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Votar contra uno mismo
 

Los sistemas electorales, aunque ayudan a una escogencia racional, tienen aspectos de azar e irracionalidad. Como el elector no sabe, pese a las encuestas, cómo votarán los demás, puede en algunos casos ayudar a que los resultados sean contrarios a lo que quiere. Por ejemplo, si debo escoger entre tres candidatos, de los cuales uno me parece excelente, otro mediano y otro terrible, y las encuestas indican que sólo el mediano puede ganarle al que juzgo terrible, puedo ayudar al mediano votando por él, resignándome a evitar lo que considero el mal peor. Pero esta conducta, si es general, puede hacer que mi candidato favorito no gane.

En general, el elector acepta la ficción de que puede decidir. En realidad, ese poder es, para cada persona, infinitesimal: existe cuando se suma a la voluntad de muchos, que no pueden coordinarse en forma adecuada. Y dado el poco peso que uno tiene, no es muy lógico hacer un gran esfuerzo por enterarse de qué está en juego en una elección ni de las calidades y programas de los candidatos.

Los partidos políticos mejoran la información y reducen centenares de opciones a unas pocas, y hacen que el poder débil de cada persona, unido a otros, se convierta en una fuerza real. Donde no existen, como en Colombia, la situación del ciudadano es más confusa.

En efecto, el elector colombiano debe decidir, no entre programas, sino entre candidatos que hacen promesas individuales, ofrecen beneficios y favores que serán pagados con la plata de votantes o abstencionistas (les bajaré el precio de la gasolina, haré gratuita la universidad, regalaré casas). El votante puede creer que lo están sobornando y que los políticos viven porque sobornan con dineros públicos o dan contratos a quienes después les entregan con qué ganar las elecciones. El que no hace parte de la clientela siente que si vota ayuda a perpetuar un mundo de corrupción, paternalismo y favoritismo. Además, como el sistema de circunscripciones diluye la relación entre elector y elegido, sabe que no habrá forma real de pedir cuentas.

Por eso, muchos prefieren no meterse. Una respuesta es la abstención. Desde hace unos 50 años, es rara la elección en que vote la mitad de los ciudadanos. Pero este fuerte mensaje ayuda a los políticos clientelistas: es más fácil y barato ser elegido si solo hay que conseguir la mitad de los votos que harían falta si todos fueran a las urnas. El abstencionista baja el precio de la compra de votos.

Con el voto en blanco es igual. Si el 40 por ciento de la población vota en blanco, es un mensaje más fuerte que el de la abstención, pero clientelistas y corruptos saben que esos votos no habrían sido por ellos, y habrían hecho mas difícil su elección. Incluso podrían haber ido a candidatos opuestos a esas formas de hacer política. Más abstención y más voto en blanco hacen que se necesiten menos votos, menos electores a los que hay que convencer o hacerles favores.

Lo que complica el voto en blanco es que si pasa del 50 por ciento hay que repetir las elecciones. Pero los genios del clientelismo lo previeron todo: solo se podrán presentar los partidos más grandes, que son los tradicionales, con los mismos candidatos, sin competencia de grupos pequeños o nuevos, y en ese caso los eligen con los votos que haya. Y para que los pequeños sufran, la regla es clara: el voto en blanco se cuenta para calcular la cantidad mínima de votantes, el umbral para que un partido pueda volver a presentarse.

De modo que votar en blanco, en este mundo paradojal, sirve para apoyar a los partidos tradicionales, que son los que rechaza quien vota en blanco, y para darles duro a los pequeños, a los nuevos, a los que tratan de dar una perspectiva diferente.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 5 d emarzo de 2014

 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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