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El premio Nobel José Saramago en Bogotá
 

INDIGNADO
Ilustraciones de Giovanni Clavijo

Durante su reciente visita a Colombia, en noviembre de 2004, el premio Nobel de literatura 2002, José Saramago, habló en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá sobre su más reciente novela, Ensayo sobre la lucidez. Jorge Orlando Melo, director de la Biblioteca, presentó la obra y conversó con el autor. Revista Número publica el texto de este encuentro.

Estamos muy satisfechos de que José Saramago presente su última novela en la Biblioteca Luis Ángel Arango, donde tiene muchos y muy fieles lectores. Hoy, al mirar el catálogo, descubrí que en este momento hay más de 40 obras de Saramago en manos de ellos. Creo que no voy a hacer una presentación en el sentido tradicional, es decir, no voy a leer un ensayo sobre la obra de Saramago teniéndolo a él acá. Simplemente voy a señalar que El Ensayo sobre la Lucidez me parece una excelente novela, en la cual la aventura se sigue con emoción y con fascinación, pero en la que estamos sobre todo ante un texto de contenido político. Lo que hay allí, en mi opinión, es una gran metáfora sobre algunos de los problemas centrales de las sociedades contemporáneas. Esa metáfora impone la estructura de la narración del libro y hasta el título de ensayo parece sugerir que no es una novela, y sin embargo lo es, se lee como una novela. Es una historia en la que, como tal vez ya la mayoría lo sabe, un grupo, una ciudad entera comete un acto en el que rompe con las expectativas que funcionan normalmente en la democracia; votan todos en una forma diferente de lo que esperan quienes gobiernan las estructuras de poder, y esa votación inesperada, que parecería haberse producido como resultado de una conspiración, de un esfuerzo de convicción, resulta más bien de un cambio inesperado en la opinión de la gente, de un ataque súbito de lucidez, que desafía profundamente las reglas del juego político. El libro tiene unas páginas de extraordinaria sátira en las que vemos toda esta rutina ridícula, pero al mismo tiempo trágica, del ejercicio del poder; después continúa con una aventura en parte policial, en parte política, en la que actúan personajes que representan, en mi opinión, la conciencia lúcida y los valores de ética política, de ética de la comunicación, de verdad de la información que deberían regir en una sociedad moderna.
Como no quiero entrar en muchos más detalles en relación con la obra, deseo pedirle al maestro Saramago que nos explique hasta dónde este acto político de votar en blanco puede tener, en la realidad, tanta significación como la que se le da en la novela o si eso pertenece solamente al reino de la política ficción. Digo esto porque la izquierda y la oposición en Colombia predicaron la abstención durante 30 o 40 años como forma de rechazo al sistema. Por supuesto, la abstención es una forma menos activa de protesta que el voto en blanco, porque quedarse en casa es más fácil y dice mucho menos que ir a votar. En ese orden de ideas, ¿el voto en blanco sí tiene tanta fuerza como para producir todo el caos, todo el desorden, toda la crisis que genera en la novela?

José Saramago
La única respuesta que honestamente se puede dar a la pregunta es que no se sabe qué pasaría un día si en una ciudad 83% de los votos introducidos en las urnas fueran votos en blanco. Como no ocurrió, no sabemos qué sucedería.
En el caso de la novela podría ocurrir sencillamente que el gobierno, en una especie de iluminación, de lucidez, podría decir que es un fenómeno extraño, pues siempre hay votos en blanco, pero no en ese porcentaje. Entonces podría decir que va a estudiar el caso, esto seguramente significa algo y, por tanto, hay que pensar.
No hace falta decir que si el gobierno, del que se habla en este libro, optara por pensar, pues no tendríamos novela. Lo que pasa es que el gobierno decide entrar por el camino aparentemente más fácil y por el que se supone que podrá alcanzar mejores resultados, por lo menos más rápidos: la represión. Ahora sí, con la represión ya hay novela. Cuando la novela se presentó en Lisboa, a finales de marzo del 2004, estaban en la mesa principal cinco personas, una de las cuales era el ex presidente de Portugal Mário Soares, que tiene un pasado político extraordinario, de luchador contra el fascismo y deportado. En lo más encendido del debate, Soares me puso la mano en el brazo y me dijo: «Pero hombre, ¿usted no se da cuenta de que 15% de votos en blanco significaría el descalabro de la democracia?». Yo lo miré ahora sí con una superioridad total y le contesté: «¿Entonces 40 o 50% de abstenciones no son, no representan o no significan un descalabro para la democracia?». Bueno, la conclusión es muy fácil: los políticos prefieren la abstención al voto en blanco. Con la abstención han vivido siempre y han encontrado una forma de justificarlo todo: por la lluvia, por el sol, por la playa, por la gripa, por la enfermedad, o sencillamente porque a la persona no le apeteció votar. Es distinto que 40% de sufragantes tengan intención de votar pero las propuestas existentes no les interesan, por lo que deciden sufragar en blanco. Cuando la novela salió, en las dos primeras semanas se publicaron 40 o 50 artículos en los periódicos de Portugal, algunos de los cuales escritos por personas que no habían leído el libro, pero que sí sabían que en él se hablaba del voto en blanco. Nunca he sido tan insultado, tan calumniado, tan vergonzosamente tratado como en esos quince días. Afortunadamente tengo una virtud, quizás la única, y es que no contesto nada que se diga de mí. Me acusan de todo, fundamentalmente de destruir la democracia, pero lo extraño es que el voto en blanco es un voto democrático; lo que pasa es que a veces digo que no invento nada y la única cosa que hago es apuntar lo obvio, pero curiosamente lo obvio es muy difícil de observar. En la vida hay numerosas cosas obvias que nos rodean y por eso mismo no les prestamos atención, pero no hay nada mejor que descubrir y poner a la vista de los demás la singularidad de lo obvio. Una cosa es cierta: el sistema democrático, el sistema electoral, tienen en las leyes que reconocen el voto en blanco un instrumento de cambio radical, de revolución. ¿Ocurrirá una revolución en la democracia? Sinceramente no creo, pero sí creo en la conciencia de la gente, en que cada uno piense aquello que el gobierno podría haber hecho. Eso es, en el fondo, lo que les pido a los lectores. Si todo el mundo está muy contento con lo que ocurre, entonces el libro no tiene ninguna importancia, no vale la pena, pero si al menos hay un granito de inquietud en la conciencia de cada uno de nosotros, y seguramente lo hay, esta novela merece algo de atención.

