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Contra la hipocresía
 

Hace unos meses fui a visitar a un amigo enfermo al hospital. Conocía su amor a la vida, la energía con la que seguía informándose de lo que pasaba, el afecto que tenía por su familia y sus amigos. Y lo había visto luchar contra las enfermedades y los efectos de los medicamentos con fuerza admirable. De más de noventa años, había perdido la vista y había estado varios meses sin movimiento en las piernas: ahora veía y, tras años de ejercicio, podía caminar, con inevitables limitaciones y mucho esfuerzo. Un pequeño accidente le hizo perder de nuevo el movimiento y estaba condenado, a menos que lograra en años de ejercicio paciente volver a aprender a caminar, a quedarse indefinidamente en la cama. La quietud del primer mes le produjo lo que parecía el aviso de un destino inevitable de enfermedad: una infección pulmonar aguda, que lo llevó a la clínica.

Como Antonio Ordóñez Plaja era médico, sabía lo que le esperaba: si se curaba de esta infección, en pocos días estaría otra vez en el hospital, con una nueva enfermedad. Su vida, extraordinaria y creativa, tenía una dignidad indudable, un sentido integral. Sus años recientes habían sido una continuación coherente de su profesión: el afán de conocimiento nunca lo abandonó, la solidaridad con los demás, la voluntad de ayudarles. Cerrar la vida con unos meses de impotencia, dolor y desesperación me parece que contradecía los principios éticos por los que había luchado: una vida digna es una vida que termina en una muerte digna, sin humillaciones ni dolores innecesarios. Como lo sugiere la sentencia de la Corte Constitucional que despenalizó la eutanasia en ciertos casos, escrita con inteligencia y firmeza por Carlos Gaviria Díaz, tomar en serio el valor de la vida exige mirar la decencia de la muerte como parte de ella.

El Congreso está discutiendo una ley que autoriza la eutanasia y la ayuda al suicidio de los enfermos terminales adultos, cuyos dolores o cuya situación de impotencia no puedan superarse con ningún tratamiento, y en condiciones muy estrictas. No habría cubierto tal vez el caso de mi amigo, cuya esperanza de vida (de no vida) no podía establecerse, y cuyos dolores eran inciertos. Pero él sabía que ya no podría tener una vida digna, y rechazó con energía los tratamientos y la alimentación artificial. Una forma de eutanasia pasiva, que no tengo muy claro cómo manejan los médicos y la justicia.

La ley es tímida y deja mucho sin decidir, pero esto es quizás inevitable en un problema tan complejo y en el que muchas veces los mismos que aceptan la pena de muerte aducen que la vida es sagrada, para prohibir la suspensión de tratamientos o de alimentación a una persona que los rechaza, porque ve que la dignidad de su muerte es una exigencia moral de su visión de la vida. Nada aparece sobre estas formas de eutanasia pasiva, que se aceptan y aplican calladamente sin que ninguna norma las autorice con precisión, o sobre los casos en que una persona puede vegetar durante años, sin riesgo de muerte, mientras se la mantenga alimentada artificialmente. Y creo incoherente que se autorice al médico a aplicar la eutanasia en ciertos casos y, al mismo tiempo, esos casos se incluyan dentro del "homicidio por piedad" del Código Penal: es como decir que el médico es un homicida, pero no se le aplicará ninguna pena.

Cuando me despedí, y no volví a verlo, Antonio me dijo que me dejaría un mensaje. Este es: "Es mi deseo dejarles estas últimas palabras a los médicos y a la sociedad hipócrita, que dice que está contra la eutanasia para evitar los sufrimientos a la gente. Es hipócrita negarles el derecho a negarse a vivir cuando no quieran, cuando saben que tendrán solo sufrimientos. Eso es actuar contra la libertad y violarles el derecho legal a decir 'no me dejo tratar más'. Que no sigan siendo hipócritas".

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 25 de Octubre de 2012

 

 

 

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