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Consideraciones sobre la situación universitaria

 

La actual situación de la Universidad del Valle es sin duda alguna preocupante. Durante los últimos años ésta ha logrado mantener un ritmo que podría considerarse adecuado de trabajo académico, en condiciones internas que, al menos en comparación con otras universidades públicas del país, han sido democráticas y liberales. Pero no han faltado durante estos años y con mayor evidencia en los meses recientes, síntomas claros de que la situación puede deteriorarse con mucha facilidad.

Una de las condiciones que ha hecho posible el funcionamiento más o menos aceptable de la universidad ha residido en la actitud de las directivas, que han tratado de darle un manejo liberal y hasta cierto punto participativo a la institución. La represión política y las restricciones a la libertad de expresión y de orientación de la cátedra por parte del profesor han estado ausentes; buena parte de las decisiones sobre la política interna de la universidad se determinan en comités institucionales en los que el profesorado tiene gran participación. Los decanos y jefes de departamento han sido escogidos en una forma que tiende, por lo general, a respetar las propuestas de los profesores y que, al menos en lo que a estos corresponde, puede calificarse de democrática.

La participación del profesorado en la conducción de la universidad, sin embargo, se ha hecho dentro de un marco que limita su eficacia. Por una parte, grupos relativamente amplios e influyentes de docentes tuvieron, durante un buen tiempo, objeciones que podríamos llamar de principio a la participación democrática de los profesores en los organismos directivos de la institución, en sus comités y consejos. Aunque esta posición se ha ido debilitando, ante la experiencia de otras universidades en las que era una directiva autoritaria la que rechazaba todo mecanismo que diera al cuerpo docente algún tipo de poder, todavía subsiste cierto sentimiento vago de que aceptar la participación en el manejo universitario es entrar en un juego peligroso que puede actuar en favor del "sistema", implica un compromiso con las directivas e indirectamente con el gobierno, constituye un esfuerzo de "resolverle" a éste o aquéllos problemas que son ellos los que deben resolver. Esta actitud es casi imposible de mantener coherentemente y en la práctica todo el profesorado acepta intervenir en ciertos procesos de dirección universitaria, siempre que se le dé la oportunidad. Así, se participa en el nombramiento de nuevos profesores y jefes de departamento o en la organización y planeación de problemas académicos inmediatos y de rutina: la participación en comités de curriculum y de investigación, etc. Pero el planteamiento de políticas globales para la universidad, el diseño de líneas generales de desarrollo de la institución, la discusión de problemas como la vinculación de ésta con el estado, con el desarrollo económico y social del país, se dejan en líneas generales en manos del Rector o los Consejos Directivos.

El hecho de que el profesorado ejerza sus tareas en una institución cuyo desarrollo sólo en mínima medida trata de influir, hace que en general limite su trabajo a cumplir correcta y modestamente con las tareas convencionales que se le asignan: dictar y preparar las clases y, con un poco de desgano, hacer parte de los comités institucionales. Este desgano se advierte en la lentitud con la que se realizan las tareas de estos organismos: a veces es difícil reunir el quorum, los informes y trabajos que se encargan se demoran indefinidamente (incluso cuando se retrasa el nombramiento o el ascenso de un colega al no leer oportunamente su producción intelectual), las discusiones de problemas de fondo tienden a aplazarse o eludirse, mientras ciertas minucias rutinarias, por la apatía y la ineficacia, copan el tiempo y refuerzan el desgano profesoral. No debe ocultarse, por lo demás, que para muchos profesores la universidad es un empleador más, al que se aplica una actitud de "resistencia pasiva" para reducir al mínimo posible el esfuerzo que se le dedica. Así, se eluden los cargos de responsabilidad, la elaboración de informes, las tareas extras, y si es posible y con mucha frecuencia, las clases mismas; se aprovecha cualquier excusa, cualquier agitación estudiantil para no darlas; el tiempo que se sustrae así a la universidad es utilizado por muchos para actividades privadas extra universitarias, para dictar clases en otras instituciones locales y, en general, para asegurarse otras fuentes de ingreso. Y esto se justifica y se trata de racionalizar con argumentos sobre el bajo salario que paga la universidad o con interpretaciones más o menos retorcidas de lo que constituye el tiempo completo o la dedicación exclusiva.

Esta actitud, que no es exagerado decir que revela una profunda crisis del profesorado de la universidad (que sin duda es todavía más profunda en otras universidades públicas, pero este es un consuelo que solo servirá por poco tiempo, si la tendencia al deterioro de las universidades continua), tiene profundos efectos, sobre todo el clima de trabajo universitario, sobre los organismos sindicales profesorales, que no logran que sus afiliados asistan siquiera a las asambleas y sobre los mismos estudiantes.

