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Las bibliotecas y la diversidad del mundo
 

Como tantas veces en su historia, los colombianos creen que el país está en una encrucijada en la que hay que pensar de donde venimos y para donde vamos. La cultura colombiana es cada vez más un nudo en el que resulta imposible diferenciar lo local y lo global, lo autóctono y lo extranjero, y esto inquieta a quienes sienten que podemos terminar sumergidos en una cultura indiferenciada, internacional e igual a la de cualquier otro país. Esto se ha expresado, en los últimos 10 años, en angustiados cuestionamientos de la identidad nacional, en ruidosas lamentaciones sobre la ausencia de un proyecto nacional, en inquietas discusiones sobre la debilidad de nuestra formación nacional. Y para enfrentar nuestros problemas, con frecuencia se propone una fórmula confusa y mágica: debemos reforzar nuestra identidad nacional.[1] Esto explica que se reúna un congreso de bibliotecarios convocado para discutir el papel de la biblioteca  como “espacio para la construcción de identidad”. Sin embargo, una reflexión atenta sobre los debates alrededor de la identidad y sus diferentes variantes –identidad cultural, identidad étnica, identidad local, identidad de género, etc.- muestra las dificultades de este concepto que ha ido perdiendo precisión y claridad. Por otra parte, las invitaciones a construir identidades carecen de todo contenido concreto, y quienes las hacen se apresuran a quitarle fuerza a las propuestas señalando que plantean es identidades abiertas, contradictorias, variadas, variables, múltiples, polisémicas, polifónicas, multívocas o indefinidas, es decir identidades que tienen muy poco de identidad.  

En vista de esta confusión,  trataré de mostrar por que considero que en vez de seguir tratando de redefinir la identidad para evitar todos los rasgos fastidiosos del concepto, para quitarle todas las aristas molestas, lo que ha llevado a un uso perfectamente informal,  descuidada y arbitrario de esta palabra[2], es preferible abandonarla del todo, y tratar de encontrar nuevas formas de definir la situación cultural del país y las relaciones entre sus procesos culturales y las definiciones de nación, región, etnia y localidad, así como de discutir las estrategias que puedan reforzar la capacidad de creación cultural de los colombianos y la capacidad para reelaborar la cultura local y universal en forma activa.  

La identidad: un concepto confuso e impreciso 

Antes de 1970 nadie hubiera utilizado un término como “identidad” para referirse a los rasgos culturales que pueden existir o se postulen como existentes en una comunidad local, regional o nacional y que hacen que las personas que los compartan se sientan de alguna manera identificados con esa comunidad. “Identidad cultural”, “identidad regional”, “identidad nacional”, “identidad local” son frases que no existían hace 30 años y en menos de tres décadas se han convertido en palabras que se usan a cada segundo. Los científicos sociales emplean estos términos como si fueran algo natural, con un sentido claro, y solo excepcionalmente intentan ofrecer una definición de ellos.[3]  

La extensión del uso del término identidad es abrumadora, y arrastra la creación de otros términos cuyo sentido tampoco se logra definir: se postulan así identidades regionales como la “antioqueñidad” o la “caqueteñidad” o identidades nacionales como la “colombianidad”, o identidades religiosas o étnicas. El término va conquistando nuevos campos y se habla de la “identidad juvenil”, de la “identidad masculina y femenina”, de la identidad musical de una región, de la identidad corporativa de una compañía anónima, de la identidad de un equipo de fútbol. A medida que se generaliza su uso y se hace más arbitrario y confuso, comienzan a producirse señales de incomodidad. Ya bastantes científicos sociales proponen que se abandone esta palabra por completo, o se resignan a usarla mientras protestan por su ambigüedad, por considerar que es un término impreciso, con demasiados sentidos diferentes, y sin ningún contenido aceptable por la ciencia social. [4] 

Otros, preocupados por el uso del término para promover proyectos políticos y religiosos intolerantes, hablan, como el libanés (pero que se siente igualmente francés o europeo) Amin Maalouf, de “identidades asesinas”, y atribuyen a estos treinta años de promoción de la idea de identidad, a los esfuerzos por definir lo que diferencia a unas culturas, países o religiones de otros, y a la incapacidad de definir “identidades” que no estén basadas en la diferencia, la exasperación de los nacionalismos y los localismos y la creación de un clima de hostilidad y de violencia entre quienes están afirmando su identidad.[5] 

El primer problema que enfrentan los que usan el término es que no se sabe muy bien qué quiere decir: ¿es la “identidad” un conjunto de rasgos que caracterizan a un grupo social, que pueden ser descritos por un observador externo? En este caso ¿el cambio de esos rasgos altera la identidad, o esta se mantiene a pesar de que todo cambie? ¿Incluye la identidad cultural de un pueblo todos los rasgos de ese pueblo, importantes y secundarios, con todas sus contradicciones, o solamente un núcleo esencial y fundamental? ¿O es la identidad una construcción elaborada por diferentes agentes históricos, como las escuelas, los gobiernos, los intelectuales, los estudiosos de la cultura, y que de alguna manera, a partir de su definición, es acogida por los miembros de la comunidad, aunque no se pueda demostrar que corresponde a ninguna realidad?[6]  

Cualquier definición lleva a callejones sin salida. Definirla a partir de los rasgos reales de la cultura exigiría, lo que nadie ha podido hacer, encontrar un criterio para definir que es parte de la identidad nacional y que no. ¿La identidad cultural colombiana, por ejemplo, está formada por los gustos musicales de toda su población, e incluye por lo tanto los géneros musicales que se formaron en su territorio, como el bambuco, el bunde, el porro o el vallenato, o también los géneros que han entrado de fuera, como el bolero, la ranchera, el tango, la salsa, el rock y el reguetón? Por supuesto, es casi inevitable sostener que la identidad no puede definirse por rasgos de origen local, pues la identidad colombiana parecería, a primera vista, incluir muchas cosas que vienen de fuera. Practicamos una religión que fue inventada en el Asia Menor, hablamos un idioma traído de la península ibérica, tenemos como bebida nacional una infusión hecha de un grano árabe, nuestros platos típicos están hechos con productos europeos o africanos, las frutas que sentimos como nuestras son asiáticas, como el mango, o africanas como el banano, o venidas de España como la naranja. Nuestros campesinos curan sus enfermedades tanto con plantas americanas como con plantas traídas de España o África, y las coplas y romances que han recogido nuestros investigadores de las culturas populares son de origen europeo. Hasta cuando una cantaora negra canta en el Chocó “El corderillo” está usando un tema medieval español y cuando un escritor como Tomás Carrasquilla cuenta una historia oída en la década de 1870  a un cuentero en una mina antioqueña, y después a doña Tomasa, una ventera de Santo Domingo, como “A la diestra de Dios Patria”, resulta que la narración existe también en Alemania, Estonia, Costa Rica, Ecuador, Chile e Italia[7]. 