J.O.M.: Uno de los temas del libro tiene que ver con la manipulación, la mentira, la capacidad de transformar un hecho en otro por parte de los medios de comunicación. La democracia mantiene rasgos de buena salud, pero en realidad padece de grandes males, uno de los cuales parece ser la calidad de la información y la capacidad de manipular y de engañar.

J.S.: Bueno, yo soy un poquito más radical, para mí no tenemos democracia. Se me puede objetar que sí la tenemos porque somos ciudadanos electores, porque las instituciones funcionan, pero ¿qué es lo que está funcionando? El gobierno está ahí porque la voluntad popular lo ha querido. Tiene una fisonomía y una composición porque la mayoría lo ha querido así. Pero, ¿de qué está hecha la voluntad popular? Los conceptos son muy fáciles cuando uno los manipula, los comunica, como una especie de moneda de cambio, pero mientras no se investigue qué es lo que eso significa, qué es lo que ha pasado allí para que esa supuesta voluntad popular se haya expresado, seguiremos sabiendo muy poco. Sin embargo, esto no acaba aquí porque el problema central, el problema fundamental es que por encima de lo que llamamos el poder político hay otro poder no democrático, el económico, que desde arriba le determina toda la vida a un poder que está por debajo. Pienso que no se puede decir, con toda la ligereza del mundo, que vivimos en democracia cuando esa democracia no dispone de medios ni de ningún instrumento para controlar o para impedir los abusos del poder económico. Y es que todo el poder abusa, o por lo menos lo intenta, sea el poder político, sea el poder económico, cualquiera, no sólo corrompe sino que es corruptor, pero sobre todo tiende a abusar de su propia fuerza. El poder económico no es una excepción, en especial cuando sabemos que, salvo una excepción particular, el poder político en cada país no aspira, no tiene en principio sueños imperialistas; no es que no haya una excepción, y la conocemos todos, pero antes que se inventara la net, ya se había inventado la red, compuesta por las conexiones del poder industrial y financiero que, como en una especie de Olimpo, determina y decide nuestras vidas. Por ejemplo, un organismo que tiene una importancia fundamental en la economía mundial, como prácticamente todos los países lo saben, en algunos casos con mucho dolor y mucho sacrificio, es el Fondo Monetario Internacional (FMI), el cual, paradójicamente, no es democrático. Por un lado, las Naciones Unidas tienen una cosa un poco extraña que es el Consejo de Seguridad, que en el fondo funciona como el Fondo Monetario Internacional en todo lo relacionado con el dinero. El FMI lo manejan representantes de las cinco grandes potencias del mundo. Por eso los otros países no tienen nada que hacer: se someten, aceptan las condiciones, o de lo contrario se les cierra el grifo.
Así las cosas, mi pregunta es ésta: ¿podemos seguir hablando así de democracia como algo real o convendría reconocer que ésta es una democracia secuestrada por el poder económico, que en un momento determinado no le repugna nada recurrir a una dictadura sangrienta? Ahora sí entiendo que la cosa puede funcionar un poquito mejor con la democracia pero que no está excluido que mañana, por esto o por aquello, no se vuelva a presentar.
Esto me parece clarísimo y les voy a dar un ejemplo. Hubo un tiempo en que toda la ambición, la ilusión de un gobierno que se prometía a los ciudadanos era lo que se llamaba entonces el pleno empleo, lo que significaría empleo para todo el mundo y para toda la vida. Era un ideal inalcanzable, pero por lo menos de eso se hablaba. En 20 años, o quizás menos aún, pasamos del pleno empleo a la realidad brutal del empleo precario, a lo que eufemísticamente llamo movilidad social. ¿Cómo ocurrió esto? En el fondo, es como un ejercicio de prestidigitación asombrosa, por medio del cual el poder económico, muy respetado, les ha hecho saber a los gobiernos que necesitamos tener las manos libres, que si tenemos que cerrar unas fábricas pues las cerramos y no pidamos cuentas, las llevamos a otro país donde los salarios son más bajos y donde los tiempos de trabajo no tienen límite. Entonces, como una consigna que baja del cielo, poquito a poco, sin darnos cuenta, pasamos al empleo precario. Esto se ha hecho de manera tal que ya nadie recuerda, o nos portamos como si no lo recordáramos, que hubo un tiempo, no tan lejano, en que se hablaba del empleo para todo el mundo.
