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Mi amigo médico
 

Mi amigo está en la décima década de vida y debe esforzarse para que su cuerpo responda a lo que le exige. Todos los días hace ejercicio para volver a caminar sólo; los ojos ya no enfocan bien, y el computador resulta mejor compañero que los libros: sus letras, que pueden crecer, le permiten pasar el día leyendo la prensa, de Madrid, Nueva York o Bogotá, para saber qué pasa en Colombia y en el mundo y comentar, con ingenio y humor ácido, las decisiones de los presidentes o las opiniones de los columnistas. Y el computador lo deja estar en contacto con su familia o sus amigos: muchos de éstos ya no se animan a salir a la calle y los más jóvenes no siempre disfrutan oyendo a los viejos y se asustan por lo que tengan de premonitorio.

Lo conocí hace unos 40 años, en Cali, cuando le oí una divertida conferencia sobre médicos que, como Santiago Rengifo Salcedo, habían preferido irse a tierra caliente en vez de abrir un consultorio elegante, para conocer las enfermedades del país, en su contexto real, en medio de la pobreza y la ignorancia. Volví a tropezar con él en una junta en la que, por más de veinte años, daba opiniones sensatas y prácticas sobre proyectos de investigación en todos los temas posibles.

No le he preguntado por su experiencia como médico: hablamos de lo que pasa hoy, de la política o la literatura, de los avances tecnológicos, de lo que sale en la prensa. Pero sé que, desde los años cincuenta, ha buscado mejorar la vida de grupos a los que una discriminación a veces inadvertida condenó al abandono o la indiferencia: las mujeres, los niños, los ancianos. Fue el primer presidente de la Asociación para el Estudio de la Población (ACED): querían ver cómo era nuestra demografía, analizar el aborto, promover el control de natalidad y la educación sexual. Como ministro de salud, logró que se hiciera un Plan Nacional de Salud, creó el que sería el Instituto Nacional de Salud, incorporó a la política pública la planificación familiar y sobre todo creó el Instituto de Bienestar Familiar, que intentó mejorar la vida de los niños, maltratados, desnutridos, abandonados, víctimas de la pobreza y de formas ancestrales de descuido. Después de cuatro años salió del gobierno, pero siguió en lo mismo: años después aceptó dirigir el ICBF, con la confianza que le daba haberlo creado, y se dedicó a analizar los ancianos y proponer lo que sería una buena política para la tercera edad.

En todos estos temas, los cambios del país han sido grandes y, por supuesto, resultan del esfuerzo de millones de personas. Unos pocos ejemplos bastan: en 1960 se moría, en el primer año de vida, uno de cada 10 niños que nacía; para 1990, uno de cada 25. En los mismos años el número de hijos que tenía cada mujer pasó de siete a tres y la esperanza de vida de 55 a 68 años. Colombia tuvo una de las revoluciones demográficas más drásticas, pese una cultura en la que lo valioso era tener muchos hijos y las mujeres que abortaban eran criminales.

Cree que lo que se logró es aún insuficiente: tiene más ojo para los problemas, para lo que queda por hacer, que para los éxitos que hayamos tenido. No obstante, alguna vez publicó una investigación que mostraba que entre 1910 y 1980 los colombianos habían crecido casi siete centímetros: en el siglo XX, aunque no lo creamos, la alimentación de los colombianos mejoró mucho.


Le gusta ir contra la corriente, contra lo establecido: en un acta de 1977 del Consejo de Unicef, del que era presidente, aparece diciendo una frase que lo describe bien: "las herejías de hoy serán las verdades de mañana". Al leerla, pensé que era apropiado hacerle un modesto homenaje a un colombiano al que deben mucho los niños, las mujeres, los viejos, y al que nadie conoce ya, que no tiene siquiera una biografía en Wikipedia, a mi amigo Antonio Ordóñez Plaja.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 2 de febrero de 2012

 

 

 

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