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¿Ciencias inútiles?
 

El desarrollo económico del mundo, desde el siglo XVIII, se debe en gran parte al avance de la ciencia y la tecnología. En los países que vivieron la Revolución Industrial, la relación entre investigación científica y técnica fue muy estrecha, aunque cambió poco a poco. Las innovaciones prácticas las hacían los artesanos hábiles, pero en el último siglo la ciencia ha sido el motor fundamental: los grandes descubrimientos de la física o la química son los que transforman todos los días la producción.

Colombia tuvo, hasta mediados del siglo XX, la obsesión de los "conocimientos útiles", que resultaron, más que de los sabios, de artesanos imaginativos. No eran muchos, pero inventaron o adaptaron pequeñas máquinas, usadas en las industrias locales. La lista de patentes que publicó el sociólogo Alberto Mayor es una divertida mezcla de invenciones fantasiosas y prácticos inventos. Algunos aficionados eran muy creativos, aunque la debilidad de la economía local limitó su impacto. Gonzalo Mejía inventó, hacia 1913, un hidroplano mejor que lo que había en el mundo en ese momento: en 1916 este bote de motor de avión avanzaba a más de 50 km por hora por el río Magdalena. Carlos de la Cuesta patentó en 1894 en Medellín "un tranvía de cables para transporte aéreo", es decir, el metrocable: ¡un hombre innovador para una ciudad innovadora! Fueron años de fervor industrial y técnico, de muchos inventos y aplicaciones reales.

En los años recientes, el avance del país se ha apoyado en lo que descubren otros: las drogas, los abonos, las máquinas, los teléfonos y tabletas con los que hablamos han sido inventados fuera. Nos aprovechamos, como buenos parásitos, de la ciencia y la técnica universal, sin tener que gastar en desarrollarla, pero al mismo tiempo sin adaptarla para lograr resultados óptimos.

Como el desarrollo científico ha sido en otras partes causa del crecimiento, el país ha estimulado la investigación científica en las universidades, pero es una ciencia que tiene poco que ver con la realidad del país. Suponemos que sirve para el desarrollo, pero no lo sabemos.

Ahora, por principio, las universidades han puesto la investigación científica como parte de su "misión" y su "visión", y han definido medidas para calificar sus aportes. Estas mediciones, como la ciencia que practicamos, tiene que ver poco con los problemas del país (con excepción de áreas como la economía o las ciencias sociales, que aplican modelos externos a situaciones locales, o la zoología y la botánica, que describen nuestra naturaleza), cuentan ante todo gestos y movimientos: es un registro notarial de artículos, patentes o grupos de investigadores, pero sin que se sepa si lo que se publica o investiga sirve para algo, si hemos aportado nuevos conocimientos a la ciencia, si algo patentado funcionó.

Si en el siglo XIX, la distancia entre los científicos, matemáticos e ingenieros y la tecnología de los artesanos era muy grande, ahora el abismo entre las disquisiciones científicas y el país es inmenso. Sigue habiendo inventores empíricos, como los de las máquinas para dorar los bordes de las arepas, que se producen en Sogamoso y Tunja y se usan en toda la altiplanicie oriental, y la creatividad aplicada se ve en áreas más populares y menos científicas, como la moda, el diseño o la cocina. Pero pocas universidades pueden decir que su investigación sirve para algo distinto de alimentarse a sí misma. Las publicaciones son útiles porque se citan; los proyectos de investigación, porque forman nuevos investigadores que harán en el futuro proyectos parecidos. La investigación no produce conocimientos sino artículos e informes, congresos que convocan congresos, escalafones de revistas y de universidades.

El rito de la ciencia, adorada por todos, domina, aunque en la vida real no pase nada.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 14 de marzo de 2013

 

 

 

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