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Celebraciones y reflexiones |
Las celebraciones, las fiestas, los centenarios raras veces van de la mano de la reflexión y el análisis: invitan más bien a inventar un relato del pasado que justifique las propuestas que los dirigentes de hoy hacen al país. En 1910, cuando Colombia acababa de salir de un dictador, Rafael Reyes, que trató de cambiar la Constitución para perpetuarse en el poder, y había superado (en parte por obra del mismo Reyes, un dictador bueno) las heridas más dolorosas de la violencia y la guerra civil, pero aún sufría la humillación de la pérdida de Panamá, las festividades sirvieron para la introspección crítica. La respuesta fue moderada y modesta: la intolerancia política y el autoritarismo tenían la culpa, y la solución era reconocer los derechos de las minorías, reducir el poder del Presidente, prohibir su reelección y ampliar la democracia. Y se acompañó por una reforma constitucional, que devolvió a los liberales el derecho a existir y creó así las bases para casi cuarenta años de paz, pero, tímida aún -por ejemplo, limitó el derecho a elegir presidente a los que supieran leer y escribir- no creó bases sólidas para una sociedad democrática y pacífica, como lo mostraron los cincuenta años de violencia de la segunda mitad de siglo. Hoy, el tono oficial es más de celebración: conciertos y desfiles son ante todo una despedida agradecida al gobierno del presidente Uribe, que recuperó un mínimo de paz. Los historiadores, por su parte, más matizados y disciplinados que en 1910, en vez de dar una versión pactada y convenida del pasado, como en la historia de Henao y Arrubla publicada ese año, introducen dudas e inquietudes: la declaración del 20 de julio es un acta más, entre decenas que se firmaron ese año, en un país que no era una nación sino un mosaico de pueblos y etnias, cuyos dirigentes se enfrentaron a una independencia imprevista, en gran parte regalo de los conflictos europeos. Pocos han intentado reflexionar otra vez sobre lo que debemos al pasado: en qué medida nuestra facilidad para la ilegalidad, la intolerancia, el autoritarismo o la segregación social y el desprecio de lo popular tiene que ver con las instituciones coloniales o, como afirmaba Álvaro Gómez Hurtado en La revolución en América, son más bien el resultado de tratar de sustituir esa sociedad jerárquica y orgánica por un modelo exótico, el del liberalismo y la democracia. O, como otros historiadores han argumentado, consecuencia de la insuficiencia y timidez con que se adoptó el liberalismo, una "delgada capa" que no transformó a fondo las actitudes de los grupos dirigentes. ¿La proclividad latinoamericana para eludir la ley, el elogio recurrente, de Buenos Aires a México, de la viveza criolla o la malicia indígena tienen algo que ver con la herencia colonial del "se obedece pero no se cumple"? ¿Hay relación entre la tentación periódica de la violencia y la tradición autoritaria, que permitía a los dirigentes definir el bien común, mientras eran ilegítimos y subversivos los conflictos basados en intereses y derechos individuales? ¿Sobrevive la sociedad colonial de castas, familias y clientelas en la dificultad para aceptar la igualdad de los ciudadanos y en la rigidez de las estructuras sociales? ¿La tentación de los presidentes de ser jueces y de los jueces de ser administradores continúa un sistema que unía, en Reales Jorge Orlando Melo |
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Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
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