Por otra parte, si incluimos en la identidad de un país o una región todas las formas culturales que se practican en ese sitio, vemos que son contradictorias: hace parte de la identidad colombiana el catolicismo, y entonces, ¿quienes no son católicos no son verdaderos colombianos? ¿Incluye la identidad colombiana el amor a la paz que tienen muchos de los colombianos y la facilidad para la violencia que tienen otros? ¿El gusto por la música popular de unos, el gusto por la música gringa de otros y el gusto por la música clásica de otros? Si no necesito compartir los rasgos considerados de la identidad para seguir siendo colombiano, esa identidad no querría decir mucho: yo conservaría mi identidad de colombiano aunque no comparta ningún rasgo cultural – ni siquiera hablar español, pues puedo hablar wayuu o embera- con otros colombianos. En el fondo, la única definición inexorable de colombianidad es constitucional: son los derechos definidos por mi ciudadanía, lo que precisamente se confirma con la expedición de un  “documento de identidad”, la única marca de identidad que comparten todos los colombianos, la cédula de ciudadanía.[8] 

Y finalmente, si definimos la identidad de una cultura, ¿esta identidad se altera cuando cambian los hábitos y prácticas culturales, o un país o localidad conserva su identidad aunque la cultura cambie mucho?  

Estos son problemas complicados, porque muchas veces quienes usan este término tienen además propuestas de políticas culturales, como por ejemplo la defensa de la identidad cultural frente a lo que pueda amenazarla. Pero si la identidad se mantiene a pesar del cambio, no puede estar amenazada por nuevas formas de cultura. La identidad colombiana, por ejemplo, se habría mantenido a pesar de que la mayoría de los colombianos cambió el bambuco por la ranchera o el tango, se mantuvo cuando los jóvenes reemplazaron la ranchera y el tango por la salsa, y por supuesto, y no se perdería por el hecho de que la generación actual se dedique masivamente al rap. ¿Y si la identidad se mantiene a pesar del cambio, que es lo que la define, y que es lo que vamos a hacer para consolidarla o fortalecerla? ¿Fortalecer el bambuco o hacer festivales de rap? Hagamos lo que hagamos, promovamos las formas culturales que promovamos, estaremos defendiendo la identidad cultural, pues esas formas eventualmente formarían parte de ella, que no se pierde por ningún cambio. 

De hecho, la mayoría de los que proponen defender la identidad cultural nacional o local, y que se preocupan poco por la coherencia de sus propuestas, lo que promueven es la defensa o el refuerzo de algunas formas tradicionales de cultura: la música andina o la música costeña, las comidas tradicionales, las artesanías, las creencias puras de los campesinos. Estas son miradas conservadoras y folcloristas, que representan una visión elitista y paternalista de la cultura popular, y que generalmente han estado acompañadas de ideas más o menos místicas o metafísicas sobre el “alma popular” o las “raíces” de la nacionalidad. Estas propuestas tienen fuerza sobre todo cuando refuerzan proyectos comerciales, alimentados por el hecho de que en las sociedades modernas el turismo encuentras atractivo lo que es diferente, lo “otro”m lo que  muestra rasgos tradicionales. El turista de una sociedad avanzada quiere encontrar lo exótico, lo extraño, lo típico, lo mágico, lo diferente: grupos indígenas, música tradicional, objetos artesanales, bailes auténticos[9]. De este modo, la defensa de la identidad es con gran frecuencia una invitación a la conservación de la autenticidad, definida en sentido tradicionalista. Mientras el artesano popular, el músico que compone en el Sinú sus porros, en la medida en que es un artista creador, no quiere limitarse a seguir una fórmula fija y rígida, los asesores de los institutos turísticos o los funcionarios culturales invitan a los artistas populares a conservarse inmodificados, y tratan de convencerlos de que lo que vende es la tradición o la llamada “autenticidad”. La mayoría de los que hablan y escriben sobre identidad representan esta forma de ver la cultura nacional o local. Quien entre a las páginas sobre Antioquia en Internet tropezará con una visión fundamentalmente folclórica, convencional y tradicionalista de la cultura antioqueña: no es la vida de las ciudades, no es el mundo de la industria, no es la literatura de Fernando Vallejo lo que constituye la identidad antioqueña, sino el carriel, el tiple, los ancestros blancos e hidalgos, el aguardiente y ciertos rasgos psicológicos (rezandero, tumbador, trabajador, emprendedor, ingenioso, bebedor) que sólo los antioqueños –aunque no todos- tienen.  

Por esto, el lenguaje de quienes utilizan la semántica de la identidad tiende a estar asociado con la idea de rasgos permanentes, que siguen siendo válidos aunque ya no estén vivos en la conducta de la mayoría de los miembros de una cultura: una esencia que se mantiene a pesar de los cambios, que expresa el alma verdadera, las raíces profundas de una cultura, y otros términos similares.  

Frente a estas dificultades, la salida más frecuente ha sido negar que la identidad exista realmente, pero afirmar que sólo existe en la medida en que se define y la gente cree en ella: la identidad sería la idea que se hacen los miembros de una comunidad sobre lo que constituye la “identidad” de esa comunidad. Esta idea es el producto de procesos históricos complejos, en los que se conjugan las acciones culturales de la comunidad, pero sobre todo provienen de las acciones del Estado y de los intelectuales. Estos promueven, a través de la escuela y de los medios de comunicación, estereotipos acerca de los rasgos valiosos de un país, mitos históricos acerca de su pasado glorioso, símbolos patrios como el escudo, el himno o la bandera, e imágenes diversas de lo característico del país. Generalmente estas identificaciones adquieren más fuerza si existen contraposiciones o enfrentamientos a otras sociedades: generalmente el sentimiento de pertenencia a una comunidad se agudiza cuando se experimentan humillaciones, derrotas militares o deportivas, o cuando se logran algunas victorias sobre un contrincante.  

