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El poder del voto nuevo
 

Aunque sea la repetición de la repetidera, no hay de otra: toca hablar de las elecciones. Estas no han sido modelo de decencia, y los contendores dejaron que sus proyectos se ahogaran en un mar de acusaciones personales que alejan a los ciudadanos: según las campañas, vamos a escoger entre dos candidatos asociados con facinerosos tolerantes del delito.

En realidad, los dos representan una visión del país, de su economía y su sociedad, muy parecida, casi idéntica. Ambos prometen mejorar la educación, impulsar la economía, crear un buen ambiente para el crecimiento económico, hacer más inversión social. Aun si entran en detalles, si describen cómo lo harán, es difícil encontrar diferencias en los programas: la única real está en la propuesta de paz. Zuluaga recoge la tradición uribista, que negoció con los paramilitares y los llevó a hablar en el Congreso, pero se opone a que los exguerrilleros tengan una participación política inocua.

La adhesión de Marta Lucía Ramírez trajo un cambio leve y razonable: los diálogos seguirán si la guerrilla deja de secuestrar, atacar civiles y reclutar niños. Pero la posibilidad real de que este nuevo comienzo ocurra es muy remota. Por eso, dado el avance de las conversaciones y la forma responsable como se han hecho, no parece conveniente arruinar lo ya logrado. Es posible que en dos o tres años estemos otra vez negociando, pero se habrá perdido una posibilidad real y cercana de acabar con la guerrilla. Los negociadores han sido más serios que los del Caguán o Ralito, por lo que sorprende que los que orientaron esos diálogos, Pastrana y Uribe, se unan ahora contra los de La Habana.

Por esto, casi todos los que hemos visto las conversaciones actuales con una inevitable mezcla de escepticismo y esperanza acabamos apoyando a Santos, pues su línea tiene menos riesgos e incertidumbres y puede llevar al fin del conflicto armado. Los columnistas, los llamados intelectuales, apoyan la reelección, con una cuasi unanimidad que contrasta con un país dividido por la mitad y que probablemente tiene mucho que ver con el temor a un gobierno autoritario, dispuesto a violar la ley para imponer el orden. Nunca antes hubo tal distancia entre los que se conocen con optimismo como “los formadores de opinión” y la opinión. Y por eso me siento tan incómodo invitando a votar por alguien, como si a la gente le importara lo que piense un columnista más.

Los datos de la primera vuelta indican que lo decisivo en la segunda será si baja o no la abstención. Los que votaron están empatados y para ganar hay que tener nuevos electores. En las 10 ciudades con más votos, los amigos del diálogo tuvieron mayoría en 5 y los uribistas, en 5. Pero donde ganó Santos hubo mucho menos votantes. En Barranquilla y Cartagena ganó Santos y votó el 22 % de los ciudadanos; en Manizales, donde ganó Zuluaga, votó el 52 %. Y Santos ganó solo en 6 de los 100 municipios con menor abstención. Las estadísticas, que nunca mienten pero raras veces dicen la verdad, indican que Santos tiene de dónde ganar, si cae la abstención, pero nadie sabe si logrará mover a sus posibles electores, los de tierra caliente, los de las zonas de violencia, donde ganó con poco votante, los de Bogotá.

El empate crea una situación inesperada, la del gran poder de unos pocos. La elección la decidirán los electores nuevos. Supongo que cada uno de ellos se preguntará si, fuera de las promesas generales, tan parecidas, la promesa de paz tiene riesgos de cumplirse. Y si al quedarse en casa o votar en blanco, al dejar que los demás escojan por él, al país le irá mejor. O si cree que vale la pena que su opinión se tenga en cuenta. Y si, en todo caso, es mejor una paz incierta que una guerra segura.

 

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 5 de junio de 2014

 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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