Ahora vivimos en esto. Empresas que contratan a trabajadores por una hora, o lo que en España llaman contrato basura. Lo peor de todo es que es igual a que nos hubieran sacado una muela con anestesia. Sacaron la muela, no sufrimos nada, pero ahora sentimos que hay un hueco que es la preocupación, el miedo a perder el trabajo. Eso es lo que llamamos democracia. Es una fachada. Yo no quiero decir que detrás de esa fachada no exista nada, pues todos los días se construye, todos los días se intenta y todos los días se logra algo, pero no en lo fundamental, que es el problema viejo y permanente: el poder. Quién tiene el poder, cómo ha llegado al poder, para qué fines es el poder, y lo que hay que aceptar, porque es una evidencia que los gobiernos se transformaron en los comisarios políticos del poder económico. Es muy duro decirlo. Pueden acusarme de todo, pero en la realidad los gobiernos son los comisarios políticos del poder económico, el concubinato entre el poder político y el poder económico es de siempre. Creo que la democracia es el menos malo de todos los sistemas políticos, pero se podría reinventarla, y para esto sólo se requiere darle los medios adecuados, que son las convicciones de los ciudadanos, la capacidad de intervención de cada uno de nosotros para que la democracia, sencillamente, sea tal como debe ser, y la verdad es que no lo es.
El señor Bush, ganador de las últimas elecciones después del fraude de la primera elección, y quien inauguró la nueva edad de la mentira, porque es el hombre más mentiroso del mundo y sigue siéndolo, anda diciendo que va a cuidar, que va a volver a preocuparse de Latinoamérica. Yo digo: echad a temblar si el señor Bush decide preocuparse de Latinoamérica. Y en su primer discurso después de la elección, porque ésta no es una reelección, manifestó que la política de Estados Unidos avanzaría sobre dos pilares: patriotismo y religión, mezcla que ha sido siempre explosiva. Preparémonos para cuatro años en que nos daremos cuenta una vez más de cómo la democracia puede usarse como si fuera todo lo contrario. Por ejemplo, los datos que tienen en Estados Unidos de quienes van a las bibliotecas, incluyendo el nombre de la obra que están consultando, se transmiten a una base de datos para que se sepa para dónde van las preferencias literarias o filosóficas de los lectores: por tanto, están vigilados. Un profesor de la Universidad de Harvard no tuvo ninguna duda en decirme, no hace muchos días, que esto era fascismo. Lo dijo él, no yo.
Ustedes se estarán preguntando qué está pasando esta noche en la biblioteca, una sesión de política o algo que tiene que ver con la literatura. Bueno, para qué vamos a separar una cosa de la otra si esta novela se presenta a los lectores como una novela deliberadamente política.
En este libro hay una frase que, en el fondo, resume la novela, la condensa, la concentra en poquísimas palabras: «Cuando nacemos es como si firmáramos un pacto para toda la vida, pero puede llegar el momento en que nos preguntemos quién es el que ha firmado esto por mí». Yo creo que eso nos pasa. A Saulo, que iba a perseguir a los cristianos, de repente se le aparece una luz inmensa, se cae del caballo y se escucha una voz que dice: «¿Por qué me persigues, Saulo?». Y ahí se convirtió. Claro que yo no aspiro a tanto, no soy tan iluso de poder decir que con esta frase cambié el mundo, pero va a llegar el día en que preguntemos quién es el que ha firmado esto por mí y no saldrá una voz que diga por qué me persigues, pero quizás podamos decirnos los unos a los otros «qué bien, lo estamos pensando».

J.O.M.: Esa frase la dice el comisario, y dice también otra cosa que me llamó la atención: que él había leído esa frase hace mucho en un libro que ya olvidó. Voy a tomar esa alusión para preguntar algo en relación con el libro, con la cultura, con la literatura: hasta dónde hoy, con la estructura cada vez más comercial del mundo de la cultura, el libro, las bibliotecas, las demás experiencias culturales, etcétera, pueden ayudar algo a que se den revelaciones como la que tiene el comisario, que descubre de pronto, recordando una frase que ha leído una vez, que él tiene una conciencia moral a la que ha de responder y que debe actuar con lucidez y claridad.

