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Prensa y poder político en Colombia
 

Discurso como presidente del Jurado del Premio Simón Bolívar, 2006.

Prensa y política han estado en Colombia estrechamente unidas. El mismo nacimiento de la República estuvo acompañado de las voces ruidosas de los escritores públicos. Antonio Nariño usó sus periódicos para tumbar y cambiar presidentes y Simón Bolívar, después de haber fundado “El Correo del Orinoco”, decía que la imprenta era “tan útil como los pertrechos en la guerra”, y la juzgaba una especie de “artillería del pensamiento”. Francisco de Paula Santander nunca dejó la “manía de escribir” para los papeles públicos, a nombre propio o con seudónimo, y cedía fácilmente a lo que sus amigos llamaban “intemperancia de la pluma”. 

Para muchos políticos colombianos la prensa fue el camino al poder, en competencia con el prestigio de la espada. Manuel Murillo Toro, Santiago Pérez, Miguel Antonio Caro y Rafael Núñez, son algunos de esos escritores, muchas veces provincianos y más bien pobretones, que hicieron de la pluma la fuente de su poder. Todos fundaron y redactaron periódicos de unos cuantos centenares de copias, que se discutían con ardor en las capitales y llegaban a los sitios más remotos, donde gamonales y abogados los leían en voz alta a peones y campesinos en tiendas y fondas rurales. Los periódicos eran casi el único canal que hacía llegar a pueblos y aldeas las ideas nuevas, que chocaban con las que curas y funcionarios, en sermones y bandos, habían promovido durante siglos. Crearon la opinión pública, el espacio de debate entre liberales y conservadores que enmarcó la vida intelectual del siglo XIX.  

En la primera mitad del siglo XX se consolidaron los diarios y se formó una prensa que podríamos llamar de masas, y que tenía entre sus lectores, contados ya por decenas de miles, a un público profesional creciente, a clases medias y obreras. Agotado el ciclo de las guerras civiles, el predominio de la palabra en la lucha por el poder se hizo aún más fuerte, aunque ya no todo pasaba por los periódicos: la radio permitió a algunos, como Jorge Eliécer Gaitán, hacer llegar su voz vibrante a un pueblo del que hasta los analfabetas hacían parte. Carlos E, Restrepo, Alberto Lleras, Laureano Gómez, Enrique Olaya Herrera, Eduardo Santos, usaron sus periódicos para dar fuerza a sus ideas. Eran todos escritores cuidadosos, concientes del respeto del público por una adecuada cita literaria, un elegante despliegue de erudición, pero al mismo tiempo eficientes propagandistas de sus ideas y sus proyectos, capaces de entusiasmar a las masas electoras con los ideales abstractos de la democracia, la libertad o la defensa de la religión o la tradición nacional. Todavía en la primera mitad del siglo XX la mayoría de presidentes colombianos hicieron su carrera en el periodismo, aunque ya empezaban a ser frecuentes los que, como Rafael Reyes o Alfonso López Pumarejo, venían del mundo del dinero y la actividad económica, o como Pedro Nel y Mariano Ospina, muy ricos también, se habían criado en una familia que ya antes había residido en el palacio presidencial.  

Hoy estamos acostumbrados a pensar, casi como un lugar común, que el periódico tiene dos funciones en la vida democrática: dar información verídica, relevante y adecuada a los ciudadanos y ofrecer las opiniones y análisis que permitan a éstos tomar sus decisiones sobre la vida pública.  

En el siglo XIX la relación estrecha entre política y prensa hacía del periódico una simple máquina de ideas. Eran la rama ideológica de los partidos políticos y su función, más que informar acerca de lo que pasaba, era convencer a sus copartidarios de la verdad de sus ideas. Eran periódicos de pocos e inexactos hechos, y de muchos argumentos y diatribas. Sin embargo, los de mayor influencia fueron aquellos en los que las ideas se trataban con seriedad, los que eran capaces de polemizar con el adversario entendiendo lo que planteaba: el Neogranadino, el Porvenir, La Luz, El Mensajero, el Espectador, único periódico del siglo XIX que todavía existe, duraron porque fueron capaces de superar una visión partidista demasiado estrecha. 

Aunque ya a finales del siglo XIX algunos escritores latinoamericanos, como Eugenio de Hostos, prevenían contra el peligro de que los periódicos se volvieran portavoces de los partidos políticos y los poderes económicos, el segundo riesgo era todavía remoto: no hacía falta mucho dinero para crear un periódico y no era un buen negocio. Solo en el siglo XX, con el aumento de los lectores, la formación de un público interesado en una información confiable, y el desarrollo de la publicidad, se volvieron buenos negocios: El Tiempo y El Colombiano son los ejemplos más antiguos de este proceso, que obligó a los medios a desarrollar con mayor profesionalismo la función informativa y buscar una clientela bipartidista, y que fue copiado posteriormente por otros periódicos regionales. Nunca, sin embargo, dejaron de estar muy cerca de los partidos y de los gobiernos que ayudaban a elegir. La información era más amplia y exacta, aunque seguía buscando crear una opinión favorable, manipulando a veces los hechos con discreción variable. El pluralismo informativo existía ante todo por la multiplicidad de periódicos: en cada ciudad había normalmente dos, uno liberal y uno conservador, que daban visiones más o menos contrapuestas de los acontecimientos políticos. 