Por supuesto, todo el mundo reconoce la existencia de excepciones a la caracterización anterior, la existencia de docentes dedicados y de óptima calidad, de investigadores con una vocación a prueba de obstáculos y limitaciones burocráticas o financieras, de profesores que colaboran con dedicación y firmeza con las tareas no estrictamente docentes de la universidad.

Pero incluso los profesores más dedicados a la universidad parecen considerar que no existen alternativas mejores a la situación actual: parece descartada la búsqueda de un modelo de universidad que exprese mejor los puntos de vista del profesorado, que consolide y profundice los sistemas de participación democrática y garantice el clima de libertades indispensables para las tareas universitarias. O si se cree que esa posibilidad existe, da la impresión de que el esfuerzo requerido es demasiado al compararse con los frutos que, según se piensa, pueden lograrse dentro de los marcos del sistema actual.

Pero si, implícitamente, no se cree que la universidad pueda mejorar (y no solo en cuanto a lo dicho, sino que pueda responder mejor a las necesidades de formación de profesionales sólidos y capaces de tomar decisiones racionales sobre el país, para insertarse en forma más eficaz en los procesos económicos y sociales, para influir sobre éstos, para contribuir a la creación de una cultura nacional, etc.) sí se vive bajo la impresión constante de que es muy fácil que empeore: ahí están las demás universidades para mostrarlo. Como esa situación comparativamente mejor se ve encarnada en una política rectoral que en conjunto sojuzga con aprobación, la respuesta del profesorado a la situación universitaria parece reducirse en la práctica —fuera de la crítica verbal, que puede ser muy fuerte— cada vez más a un simple reflejo defensivo de la administración actual: se trata de "no sacudir el andamio", de evitar que la situación se deteriore y que un deterioro de éste invite a fuerzas políticas extrauniversitarias a penetrar en la universidad y promover una política autoritaria o represiva.

 

 II

El otro elemento que ha hecho muy limitada la posibilidad de desarrollo democrático de la universidad y que tiene efectos más dramáticos, ha estado en el estudiantado, que ha sido al mismo tiempo víctima de la apatía profesoral —que no le ofrece una perspectiva universitaria con la cual pueda identificarse, desalienta sus preocupaciones científicas y le contagia su apatía sobre el trabajo académico— y causa de ella: los profesores se sienten amenazados por la crítica estudiantil, por la arrogancia que está adoptada, por los métodos cada día más burdos de discusión, de debate, de enfrentamiento. Y más que esto, el estudiantado vive en el contexto de una crisis de los movimientos estudiantiles todavía más fuerte que la que afecta a los profesores.

La Universidad del Valle, en su forma actual, más o menos liberal y democrática, es en parte el resultado de la acción del movimiento estudiantil organizado de finales de la década del 60 y comienzos de la del 70. Junto con sectores de profesores y con el apoyo temporal de algunos grupos gubernamentales, la universidad desarrolló 'una larga lucha, en gran parte triunfante, contra un esquema universitario elitista, autoritario y paternalista. Este esquema se desmoronó, aunque no del todo, y cuando se trató por un momento de reimplantarlo (en 1972) el profesorado logró frenar el intento. Así pues, las condiciones actuales de la universidad no son una concesión gratuita del gobierno, ni el resultado de una política maquiavélica de su rector actual para evitar la protesta y la crítica: son la consecuencia del último proyecto universitario serio impulsado por el movimiento estudiantil y el profesorado que entonces se llamaba, con una palabra un tanto pintoresca, ' 'consecuente".

Pero pronto el movimiento estudiantil entró en una situación que lo condujo rápidamente a una parálisis casi total. Inicialmente fue incapaz de dominar su impulso triunfalista y de evaluar exactamente las fuerzas con que contaba y se dejó llevar, con el apoyo entusiasta de algunos sectores profesorales, a un enfrentamiento total con otros grupos universitarios y con el gobierno, del cual salió como era de prever y fue previsto por algunos, bastante maltrecho, con expulsión de estudiantes y profesores. Después de este golpe, nunca se reorganizaron los mecanismos de representación estudiantil, y la misma forma de organización y de toma de decisiones que influyó para que se impusiera una lógica de confrontación total se convirtió en la única forma de organización del estudiantado: la asamblea general.