Esta concepción “invencionista”, “constructivista” o ”construccionista”[10] es realmente la que domina hoy entre los estudiosos, pues ya casi todos están de acuerdo en que realmente no existe nada en la vida social que defina la identidad de un país o una región, y en que lo único que constituye la identidad es el discurso por el cual sus miembros se reconocen como miembros de esa comunidad. Pero el contenido de ese discurso, hay que recordarlo, es relativamente arbitrario e indeterminable. En los procesos sociales, algunas representaciones tienen éxito y entran a hacer parte de ese discurso de la identidad. Pero esto no quiere decir que tengan por necesidad más realidad social que otras que no logran entrar en el discurso de la identidad. De este modo, esta visión de la identidad tiene la ventaja de que rechaza la noción de que en una sociedad hay un núcleo que define su identidad, y escapa a todas las acusaciones de que se está creando un ente arbitrario, una metafísica de los rasgos nacionales. Esto la convierte en una herramienta útil para el análisis social, que puede verificar los rasgos de esos discursos de identidad, las formas como ciertos símbolos se convierten en representantes de la nación o la región, la estructura retórica con la que se forman las identidades. Así, uno puede mostrar como los discursos de la antioqueñidad se apoyan en un racismo latente, en la afirmación de los mitos del origen judío o vasco de la población, en los estereotipos de la igualdad social, el amor al trabajo y al dinero, y usan símbolos como el aguardiente o el carriel para subrayar los elementos tradicionales campesinos de la cultura. Pero lo que es claro es que esta “identidad” es una propuesta arbitraria, una propuesta política, una ideología, algo que podemos aceptar o rechazar. Por eso, los textos de los científicos sociales sobre estas identidades usan con frecuencia la ironía para mostrar que la identidad es una creencia social, pero una creencia social más bien ingenua y manipuladora, una forma de imponer ciertos niveles de uniformidad cultural a la población, de evitar la acogida de ideas extrañas y en general de consolidar las formas de dominio cultural de los gobernantes y sus amigos. Esto conduce, finalmente, a una situación paradójica: lo que hace que la mayoría de los colombianos se identifiquen con su país, se sientan colombianos, es simplemente que siguen creyendo en algo que según los científicos sociales no existe, es decir que hay rasgos propios que distinguen a los colombianos de los ciudadanos de otros países. La identidad estaría basada, para estos colombianos, en un error, en una visión falsa de la cultura colombiana, en un discurso que afirma que los colombianos somos de esta u otra manera, creadores, vivos, violadores de la ley, llenos de inventiva, o lo que se quiera. Por todo esto, la “identidad discursiva” o construida no logra evitar ser una propuesta más o menos abusiva y arbitraria a la que se induce a la población, o un error compartido masivamente.  

Por otra parte, aún esta definición constructiva tropieza con dificultades analíticas. Si tratamos de analizar los discursos y creencias que sirven a las personas para decir que son colombianos, para definirse como colombianos, vamos a comprobar inmediatamente que unos colombianos se identifican con su país por una razón y otros por otras, muchas veces muy diferentes o hasta opuestas: en los discursos colombianos sobre la identidad aparecen rasgos como el respeto a la democracia y el fraude, el tradicionalismo y el abandono de toda tradición, la violencia y el amor a la paz, la capacidad creadora y la incapacidad para la invención científica, la calidad del trabajo y la falta de dedicación y continuidad en el trabajo, el machismo y el respeto a las mujeres. Todo, en cierto modo, hace parte de nuestro discurso de la identidad. Frente a esto, que se presenta en todas partes, la respuesta es afirmar que un país no tiene una identidad, que está es variable o que tiene identidades múltiples. De este modo, cualquier rasgo se puede predicar de la identidad nacional, o cualquier conducta cultural se puede atribuir a la identidad nacional. Así, la identidad colombiana incluiría una identidad andina que incorpora la música andina, y una identidad costeña que se define por el vallenato, pero una identidad sinuana que está más cerca del porro, etc. etc.  

Esto, por supuesto, parte de una comprobación psicológica elemental: los individuos entran en múltiples relaciones sociales, que se describen como relaciones de un sujeto, del “yo”: yo soy un funcionario público, un mestizo, un antioqueño, un testigo de Jehová, un varón, un colombiano, un proletario,. un latinoamericano, un seguidor del Deportivo Caldas. En determinados contextos, la respuesta “yo soy un conferencista”, “yo soy el padre del niño de primer año” puede contestar a la pregunta por mi identidad, a la pregunta “quien es usted”, hecha por un portero o por un profesor. Lo que estoy diciendo, en esencia, es que mis diversas conductas y actividades me hacen entrar en diversas relaciones sociales, de diversa intensidad. En unos casos, simplemente se que existe esa relación social, pero eso no conforma un grupo social real: no existe el grupo de los “conferencistas”, propiamente hablando, ni el de los “mestizos colombianos”: son simples clasificaciones hechas por alguien que mira los hechos desde fuera. Pero los testigos de Jehová forman un grupo al que hay que afiliarse, que crea obligaciones, que hace que los miembros se conduzcan de determinada forma: es una relación social de pertenencia. Los miembros del pueblo, o de la clase obrera o los habitantes de un barrio no forman parte de un grupo existente en forma continua, pero que cobra existencia real cuando en un conflicto social luchan juntos, los individuos se sienten interpelados en los debates sociales y esgrimen su identidad como pueblo, como clase o como miembros de un barrio en conflicto frente a las autoridades, otros grupos sociales u otras clases. En el caso de que yo sienta que hacer parte de un grupo me define, me impulsa a actuar de determinada forma y a seguir al grupo, puede decir que me identifico con ese grupo, que de alguna manera mi identidad incluye la pertenencia a ese grupo, y que para muchos efectos las demás “identidades”, se subordinan a una identidad o unas pocas identidades que dominan las demás. Por eso, podría tener sentido decir que mi identidad es ser liberal o cristiano. Pero decir que mi identidad es ser padre del niño de primer año o seguidor del Caldas es usar el término en un sentido muy vago. Pero en todo caso, la comprobación de que estas relaciones sociales pueden darse en forma simultánea ha llevado a psicólogos y sociólogos a decir, en forma que a mi me parece un poco imprecisa pero apunta a algo real, que es posible tener varias identidades, o como prefieren decir, “identidades múltiples”.  Sin embargo, esto se refiere a la identidad de las personas, y no a la de grupos sociales., Cuando yo digo que Risaralda o Antioquia tienen identidades múltiples, como estas entidades son simplemente construcciones legales o sociales, que no son sujetos unificados por ninguna conciencia, por ningún yo, no estoy diciendo nada comprensible: estoy dando un nombre inapropiado al hecho simple de que los miembros o elementos de estos grupos son diferentes entre sí, tienen rasgos distintos o contradictorios.  En vez de decir: en Antioquia hay personas que creen en Dios y hay ateos, digo que “Antioquia tiene una identidad religiosa múltiple”.  