J.S.: Bueno, es cierto que el comisario, para no pasar por vanidoso, por soberbio, dice que la ha leído en un libro y que se olvidó del nombre y del autor. No, no la ha leído, esto es lo que está diciendo él; el narrador inventó esta frase para ponerla en la boca del comisario, pues lógicamente él no podía decirla: hay muchas cosas que aparentemente nosotros no podríamos ni decir, ni hacer, y de repente las decimos y las hacemos y este es el caso. Yo creo que sí, que el libro ha sido eso, un espacio, un lugar, unas hojas de papel donde unas cuantas personas han puesto y siguen poniendo ideas, opiniones, sentimientos; todo está ahí. Y nos alimentamos todos de eso, es decir, los que lo dicen, los que lo reciben, esa especie de intercambio constante que en el fondo, aunque no sea muy visible, existe entre autores y lectores. Pero se necesita algo más. Cuando alguien me decía que una de mis obras le había cambiado la vida, yo al principio le preguntaba cómo le había cambiado, pero después me pareció estúpido porque en el fondo no se puede esperar que una novela cambie la vida de una persona; puede modificar una percepción determinada de esto o de aquello, pero cambiar la vida no, no puede. Lo que sí se puede hacer para cambiar la vida es que cada uno de nosotros ponga su parte, no su grano de arena, sino su parte de lo que llevamos dentro de la cabeza, para hacer un debate.
Ahora mismo en todo el mundo se están reuniendo miles de congresos, miles de mesas redondas, miles de simposios, y puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que hay una sola cosa que no se está discutiendo: la democracia. Es como si fuera un dato descubierto de una vez por todas y para siempre, y por tanto sobre él no vale la pena hablar y yo digo que, al contrario, sí vale la pena, hablar interminablemente, pensar, reflexionar, discutir con nuestros seres más cercanos, aclarar cosas.
Nosotros vivimos en lo que se puede llamar hoy, sin ninguna exageración, un desierto de ideas; no hay ideas, no hay ideas nuevas, no hay ideas que movilicen, no hay ideas que hagan levantar a las personas de su resignación, pues todos nos hemos resignado a una especie de fatalidad que no acepta cambios. Pero las ideas tampoco nacen así como así, es la propia sociedad la que tiene que generar eso, y cuando ocurra, empezaremos a hacer algo.
Hace unos años se reunieron diez escritores y filósofos para debatir algo tan interesante y a la vez tan inútil como presentar diez propuestas para el milenio, como si el milenio estuviera preocupado con las propuestas, y yo era uno de ellos. Todos tomaron el tema propuesto seriamente y presentaron propuestas para el milenio, evidentes casi todas ellas, y yo, que soy mucho más consciente de mis propias limitaciones, propuse regresar a esa cosa tan sencilla, tan estupenda, tan magnífica, tan deslumbrante que es el pensamiento. Pensar, no tener ninguna aspiración, construir ahora un sistema filosófico, no dejar eso para aquellos con una mente capaz de enfrentarse al universo; no, lo que tenemos para resolver tiene que solucionarse mañana, si podemos. Cuando a veces me hablan de utopías yo siempre digo que me quiten esa palabra de enfrente porque no me gusta el concepto de utopía. Pero, qué es una utopía. Etimológicamente, ya se está diciendo que no se sabe dónde está, cuándo se llegará y tampoco se sabe cómo se llegará; por tanto, dejemos a la utopía en paz.
Umberto Eco decía hace pocas semanas en Milán que tenía miedo del futuro por su nieto. Uno tiene miedo del futuro por su nieto, que va a vivir 60, 70 u 80 años, y ya teme por cosas que no podemos imaginar, cosas de las cuales no tenemos ningún conocimiento. Basta un ejemplo sencillo: si al final del siglo XIX se hubieran reunido todos los sabios de ese tiempo para imaginar cómo sería el mundo en el año 2000, nada más cien años, pues seguramente habrían imaginado un mundo que tendría que ver muy poco con la realidad, no sólo tecnológica, científica o ideológica, sino también en lo referente a la mentalidad.

J.O.M.: Desde el siglo XIX existía la visión de que la política era fundamentalmente una estructura manipulada y dominada por el poder económico. El problema es cuál es la lógica para enfrentarlo, de dónde puede surgir algo diferente. En la novela hay una clara metáfora, no sé si la interpreto bien, en la medida en que todo esto pasa sin que nadie lo mueva, sin que haya un promotor, una persona que lo propone y convence a los demás. En la vida real probablemente sea diferente, alguien tiene que proponer algo para que ocurra mañana, pero en esta novela nunca se sabe qué pasa, quien actúa, todos y nadie, una frase que evoca el viejo drama de Fuenteovejuna. Y esto parece estar en la misma perspectiva de Marx, cuando nos decía que el poder económico se expresaba en el poder político y lo controlaba. La rebelión podía darse sólo por la solidaridad de todos, pero él lo planteaba en términos de la organización de la clase social, los sindicatos, etcétera. Tal vez hoy no lo plantearíamos igual, pero yo veo en la novela, de todas maneras, la reiteración de que no hay salida, sino salidas de solidaridad y salidas de todos.