Esta destrucción de la organización estudiantil resultaba coherente con ciertas posiciones de núcleos radicales de estudiantes y profesores, que promovieron una ideología que incluía la crítica total al trabajo académico, la descalificación absoluta de la universidad y el énfasis intelectualista en la "crítica" y la "denuncia" sobre otras formas de acción política. La universidad era caracterizada, a partir de una especie de teoría funcionalista disfrazada de marxismo, como un aparato del estado cuya única función era calificar fuerza de trabajo y crear las condiciones ideológicas de reproducción del sistema. Dentro de este esquema ingenuo, todo lo que se hiciera en la universidad servía al sistema y al statu quo; mejorar la universidad era hacerla más eficaz para llenar sus funciones.

Una visión como esta era, por supuesto, incompatible con todo proyecto de organización gremial del estudiantado. Los activistas, que contra lo que la teoría permitía suponer, habían recibido en la universidad la revelación ideológica, tenían la razón, por estar armados con una teoría omnisciente que se definía como marxista: los organismos representativos estudiantiles estaban condenados necesariamente a una contaminación reformista. Así, los activistas estudiantiles entraron en una lógica en la que las únicas alternativas estaban en proponer la destrucción de la universidad (pues su función, independientemente de cualquier situación concreta, es la de servir al sistema y toda reforma que supere esta limitación es imposible sin un cambio previo del sistema) o en abandonar toda preocupación por ella y orientarse hacia el trabajo político por fuera de la Institución. Todos los esfuerzos por mejorar la universidad misma, por hacerla más democrática, más capaz de desempeñar sus tareas científicas, de influir sobre la evolución tecnológica, científica, social o económica del país, eran descartados como reformistas y como destinados a ser absorbidos por el sistema vigente. Por supuesto, a veces se hacía demagogia; se defendía la ampliación de los cupos, la eliminación de los exámenes de admisión, etc., como si esto no estuviera en contradicción con el argumento principal; ¿Si la universidad reproduce el sistema, no era colaborar con éste buscar que un número mayor de colombianos pasara por ella? Pero la coherencia de la argumentación de los activistas nunca fue muy grande y se trató de sostener simultáneamente que las reformas eran dañinas, pues creaban ilusiones, harían más conformistas a los estudiantes y al lograrse servirían a los sectores dominantes del país y que las reformas democráticas e incluso liberales eran imposibles y utópicas por estar contra los intereses de esos mismos sectores dominantes.

En todo caso, dentro del contexto de esta argumentación, la defensa de la participación democrática en el manejo de la universidad se volvía reaccionaria; aquella entretenía a los estudiantes en problemas secundarios y servía para desmovilizarlos. Además, se corría el riesgo de que los dirigentes se "vendieran" a las directivas y entraran en el campo de lo posible y lo realizable. Estos temores hicieron abandonar toda forma de delegación y se llegó a un punto en el que parecía que los activistas consideraban sistemáticamente a cualquier delegado estudiantil como un traidor en potencia.

A consecuencia de esto, se destruyó toda forma de organización gremial. Los activistas de los grupos políticos organizados tomaron inicialmente su lugar, en una forma que desautorizaba la participación en cualquier órgano de la universidad (los estudiantes no podían hacerse responsables de la línea que adoptara la universidad; este argumento surgió desde antes de la crisis del 72 y contribuyó mucho a su catastrófico resultado). Sin organización gremial y sin un proyecto concreto sobre la universidad, se carecía de toda posibilidad de movilizar al conjunto del estudiantado alrededor de problemas universitarios. Y destruida la organización, grupos de activistas auto elegidos tomaron el lugar de la llamada "base" y comenzaron a decidir por ella. Cualquier tipo de organización democrática del estudiantado fue abandonada, muchas veces a nombre de la democracia. Sin confrontación real con el estudiantado, las organizaciones de activistas se fueron haciendo más y más intelectualistas y arrogantes y asumieron todos los derechos y la representación del estudiantado. Asambleas de 300 o 400 estudiantes, buena parte de ellos activistas, deciden desde hace mucho a nombre de miles de estudiantes. Estos, desplazados de toda participación, desinteresados de las cuestiones de secta que interesan a los activistas, fueron entrando en una apatía y un desinterés por los asuntos de la universidad, que en parte era promovido por la misma ideología proclamada por los grupos radicales y, en parte, por la conducta antidemocrática de las asambleas, las tácticas de intimidación, el dominio de minorías organizadas y ruidosas,  el terrorismo de corte fascista.