En los últimos años del siglo XX, cuando constitucionalmente se liquidó el enfrentamiento entre conservadores y liberales, ese modelo entró en crisis: el número de periódicos disminuyó, y en casi todas las ciudades un diario adquirió una posición dominante, acompañado de uno o dos periódicos de circulación reducida. Un periódico moderno, con ambición amplia de cubrimiento informativo, es una empresa costosa, y si no logra al mismo tiempo el respaldo de los anunciantes y de un público numeroso no puede sobrevivir. En Bogotá la crisis económica de El Espectador, llevó al primer ejemplo local de una tendencia que parece muy fuerte en otras partes: la compra de periódicos por conglomerados productivos cuyos intereses principales son ajenos al mundo de la comunicación. El premio al periodista del año, Fidel Cano, es un reconocimiento a la imaginación, la inventiva, la búsqueda de alternativas que hagan viable al Espectador, en un contexto competitivo muy complejo, y que mantengan su calidad y sus virtudes periodísticas, y sobre todo su independencia, dentro de un grupo económico cuyo inmenso poder debe producir tentaciones frecuentes de ejercerlo acomodando el periódico a sus intereses más inmediatos. Quizás lo más notable de la historia reciente de El Espectador es la capacidad que ha demostrado su dirección para definir un camino propio, que amplía el espacio a la crónica, la investigación y el artículo de opinión. Hoy es sin duda el órgano más consistentemente oposicionista, el que recoge las críticas más vigorosas a las orientaciones del gobierno o de la evolución social o económica del país. Su director ha hecho una brillante tarea y al reconocerlo, el jurado ha querido subrayar su propia fe en la importancia, para una sociedad democrática, de una prensa capaz de hacer oposición, e independiente de los poderes económicos, incluso cuando son sus dueños.  

La llegada de la radio y la televisión influyó sobre la prensa del país en un sentido positivo: obligó a los medios impresos a mejorar su calidad, a hacer un cubrimiento más integral de las noticias, diferente a la breve presentación televisiva o radial. Las noticias, ya oídas en la noche, debían tener un cubrimiento más amplio e integral en el periódico: los grandes reportajes, los trabajos investigativos se hicieron más frecuentes y de mejor calidad. Esto se acompañó de una separación más clara de la información y la opinión, que se fue haciendo más amplia, para incluir un abanico de posiciones que a veces contradicen la de los mismos directores. En estos periódicos, que consolidaron su formato durante el Frente Nacional, la información se liberó de la servidumbre a los partidos políticos y el editorial y las columnas de opinión dejaron de marchar en forma coordinada. Pese a sus defectos, los periódicos de hoy, con sus denuncias diarias de la corrupción o las fallas del estado, con su pluralismo interno, dejarían atónico a un colombiano de hace cincuenta años, acostumbrado a una prensa de partido, obsecuente con los copartidarios y, como un perro guardián, capaz de ladrarle solo al enemigo político. 

Todo esto ha cambiado las relaciones entre la política y los periódicos. En el último medio siglo, también los políticos se han hecho cada vez más profesionales, y hacen sus carreras sobre todo en el mundo de la gestión pública y de las elecciones. Los periodistas miran con desconfianza a quienes usan los medios como trampolín político, el poder electoral de los medios sólo alcanza a sobrevivir en algunos ámbitos regionales y los lectores exigen una información cada vez más objetiva y balanceada. 

Alfonso López Michelsen fue un temprano periodista, que trajo una excepcional formación académica, jurídica y económica a los artículos que hacía para semanarios como Crítica, o a los textos y editoriales que escribía para el Liberal, en los años cuarentas y cincuentas. La Calle, que dirigió en compañía de Alvaro Uribe Rueda, fue una buena muestra de periodismo político, con un formato intelectualmente sofisticado. Pero esa relación estrecha entre la carrera política y la actividad periodística hace parte de un mundo que, como he tratado de mostrarlo, ha dejado en buena parte existir. En los últimos años, Alfonso López Michelsen se ha convertido en un periodista de opinión, cuyo peso e importancia no depende de su vínculo a un proyecto político, sino de la agudeza, la originalidad y la creatividad con la que plantea semanalmente sus argumentos: es un periodista en el sentido preciso y más actual del término. Al conferirle el premio que antes se dio a Alberto Lleras Camargo, Carlos Lleras Restrepo, y que él mismo entregó a Álvaro Gómez Hurtado, el jurado reconoce la calidad de su actividad como periodista, e invita al mismo tiempo a reflexionar sobre esta relación de la política y los medios, que se plantea hoy en términos muy diferentes a los tradicionales.  

