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La silenciosa revolución de la lectura
 

Colombia se ha ido convirtiendo, en pocos años, en el país de las bibliotecas, al menos entre las naciones que apenas ahora entran al mundo de la lectura. En Bogotá, el número de visitantes a las bibliotecas públicas pasó, en 4 años, de unos 4 o 5 millones anuales a más de doce. Se sabe que la Biblioteca Luis Ángel Arango es la biblioteca más visitada del mundo, pero no que las del Tunal y el Tintal están entre las 20 bibliotecas del planeta con más lectores. Y en otras ciudades del país ha ocurrido algo similar: el aumento de lectores en Sincelejo (de 30.000 a 300.000), en Santa Marta (de 50.000 a 400.000), Florencia o Buenaventura es mayor, proporcionalmente, que en Bogotá.  

Al discutir, en 1995, la necesidad de un sistema de bibliotecas de barrio en Bogotá, algunos funcionarios señalaban que no era algo urgente: ya había muchas bibliotecas de barrio, pero pocos lectores. Al visitarlas, uno entendía por qué: llenas de textos escolares envejecidos, no tenían libros nuevos, novelas de aventuras o cuentos, videos o computadores. Ir a ellas era como almorzar en un restaurante que solo sirviera comida trasnochada. Por supuesto, nadie las usaba. En esos mismos años, el gobierno nacional y algunos departamentales gastaron mucho en ambiciosos y bellos edificios para bibliotecas, que tampoco fueron exitosas: cascarones vacíos, elefantes blancos en los que la plata se fue en construcciones y contratos. Las autoridades municipales, al planear una biblioteca, pensaban en un edificio nuevo o, si tenían la manía de la modernidad, en cafés Internet, salas de computadores con el nombre pretencioso de “Biblioteca Virtual”. Y como complemento a las bibliotecas sin libros hemos tenido campañas caseras o nacionales a favor de la lectura: padres que regañan a sus hijos porque no leen y se la pasan viendo televisión o jugando Nintendo, y comerciales de televisión a favor del libro o la lectura, bonitos pero inocuos. 

Pero lo curioso, lo sorprendente, es que en medio de tales despistes, en estos años se hayan creado y consolidado tantos sitios donde la gente encuentra libros, muchos libros. Bibliotecas que compran obras nuevas y que no pretenden sostenerse a base de regalos de tres o cuatro instituciones, que no están hechas para que los niños hagan las tareas que pone el profesor, sino para que encuentren lo que el profesor no les ha enseñado, que además de las novelas acabadas de salir, del libro de cocina reciente, de las estrategias del fútbol o los manuales de construcción o costura, tienen videos con películas de toda clase y computadores que la gente puede usar. Y bibliotecas en las que los libros están en la sala de lectura, al alcance de los lectores, que pueden hojearlos y desordenarlos, y no encerrados tras un mostrador y protegidos por un funcionario malencarado al que sólo interesa que no se pierda ni un libro, aunque la gente no los lea.  

Unos ejemplos: las 140 bibliotecas que calladamente han creado las Cajas de Compensación Familiar, en la mayoría de las ciudades grandes e intermedias de Colombia. Las 18 del Banco de la República, que cubren casi todas las capitales departamentales intermedias. La extraordinaria biblioteca departamental del Valle, o la hermosa biblioteca de la Aduana en Barranquilla. Las nueve de Bogotá –la gente conoce las tres grandes, pero pocos saben que en Usme hay una nueva biblioteca que usan más de 1000 personas al día. O las bibliotecas creadas por la comunidad, la de la Janguana, una vereda de Nariño en la que el centro cultural tiene 8000 libros, un museo de arte precolombino y 20 computadores, o la de Rincón del Mar, un corregimiento de Sucre en el que los jóvenes de secundaria ayudan a los niños a usar una colección de dos mil libros, con novelas, cuentos y videos, o las que llevan libros a veredas del Magdalena o las áreas de frontera de Nariño, en burro o canoa. Pero podrían mencionarse decenas más.  

Estas bibliotecas están llenas de gente. Son lectores comunes y corrientes: niños y jóvenes que van a hacer tareas, a buscar información que complete lo que vieron en clase, universitarios que quieren saber más que el profesor, amas de casa deseosas de mejorar las recetas de las galletas que venden los domingos, apasionados de la novela fantástica que se empeñan en leer todos los libros de sus autores favoritos, amantes de la música rock que buscan letras y biografías, jugadores de billar ansiosos de la carambola perfecta (es curioso: los libros de billar están entre los libros más pedidos), niños que, al menos en las mejor dotadas, van a oír a Juanes  o ver las películas de dinosaurios o de Winnie the Poh. Gente que sabe que en la biblioteca encuentra  un sitio agradable, divertido, lleno de oportunidades, de historias, de programas (la hora del cuento, la lectura en voz alta, el curso sobre dibujo manga o sobre computadores, la tertulia literaria), de ocasiones para hacer amigos o leerle los poemas de Neruda a una posible novia, pero sobre todo, que sabe que hay libros y un ambiente adecuado para leerlos: que allí, en el silencio, pasarán horas y horas, sin darse cuenta del paso del tiempo, metidos en las aventuras de una novela, o fascinados con los agujeros negros, o leyendo sobre las costumbres de los pueblos del Tibet, o estudiando la mecánica de los motores diesel. El lector típico de estas bibliotecas es un joven común y corriente, un ama de casa, un obrero o artesano: no es un intelectual, ni un niño obediente que atiende a los padres cuando le dicen que debe leer mucho y no ver tanta televisión, ni un televidente motivado por un aviso sobre el placer de la lectura.  Son personas que se aficionaron al libro porque sus padres les leían en voz alta, porque sus maestros o amigos los entusiasmaron con un poema o un relato, porque de repente y por azar descubrieron que en los libros encontraban el saber sobre el sexo o el alma.   

