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La vida maravillosa de María Villa
 

Un excelente video de Ana María Echeverri permite reconstruir los momentos centrales de la vida de María Villa. En él, mientras pinta y riega las matas en su casita del barrio Villa Hermosa de Medellín, en la llamada comuna nororiental, la pintora narra sus experiencias de ochenta años. Nacida en Guarne en 1909, hija natural de una campesina viuda, vino pronto a Medellín, donde tuvo los destinos de quienes no han ido a la escuela: el servicio doméstico, ventas en tiendas y droguerías y finalmente los esfuerzos por independizarse, con una pensión o una pequeña tienda propia.

Justamente en una de esas tiendas conoció, cuando ya se acercaba a los sesenta años, a quien cambiaría su vida. Federico Vargas, un pintor de 22 años, levantador de pesas y Mister Antioquia, se enamoró de ella y logró, tras una persecución que María cuenta con toda la ironía posible, convencerla de que se casaran. Vargas es un dibujante y pintor hábil, como los que hacían demostraciones sorprendentes en los colegios, ilustrando las palabras rápidas de un poeta o un conferencista. Mientras María Villa contesta la entrevista, el pintor hace un impecable retrato a un modelo.

María, que inicialmente veía con indiferencia los cuadros de su marido, cayó pronto bajo la fascinación de la imagen y el color, y encontró, en sus propias palabras, un nuevo destino, al menos para los ratos libres: el arte de la pintura. Empezó a escondidas, pero un día Vargas vio sus ensayos y, en un milagro de generosidad, le dijo que pintaba mejor que él y se negó a hacerle indicaciones o a dejarla estudiar. Aunque siempre quiso tener la oportunidad de ir a una escuela de arte, lo que hizo en sus 25 años de pasión artística tiene una fuerza y una energía que, pese a todo el talento, no tenía grandes probabilidades de sobrevivir las indicaciones de los maestros de pintura.

Vargas mostró la obra de su esposa y promovió algunas exposiciones: sus cuadros, presentados en dos ocasiones en muestras colectivas en Bogotá, y en exhibiciones individuales en Medellín en 1978, 1980, 1983 y 1985, recibieron una temprana acogida de parte de algunos intelectuales locales, justamente los que siempre han mirado con interés la creación popular y cercana a la vida de las barriadas y pueblos de Antioquia, como Víctor Gaviria y Darío Ruiz Gómez. Tras las exposiciones en la Biblioteca Piloto y el Museo de Arte Moderno, surgió un culto callado por su obra, que nunca afectó la naturalidad de quien seguía guardando sus cuadros bajo el colchón de la cama. La alcadía de Medellín, en 1986, le encargó su única obra contratada, un viacrucis para el Pueblito Paisa, ese pastiche folclórico al que hay que llevar los turistas de la capital antioqueña. Los cuadros no se ven mucho dentro de la capillita falsamente colonial del pueblito, pero uno que otro visitante advierte su incongruente y profunda seriedad.

Tras diez años de convivencia, los dos pintores se separaron, sin dejar de ser amigos: según la pintora, ella misma impulsó a su esposo para que buscara una pareja que pudiera darle hijos. En esta nueva señal de generosidad, se advierte un rasgo esencial de la forma de pensar de la pintora, a la que ella atribuye el hecho de que sus cuadros le salieran, sin estudio, preparación ni esfuerzo: un gran amor a la naturaleza, a montañas y quebradas y, sobre todo, a la creación de la vida. En 1991, a los 82 años, y sin haber abandonado sus pinceles, después de haber pintado, en 300 o más lienzos, a deportistas y gente del pueblo, a curas y santos, a funcionarios y mujeres, murió la pintora antioqueña, todavía feliz de la vida...

Un aspecto sorprendente de la sociedad antioqueña, identificada tradicionalmente con la autoridad de un padre de familia severo, es justamente la fuerza y el poder de la mujer. Virginia Gutiérrez de Pineda, en su agudo libro sobre la familia en Colombia, sacudió el lugar común al afirmar, en los sesenta, el carácter matriarcal de la familia en esta región. Sin entrar a discutir lo que luego se ha convertido en un nuevo lugar común, con el que se pretende a veces explicar la nueva violencia juvenil de Medellín, sí vale la pena destacar cómo, a lo largo de este siglo, algunas mujeres antioqueñas, a veces afirmando paradójicamente su continuidad con la tradición católica regional, han sacudido violentamente las formas convencionales de la sensibilidad local. Basta pensar en la obra de Débora Arango, que crea y percibe un mundo completamente distinto al que muchos pintores antioqueños, atontados con frecuencia por los mitos folclóricos locales, creen real. Violencia, sexo, una religiosidad hueca y destructora, se crean y aparecen en la obra de una pintora cuya fuerza no tiene paralelo en el país.

Algo similar se advierte en la obra menos elaborada, apoyada en un dominio técnico precario, pero que expresa con perfección el mundo de su creación, de María Villa. Cuando se miran las obras religiosas que están expuestas actualmente en la Luis Ángel Arango, esos 15 pasos del Viacrucis, sorprende la madurez en el tratamiento del color, el uso expresivo de las distorsiones de las figuras, la energía de composiciones simples pero eficaces. ¿Cómo es posible pintar tan bien sin saber pintar, sin un conocimiento de la cultura de los cultos, sin esfuerzo, sin previas concepciones estéticas e intelectuales? ¿Cómo es posible, a partir de una experiencia autodidacta y espontánea, evitar los errores y horrores de autodidactos y primitivos, estar igualmente lejos, pero escuchando su eco, de los santos de Semana Santa de las iglesias pobres de Antioquia y del preciosismo falso de lo ingenuo? Quizás, como en Débora Arango, una veta de ironía para ver el mundo, y una segura confianza en sí misma, le permitió embadurnar sus lienzos sin someterse a ningún convencionalismo.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 9 de abril de 1995

 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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