Dirigentes estudiantiles, en el sentido de que realmente conduzcan al estudiantado, partan de sus posiciones reales para educarlos hacia posiciones más complejas, no pueden existir en esta situación. Por eso la tención de los dirigentes es movilizar al estudiantado creando situaciones de fuerza provocando el ingreso de la policía para promover la respuesta visceral del conjunto del estudiantado contra aquélla, saboteando en forma terrorista actividades de la universidad y apoyándose sobre la más atrasada pasión del estudiantado, su pereza o su temor a los exámenes, para contar así sea con una apariencia de respaldo estudiantil amplio, Los grupos de activistas se reclutan entre quienes empiezan a valorar la acción por la acción -últimamente ha hecho carrera el slogan anarquista de "la acción directa"- o viven con emoción adolescente el enfrentamiento con la policía o la quema de un bus. El análisis político se hace cada vez más limitado y mas miope, pues lo que importa no es el conjunto de condiciones en las que se actúa, las consecuencias de largo y mediano plazo de la acción que se promueve, su efecto sobre la organización y la conciencia estudiantil. Es la acción por la acción como en la época -y la semejanza emocional es notable- de los grupos de choque de los veintes en Europa, que con una retórica anticapitalista constituyeron las primeras formas de organización del fascismo.

En los últimos tiempos, por lo demás, nuevas ideologías han venido a reforzar los impulsos estudiantiles a la acción por la acción, a la incoherencia aceptada, a la primacía de lo confusamente emocional sobre proyectos sometidos a crítica racional. Han aparecido en la universidad formas abiertas de anarquismo, apoyadas en una condena vacía y abstracta a toda autoridad y a lo que se llama "la academia". Estas ideologías anarquistas han penetrado hasta tal punto que en los últimos acontecimientos la acción espontánea impuso su lógica sobre los mismos partidarios de una acción política más de acuerdo con lo que considera cánones marxistas. Los grupos de izquierda, pese a condenar verbalmente el anarquismo, tienen que competir con él para mantener la lealtad del sector más activista, aunque éste se nutra de frustraciones adolescentes, formas de lumpenización y elementos ideológicos anarquistas como la crítica total a la institución, la autoridad y "la academia”.

Pero al abandonar un programa universitario concreto, se hizo imposible movilizar al estudiantado fuera de algunas confrontaciones críticas. En respuesta a esto y, aunque parezca paradójico, los enemigos más radicales del reformismo tornaron a apoyarse en las reivindicaciones inmediatas de algunos sectores estudiantiles, y justamente en las más academicistas, las de menor contenido político, las del reformismo de más corto plazo. El cambio de un profesor deficiente, el veto a quienes resultan demasiado rígidos al calificar, la fecha de un examen, la calidad de la comida de cafetería se convirtieron en el centro de las acciones estudiantiles. En esta forma, el estudiantado militante acabó condenando la universidad pero luchando por migajas dentro de ella. Y como el liberalismo real de la administración actual ha hecho que las denuncias de represión suenen vacías, ha sido preciso convertir la pérdida de un examen, la asignación de trabajos y lecturas más o menos exigentes, en muestras de la más oprobiosa "represión académica". El esfuerzo por mantener o elevar el nivel del trabajo académico, docente o investigativo, ha venido a identificarse, otra vez, con los esfuerzos del sistema por calificar mejor la mano de obra y adoctrinarla en forma conveniente. De este modo, se ha formado la más extraña alianza entre los argumentos políticos contra el sistema y la falta de seriedad universitaria, la charlatanería, la renuncia a todo trabajo y a toda dificultad y, no pocas veces, con el apoyo de miembros del personal docente.

Por último, ha hecho carrera una visión asistencial de la universidad, que exige de ésta la satisfacción de todas las necesidades cotidianas de los estudiantes, sin mucha discriminación sobre los posibles beneficiarios. Los servicios de residencia y cafetería, en consecuencia, se han ido convirtiendo en piedra de toque permanente y ciertos núcleos de estudiantes han decidido reivindicar su derecho a ser sostenidos por la universidad con métodos cada vez más anarquistas y terroristas, como la apropiación directa e individual de los productos de cafetería o la ' 'piratería'' en las residencias.

 

III

En esta situación, parece necesario un esfuerzo serio de profesores y estudiantes por encontrar un camino para la universidad. El estudiantado tiene la responsabilidad de formar de nuevo los organismos representativos que permitan una verdadera expresión democrática de sus intereses y perspectivas. Y el profesorado debe tratar de formular una visión de la universidad y de su papel dentro del país que le permita ejercer una presión real sobre la orientación de la institución. Es indispensable superar la visión mecánica de la universidad como agente automático del sistema; son muchas las funciones y tareas que se desarrollan en su seno, que no pueden reducirse al esquema tantas veces invocado. La universidad ha mantenido un campo abierto al debate crítico de cuestiones vitales de la nación, ha producido análisis serios de la realidad nacional, ha desarrollado investigación científica y tecnológica que contribuye a evitar que la brecha tecnológica con los países avanzados se amplíe, ha promovido un terreno de discusión en el que las certezas confortables del estudiantado entran en crisis, ha realizado una labor de calificación cultural de sectores estudiantiles provenientes cada vez más de grupos medios y bajos antes excluidos de todo acceso a formas relativamente complejas de preparación cultural.

