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Salto al vacío
 

Para muchos colombianos, el próximo gobierno será un salto al vacío. Es difícil imaginarse cómo pueda gobernarse un país sin transar con el clientelismo, sin apelar a la distribución de favores a cambio del respaldo en el Congreso. Durante medio siglo, los presidentes llegaron al poder, con pocas excepciones, con una inmensa deuda con los que aparecían como sus electores.

Algunos convivieron con esa situación, aunque otros intentaron librar al país de lo que veían como una maldición. Carlos Lleras Restrepo reformó el Estado para independizarlo del control de caciques y manzanillos y manejarlo con técnicos, pero su esfuerzo se deshizo poco a poco en los siguientes gobiernos; Virgilio Barco intentó romper con la herencia clientelista del Frente Nacional volviendo a los gobiernos de partido. La elección popular de alcaldes, aprobada en el gobierno de Belisario Betancur, fue otro intento, con efectos contradictorios, de cambiar las reglas de la política y tratar de que esta no se basara en el intercambio de favores. Pero la fuerza del clientelismo y de la corrupción era inmensa. Muchos se resignaban a ella, y los que trataban de romper con sus cadenas, como Luis Carlos Galán, fueron objeto de la burla irónica de los que les recordaban que la política no se puede hacer de otra manera, que una elección cuesta mucho y la plata hay que conseguirla en alguna parte, que la gente no vota por ideas, que no se puede violar el derecho de los políticos de repartir puestos, contratos y favores a sus familiares y amigos.

En sus versiones más benignas, el clientelismo terminó visto como un mecanismo razonable para acercar al Estado a las poblaciones más remotas, como una etapa necesaria en la transición de una sociedad arcaica a una moderna, o como un costo inevitable en un país atrasado y sin cultura política, siempre que se mantuviera en sus justas proporciones. En sus peores manifestaciones, asociado con el narcotráfico o los paramilitares, produjo niveles de corrupción que se han hecho insoportables. En el caso de Álvaro Uribe, cuya honestidad personal y su compromiso con la nación nadie pone en duda, y la mayoría de cuyos electores rechazaron las instrucciones de las maquinarias políticas, su obsesión por la seguridad lo llevó, en su creencia mesiánica de que era el único colombiano capaz de vencer a las Farc y que su reelección era lo más importante para el país, a cerrar los ojos al aliarse con políticos sospechosos y a confiar en funcionarios que creían que para lograr un buen fin todos los medios son admisibles.

Las ciudades grandes, y algunas pequeñas, han logrado, en los últimos años, mostrar, en alguna medida, que es posible una política diferente, sin compromisos clientelistas, sin dar puestos ni favores. Pero, para muchos, así se puede gobernar una ciudad, pero no un país.
Muchos colombianos optimistas creen que después de ocho años de resultados positivos, los avances en la lucha contra la guerrilla son irreversibles y ofrecen una base para buscar un país distinto, con una política transparente. Creen que es posible tener una sociedad moderna, con partidos cuya fuerza venga de la calidad de sus propuestas, políticos que respondan a sus electores, un Estado que escoja a sus funcionarios por sus capacidades y no por sus palancas, un país en el que los argumentos de los contrincantes se discutan sin tener que tergiversarlos, en el que los congresistas debatan con seriedad las propuestas del gobierno, pero sientan el alivio de no tener que vender su apoyo por puestos o contratos para sus amigos, en el que los gobernantes crean que tienen que cumplir con sus electores y no con los políticos que les aportaron votos o los empresarios que pagaron sus campañas.


Puede ser un acto de insensato optimismo, pero lo cierto es que muchos ven con simpatía este salto al abismo.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 13 de mayo de 2010

 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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