J.S.: Bueno, sí, pero volvemos a lo mismo. Nosotros vivimos hoy en un mundo que Marx no conoció, vivimos en un mundo vigilado, somos vigilados. Se acabó la privacidad. Si la vida privada se acabó en alguna forma, la conciencia privada, por usar el mismo término, ha sufrido un atentado similar. La libertad, y ahora hablo de la libertad de conciencia, a veces se arriesga a convertirse en algo utópico, con muy poco contenido.
Hace pocos días, en Rosario, en un encuentro en una escuela normal donde había niños que habían recibido sus premios, se cantó como siempre el himno argentino, en el que suena de vez en cuando y repetidamente la palabra libertad. Cuando llegó mi turno de hablar, les pregunté si en el tiempo de la dictadura se cantaba el himno. La pregunta era innecesaria, por supuesto; también se cantaba libertad, ellos cantaban libertad y los sometidos, los torturados, si pudieran, también cantaban su himno y dirían libertad, libertad. Hemos tenido la libertad para torturar, para matar, para asesinar, y hemos tenido la libertad para luchar, para ir adelante, para intentar mantener la dignidad. Es aterrador el uso que se puede hacer de una palabra. Lo importante es que haya presencia de un sentido de responsabilidad cívica, de dignidad personal, de respeto colectivo; si se mantiene, si se construye, si no se acepta caer en la resignación, en la apatía, en la indiferencia, eso puede ser una simple semilla para que algo cambie. Pero yo soy muy consciente de que esto a su vez no significa mucho. ¿Qué va a causar la palabra semilla? Algo que mañana florecerá y fructificará. Yo creo mucho en que, si hay un debate, se pueden cambiar las cosas, pero no puede limitarse a ese debate que a veces aparece en los medios de comunicación, porque es una cosa entre una familia determinada de comunicadores, de periodistas, de políticos también, que en el fondo manipulan los conceptos, como hemos visto, como está claro para todo el mundo. Pero mientras no se pueda cambiar lo que está arriba, va a ser muy difícil.
Hoy, cuando pasamos al lado de un cementerio de Bogotá, hablamos con mi mujer del epitafio que yo iba a escribir en la lápida, suponiendo que los restos se quedaran allí, y entonces yo dije que pondría «Indignado». Y realmente yo creo que indignado por dos motivos: uno personal y otro egoísta. Indignado por estar muerto, no hay derecho realmente, pero el otro más, indignado por haber pasado por la vida y no haber podido cambiarla. Esto es terrible.

Reflexiones sobre la Lucidez: en la presentación del libro de José Saramago

En la presentación, para no quitar tiempo al diálogo, no leí el texto que tenía preparado, aunque le dí una copia a Saramago. Lo transcribo a continuación:

El “Ensayo sobre la lucidez”, otro de los ensayos en forma de parábola que Saramago ha dedicado a los problemas de las sociedades contemporáneas, es, pese a su nombre, una novela que se lee con toda la pasión de un relato de aventuras. No tengo la competencia para hacer un análisis preciso de sus cualidades literarias: el estudio de las estructuras narrativas, la forma como el autor usa el idioma, los juegos de la puntuación, el recurso permanente a refranes o falsos refranes, a frases dichas o presuntamente dichas, a dichos de una sabiduría popular a veces probablemente inventada, lo que da un ritmo de conversación y una agilidad y fluidez de relato oral a toda la narración.
Es un análisis importante, para los literatos y los críticos, pues ayuda a ver por qué el libro produce tanto impacto, sirve para entender por qué el autor nos gusta tanto.
Pero creo que nos gusta más por lo que dice que por como lo dice: en una lectura espontánea, el lector, que se deja llevar por la narración, está al mismo tiempo reflexionando sin cesar acerca del sentido político de la fábula que está leyendo.
Porque este es un libro explícitamente político, sobre un tema político: la democracia en nuestras sociedades modernas, donde los individuos, cada vez más solitarios, se reconocen a través de los medios de comunicación y actúan políticamente a través de mecanismos que terminan siendo herramientas de manipulación. Un incidente, un breve momento en el que la utopía se hace realidad, permite plantear algunos de estos problemas, a través de una historia que se desarrolla con agilidad.

