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 Los cuatro sabios de Colombia
 

He estado oyendo la Historia ilustrada de la música, de Otto de Greiff, 180 programas que se trasmitieron por la Radio Nacional en una época imprecisa y que se han vuelto a editar hace poco. Las casi cien horas de comentarios inteligentes e irónicos y de ilustraciones musicales, tomadas de los siete mil discos que, con frenesí de coleccionista, reunió a lo largo de su vida, son muy entretenidas y, hasta donde puedo juzgar, se apoyan en un conocimiento sólido del tema. De Greiff tenía la pasión de la música, pero su oficio era enseñar matemáticas y, con universalidad renacentista, dedicaba sus ocios a hacer traducciones a veces excelentes de poesía, a escribir poemas algo menos buenos y a juntar una colección inmensa de autógrafos de personajes de todo el mundo.

Esto me hizo recordar otros locos parecidos. Hace tres meses murió Guillermo Abadía, quien tuvo un programa en la misma emisora sobre folclor colombiano dizque por más de sesenta años, y del que debieron emitirse más de 1.500 horas. Es difícil imaginarse la inesperada riqueza de las grabaciones conservadas, pero algo puede adivinarse por el Compendio de folclore colombiano, un libro publicado en 1970 por Colcultura y que ha salido muchas veces, con distintos títulos, en diversas versiones, variaciones y reciclajes. Abadía, que recorrió el país varias veces, habló con músicos locales y grabó sus interpretaciones, lo sabía todo, aunque sus libros son conceptualmente débiles y les falta algo de la sabiduría burlona, del gay saber de De Greiff. Ojalá se haga una edición de esos programas, con los ejemplos musicales que le darían vida y con nuevos materiales.

Otro extraño erudito fue Harry Davidson, de quien no sé mucho, excepto que se dedicó a vender vino y a averiguar, como Abadía, todo lo posible sobre folclor colombiano, aunque, en vez de viajar, se encerraba en las bibliotecas a leer cuanto libro y periódico se publicó en Colombia, buscando lo que hubiera sobre el tema, desde la conquista hasta mediados del siglo XX. Esto le sirvió para escribir el Diccionario folclórico de Colombia, que editó el Banco de la República hace cuarenta años y que se consigue sólo en Internet, en versión que presumo pirata, pero que han bajado casi 20.000 personas. Aunque comparte algunas de las debilidades de Abadía, su información es manejada con más cuidado, un criterio más crítico y seguro y algo menos de ingenuo nacionalismo: es una joya inesperada de la cultura del país.
Este cuarteto puede completarlo Víctor Manuel Patiño, que reunió en cincuenta libros la más completa información, siempre exacta y confiable, sobre la naturaleza tropical y sus usos: las prácticas agrícolas, la dispersión de especies europeas o nativas, la historia de la comida en Colombia. La vida toda se le volvía ciencia natural y publicó cinco volúmenes de antologías poéticas, con todos los versos que hablan de plantas, animales o "el condumio y el yantar". Debía de tener otras obsesiones extrañas, pues editó también una antología de poemas sobre mujeres gordas, que con divertida petulancia de erudito llamó Megagine.

Estos eruditos tuvieron en común su ansiedad de saberlo todo, la voluntad de compartir lo que sabían y la débil relación de su trabajo con las reglas sociales de la vida universitaria. No escribieron para ascender o mejorar su sueldo, publicando textos en lenguaje abstruso en revistas extranjeras, sino para poner su información en manos de sus compatriotas.
La erudición seca no tiene buena imagen. Cervantes la ridiculizó en El Quijote, y en Bouvard y Pécuchet, dos tontos amigos comparten el afán de saberlo todo pero nunca entienden nada. Bierce creía que la erudición era el polvo que recogían los cráneos vacíos. Pero estos cuatro sabios, que hicieron solos lo que no logran proyectos grandiosos de equipos inmensos, eran más que eruditos y se merecen nuestra gratitud.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 15 de abril de 2010

 

 

 

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