Habiendo llegado a la conclusión de que las identidades no existen, o que son discursos más o menos arbitrarios y sin contenido empírico compartidos por los miembros de una comunidad, algunos insisten en usar el concepto como propuesta política: no importa que la identidad sea un mito, es un mito que puede tener uso en las confrontaciones que deben enfrentar nuestros países. Crear la idea, la ilusión, el mito, la utopía de que hay una identidad, aunque sepamos que no la hay, puede ayudarnos a lograr la solidaridad que requerimos. Por ejemplo, ante los riesgos que enfrentan los países latinoamericanos en términos del sometimiento a una economía mundial o a una cultura homogénea promovida por las industrias culturales de los países más ricos, debemos promover la idea de una “identidad latinoamericana”, aunque estemos en general seguros de que esta identidad no ha existido, no existe, y es muy poco probable que los ciudadanos de estos países se sientan identificados con una entidad como Hispanoamérica o Latinoamérica. Pero aunque no existe, sería conveniente estimularla para enfrentarnos al poder de los Estados Unidos, y para ello hay que promover anacrónicamente los mitos de origen, los proyectos de confederación americana de Bolívar o las contraposiciones culturales que propuso José Enrique Rodó entre el materialismo anglosajón, dominado por el afán de éxito y de riqueza, y la cultura latinoamericana, cuyos valores tradicionales (el hispanismo, la decencia, la valoración de la cultura sobre lo material, etc.) son más altos que los de quienes quieren es el progreso material y el consumo, tan ajenos a los deseos de nuestros pueblos. 

Así pues, la identidad se convierte en algo inexistente, en una identidad múltiple o plural, en un proyecto tradicionalista nacional, regional o latinoamericano: es todo y no es ya nada. [11] 

2, De los caracteres nacionales a la identidad 

Como ocurre normalmente en las ciencias sociales, la adopción del término de identidad fue en parte el producto de la insatisfacción con otros conceptos. Desde finales del siglo XVIII los estudiosos sociales, al observar las diferentes naciones y culturas, se preguntaron por las razones que hacían que unas hubieran progresado más que otras. Montesquieu sostuvo, al comparar los pueblos europeos con los pueblos de Asia, África o América, que una razón fundamental del mayor atraso de algunas era el clima. Otros, como David Hume, sostuvieron que el clima no tenía gran influencia, y que las diferencias en las características de los países –su capacidad de trabajo, su avance tecnológico, su desarrollo comercial, su moralidad- dependían en esencia de factores históricos: de la calidad de sus gobiernos, de las instituciones que habían adoptado, de la influencia de sus creencias. Estos debates llevaron, en el siglo XIX, con el desarrollo de las teorías biológicas de la evolución animal y con otros avances científicos, a una teoría que constituía un evidente retroceso: la idea de que las diferencias que había entre los diversos países provenían ante todo de las razas humanas que las poblaban. A partir de esta idea, se generalizó la creencia de que las razas blancas eran superiores, y que cada país tenía unos rasgos o características que dependían de su composición racial. Esos países se estaban configurando en toda Europa como naciones: conjuntos de pueblos que se consideraban homogéneos y que se organizaban bajo un gobierno unificado. Cada nación trató de lograr que sus ciudadanos se sintieran vinculados a ella promoviendo sentimientos de pertenencia. Las escuelas promovían el nacionalismo con las historias de los héroes, las narraciones de las luchas que habían llevado a formar el país y con descripciones de las virtudes y rasgos positivos de esa nación. Las naciones más exitosas, como Inglaterra o Francia,  desarrollaron una mitología nacional, en la que se incluía la idea de un “carácter nacional”, unos rasgos que, como los de un individuo, constituían su esencia.   

Para los pensadores latinoamericanos del siglo XIX esta situación era inquietante. En sus esfuerzos por enfrentarla, definieron a nuestras sociedades en términos de la lucha entre la civilización y la barbarie, y buscaron como lograr la primera y salir de la segunda. Para la mayoría, liberales o creyentes momentáneos en algunas formas de socialismo, para civilizarnos debíamos adoptar la cultura europea en la forma más completa posible, mientras que algunos trataban de defender algunos de los rasgos tradicionales de la sociedad creada por España durante el período colonial. Los primeros promovieron las ideas europeas de libertad y democracia, y a veces de igualdad social y racial, mientras que los segundos creían que, aunque debíamos buscar el progreso material y social, lo más importante era defender nuestra cultura, en especial sus valores católicos, espirituales y jerárquicos, de las amenazas del liberalismo, el protestantismo, el positivismo y todas las formas disolventes de pensamiento moderno. Todos, sin embargo, no hay que olvidarlo, hacían parte de elites que veían en los indios, los negros y los campesinos la personificación del atraso y la ignorancia: todos partían de la idea de que la cultura se identificaba con los blancos y los grupos elevados y su noción de la nación tendía a ignorar o menospreciar a los mestizos, indios y negros. Los progresistas creían que había que civilizar a los campesinos, mediante la letra, la técnica moderna y la salud; los tradicionalistas pensaban que era más importante defender el tejido social tradicional, y buscar el progreso sin que se transformaran unas culturas campesinas en las que veían la esencia de la tradición nacional. El tejido social se rompería si los campesinos abandonaban su sabiduría natural.[12] 

En nuestro país, pensadores como José María Samper o Luis López de Mesa aceptaron estas ideas, y pensaron que era la influencia de los negros o los indios lo que explicaba que estuviéramos más atrasados que otros.[13] Sólo el mejoramiento de la raza mediante la inmigración o el mestizaje crearían las razas capaces de progresar e igualar a Europa o los Estados Unidos. Al mismo tiempo que se hacía más homogéneo el país en términos raciales, sociales y de cultura, mediante la escuela, debía promoverse el sentimiento de pertenencia a la nación, mediante el culto a los héroes, la memoria de las luchas de independencia, las fiestas patrias, el culto a la bandera, el himno y el escudo. Algo similar se producía al mismo tiempo en todos los países que se encontraban en proceso de formación nacional[14].  