El libro tiene tres tiempos: en el primero, casi una introducción, vemos un país que resulta sacudido por un milagro político, un gesto colectivo que no pueden darse sin un esfuerzo de convencimiento y movilización muy grande, pero que en la novela, un poco cuento de hadas, simplemente se da: la gente ha tomado una actitud, ha dejado de dejarse llevar por los partidos políticos y los medios, ha actuado con lucidez, por cuenta propia. Nadie los ha manipulado, nadie los ha convencido, pero milagrosamente, el 83% de la población hace el mismo gesto político, de protesta y afirmación, y lo reitera cuando se pone en duda su validez.

En el segundo vemos la respuesta política del gobierno. Saramago nos muestra todas las maniobras y trampas, las rivalidades entre ministros, los esfuerzos de un gobierno más o menos como todos, quizás un poco más maniobrero o manipulador que lo usual, que trata de enfrentar el curioso desafío de la población de su ciudad capital, que vota distinto, muy distinto. Es el tiempo de la sátira política, de la descripción minuciosa de las mezquindades y pequeñeces de la política, y también de su capacidad para hacer el crimen en nombre de los fines aceptados por todos.
La intriga politico-policial hace recordar algunas de las grandes obras del cine político de los años sesenta y setenta, las obras de Costa Gravas o de Francesco Rosi. La mala fe y la capacidad de ocultamiento y mentira del gobierno contrastan con la transparencia de algunos de los ciudadanos: la joven interrogada que devuelve los argumentos del interrogador (p. 74), la respuesta indiferente de la población al retiro del gobierno de la ciudad (p. 101), la forma como el alcalde va cayendo en la lucidez, sobre todo después de la explosión de una bomba provocadora, y termina al lado de la gente de su ciudad (p.150). Un punto central de este aparte es el entierro de las víctimas de la bomba: nada de discursos, aquí cada uno sigue con su discurso y todos viven la misma pena (p.177). Esta es la historia del valor anónimo, colectivo: los personajes son colectivos: son “todos y nadie”, como en la Fuenteovejuna de Lope de Vega.

En el tercero vemos la historia personal del comisario de policía, que enviado a una investigación tramposa, se deja enredar por su propia conciencia y otra vez por su propia lucidez y tiene que decidir con quién está. No voy a contar con quien está, pues las páginas finales tienen algo de novela policial, incluso evocan expresamente a Raymond Chandler y a Philip Marlowe, y parte del gusto del lector está en que no se sabe para donde va a coger la trama, que va a pasar con el comisario y con la mujer que, por haber mantenido la vista años antes, por esa marca de lucidez, es la principal sospechosa de haber desencadenado el gesto de la población.

Pero me parece evidente que gran parte de la fuerza literaria de Saramago, que es un autor comprometido políticamente y cuya literatura es también comprometida políticamente, proviene de la firmeza de sus convicciones. De ellas deriva las parábolas que están detrás de su obra, construidas a partir de metáforas audaces y muy ricas en significado. Yo lo sigo más en lo que rechaza, en su crítica a las limitaciones y deformidades de las democracias contemporáneas, a las formas como en ellas el debate crítico y la lucidez se sustituyen con las manipulaciones de la imagen y la información, que en lo que mira con alguna simpatía o admiración. Pero el hecho de tener grandes reservas sobre sus adhesiones, pasadas o presentes, no afecta el reconocimiento de la agudeza con la que plantea algunos de los problemas reales de nuestro mundo.

La novela, que nos da el relato del enfrentamiento entre una autoridades corruptas y la ciudad que se ha contaminado de lucidez, concluye con un final que puede leerse en tono derrotista pero que en segunda reflexión se muestra abierto e incierto, como es incierta la vida y la política, y que no comprueba el ineluctable triunfo de las fuerzas del establecimiento, del poder convencional, de la policía política o, para decirlo de otro modo, la política policial.

Y por supuesto, no deja de tener atractivo la coherencia, la congruencia entre la obra literaria de Saramago y su vida, alejada de la seducción del poder y los medios, en el que habla de literatura y de política, quizás las cosas más importantes que hay, pero no deja que lo conviertan en un personaje al uso de los valores del consumo y la figuración.

El argumento político de la obra plantea problemas bastante complejos, y espero que ahora los discutamos. Mientras tanto, quiero subrayar que la obra de Saramago nos despierta a cierta vigencia de la utopía, al rechazo a la resignación o de la idea de que nada se puede hacer. Es una obra literaria que todavía vuelve a plantearnos problemas de ética política, que tiene la fuerza de sacarnos, como toda la gran literatura pero de una manera diferente, de un disfrute puramente pasivo y de consumo, en una sociedad en la que la recreación y la diversión, en un sentido muy limitado y de un hedonismo plano, se han convertido en valores proclamados y exaltados por buena parte de los sistemas de comunicación. No hay que leer cosas difíciles, ni cosas que nos hagan pensar en las miserias del mundo, ni que nos inquieten o amenazan, cuando podemos leer lo que se nos propone todos los días, cuando tenemos a Chopra y a Coello y a Isabel Allende, cuando podemos leer las revistas que nos hablan de la vida privada de los famosos o que, mordiéndose la cola, nos invitan a fantasear, en los periódicos, con los realities imaginarios de la televisión.

