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Votar al azar
 

Votar, la forma básica de participación política en una democracia, se convirtió en Colombia, hace tiempos, en un juego de azar, una rifa de baloto. El ciudadano no sabe cómo tomar una decisión racional: la política se volvió del todo imprevisible, y es imposible escoger a los gobernantes pensando en qué van a hacer.

La razón es simple. Durante más de 100 años, la forma de elegir una estrategia política, una visión de lo que uno quiere para el país, unas propuestas sobre la economía, la educación o la política social, era votar por un partido. Aunque nunca se organizaron bien, tenían unas concepciones básicas sobre la Iglesia, la importancia de la educación, el valor de la libertad individual, la necesidad de defender o de transformar las jerarquías sociales, el centralismo o el federalismo, y los gobernantes hacían más o menos lo que esperaban sus electores.

El Frente Nacional cambió esto, y aunque se acabó hace más de 30 años, reemplazó a los partidos basados en ideologías por un modelo en el que no tienen importancia: son etiquetas que agrupan a los políticos profesionales, que se asocian provisionalmente para participar en elecciones y manejar los recursos del Estado. Los alcaldes y parlamentarios son de ‘la U’, o de Cambio Radical, o del Centro Democrático, o liberales y conservadores, pero la gente no.

El poder de estos políticos proviene de la capacidad de usar el presupuesto para favorecer a grupos de ciudadanos y a contratistas e intermediarios, que financiarán sus campañas, y para garantizar ese poder hay que hacer parte de los electores presidenciales: quienes apoyan al presidente elegido, no importa de qué partido sean, se convierten en los intermediarios entre las clientelas locales y el presupuesto nacional, y garantizan su supervivencia política. Los candidatos a la presidencia no se forman en décadas de trabajo dentro de un partido: son en buena parte escogidos por los presidentes, que buscan un heredero entre los colaboradores cercanos que parezcan juntar la capacidad de figurar en los medios con unas buenas relaciones con los agentes regionales. Desde 1968 a hoy se han hecho infinidad de esfuerzos para revivir los partidos, aunque a veces ha dominado el deseo de debilitarlos, pensando que los partidos fuertes frenan la democracia, pero no se ha logrado nada de nada.

Los programas de gobierno, en los que los partidos viejos ofrecían una visión de la sociedad que buscaban y se comprometían a determinadas políticas, son un ritual vacío, al que nadie da importancia. Hace tres años participé, con un amplio grupo de expertos e intelectuales, en la redacción de un programa para el Partido Verde, en la campaña de Antanas Mockus. El programa se redactó sobre la base de buenos análisis y documentos preparados por los asesores de Sergio Fajardo, pero no tuvo ningún impacto: creo que ni siquiera los dirigentes del mismo Partido Verde lo leyeron. Y si los partidos no toman en serio sus programas, menos lo hacen los candidatos, que repiten unas propuestas obvias –el crecimiento económico, el apoyo a la educación o la seguridad social, la defensa del medioambiente, una política fiscal responsable–, pero no se comprometen con temas más controvertibles, como la política de tierras, el manejo de los subsidios a los empresarios, la disminución de la protección de los trabajadores, la financiación de la educación superior o el desarrollo científico.

El país acabará eligiendo presidente ante todo por su atractivo personal –imagen de seriedad, carácter y honradez, habilidad en los medios– y por su capacidad de lograr un buen acuerdo con las clientelas regionales. Y, ya elegido, descubriremos con sorpresa que no pudimos adivinar cuáles iban a ser sus políticas.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 10 de septiembre de 2013

 

 

 

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