A lo largo del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX,  se extendió por todo el mundo, como una epidemia que surgió en Europa y fue contagiando a todos los continentes, la idea de que la nación era el sujeto social por excelencia, que el mundo debía ser un mundo de naciones. América Latina y el oriente de Europa en el siglo XIX, Asia y Africa en el siglo XX, definieron sus limites nacionales, trabajosa y conflictivamente, y para ello apelaron con frecuencia a la idea de que detrás de cada nación había unos rasgos comunes que daban su esencia a la nación: unos orígenes comunes, una historia compartida, unos caracteres étnicos, una religión, una lengua, una cultura. La investigación del folclor, el desarrollo de la lingüística, las historias nacionales, unieron sus esfuerzos para crear los grandes mitos de la nacionalidad.  

Las crisis del siglo XX –dos guerras mundiales para resolver las cuestiones producidas por los diferentes nacionalismos, la reivindicación creciente y violenta de la nacionalidad y la independencia por pueblos que no tenían un estado y muchos otros factores- llevaron a buscar, en el siglo XIX, una superación del nacionalismo. La creación de instituciones supranacionales, como la Liga de las Naciones y las Naciones Unidas expresaba en parte este movimiento, que fue acompañado por un creciente escepticismo de  historiadores y antropólogos acerca de la existencia real de elementos definitorios nacionales. Poco a poco la idea de que la nación existía fue reemplazada por la idea de que era una invención, una construcción más o menos arbitraria e interesada. [15] 

Pero el hecho de que los científicos sociales abandonaran la idea de una “esencia de la nación o de unos “caracteres nacionales”, así como no suprimía la existencia de una historia y unas experiencias que dan formas a su cultura[16], tampoco suprimía los fenómenos que promovían el nacionalismo. Muchos pueblos europeos, asiáticos y africanos habían quedado, después de la consolidación de la primera ola de naciones, sin un estado propio. Se trataba de grupos humanos que vivían dentro de una nación mayor, y que se sentían oprimidos por esta: su idioma minoritario se encontraba en riesgo, sus costumbres y sus tradiciones. Estas reivindicaciones de naciones sin estado encontraron un nuevo lenguaje en las teorías psicológicas del siglo XX. Erik Erikson, un psicoanalista alemán, estudio el problema de la identidad individual, describió en 1950 las llamadas crisis de identidad, y mostró como los adolescentes necesitaban fortalecer el yo y configurar su identidad para no caer en la confusión[17]. Desde mediados de los años sesentas, en forma creciente, el término identidad comenzó a aplicarse a pueblos como los judíos, los vascos o los galeses, que, aunque estuvieran sometidos a un estado de otra nacionalidad, habían podido defender sus identidades nacionales y enfrentarse a quienes querían borrar sus culturas. La idea de identidad ofrecía, frente al viejo concepto de las “características nacionales”, un carácter militante, un sentido de proyecto y de lucha. La identidad no era simplemente un conjunto de rasgos comunes: era la manera como las personas asumían su cultura y luchaban para protegerla y defenderla. Pronto el término de identidad se fue aplicando a todos los grupos que se encontraban sujetos a alguna forma de dominación o exclusión y que podían motivarse para enfrentar esa dominación. El feminismo y las luchas de los negros norteamericanos estuvieron en el centro de este proceso intelectual, probablemente porque se trataba de comunidades en las que la aceptación de la desigualdad o el sometimiento al varón o al blanco se había interiorizado en muchos de los individuos: había que convencer a las mujeres y a los negros de que tenían la misma capacidad que los hombres y los blancos, que no existía ninguna inferioridad en ellos, que eran iguales. Esto se vivió como la afirmación orgullosa de su identidad. Por supuesto, objetivamente esa identidad no existía en ninguna parte: ni las mujeres ni los negros formaban conjuntos homogéneos, con rasgos similares. Lo único que hacía igual a la mujer de un empresario de Nueva York y un obrero parisino era que a ambas las maltrataba el varón. El concepto de identidad se aplicaba, no a un rasgo común de los individuos miembros de un grupo, y ni siquiera a una creencia más o menos arbitraria en ese rasgo común, sino que señalaba simplemente el rasgo social común de estar oprimidos. Pero al señalarla, al darle nombre, se constituía de alguna manera el sujeto que lucharía contra esa opresión: la postulación de la identidad creaba en cierto modo esa identidad.  

El término se fue extendiendo, como ya lo mencioné, en todas las direcciones. En muchos casos simplemente reemplazó la vieja idea de los rasgos nacionales, acompañada de un tono mayor de confrontación. En Colombia, quien puso de modo la “identidad” fue ante todo el presidente Belisario Betancur, que defendió la identidad cultural latinoamericana, primero, y después habló una y otra vez de la identidad colombiana[18]. Por supuesto, nadie sabe todavía en que consisten esas identidades, pero la idea fue adoptada fácilmente, Los antropólogos escribieron tesis sobre la identidad cultural de grupos indígenas o de grupos regionales, y los historiadores y ensayistas, que habían descrito los rasgos de la nación, discutieron ahora  el tema de la identidad nacional o las identidades regionales. Como siempre, estos últimos llegaron a la conclusión de que estas identidades no existían ni podían definirse, pero sin que esto impidiera que día se hablara más y más de la identidad.  

La identidad y las bibliotecas 

Resulta, sin embargo, sorprendente que surja la propuesta de convertir a las bibliotecas en promotoras de la identidad. De acuerdo con lo que se ha tratado de argumentar en las páginas anteriores, la identidad no es algo que deba promoverse. Por una parte, vista como un conjunto de rasgos propios de una región, una localidad o el país, no existe. Por otra, uno de los elementos esenciales de la cultura es precisamente su capacidad de cambiar, y nada sería más inadecuado que tratar de congelar, de inmovilizar algún sector de la cultura. Y toda la promoción de la identidad tiende a ser promoción del folclor, de un tradicionalismo conservador y arcaizante, de orgullos y vanidades locales. Por supuesto, no es fácil mostrar en que sentido pueden las bibliotecas convertirse en promotoras de identidad. ¿De cual identidad? ¿De la identidad de quien? 

