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Mensaje a la tropa
 

Como los militares no pueden hablar de política, el diálogo entre el Ejército y las autoridades civiles se hace a veces mediante gestos y mensajes, más o menos crípticos. A veces los mensajes son claros y precisos, como el discurso de Alberto Lleras en 1960, que asignó a los civiles la definición de los objetivos de la paz y la guerra, pero dejó al mando militar la elección de los medios y estrategias para ganar la guerra.

Esta claridad se perdió después, cuando se dio al Ejército plena autonomía para escoger esos medios, sin aparentes restricciones. El gobierno de Turbay dio respaldo total a su acción, con el Estatuto de Seguridad, que le asignó funciones judiciales, y con la sugerencia de que los que hablaban de torturas, desaparecidos o asesinatos de subversivos eran agentes de la guerrilla. Como escribí en esos años, aunque el Presidente o los altos mandos no ordenaran las torturas, creaban un ambiente de tolerancia que hacía más fácil hacerlas.

En los gobiernos de Barco y Gaviria se insistió otra vez en que la acción militar estaba sometida estrictamente a la ley. Gobierno y Procuraduría adoptaron una política de respeto a los derechos humanos, hubo sanciones y se volvió a los ministros de Guerra civiles. Esto funcionó: a pesar de las quejas por el “síndrome de Procuraduría”, las torturas desaparecieron y se redujeron drásticamente otros actos ilegales.

Como desde 1982 el Gobierno comenzó a buscar una paz negociada, los mensajes se complicaron: bajo Betancur y Pastrana se frenó a veces la acción legítima del Ejército, para buscar la confianza necesaria para dialogar. Que algunos “miembros díscolos” del Ejército se aliaran con grupos armados ilegales fue en parte consecuencia de su rechazo y su irritación por estos mensajes.

El gobierno de Uribe dio otra vez respaldo pleno a la acción militar, lo que era conveniente, pero se volvió a la idea de que las denuncias sobre actos ilegales del Ejército eran parte de una estrategia subversiva. Aunque no se puede demostrar, no es descabellada la hipótesis de que este clima de hostilidad a la defensa de los derechos humanos haya influido sobre los soldados que asesinaron a centenares de inocentes para ganar pequeños favores. En todo caso, al enterarse de lo que estaba pasando, el Presidente procedió con energía y retiró a decenas de oficiales, sin previo juicio penal o disciplinario. El mensaje fue claro: la responsabilidad de los mandos, en una institución basada en la obediencia, incluye su capacidad para prever y controlar lo que hacen sus subordinados. El resultado fue inmediato: al parecer los ‘falsos positivos’ desaparecieron.

El gobierno de Santos, en mi opinión, ha mandado el mensaje correcto. En primer lugar, al hacer una negociación “en medio del conflicto”, en la que el Ejército debe seguir buscando derrotar a la guerrilla. Y al insistir, una y otra vez, en la obligación de los militares de respetar estrictamente la ley y, como en el incidente reciente, que repite lo que hizo Uribe en el 2008, retirar a los que no logran prevenir acciones ilegales, así no hayan actuado con culpa.

Sobrevive, sin embargo, como dijo el Ministro de Defensa en una entrevista, la resistencia de los soldados a denunciar a sus compañeros. Lo que pasa es que un mensaje de espíritu de cuerpo hace ver al que denuncia una ilegalidad como un traidor, que está “encochinando” la institución. Y la idea de “moral militar” que parece predominar es la de un tono de entusiasmo, de solidaridad de equipo, que se mejora con voces de aliento y se debilita cuando se busca sancionar a los que obran mal, mientras que la única moral militar que vale es la que se refiere al cumplimiento riguroso de las normas éticas y legales.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 27 de febrero de 2014

 

 

 

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