De te fabula

Y para los que estamos en un país definido, en nuestro caso Colombia, resulta inevitable leerlo en clave local. Uno podría, algo superficialmente, recordar que aquí que la capital rompió inesperadamente con los partidos y los políticos, en 1995, hace 9 años, al elegir como alcalde a alguien sin antecedentes, que no tenía el apoyo de los medios –que lo mostraban con algo de burla- ni de los partidos, y que ratificó un cierto talante de votar contra lo esperado y contra los que tienen los apoyos obvios al elegir hace un año a Lucho Garzón, el alcalde actual. Y digo superficialmente, porque por supuesto el sentido de la obra va más allá, y el gesto de sus electores es más radical que el bogotano.

Podría uno preguntarse, en todo de investigación racional y realista, si revueltas similares son posibles en nuestro medio, si algo puede inesperadamente cambiar todo un electorado y llevarlo a actuar, no tanto por la imagen seductora de un salvador algo al margen de la estructura de poder, que de eso ya hemos visto reiterados ejemplos en América Latina, de Color a Fujimori, y a tomar gestos radicales con lucidez.

Yo me hago, desde hace años, una fantasía que de algún modo este libro revivió, a pesar de que también aquí las analogías son superficiales. Es la fantasía del rechazo masivo al secuestro. Desde 1990, cuando un grupo armado secuestró y asesinó al único santo que he conocido –como llamó Eduardo Escobar a Álvaro Villa en una crónica que publicó sobre él- siempre he soñado que la única forma de que paremos el secuestro es un gesto social que no va a ser el resultado de un esfuerzo de convencimiento, de una prédica impulsada por uno y otro grupo –porque por este mismo hecho va a ser vista como una maniobra a favor de alguien- sino de un rechazo que muestre que en algún momento se desbordó la copa: que frente a cada secuestro, no importa el costo, no importa quién lo hizo, no importa el secuestrado, si es niño o viejo, empleado público u opositor, estudiante universitario o político, defensor de los derechos humanos o empresario rural, no importa que estén pidiendo los secuestradores, todos los colombianos, o por lo menos muchos millones de ellos, salgan a la calle, por unas horas, y digan que quieren libre al secuestrado, y que al día siguiente, si hay otro secuestro, lo vuelvan a hacer, enumerando al del día anterior y así sucesivamente, hasta que la radicalidad del gesto derrote la dispersión de los análisis sobre las causas y los motivos y los autores de los secuestros. Por supuesto, me imagino que si alguna vez algo parecido se hace, va a empezar con un secuestro de los que conmueve más a la gente, el de un niño o una adolescente, el de un estudiante o una modelo. Pero lo clave será el día que no distingamos entre secuestros buenos o malos, entre asesinatos buenos y malos.

La revuelta de la lucidez, en la obra de Saramago, es un voto en blanco. A primera vista hay otras alternativas: en Colombia ha tenido gran peso la abstención, que me parece una forma de protesta relativamente inocua: quien se abstiene reparte su voto en proporción igual entre los candidatos. El voto en blanco aparece como una acción que sacude el sistema. ¿En la vida real ocurriría esto, si la mayoría de la población votara en blanco?

La respuesta del gobierno en la novela es probablemente la menos inteligente. En una novela realista, uno diría que se adoptó una línea muy simple. Pero en una novela que es una parábola esta objeción no es tan fuerte. Sin embargo, ¿cree Saramago que realmente, en el mundo político, el voto en blanco va más allá del envío de un mensaje a los partidos, las organizaciones, de que deben tratar de representar mejor a sus asociados, de que deben corregir los vicios de la democracia?

El voto en blanco constituye un mensaje de protesta, pero siempre puede dudarse de si la coherencia del gesto necesaria para que el sistema sienta el golpe, para que haya un golpe, no permitiría una acción más decisiva. ¿Por qué un pueblo tan unido no puede elegir con igual unidad a unos representantes para sus proyectos?

La primera razón es que la unión en el rechazo es más fácil. Los que estamos en desacuerdo con muchas cosas y no tenemos mucho en común podemos ponernos de acuerdo para decir no a un gobierno o a un sistema. Está facilidad relativa del voto en blanco – y digo relativa porque es aun más fácil no ir siquiera a las urnas y por eso la abstención no une a nadie- desvaloriza algo su peso en la realidad. Pero no deja de ser un instrumento importante, que en el mundo real envía mensajes fuertes. (Para recordar a Albert Hirschmann, existe la posibilidad de hablar o de retirarse, de “exit” y “voice”.)