La tentación inicial es definir la identidad dentro de la oposición de lo local y lo universal. Esta contraposición ya se ha dado en los debates culturales de Colombia, cada que algún grupo ha tratado de defender los elementos tradicionales frente a los riesgos de nuevas ideas. Los conservadores defendieron a fines del siglo XIX la tradición contra las ideas extranjeras. Mientras don Miguel Antonio Caro defendía las ideas católicas y, la tradición y las costumbres hispánicas, pues ellas hacían parte de nuestra verdadera esencia, personas como Baldomero Sanín Cano, que había sido bibliotecario en Rionegro en 1865, defendía la cultura universal. Según escribía en 1894, “Es miseria intelectual ésta a que nos condenan los que suponen que los suramericanos tenemos que vivir exclusivamente de España en materias de filosofía y letras. Las gentes nuevas del Nuevo Mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento […] Ensanchemos nuestros gustos [...] Ensanchémoslos en el tiempo, en el espacio; no los limitemos a una raza, auque sea la nuestra, ni a una época histórica ni a una tradición literaria"[19]. Este enfrentamiento entre tradición y cambio, entre lo local y lo universal, se mantuvo a lo largo del siglo XX.[20] Mientras que algunos sectores de la sociedad insistían en que había que conservar las costumbres campesinas, donde residía el alma de la nación, y no permitir que se transformaran, otros creían que debían alfabetizarse, educarse, recibir tecnología avanzada. Mientras unos consideraban que el afán de progreso destruiría la tradición nacional y la religión, otros insistían en modernizar el país, a veces dentro de una perspectiva religiosa, a veces dentro de una perspectiva liberal. La expresión de “ideas exóticas” se convirtió en una de las favoritas para desautorizar una forma de pensamiento, y se aplicó sobre todo al marxismo, pero también a la ciencia moderna, al psicoanálisis, a la psicología experimental o a la sociología. A mediados del siglo XX se hizo un gran esfuerzo por frenar la contaminación de la cultura colombiana de elementos exóticos: siguiendo las inspiraciones del franquismo y del hispanismo franquista, se trató de redefinir la orientación intelectual del país para evitar que, bajo el influjo del liberalismo, el protestantismo, la modernidad y el comunismo, se destruyera la tradición colombiana. 

El problema de la contraposición entre lo local y lo universal, lo autóctono y lo extraño es que no hay manera de saber que es lo local y que lo universal. Todo lo local está hecho de elementos universales: nada es realmente autóctono, pues todo ha llegado de alguna parte o se ha unido a algo que ha venido de fuera. El proceso de unificación y vínculo con el mundo externo no es nuevo. Son muchos los procesos de globalización, para usar algo anacrónicamente este término, que ha vivido nuestra cultura. En el siglo XVI se produjo probablemente el más drástico de todos, cuando llegaron, a sangre y fuego, la religión católica, el idioma español y la escritura. Y destaco la escritura porque era per se un mecanismo que rompía la separación entre lo local y lo extraño. Aunque es fácil exagerar el aislamiento de los pueblos precolombinos, que se la pasaban intercambiando productos y aprendiendo de pueblos extraños (el maíz fue una importación de México hecha por grupos indígenas, por ejemplo), sin duda la escritura es revolucionaria porque mediante ella no necesito desplazarme para entrar en contacto con otras culturas: el neogranadino del XVI podía leer los historiadores italianos, o el del siglo XVIII los científicos europeos, estudiar a los filósofos, debatir con los historiadores europeos como William Robertson o Cornelius de Pauw, sin moverse de su casa en Bogotá o Popayán: con la escritura la cultura se independizó del lugar, se deslocalizó, como diríamos ahora.  

La segunda gran ola de globalización fue la incorporación en la modernidad ilustrada: en el siglo XVIII los intelectuales de la Nueva Granada importaron de Europa la ciencia moderna, el pensamiento ilustrado, la idea de progreso, la idea de los derechos del hombre. Esto se prolongó durante el siglo XIX, cuando nuestras costumbres se transformaron bajo la influencia de Inglaterra y Francia, e importamos, entre muchas otras, las ideas de democracia y libre cambio, aunque por supuesto solo se incorporaron parcialmente a la vida real. Trajimos también muchos avances técnicos: la medicina moderna, la vacuna, el motor de vapor, el motor eléctrico. Estos cambios afectaron con fuerza a las elites, pero los campesinos, que se habían conservado en condición de analfabetismo, y que eran más del 80% de la población, seguían todavía sujetos a formas de cultura con mucho elemento tradicional. El siglo XX fue el siglo de la traumática incorporación de los campesinos en una nueva cultura global: al trauma de la globalización del siglo XVI siguió el de la globalización del siglo XX. A los campesinos y a los colombianos les llegaron el marxismo y las reivindicaciones sociales, el sindicalismo y la defensa del proletariado, el radio y la alfabetización, la televisión. La radio y la televisión alteraron las culturas locales en forma muy drástica: la música extranjera reemplazó la música local, entraron a los pueblos el arroz y el café, y después la pizza, el helado, el perro caliente y la hamburguesa, para no hablar de la aspirina, o el papel de baño y las toallas higiénicas, otras avanzadas de la globalización. Los valores sociales se transformaron: la sumisión de la mujer se reemplazó –en un proceso que por supuesto no ha concluído- por la idea exótica de la igualdad entre los géneros, mientras se debilitaba la autoridad paterna. Las tecnologías nuevas permitieron una urbanización acelerada, con energía eléctrica, teléfonos y tantas herramientas de globalización. 

Después de cinco siglos de globalización, ¿será tiempo de enfrentarnos a la cultura universal y defender algo local? Me parece muy difícil y ni siquiera logro saber que es lo que vale la pena defender, ni de qué. Ya lo local es totalmente universal: piensen Ustedes por un momento y traten de identificar una sola cosa importante en sus formas de vida que no haya venido de fuera, hace tiempos o el año pasado, o que no esté transformada totalmente por algo que en algún momento fue exótico o extraño.  

