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La dorada medianía
 


Jaime Jaramillo Uribe, hace 40 años, dijo que Colombia se caracterizaba por su medianía: no había tenido grandes civilizaciones indígenas, ni clases dirigentes fuertes, ni caudillos notables, ni un progreso económico excepcional: era la nación de la aurea mediocritas. Lo ocurrido después confirma esto: no hubo dictaduras ni regímenes populistas y tuvimos siempre un gobierno democrático, aunque imperfecto y limitado; el crecimiento económico fue lento pero continuo, sin el brillo fugaz de algunos vecinos pero sin las crisis de otros; mejoró la calidad de vida de la población, con servicios cada vez más amplios, pero no pudimos, a pesar de que hay con qué, reducir a fondo la pobreza de la población. Hoy hay escuelas para todos, aunque de regular calidad; hay servicios de salud casi universales y todo el mundo tiene energía, agua, teléfonos y televisores. La gente vive 20 años más que entonces y no somos ni muy chiquitos ni muy grandes: los colombianos miden hoy ocho o nueve centímetros más que los de hace un siglo.

Es cierto que nos destacamos en una o dos cosas. En medio siglo nos convertimos en una de las sociedades más violentas del mundo; entre 1998 y el 2002 quizás la más violenta. Y la corrupción, la ineficiencia y la capacidad de no lograr nada de muchos sectores de la burocracia, ayudados por el computador y toda clase de mecanismos para mejorar la calidad, alcanzaron niveles inesperados; sin embargo, muchas áreas del Estado han sido ordenadas y eficientes.

Si uno lee y oye a escritores, periodistas y políticos, más que un país mediano, ve dos Colombias totalmente distintas. Para unos, somos ejemplo de democracia y progreso, un país envidiable, con un Estado eficiente y moderno, una justicia heroica e imparcial, empresarios creativos, una burocracia dedicada, políticos que piensan solo en el bienestar de sus conciudadanos, una población activa e inteligente. Para otros, Colombia está en manos de una oligarquía explotadora y corrupta y unos políticos aliados con el narcotráfico o los paramilitares, con un Estado al servicio de los ricos, con una población que se deja engañar periódicamente o vende su voto para votar por los que la van a oprimir.

Ambos tienden, además, a pensar que la culpa de que las cosas anden mal es de los que ven distinto el mundo: los pesimistas creen que nada mejora porque los optimistas nos convencen de que vivimos entre ríos de leche y miel y no dejan ver los males que hay que remediar. Y los que creen que todo está bien están convencidos de que las cosas van mal es porque los otros, con su imagen negativa, nos deprimen y nos quitan el entusiasmo, o pintan una situación tan trágica que no deja nada que hacer.

Esta contraposición hace difícil reconocer que el país, al mismo tiempo, avanza y retrocede, progresa y se estanca, triunfa en algunas cosas y fracasa en otras, es una mezcla compleja de aspectos positivos y negativos. Y se extiende a las demás discusiones: lo que proponen los políticos o el Estado nos dará la felicidad o nos llevará al desastre. Los tratados de libre comercio se anuncian como la panacea que traerá la riqueza y el bienestar o se critican como responsables de todos los males, el acuerdo de paz nos permitirá crear la sociedad igualitaria y democrática o nos hundirá en el caos y la violencia.

Nos cuesta trabajo ver los matices, reconocer que la vida es confusa y la política tiene resultados inciertos. Pero, si queremos mejorar, poco a poco pero yendo en la dirección correcta, hay que aprender que reconocer que algunas cosas van bien no quiere decir ignorar lo que está mal, o que ver que muchas cosas van mal no nos condena al fracaso, que aceptar la razón de los demás no nos deja sin razones.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 26 de septiembre de 2013

 

 

 

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