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Cine y justicia
 

He vuelto a ver, ahora que hay tanta película vieja, algunas de esas obras en las que fiscales, jueces y defensores se enfrentan en un juzgado para aclarar un delito. Es sorprendente la fuerza de esas películas, en las que, en una variante de las novelas policiales, se contrapone un momento de revelación, en el presente, con una realidad oculta. En la sala del juicio, entre controversias y argumentos, interrogatorios y respuestas de los testigos, van apareciendo evidencias, se desmoronan las versiones y se descubre lo que pasó. Lo usual es que un abogado, el fiscal o el defensor, decidido a encontrar la verdad, lea los signos, interprete huellas y declaraciones, y arme poco a poco el rompecabezas.
 
Si alguna vez pensé que valía la pena ser abogado fue viendo Matar un ruiseñor, una película en la que Gregory Peck es un defensor que se atreve, en medio del racismo del sur, a buscar la absolución de un negro acusado injustamente de violación y que, como padre de unos niños huérfanos de madre, muestra la misma firmeza y la misma decencia que le permiten enfrentar a una comunidad enfurecida y luchar contra un sistema judicial sesgado.
 
En 12 hombres en pugna, Henry Fonda vota para absolver a un portorriqueño acusado de asesinato, contra la convicción firme de los otros 11 jurados. La película muestra cómo, durante horas, el disidente siembra la duda en los demás, hasta que dan su veredicto unánime: no es culpable. Tiene la gran virtud de señalar los límites de la democracia: la verdad no puede definirse por votaciones ni mayorías. La culpa de un acusado debe establecerse más allá de toda duda razonable, y basta que un jurado dude para que la mayoría no tenga derecho a imponer su opinión.
 
Incluso una comedia como La costilla de Adán mostraba las virtudes de un sistema legal en el que los jurados obran como representantes de la sociedad, con sus prejuicios pero también su fe en valores como la igualdad y la razón. En ella, Katherine Hepburn es una abogada que se enfrenta a su marido en el tribunal: este, como fiscal, trata de condenar por intento de homicidio a una mujer que disparó contra su esposo al verlo en brazos de otra. Ella logra convencer a los jurados de que fallen como si el que hubiera hecho el tiro hubiera sido un hombre: aceptarían su derecho a defender el hogar.
 
Hay otras películas inolvidables, como El mercader de Venecia, de Shakespeare, o el juicio de Billy Budd, basado en la novela de Melville, o Heredarás el viento, sobre el proceso para determinar si era legal enseñar la teoría de la evolución en EE UU. En todas ellas el juicio es como un anticipo del juicio final, el momento en el que la verdad triunfa.
 
Estas películas, aunque aplicaban reglas y principios jurídicos, mostraban, como obras literarias, la inevitable ambigüedad de la conducta, la imposibilidad de decir con absoluta certeza quién es culpable o inocente y cuándo hay que aplicar una norma u otra. E idealizaban el mundo, al pintar unos jueces y abogados sabios, que creían en la justicia y se enfrentaban a los prejuicios ajenos y propios defendiendo negros, comunistas, homosexuales discriminados o negociantes de pornografía, porque creían en el derecho de todo acusado, culpable o inocente, a la defensa, o porque advertían que lo que parecía un delito era el ejercicio de un derecho, a la protesta o a la libertad de expresión.
 
Ahora es frecuente que los abogados y jueces de las películas sean delincuentes, estén en firmas que ayudan a banqueros o industriales a engañar a los ciudadanos, busquen enriquecerse a costa de la ley. El cine ha dejado de ser normativo e ideal para volverse sociológico: la gente cree que la justicia se ha corrompido, y para ver películas con abogados heroicos y honestos hay que ver películas viejas.

Jorge Orlando Melo
Publicada en Ámbito Jurídico, 8 de junio de 2013

 

 

 

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