Lo que trato de mostrar es que este es un falso problema: la cultura de un país es algo vivo, que se va formando en una relación activa entre el pasado, el presente y el futuro. La vitalidad y fuerza de una cultura está en la capacidad de mantener una continuidad con el pasado mientras incorpora nuevos elementos, en la capacidad de crear nuevas estructuras y equilibrios entre lo que había incorporado antes y lo que le interesa digerir ahora Una cultura que desvaloriza totalmente su pasado es tan inquietante como la que quiere anclarse en lo arcaico. Sin embargo, la forma como se realice este proceso es algo que se define en forma activa en la vida cultural real, en medio de conflictos sociales y de luchas de poder: son los creadores culturales, populares y eruditos, los maestros e intelectuales, los consumidores y creadores de cultura, los que incorporan bien o mal su tradición cultural, la asimilar y la transforman, asimilando elementos nuevos. Estos son procesos que se realizan en buena parte sin que sea posible determinar con claridad su marcha, y resultan de la contraposición de diferentes posiciones y visiones, sin que puedan o deban orientarse a partir de programas elegidos por grupos de funcionarios culturales.  Son los enfrentamientos reales de la cultura los que deciden en que medida el idioma se transforma, en que medida los gustos musicales o de baile cambian. Pero nada ayuda a entender, a aclarar o a mejorar este proceso la contraposición entre lo local y lo universal, pues es una contraposición indefinible y absurda.  

Por ello, me parece que lo que hay que hacer es mantener y reivindicar el papel que han tenido hace mucho tiempo las bibliotecas públicas modernas. El papel de las bibliotecas nacionales y patrimoniales, por supuesto, no está en cuestión: desde el siglo XVIII han hecho parte del esfuerzo estatal por hacer la colección de los documentos que puedan servir para estudiar la tradición nacional: son el depósito de la memoria escrita de una nación: hasta cierto punto son lo más parecido a unas bibliotecas defensoras de la identidad nacional. Las bibliotecas públicas, por su parte, surgieron ante todo para extender a los grupos sin recursos el acceso a la cultura. Nacen de un proyecto de democratización cultural, de la afirmación de que los artesanos, los obreros, los campesinos, tienen tanto interés y tanto derecho como las elites en la cultura escrita. Después, en el siglo XX, van descubriendo que sus tareas se realizan adecuadamente sin tener que someter el desarrollo de sus colecciones a un criterio de atención de los más pobres: la cultura que se debe poner a disposición de todos los sectores sociales es más o menos la misma. No importa que sean los niveles más bajos o los intermedios los que de hecho formen el público de las bibliotecas, y esto varía algo entre los países: lo que importa es que la biblioteca es el sitio en el que todos tienen acceso a todos los aspectos valiosos de la cultura. Las tentaciones limitadoras han sido combatidas una y otra vez por los bibliotecarios y sus asociaciones: las bibliotecas no deben censurar los elementos culturales que parezcan contrarios a los valores nacionales, ni deben considerar que su función es ofrecer los productos de la cultura nacional a sus lectores, dejando de lado la cultura universal, ni promover en forma autoritaria o paternalista una identidad determinada a sus lectores.  

La biblioteca moderna, en su forma ya consolidada, desde hace al menos 100 años, es una biblioteca que es al mismo tiempo nacional y universal, local y global, regional y cosmopolita. Y es una biblioteca que permite a los usuarios poner en cuestión las convenciones de las culturas locales y nacionales, porque en ella se encuentra lo que combate las culturas nacionales. Allí estaban –al menos donde el Estado no impuso unos criterios excluyentes o más tímidos- las obras de los subversivos, de los ateos, de los revolucionarios, junto con las grandes glorias de la cultura nacional o universal. 

No creo que las bibliotecas deban hacer nada diferente a esto. En cierto modo, lo que tienen que hacer es lo que se propone en la convocatoria de este congreso: mantenerse, como han debido serlo hasta ahora, como sitios para el contacto entre las culturas, y esto lo pueden hacer mejor mientras menos se preocupen por problemas falsos como el de la identidad cultural.  

Sin embargo, creo que vale la pena subrayar dos elementos:  

  1. En la medida en que la creación cultural se apoya en la experiencia vivida de cada persona, que pone en relación su propio pasado cultural con lo que encuentra ante sus ojos, la cultura es un proceso continuo de intercambio entre el pasado y el presente. Ese pasado está en la comarca, en la localidad, en la región, en la nación, en el mundo. Esta formado por el idioma que se oyó en la infancia, por los paisajes locales, por los libros leídos en la escuela, por la música que se oyó de niño y la que se oyó de adulto, en vivo o en la televisión, por los libros de los autores locales y por Cervantes o Julio Verne. Cada persona debe conocer bien su propio pasado, aunque no creo que deba convertirlo en fuente o patrón de identidad. La biblioteca debe ofrecer en la medida de lo posible una posibilidad de acceso ordenado al archivo, a la colección, a la memoria de todas estas experiencias. Por lo tanto, debe ser rica en publicaciones locales, en libros sobre la historia, la literatura, el idioma, la música, las tradiciones locales, regionales y nacionales. Esto incluye tanto material impreso como música y cine, que hacen hoy parte integral de la memoria cultural.

  2. Este material no es, desafortunadamente, muy abundante. La mayoría de los libros regionales de interés están usualmente agotados, no se pueden conseguir. Otros libros usualmente no se han escrito: la recopilación del folclor (relatos, chistes, dichos, adivinanzas, coplas, danzas, canciones, recetas de cocina, prácticas curativas, hábitos sociales) generalmente no se ha hecho o se ha hecho mal. Por lo tanto, yo recomiendo

                                                              i.      Hacer un inventario de los materiales que debería tener la biblioteca relativos a la cultura regional y local, apoyándose en los catálogos existentes: Luis Ángel Arango, Biblioteca Nacional, las bibliotecas universitarias regionales, la biblioteca departamental, y completando con la información que puedan dar los intelectuales locales. Se debe señalar en que biblioteca están los libros que no tenga la propia biblioteca.

                                                            ii.      Tratar de conseguir, por compra o por donación de coleccionistas locales, los libros y documentos que existan relativos a la localidad y la región.

                                                          iii.      Digitalizar los libros que no se puedan conseguir relativos a la localidad y la región. Si es posible, y este puede ser un proyecto cooperativo dentro de cada departamento, ponerlos a disposición de todos en Internet, ojalá sin exhortaciones o palabrerías regionalistas.

                                                           iv.      Interesar a los maestros y otros intelectuales locales para que hagan esfuerzos por recopilar la mayor cantidad de elementos del folclor local, entrevistando a las personas de la comunidad que todavía puedan narrar la historia local, contar cuentos, cantar rondas y canciones infantiles, enseñar juegos. Guardar los archivos sonoros y visuales (mp3, fotos o videos) de estas experiencias.

