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La polémica del aborto
 

Se va a discutir en el Congreso un proyecto de reforma constitucional para anular la decisión de la Corte de despenalizar el aborto en tres casos muy precisos. De este modo, otra vez las mujeres violadas, o que abortan porque el embarazo les impide recibir un tratamiento que puede salvar su vida, o que están convencidas de que continuar el embarazo cuando el feto tiene una deformación grave convertirá su vida y la del hijo en una tragedia sin salida, podrán pasar años en la cárcel.

Lo que en la práctica quedará prohibido son los abortos legales, que, pese a esa decisión, son una proporción pequeña de los que se hacen en Colombia: es improbable que más de uno de cada 100 abortos tenga autorización. El efecto de la sentencia ha sido que, en la vida real, los abortos efectuados por profesionales serios y en buenas condiciones de higiene, o con procedimientos sencillos, se han hecho más frecuentes, al alcance de grupos sociales menos privilegiados, mientras se reducen los clandestinos y peligrosos. Por esto, mientras que hace 10 años el aborto era la principal causa de mortalidad materna hoy es la tercera o cuarta: la legalización parcial del aborto no ha hecho que haya más abortos, sino menos mujeres muertas.

Del mismo modo, la penalización en los casos extremos que hoy no se castigan no hará que haya menos abortos, pero morirán más mujeres. Por supuesto, esto se hace a nombre del derecho a la vida, en un país en el que no va a la cárcel ni siquiera uno de cada diez homicidas, y lo defienden ante todo los mismos hombres que se oponen a lo que sí podría reducir los abortos: la educación sexual más amplia y temprana y la mayor disponibilidad de anticonceptivos.

Los argumentos teológicos y metafísicos son complejos, raras veces coherentes y nunca habrá consenso sobre ellos. Las mismas doctrinas que objetan la interrupción del embarazo sostienen que la pena de muerte es lícita en ciertos casos. En Colombia, los argumentos de quienes tenían la arrogancia de creer que sabían cuál era la voluntad de Dios llegaron en otros tiempos a extremos ridículos: hace 70 años los obispos colombianos sabían que la entrada de las mujeres a la universidad violaba la ley divina, como la violaban, según Monseñor M. A. Builes, las mujeres que montaban a caballo a horcajadas o se vestían con pantalones. Cuando estas creencias eran las de todos, no había que meter a la cárcel a las mujeres que abortaran: no lo hacían porque creían que pagarían en el infierno. Pero hoy, aunque el proyecto se defiende con el argumento de que el aborto contradice las creencias de las colombianas, hay que amenazar con sanciones drásticas porque esas creencias no influyen ya tanto en las decisiones de las mujeres.

Como no hay una solución científica o filosófica clara, lo apropiado es permitir a cada persona actuar según su conciencia. Muchas mujeres creen que el feto, mientras no tenga un sistema nervioso básico ni pueda sufrir, no es una persona, y están dispuestas a sufrir la angustia del aborto, que siempre es terrible, cuando lo consideran la única salida frente a otras condenas inaceptables. No hay argumentos irrefutables para prohibírselo, y es abusivo imponerles las creencias de algunos y hacerles pagar por no compartirlas. Muchas creen que el aborto es un homicidio, y nadie podría obligarlas a practicarlo: tienen todo el derecho a no hacerlo, ni siquiera si saben que las deformidades del feto son tan graves que producirán una vida éticamente sin sentido. En un asunto tan angustioso y complejo, lo sensato es respetar la conciencia de las personas, tratar de influir sobre ellas mediante la argumentación y el debate, y respetar el derecho de las mujeres a tomar esta decisión con base en sus convicciones, y no en las de hombres acostumbrados a verlas como seres inferiores.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 4 de agosto de 2011

 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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