Ya no es, en efecto, la subordinación a los partidos políticos el problema principal de los medios. Pero hay que preguntarse hasta donde se están produciendo cambios que pueden debilitar su función informativa y su capacidad para generar debate y opinión. En los últimos años se advierte una sustitución creciente del espacio dedicado a la información, por contenidos recreativos. En la radio y la televisión, los programas periodísticos se pueden estar volviendo secundarios dentro de una programación integral que, para lograr la mayor audiencia, privilegia el entretenimiento. Los mismos noticieros y programas de opinión están tratando por encima de todo de ser divertidos. En la prensa el espacio informativo sigue siendo amplio, pero los periódicos tratan cada vez más de ganar lectores como guías de restaurantes o de farándula o como manuales de autoayuda: la lógica económica, que exige una alta circulación, parece obligarlos a tratar de seducir a todos los públicos posibles.  

Frente a estos problemas, Internet está creando un contexto lleno, al mismo tiempo, de riesgos y ventajas. Desde hace cinco o seis años se ha expedido repetidas veces la partida de defunción de los periódicos, reemplazados por la comunicación electrónica, y los muertos han desmentido una y otra vez su desaparición. Sin embargo, sería ingenuo despreciar las posibilidades de un cambio drástico del modelo de información contemporáneo, ante la velocidad y magnitud de los cambios técnicos. Hace apenas dos años Juan Luis Cebrian, al referirse en esta misma sala a las nuevas tecnologías que amenazaban al periódico, mencionaba la posibilidad de producir textos informativos para los teléfonos celulares, y comentaba que estaban limitados por el tamaño de los mensajes de texto. Hoy es posible pasar a los nuevos teléfonos toda una edición del periódico impreso, con fotos e ilustraciones. Esto, sin duda, abre el camino para periódicos distribuidos por la red, flexibles y capaces de responder a las demandas de públicos muy diferentes. Una idea que puede inquietar a muchos, pero por lo menos tiene claras virtudes ecológicas.  

Pero hay quienes creen que Internet ofrece posibilidades más revolucionarias, como el reemplazo de los medios informativos y de opinión por el esfuerzo descentralizado, militante y espontáneo de millones de productores de blogs y sitios de noticias. A primera vista, resulta difícil pensar en un sistema en el que la función propia y tradicional del periódico, la búsqueda sistemática y ordenada de la información más relevante para la sociedad, se disperse en la gestión de millones de voluntarios. La red se está llenando de sitios en los cuales se expone la opinión propia sin el control de los periódicos y esto sin duda hará más ricos y creativos los debates ideológicos y políticos: es algo que renueva la posibilidad de exponer opiniones minoritarias, disidentes o impopulares, que decayó al hacerse más difícil y caro crear y repartir un periódico. Pero no me parece muy probable que el núcleo de la institución periodística, que jerarquiza y hace visible unas noticias y opiniones más que otras, y que coordina las difíciles tareas que producen la información, pueda cambiar mucho.  

El periodismo ha sido importante para el mundo moderno porque ha acompañado, como uno de sus mecanismos esenciales, la revolución democrática que en los últimos 200 años convirtió en un dogma aceptado por todos la idea, no hace mucho novedosa e impopular, de que son los ciudadanos los que tienen que decidir acerca de la marcha de sus sociedades: que el poder político surge de la opinión popular y no es asignado por la mano de Dios al emperador, el rey o los jefes religiosos. Y la opinión solo se forma en un ambiente en el que la información sea amplia, abierta y exacta; fluya y se encuentre con facilidad, y en el que esa información, veraz, verificable y controlable, alimente un debate sin restricciones sobre los temas públicos. El periodismo, más que las armas, ha transformado nuestras sociedades, ha sido el gran instrumento de cambio político del mundo moderno. Es posible que en nuestra sociedad la gente dedique cada día más tiempo, frente a la televisión o al computador, al entretenimiento y la recreación que a la información o al debate. Pero la calidad de la democracia y de los procesos políticos va a seguir dependiendo en gran parte de los minutos que dedique a informarse sobre los temas públicos y de la calidad de los recursos informativos y de debate y discusión crítica que tenga a su disposición y es esta la función política de los medios que hay que preservar para el futuro.  

Cada año, los jurados del premio Simón Bolívar, cuya vocería me he tomado algo abusivamente, experimentan la insólita aventura de revivir la historia del país durante los doce meses anteriores, de la mano de los mejores y más creativos periodistas del país. Durante 31 años han escogido a aquéllos que se han destacado por el rigor profesional y por la calidad de sus trabajos. Al hacerlo, con el apoyo firme y respetuoso de Seguros Bolívar y de su presidente José Alejandro Cortes, y con la colaboración siempre discreta y eficiente de Yvonne Nicholls, el premio ha buscado colaborar con el esfuerzo de los medios para ofrecer, en un país que ha atravesado y todavía atraviesa tiempo difíciles, apoyo a quienes dan a los ciudadanos las herramientas para buscar en forma más independiente e informada su propio camino. 

Jorge Orlando Melo
Bogotá, 3 de octubre de 2006

 
 

 

 

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