Y si lo que se ha hecho en este sentido es muy poco, no ha sido porque la universidad tenga por necesidad que obrar en el sentido de reforzar el statu-quo, sino porque quienes representan corrientes transformadoras dentro de ella no han podido formular una visión positiva del trabajo universitario y muchas veces han cedido a la tentación de reemplazar el análisis serio y el trabajo paciente del conocimiento por la retórica fácil, por el dogma y el esquema ("el modo de producción"!) y han reemplazado la acción política por la denuncia retórica.

No es fácil iniciar una discusión sobre estos temas, pero son varios los aspectos del sistema universitario que deberían debatirse entre profesores y estudiantes. ¿Qué debe hacer la universidad en relación al problema de los cupos? ¿Es conveniente ampliar aceleradamente la universidad, o es preferible buscar formas alternativas de organización de la educación postsecundaria? ¿Es conveniente orientar la ampliación de cupos y la apertura de programas profesionales con base en el análisis de las perspectivas de desarrollo económico del país y la región? ¿Cuál es la relación de la universidad con la educación media y cómo puede influirse sobre el contenido de ésta? ¿Cómo hacer compatibles las exigencias de una formación profesional adecuada con las necesidades de una visión crítica de la realidad, que convierta al profesional en participante activo en la toma de decisiones económicas y sociales? ¿Qué relación debe tener la universidad con el medio social en el que se mueve, con la ciudad, la región y el país? ¿Qué formas de organización interna pueden permitir la colaboración de todos los sectores universitarios en un proyecto universitario que sea en gran parte el resultado de una autodefinición de objetivos y no una respuesta pasiva a las exigencias del estado o de las fuerzas económicas dominantes? ¿Qué relaciones deben establecerse con el estado que permitan a las directivas actuar como mediadoras entre las fuerzas internas y los inevitables condicionantes oficiales?

El problema detrás de muchos de estos interrogantes, es la superación de la ingenua concepción de la autonomía universitaria que alimentó a los sectores reformistas durante varios años. Hoy es evidente que la universidad no puede concebirse como una isla y que es utópico pensar que esté aislada de los conflictos políticos, económicos y sociales que vive el país. Y en vez de una autonomía definida negativamente, es preciso estudiar cómo puede la universidad insertarse en los procesos sociales que atraviesa el país, para no dejarse determinar exclusivamente desde fuera y poder imponer en parte sus propios órdenes de prioridades, sus propios diseños sociales, a las fuerzas del mercado o del estado. Si la universidad logra definir sus objetivos en forma que contribuya a generar y promover procesos de cambio social, tecnológico y político que acentúen la capacidad de autoafirmación nacional, la capacidad de participación de los grupos sociales hoy dominados, la orientación del desarrollo económico y social en sentido más democrático, puede encontrar apoyo no sólo entre sus miembros sino en fuerzas más amplias. Y en tales condiciones, las probabilidades de que un proyecto universitario generado dentro de la institución logre cierta continuidad y ciertos resultados no es descartable.

En las condiciones políticas y culturales actuales el gobierno ha sido incapaz en general de formular una política universitaria coherente y se ha resignado a preocuparse casi exclusivamente por el orden público en las vías cercanas a la universidad y por imponer ciertas condiciones financieras más o menos estrechas. Pero no tiene el gobierno una verdadera política sobre las universidades y lo que pasa por tal es habitualmente el resultado de alguna recomendación extranjera, que se promueve por unos meses y luego se abandona sin mucho esfuerzo. En este vacío, las posibilidades de los sectores universitarios de ejercer una influencia seria sobre la marcha de sus instituciones son amplias y más débiles las posibilidades del gobierno de dirigir en un sentido antidemocrático la evolución de las universidades públicas. Pero que estas posibilidades se realicen depende fundamentalmente de la disposición de estudiantes y profesores para convertirse en fuerza básica de la componente de fuerzas que determina el rumbo de la universidad. Si los sectores internos renuncian a utilizar sus propias fuerzas, las que se impondrán son necesariamente las que provengan de fuera, las de la espontaneidad del desarrollo económico y social y las que traten de reducir la universidad a un simple brazo ideológico del estado y de los partidos y grupos de poder tradicionales.

Jorge Orlando Melo

Cali, 1978

  
 
 

 

 

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