercen en muchos sitios del país, se vuelven un simple corolario jurídico del reconocimiento. Y refuerza la idea de que la guerrilla es la vocera de los excluidos, de los que han sufrido persecuciones o injusticias, la verdadera y única oposición a un sistema cuya legitimidad está en cuestión, y la representante de las fuerzas reales de la sociedad colombiana Y finalmente da bases a la afirmación de la guerrilla de que el proceso de paz no puede conducir al desarme: las sociedad que se construya a partir de los acuerdos estará tutelada por las armas de la guerrilla, que garantizarán, juntamente con las fuerzas del otro estado, o integradas en ellas, que lo pactado se cumpla.

El legalismo de la guerrilla lo comparte sin duda el país, que espera que de este proceso surja nuevamente una norma legal o una constitución que resuelva sus problemas, así como espera que el teatro de la paz -cuyas virtudes pedagógicas hacia el futuro y cuya capacidad para lograr al menos la regulación humanitaria del conflicto pueden ser substanciales- lleve a los "actores armados" a cambiar sus estrategias de fondo. En un escenario de marchas, declaraciones, encuentros, poemas y campañas de publicidad, las negociaciones se convierten en un ritual sagrado, tanto como la misa, o más, pues una delegación de paz nunca se secuestra.

Y sin embargo, es evidente que que Colombia, en vez de avanzar hacia la paz, parece crear una curiosa forma de coexistencia permanente de la guerra y la negociación, la negociación en medio de la guerra, la guerra en medio de las negociaciones. La esperanza se trata de mantener, pero la incertidumbre y la desesperanza crecen, y la mayoría de la población, después de declarar su voluntad de paz, muestra en las encuestas su simpatía con los paramilitares, y exige a veces, cuando desespera de la guerra, que se pacte con la guerrilla a cualquier costo, y cuando desespera de las negociaciones, que el gobierno muestre su fortaleza, que defienda a a los ciudadanos acosados.

¿Puede recuperarse el camino? No es fácil volver a las negociaciones condicionadas de Barco y Gaviria, ni llegar a la necesaria regulación de la guerra, para que la población civil deje de ser el objetivo principal guerrillero o paramilitar. Pero lo sorprendente es la sensación de que no existen perspectivas de largo plazo por parte del gobierno y de la autodenominada sociedad civil, y que mientras la guerrilla tiene un guión razonablemente elaborado, los demás responden en forma improvisada, ansiosos de una paz rápida, y bajo el acecho de los medios de comunicación.

Un guión alternativo es probablemente utopía, pero es difícil pensar que el proceso actual lleve a alguna parte, excepto como resultado de un milagro de personalidades en el que no es razonable confiar. Lo que falta, sin embargo, es claro. Un proyecto coherente de reforma política, independiente de las vicisitudes de las negociaciones, que permita retomar el programa de 1991 de ampliación de la participación y la ciudadanía. Un esfuerzo de reforma social, que solucione problemas como el de la propiedad agraria, la expansión infernal de una frontera agrícola que sigue creando nuevas formas de violencia, el inequitativo acceso a salud y educación, la miseria y la mala distribución del poder y los ingresos.

Estos procesos son largos, y no puede caerse en la trampa de aplazarlos porque dependan presuntamente de lograr la paz, o porque no se ha probado "científicamente" que la violencia tiene que ver con el desempleo o la desigualdad social, o porque quizás haya que negociarlos. Ni dejar que se mantengan como supuesta fuente de legitimidad de la guerrilla: no habrá paz, ha anunciado esta, hasta que se resuelvan -a pesar de que sea la guerrilla la mayor responsable de que el país se haya enredado en esta espiral de endurecimiento político y social y violencia que se pretende resolver precisamente con las armas, la responsable principal de que no haya habido alternativas viables de cambio social-.

Y hace falta un discurso político que sostenga la legitimidad del Estado y la primacía de la democracia, por imperfecta que sea, sobre la fuerza de las armas. No puede admitirse que unas personas, por estar armadas, tengan más poder que los demás ciudadanos, que solo pueden expresarse a través del desacreditado voto, el único mecanismo democrático práctico inventado en 2500 años de ensayos, ni que sustituyamos la voluntad de los ciudadanos por la de la "sociedad civil" autoelegida, por comisiones ad-hoc, o por representantes de quienes, con dineros provenientes del secuestro, la extorsión y -quizás menos de lo que sugieren las autoridades, empeñadas en atraer el mortal abrazo del oso norteamericano- el narcotráfico, tienen con que comprar armas.

Por supuesto, hay que lograr la paz, y la negociación con la guerrilla será un elemento central de esto. Pero no se llegará a la paz en un proceso que desvalorice la democracia. Con la guerrilla se debe negociar porque tiene poder, no porque tenga legitimidad. Este puede ser un matiz leguleyo, pero solo entre nosotros la diferencia entre un poder basado en la ciudadanía y un poder basado en las armas parece asunto marginal y leguleyo.

Jorge Orlando Melo
Bogotá, 5 de diciembre de 1999

 
 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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