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¿Ciudades para la gente?
 

Aprender a usar el fuego, descubrir la agricultura, vivir en las ciudades: tres momentos cruciales en la historia humana. Hace menos de cien años vive en ciudades la mayoría de la humanidad. Antes eran lugares de enfermedad y miseria, como lo mostraron los grandes novelistas del siglo XIX, Dickens o Balzac. Pero si eran el mundo del caos, se trataba de un caos viviente y creativo, el lugar de la industria y del futuro, el ámbito de todo progreso posible.

Las promesas de la vida urbana se han cumplido en parte. Aún en las desordenadas metrópolis del tercer mundo, en muchas de las cuales vive hoy más gentes que la que había en toda España en el momento en que conquistó a América, las condiciones de vida y de salud son mejores que en el campo, y ofrecen un mundo que parece mejor a los que aún viven fuera de ellas, con educación para los hijos y una vida más interesante. Las ciudades de los países ricos se llenan de inmigrantes que sueñan con el progreso y las de los países atrasados con desplazados, que huyen de la violencia o la pobreza rural.

Sin embargo, en muchas urbes la vida es todavía una terrible rutina, violenta y llena de amenazas, con barriadas desapacibles, trabajos agobiantes y mal pagados, sistemas de transporte desesperantes y agotadores, una vida cultural que se reduce a un poco de televisión, a los espectáculos deportivos y a la visita semanal al centro comercial, y donde los lazos reales entre la gente tienden a desaparecer.

En Colombia, algunas ciudades, como Bogotá y Medellín, han intentado ofrecer a la mayoría de su población –y no solo a la que tiene como escapar cada semana a una finca rural o descansar periódicamente en un país remoto- una vida amable y culturalmente viva. Además de los esfuerzos, todavía muy insuficientes, por reducir la violencia, y de la provisión exitosa de servicios públicos básicos, incluyendo la educación, buscaron tener un transporte eficiente, ofrecer espacio público y recreativo a sus habitantes, dar oportunidades de desarrollo cultural a sus niños y adolescentes, con bibliotecas y otros servicios. Además, han tratado de apoyar a quienes viven en la miseria y necesitan la protección de la sociedad simplemente para sobrevivir.

Pero en casi todas las ciudades intermedias y pequeñas la situación es diferente. En ellos el espacio público ha sido destruido. La arquitectura tradicional, simple pero equilibrada, fue reemplazada por copias torpes de los barrios pobres de las grandes ciudades, las calles fueron invadidas por un transporte público desordenado, los viejos parques llenos de árboles se remplazaron por vanidosas plazas de concreto. El apoyo a la cultura tendió a concentrarse en la invención de una tradición de parranda. En un país con la diversidad natural de Colombia, no hay parques y zonas verdes amplias en casi ninguna ciudad pequeña, y ni el 3% de los municipios tiene un jardín botánico, donde los niños puedan descubrir una imagen ordenada del mundo natural de su región o del país. Tampoco hay museos, colecciones de fotografías, sitios donde se recuerde a los artesanos, los buenos ciudadanos, los creadores locales. Si hay bibliotecas, fue porque el gobierno nacional las impuso a alcaldes renuentes. Son ciudades y pueblos en los que los grupos políticos que monopolizan el poder, apoyados en el uso ingenioso de los recursos tributarios recibidos del Estado central, han roto con el pasado y la naturaleza.

Ojalá los colombianos aprovechen la oportunidad que tienen el año próximo, en las elecciones locales, para escoger un modelo urbano distinto, sobre todo fuera de las grandes capitales. También en el resto de Colombia es posible tener ciudades bien planeadas, respetuosas del medio ambiente, seguras, conscientes de la naturaleza y de la historia, que ofrezcan a sus ciudadanos un espacio público rico y oportunidades culturales creativas y amables.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 16 de septiembre de 2010

 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
Ultima actualización noviembre 2020
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