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Mandela y la lucha armada
 

Tras la muerte de Nelson Mandela, todos destacaron su pacifismo. Habiendo ganado la lucha contra el gobierno racista de Sudáfrica, frenó el deseo de venganza, así fuera mediante procesos judiciales, de las poblaciones negras. Una gran parte de los gobernantes, los miembros del ejército y la policía, los cómplices del apartheid, un crimen definido como de lesa humanidad, recibieron, después de pedirlo y narrar sus delitos, el perdón de sus víctimas. La reconciliación de la sociedad y la superación de la violencia se apoyaron en la generosa política de Mandela y en un esquema judicial que permitía decidir con gran libertad la pequeña proporción de casos que se llevaban a juicio.

Esta experiencia es, sin duda, importante para Colombia, donde, como en Sudáfrica, habrá que decidir a quiénes se perdona y a quiénes se sanciona. Pero vale la pena, en medio de los elogios al gran dirigente, recordar que fue durante años el inspirador de una guerrilla, el defensor elocuente de la lucha armada contra el gobierno de su país. Fue Mandela el responsable principal de que el Congreso Nacional Africano, desde 1961, adoptara la lucha armada como estrategia oficial, y abandonara la política de no violencia promovida por los dirigentes anteriores. Creyó en la lucha armada, la apoyó y orientó y, habiendo triunfado, tuvo el talento y la capacidad de conducir a sus seguidores a una reconciliación con los antiguos enemigos.

Esto plantea el problema de la justificación de la violencia. En Sudáfrica, con un régimen que negaba por principio la humanidad de los negros, en el que no había medios legales de transformarlo, la rebelión armada era defendible. Algo similar puede decirse, por ejemplo, de los dirigentes de la independencia de Colombia, que entre 1810 y 1822 se armaron para luchar contra el gobierno español y declararon una guerra a muerte a los peninsulares, que a veces llevó a excesos y horrores, como el fusilamiento de prisioneros o la muerte de civiles, de mujeres y niños, para aterrar a la población favorable a España.

El gran problema de Colombia en los últimos 50 años, desde cuando, en 1964, se hizo pública la existencia de las Farc es que la guerrilla no es justificable por ningún criterio histórico, ético o político. En una democracia, aunque esté llena de imperfecciones, el camino para el cambio es la organización de los ciudadanos, la movilización popular, la formación de partidos, la combinación de todas las formas de lucha menos las que usan la violencia y las armas. La guerra de las Farc es una guerra absurda, contra el país y contra la población, que no ha tenido sino malas consecuencias. Lo peor es cómo ha frenado el progreso del país: sin guerrilla, seríamos una sociedad mucho más democrática, más respetuosa de los derechos de los ciudadanos, más pacífica, menos criminal, más igualitaria, justa, próspera. La guerrilla endureció la política, creó el ambiente para el paramilitarismo y la reducción de las libertades públicas, hizo imposible la formación de fuertes partidos de izquierda, a pesar de que el país estaba lleno de descontentos. Y como tenía el pecado original de una lucha armada injustificable, nunca tuvo apoyo de la población, y se sostuvo mediante acciones que van contra toda ética guerrillera: el narcotráfico y la extorsión y secuestro de civiles. Terminó así enfrentada a todo el país, que espera al menos que los guerrilleros pidan perdón, para decidir entonces si los perdona. Y el ejemplo de Mandela y de Sudáfrica puede mostrar cómo aplicar las sanciones necesarias en medio de un espíritu de reconciliación tranquilo y generoso, que piense menos en el pasado y más en lo que puede traer la paz para Colombia.


Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 2 de enero de 2014

 

 

 

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