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Servidumbre femenina
 

El relato de la niña esclavizada comentado por Daniel Coronell nos horroriza. Y eso está bien. Pero un caso de tan extremo sadismo debe de ser raro, y casi todos piensan que nunca harían algo parecido, que no aceptan la esclavitud ni la violencia contra las mujeres.

Pero si quitamos los excesos terribles, nuestra sociedad todavía tolera la servidumbre. ¿A quién le inquieta que miles de adolescentes, o incluso niñas, se separen de sus familias, en el campo, para trabajar como sirvientas en la ciudad? Si les pagan y no les pegan, está bien. Incluso les hacen un favor: ayudan a disminuir el desempleo, reducen la carga a familias pobres e ignorantes del campo. Hace años, el padre Rafael García Herreros propuso, con toda seriedad, que la gente bien ayudara a los pobres empleándolos de sirvientes.

Yo, poco radical, en esto tiendo a ser extremista: me parece que tener una muchacha "interna" es, con raras excepciones, una conducta de explotación y opresión. La joven que vive en casa de los amos, sujeta a las reglas de otro hogar, pierde de hecho sus derechos: no puede afirmar su personalidad, educarse, definir un destino propio.

La historia de esta relación ayuda a percibir su sentido. Don Diego de Torres, cacique de Turmequé, en 1577, contaba que si una española tenía un hijo, los caciques les debían llevar varias indias recién paridas para que "la señora parida escoja las más limpias y de mejor leche... quitándoles de sus pechos sus hijos naturales". El cacique ordenaba entonces que "todas las mujeres paridas de su república den leche a aquellos indios y los miserables indios andan de parida en parida con sus hijuelos en los brazos" tratando de alimentarlos. El resultado: "ninguno destos niños se ha visto vivir".

Este texto muestra, en forma extrema, la sociedad colonial, donde la gente de bien, los blancos, gozaban del trabajo de los indios y si estos se acababan, de los esclavos. A cada conquistador le entregaban en "encomienda" un grupo de indios, que les pagaban tributo y trabajaban para ellos. El rey de España prohibió los "servicios personales", pero la cédula que llegó en 1547 a Bogotá recibió la respuesta que se haría proverbial. El cabildo contestó que eso: "se obedece, pero no se cumple". Y así fue: los encomenderos tenían tres o cuatro "chinas" en sus casas, que servían a su esposa o tejían, sin descanso ni salarios, para vestir a los blancos, como lo seguían haciendo a comienzos del siglo XX las niñas recogidas por las monjas para volverlas esclavas, según las memorias de Emma Reyes.

En la Bogotá del siglo XVIII o XIX, quien tenía dos o tres indias en casa mostraba que era gente distinguida, que tenía tierras o fincas que producían, además de papa o maíz, indias de servicio. Hoy, el mapa del servicio y del prejuicio tiene que ver con la opresión colonial: en Antioquia, donde los indios se acabaron y llegaron los esclavos, las sirvientas son negras, y el insulto es llamar a alguien negro. En el sur, el centro y el oriente, donde hubo encomiendas, la servidumbre tiene cara de indio y según Virginia de Pineda, las "muchachas" debían iniciar sexualmente a los adolescentes y atender al jefe del hogar si la esposa se ponía difícil.

Sobrevive una visión social de amos y siervos y todavía hoy son muchas las casas donde la muchacha se trae del campo. El trato puede variar entre una simple relación laboral, una imposible relación de amistad con la empleada de toda la vida y, en uno que otro caso, la esclavitud, con los rituales de horror, encierro, golpes y violación. Pero lo normal es que esa relación íntima, esa forma de trabajo servil que es el servicio doméstico de las "internas", esté siempre marcada por el conflicto, por el desprecio a las "indias alzadas", por el sometimiento humillado y resentido de quien siente que, en el fondo, sigue siendo una sierva.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 28 de marzo de 2013

 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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