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Otras elecciones difíciles
 

Colombia, como se ha dicho una y otra vez, es un país paradójico, en el que coexisten en forma extrema avances y retrocesos, estabilidad y sobresaltos, violencia y convivencia. La economía, apoyada en la demanda mundial, está creciendo, como lo ha hecho en los últimos 50 años. No importa lo que hagan los presidentes, las cosas acaban saliendo bien en este campo, que depende más de la sociedad que del Gobierno. Pero como la distribución de la riqueza y el ingreso requiere políticas del Estado eficaces y coherentes, no hemos avanzado y tenemos los mismos niveles de desigualdad de hace 40 años.

En la democracia colombiana, las elecciones no se ganan con antecedentes de buen gobierno y programas o propuestas de los partidos. Los ciudadanos que votan –más o menos la mitad de los que tienen cédula– se inclinan a uno y otro lado por la confianza personal en el carácter de un candidato o por razones clientelistas. En esta elección, los votantes siguen a Uribe, el caudillo autoritario y paternal, o a Santos, el administrador que cree bueno dar recursos públicos a los programas favoritos de los políticos y que no entusiasma con sus resultados. Infraestructura, educación o justicia siguen siendo, como hace dos o tres décadas, anuncios para el futuro, en los que después del reporte, año tras año, de cambios y reformas, poco avanzamos.

El gobierno que termina, sin embargo, ha ido más allá del clientelismo y de una gestión aceptable en un punto: ha sido serio y efectivo en la negociación de paz. Y este se ha convertido en el único asunto en el que las posiciones son realmente diferentes. Uribe, que negoció con los paramilitares (y a los que habría dado, si la Corte Constitucional no lo impide, niveles altísimos de impunidad), ha logrado asustar a muchos. Pero probablemente no es el rechazo a las negociaciones y a la paz lo que reúne ese sector alrededor del candidato uribista: es la supervivencia de una tradición caudillista, que hace que los ciudadanos, en un país sin partidos ni programas, busquen un padre que les dé tranquilidad.

En términos de elección racional, el elector debe pensar hasta dónde hay riesgos de que un gobierno enemigo de la negociación aumente la violencia en el país. No es fácil preverlo y no es absurdo pensar que Zuluaga, si es elegido, acabe negociando con la guerrilla, aunque acompañe las conversaciones con ladridos a las Farc. Y pensar hasta dónde sea mejor la medianía del gobierno actual a la incierta y arriesgada propuesta del uribismo, que ha creído que por el bien del país es lícito desobedecer la ley –defendió a los oficiales que violaron los derechos humanos, toleró las ‘chuzadas’, se alió a los políticos paramilitares, y en los recientes incidentes, ante lo que alega que fue una provocación, no rechazó con claridad los actos ilegales propuestos y cayó en la trampa que según ellos les estaban poniendo– y puede agravar el deterioro democrático, el desorden, el enloquecimiento de los principales poderes públicos, el desprecio a la ley, que vivimos hace años. Aunque también sorprende cómo, a pesar del escandaloso sainete de la justicia, la vida sigue su cauce, sin demasiadas dificultades. Más caos de la Procuraduría, la Fiscalía o los jueces, más desorden institucional, dañarán algo, pero tal vez no mucho, a un país que parece haber aprendido a soportarlos.

En la primera vuelta, por supuesto, hay otra opción: votar, aunque no tenga muchas probabilidades de ganar, por alguno de los que tienen una historia creíble de rechazo al clientelismo y la ilegalidad. En la segunda vuelta, puestos contra la pared, los electores votarán en contra: elegirán al que piensen que es menos peligroso, a la larga, para nuestra aguantadora Colombia.

 

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 22 de mayo de 2014

 

 

 

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