La culminación de este proceso, lo que permitirá que sus beneficios no se limiten a los habitantes de las grandes ciudades, es el Plan Nacional de Lectura y Bibliotecas coordinado por el Ministeri de Cultura. Al entregar el año pasado 200 bibliotecas (o 198: dos las quemó la guerrilla, en un acto que los medios no consideraron que valía la pena reportar) está llevando a las cabeceras municipales de los municipios más pobres de Colombia esta silenciosa revolución de la lectura. Este año serán 150 municipios más y para el 2005 se habrán creado o renovado las bibliotecas de casi la mitad de los pueblos pequeños de Colombia. Este plan, que reúne esfuerzos del gobierno, el Banco de la República, Fundalectura y otras entidades privadas, considera que lo esencial son los libros y no los edificios, que los textos de estudio y las enciclopedias son secundarios, que las bibliotecas deben tener videos y computadores, poner los libros en estanterías abiertas, al alcance de los usuarios, y abrir cuando la gente no está en el colegio ni en el trabajo: en las tardes y los sábados y ojalá los domingos. Y cree que para que haya buenas bibliotecas debe haber con qué comprar libros: que una biblioteca que se abre pensando en regalos es mejor no abrirla. Parte de la convicción de que lo primero que tiene que hacer un plan de lectura es poner libros en manos de los lectores, dotando bibliotecas, preparando bibliotecarios y maestros y estimulando la industria editorial.

Para que estas bibliotecas, y las que tienen las personas en sus casas, crezcan y se usen más, el Plan de Lectura incluye a  Leer Libera, un programa que busca crear nuevos lectores y estimular a los que ya han descubierto los placeres de la literatura o el conocimiento con tertulias, clubes de lectores, encuentros con autores, mecanismos de divulgación del libro y tantas cosas más, que surgen con inventiva admirable en los sitios donde hay una biblioteca y los lectores se la toman.  

¿Pero tiene importancia real para el país lo que está pasando con las bibliotecas y la lectura? A economistas y funcionarios públicos les interesan algunas estadísticas: sabemos que en Colombia los índices de lectura (compra de libros, libros leídos al año, etc.) no llegan al 10% de los de los países avanzados, más bajos que los de cobertura escolar, atención de salud o expectativa de vida, donde alcanzamos el 70 u 80% del nivel de los países avanzados. Estas cifras indican las graves fallas de la educación, que no prepara bien para la lectura compleja, para que las personas salgan a la vida adulta con la capacidad y los hábitos requeridos para mantenerse al día en sus profesiones y actualizar sus conocimientos. Sin una escuela en la que los niños adquieran el hábito de la lectura, sin una población capaz de leer bien, no hay riesgos de que alcancemos esa competitividad –que fea palabra- que tanto obsesiona a empresarios y políticos.  

Otros ponen grandes esperanzas en el papel civilizador de la lectura, en su eventual aporte a la paz: los 50.000 o más jóvenes que cada día pasan las horas en las bibliotecas del país se mantienen talvez más alejados de tentaciones delictivas que los que no saben que hacer con su tiempo libre.  Uno creería que manejar un arma y un libro al mismo tiempo es difícil. Pero cualquier visión simple no producirá sino desilusiones: la lectura puede ayudar a los niños a aprender a manejar sus impulsos violentos convirtiéndolos en elementos de imaginación y creatividad, puede crear una capacidad de respuesta intelectual y de argumentación que sustituya la acción brutal, pero no evitará la delincuencia ni la violencia. 

Quizás más valiosas que las ventajas prácticas de la lectura son sus ventajas inútiles, la imponderable riqueza que puede añadir a la vida de los colombianos. Con ella se mejora el dominio del lenguaje, se enriquece la calidad de la comunicación, base de toda creatividad individual y fuente de diversión y encantamiento, de creación y recreación. Y leer ofrece al hombre, como lo han señalado tantos antes que yo, la posibilidad de entrar en contacto con los más inteligentes de todos los hombres, la oportunidad de conversar con los mejores contertulios, los que cuentan los cuentos más emocionantes, los que se saben los más bellos poemas, en fin, la puerta más amplia al mundo infinito de la cultura.  

Sobre todo, desarrolla la capacidad de mirar críticamente el mundo y la sociedad. Colombia fue, hasta hace cincuenta años, una sociedad básicamente iletrada, analfabeta, en la que el saber y las ideas se comunicaban en voz alta y mediante imágenes religiosas o políticas. La cultura de la imagen es cultura de la seducción o la autoridad: no es posible argumentar con figuras. Aunque ante toda imagen o película, el espectador se hace preguntas, esboza críticas, evalúa lo que ve, el ritmo inexorable de la imagen de cine o televisión adormece la crítica y convierte al espectador en objeto de manipulación. La lectura, por su parte, estimula y refuerza una actitud crítica. No se lee sin discutir, sin pensar en la validez de lo que afirma el periódico o el libro, sin detenerse a pensar si lo que se dice es cierto o no, está bien argumentado o no. La lectura es escuela de debate y discusión. Y por eso Colombia, al entrar al mundo de la letra, puede estar entrando al mundo del pensamiento científico, al mundo en el que las cosas son verdaderas cuando se pueden demostrar y no cuando las dice alguien con autoridad. Puede que sea bobada pensar que la lectura nos librará de la violencia o de la pobreza. Pero si nos libera en alguna medida de la ignorancia, de la credulidad, de la bobada, será bastante.

 

Jorge Orlando Melo

  • Artículo publicado en El Tiempo en septiembre de 2004

 
 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
Ultima actualización noviembre 2020
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