La segunda razón, que Saramago ha expresado en varias ocasiones, es que la democracia política es impotente en una sociedad sin democracia económica. El tema se ha discutido mucho y ya Marx había expresado lo que reitera Saramago: los gobiernos son simples agentes de los poderes económicos. Por supuesto, los problemas políticos son inmensos: las relaciones entre esos poderes económicos y los dueños de la riqueza son variadas, desde la social democracia europea hasta el más crudo sistema norteamericano de hoy. Hay límites a lo que puede hacer un gobierno, el comunismo o el mismo socialismo radical pueden no ser hoy viables, pero elegir importa. Pero al mismo tiempo, nadie ha pensado realmente un modelo en el que los ciudadanos tengan una fuerza mayor que en un sistema de democracia, e incluso de democracia representativa y liberal.

La tercera razón es el peso de la información y de la imagen. En varias obras de Saramago, en George Orwell y en otros, se describe al gobierno, el periodista, el publicista, que cambian la realidad cambiándole el nombre. La ceguera, en el libro de ese nombre del mismo Saramago, se convierte en “el mal blanco”. Aquí en Colombia los ministros dicen que si algo no es verdad pronto lo será. El control de los medios de comunicación ha creado siempre barreras muy fuertes a la capacidad independiente de la población. Pero los nuevos medios de comunicación pueden ofrecer algunas salidas: internet, los celulares. Esto promueve olas de datos o rumores que pueden afectar el peso de los medios convencionales. Estos tienen que acomodarse: ya no pueden dar una imagen obviamente sesgada, tienen que tener espacio para los columnistas críticos, mostrar que son imparciales, aunque sometan la información a la agenda del poder, destaquen hasta el infinito la acción o la opinión más nimia de un presidente o un dirigente político. La reciente elección española, con la revuelta de la población a un obvio esfuerzo de manipulación del gobierno y de los medios que lo apoyaban, fue quizás una muestra, apenas inicial, de para donde se pueden estarse dirigiendo las cosas.

Ahora bien, lo que quizá vale la pena reiterar es que la fuerza de la democracia está en la lucidez y en la calidad de los ciudadanos: en Colombia, en el fondo, estamos apenas ensayando la democracia, con una población que apenas hace unas décadas comienza a informarse de los temas políticos. ¿Que hace que la gente se someta a cosas que nosotros creemos que son muy equivocadas? ¿Es que casi todos están ciegos y solo algunos iluminados tienen la visión correcta? ¿No caemos en este caso en una visión elitista de la sociedad, en la que una vanguardia tiene la sabiduría para escoger por los demás?

¿Cuándo, por las obvias imperfecciones de la democracia, el hecho de que el pueblo puede ser engañado, el hecho que el poder desigual sobre la información o sobre otros recursos da más poder político a unos que a otros, se pone en cuestión este modelo, no estamos, como se decía con un viejo refrán, botando el niño con el agua de la bañera?

La epidemia es de lucidez, pero es la lucidez parcial de la crítica. Quien ve con claridad puede rechazar el sistema: pero no cambia la realidad porque no logra afirmar una opción alternativa, no puede por ser plenamente lúcido sin crear una propuesta. En todo caso, para el sistema el que ve algo es un peligro pero el verdadero peligro estaría en el que hace algo, en el que no se retira.

En la empresa, el accionista tiene voz, pero no gana nada retirándose: en el mundo de la empresa los que se van son los consumidores: su poder es irse; en el mundo político el poder de los ciudadanos está en la voz, pero hay algo de poder en el gesto de irse (exit), pues la justificación del poder requiere que se les conserve, que salgan a la calle, que voten y no haya mucha abstención.

Para fortalecer a la ciudadanía frente a la manipulación informativa, en sociedades como las nuestras, todavía se expresa la confianza en la educación. Es obvio que la educación puede ser muy instrumental, muy convencional y manipuladora. Y frente a eso el papel del libro (de papel o electrónico, eso no importa tanto), como portador de mensajes menos homogéneos, puede ser grande. Yo, por mi parte, creo que la verdadera recreación, que es al mismo tiempo disfrute y esfuerzo, que es entretenimiento y creación doble, re-creación, es la de la literatura compleja, la de la literatura que quiere hacer algo más que entretenernos un rato o hacernos creer con unos trucos elementales que puede elevarnos moralmente, ayudarnos a ser mejores. Y creo que la lectura de textos complejos es el único camino que queda para que la gente trate de mantenerse por fuera de la manipulación, es la única vacuna contra los manejadores de marionetas de los partidos o de los medios.
Y contra el pesimismo de muchos, creo que la pobreza de las alternativas, en una sociedad en la que embutimos al tiempo a la gente simplismo y complejidad, va a ir ampliando el espacio –y no quiero en este recinto hablar sino de los novelistas- de los los Coetzees y los Calvinos, los Tomás González o los Fernando Vallejo, todos los que escriben, como José Saramago, para sacudirnos, para incomodarnos, para llevarnos al desasosiego, la inquietud, la lucidez y quizás, más adelante, a alguna forma de actuación.

Jorge Orlando Melo
Bogotá, noviembre de 2004

Ver la columna La lucidez de Saramago

 

 

 

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