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Emociones bogotanas

 

Bogotá mejoró mucho en la última década: se llenó de parques y bibliotecas, museos, restaurantes, cafés y otros espacios públicos, y en muchos barrios se volvió más atractiva. Las nuevas urbanizaciones de clase media u obrera tienen zonas verdes y espacios dignos que reemplazan en parte las cajas de fósforos que eran la regla en los barrios populares. En algunos sitios, como el Salitre, hábitos urbanísticos menos mezquinos han evitado esos amontonamientos incongruentes de edificios de los viejos centros de la ciudad.

Al mismo tiempo, algunos cambios recientes han reducido la emoción de vivir en Bogotá. Los riesgos de morir en un homicidio cayeron a la tercera parte entre 1993 y 2004. Los “racimos humanos”, cuando los valientes y aventureros bogotanos viajaban colgados de las puertas de los buses, han sido reemplazados por Transmilenio, donde el apretón es igual, pero el corazón no se acelera ante el peligro.

Sin embargo, Bogotá mantiene su capacidad para ofrecer una vida llena de sorpresas. La inseguridad sigue siendo grande, y es difícil subirse a un taxi desconocido con tranquilidad, caminar de noche (¿o de día?) o dejar la casa sola.

Pero además, hay otros rasgos de la ciudad que ayudan a evitar el aburrimiento. Uno puede caminar por barrios elegantes donde las aceras son un interesante desafío al equilibrio y el dominio del cuerpo: el que recorra a pie las aceras de la zona rosa, a la que va la gente en busca de diversión y de contraste con el hastío de la oficina, verá cómo negocios lujosos y elegantes, tuvieron la precaución de dejar las aceras con saltos imprevistos, huecos, diferencias de nivel, rebordes contra la calle sin ningún relleno. No hay dos aceras seguidas que se parezcan: nadie podrá acusar a sus constructores de poca creatividad u originalidad. ¿Alguien habrá podido llevar un coche de bebé o empujar una silla de ruedas por más de una cuadra sin estrellarse con algo?

Solo por interés de mantener la emoción puede uno entender que dentro de los buses de Transmilenio no haya mapas de las rutas. Esta decisión debió de tomarse tras largas discusiones, buscando que el pasajero inexperto tenga la sacudida, acompañada de una buena descarga de adrenalina, de ver que el bus voltea por un sitio imprevisto o no paró donde creía, y la ansiedad de decidir si pregunta a algún desconocido, que puede tomarle el pelo, o se baja en la primera estación posible, sin saber si allí habrá alguna conexión que sirva o tendrá que volver a subirse a la misma ruta.

Pero lo más fascinante son las calles. Los ingenieros locales perfeccionaron la técnica para pavimentarlas de modo que al poco tiempo se llenen de huecos. Arreglar las placas de Transmilenio, que usaron una tecnología no probada, ha costado hasta ahora unos 25.000 millones. Reparar las demás calles cuesta como 400 veces más, pues en ellas se aplicó una ciencia ya llevada a su perfección, que vuelve las calles pistas de obstáculos para examinar las habilidades del conductor, obligado a frenar en seco, timonear con agilidad y precisión para evadir un agujero fatal sin rozar al carro vecino ni provocar un accidente. Para reforzar esto las tapas de las alcantarillas siempre se dejan más altas o más bajas que el nivel de la calle, aunque algunos contratistas descuidados o inexpertos todavía las dejan a la misma altura.

El asfalto de mi calle no se ha reparado en más de 20 años. Hay grandes urapanes, da a una quebrada y todas las semanas se parquean los camiones de las cementeras a hacer concreto. Nada ha logrado que esta calle, producto de una tecnología ya superada, se rompa: no tenemos ni un hueco. Hace días llegaron unos ingenieros y dijeron que la iban a reasfaltar. Los vecinos protestaron y pidieron que la dejaran como estaba: ¡qué falta de espíritu deportivo, que gusto por la vida tranquila y sin emociones!

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 19 de marzo de 2009

 

 
 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
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