                                                             v.      Hacer talleres en los que algunas de estas producciones se den a conocer a otras generaciones.

                                                           vi.      Escoger los mecanismos más imaginativos para que la gente local conozca su pasado, su historia, sus tradiciones culturales.

  1. En la medida en que la creación cultural más exigente se apoya en toda la cultura universal, hay que ofrecer los elementos básicos de la cultura universal en la biblioteca. Existe un canon razonable, que debe ampliarse siguiendo los intereses manifestados por los lectores y la idea de ofrecer opciones y experiencias nuevas (literatura africana, literaturas latinoamericanas, etc.).- La selección de las colecciones de las bibliotecas debe tener siempre un gran sector dedicado a:

    1. Las obras clásicas de la cultura universal, en ediciones no abreviadas y de buena calidad. En las bibliotecas no universitarias no es necesario tenerlas en ediciones eruditas: es mejor una edición agradable que una llena de notas. Hay un canon convencional que hay que seguir e incluye  los clásicos griegos, las grandes novelas de Cervantes a Camus, la poesía universal. Pero hay que experimentar, añadir las novelas orientales clásicas, la literatura de países exóticos, las obras experimentales o de vanguardia de cualquier parte del mundo.

    2. La gran literatura contemporánea. Hay que seleccionar buenas muestras de literatura de alta calidad del mundo actual y tratar de atender los gustos de los lectores más exigentes. La biblioteca tiene que tener a Saramago y García Márquez, Cortazar y Vargas Llosa, Coetzee y Calvino y 20 o 30 autores más de esta calidad.

    3. Al lado de la literatura, hay que tener los principales ensayos y obras eruditas: (Montaigne, Cicerón, Steiner, Voltaire…) y algunas grandes obras científicas, históricas y filosóficas.

 

3. A modo de conclusión  

Quiero simplemente terminar insistiendo en que la biblioteca no tiene por que adoptar una posición propia en relación con los problemas de la identidad. He propuesto que se abandone el uso y abuso de este término, pero se que eso no va a ocurrir. Pero (dejando de lado otras funciones de información general de la biblioteca, que no es oportuno discutir) espero por lo menos que las políticas de la bibliotecas, que se basan en este terreno  en ofrecer al mismo tiempo las grandes obras de la cultura universal y las obras que permitan conocer y reconocer la cultura regional o nacional, no se formulen a partir de contraposiciones reivindicativas como las de cultura local o cultura nacional frente a la cultura universal.  

No creo que las bibliotecas puedan definir una política razonable para convertirse en sitios adecuados para formar la identidad local o regional; ni siquiera me parece posible definir que clase de cultura queremos que se forme en cada localidad, ni me parece que se pueda afirmar que es conveniente que cada localidad tenga su propia identidad y cada región la suya. Talvez lo que nos conviene, y es lo que puede estar pasando, es menos cultura local y menos identidad local. Y si las bibliotecas deben escoger entre promover o ayudar a formar la identidad y promover el acceso a la mayor diversidad, no tengo duda alguna: el papel de las bibliotecas es darle la espalda a la identidad y escoger como su objetivo estimular la variedad y diversidad de formas culturales: la biblioteca debe ser el espejo más limpio y exacto de de la riqueza y diversidad del mundo.  

En todo caso, a la biblioteca no tiene porque interesarle que la cultura regional sea haga más local o más universal: son los usuarios los que deben definir su propia aventura, formar su propio mapa de búsqueda y experimentación. Algunos, talvez muy optimistas, creerán que van a encontrar su inspiración y ejemplo en los autores locales. Otros, más seguros de su propia fuerza, pensarán que, para poder escribir Cien años de soledad, lo que hay que leer son las novelas de William Faulkner.  

Jorge Orlando Melo
Conferencia leída en el XVI Encuentro de Bibliotecas de las Cajas de Compensación, Pereira, 16 de agosto de 2006. Versión provisional.

 

[1] Los medios de comunicación se suman a la inquietud y la convierten en tema promocional: Semana acaba de hacer una encuesta para escoger el “símbolo nacional”. El escogido, el sombrero vueltiao, que según José Luis Garcés, lo usa el “hombre auténtico”, porque “señala un origen, una identidad, una cultura”. Semana, 1260 (Bogotá, 26 de junio de 2006).

[2] Por supuesto, como decía Humpty Dumpty, si uno es el que manda, puede hacer que las palabras quieran decir lo que uno quiera: “Cuando yo uso una palabra --insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso-- quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.

--La cuestión --insistió Alicia-- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

--La cuestión --zanjó Humpty Dumpty-- es saber quién es el que manda..., eso es todo”, Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas. Hasta tal punto es una simple moda, sin ninguna exigencia conceptual, el uso del término que un excelente artículo de Francois Xavier Guerra sobre la concepción de republicanismo durante la independencia en el cual nunca se usa la palabra “identidad”, es publicado como “La identidad republicana en la época de la independencia”, Museo, memoria y nació (Bogotá, 1999) 

[3] Como es muy difícil decir que la “identidad”, lo más frecuente es que se diga lo que no es y se descarten las concepciones erróneas de la identidad: Por ejemplo, Néstor García Canclini, afirma: "hay que cuestionar esa hipótesis central del tradicionalismo según la cual la identidad  cultural se apoya en el patrimonio, constituido a través de dos movimientos; la ocupación del un territorio y la formación de colecciones. Tener una identidad sería, ante todo, tener un país, una ciudad o un barrio, una entidad donde todo lo compartido por los que habitan ese lugar se vuelve idéntico o intercambiable. En esos territorios la identidad se pone en escena, se celebra en las fiestas y se dramatiza también en los rituales cotidianos, Culturas híbridas, p. 178. Claude Levi-Strauss destacó hace ya mucho que la identidad “es una entidad abstracta sin existencia real, aunque sea indispensable como punto de referencia”. L’identité, 1977.

[4] Rogers Brubaker. y  F. Cooper, “Beyond Identity”, en Theory and Society, 2000 (29 (1), después de una larga discusión de la evolución del concepto y sus definiciones, llegan a la conclusión de que lo más adecuado es abandonar totalmente su uso. Frank Knight muestra con claridad las limitaciones del concepto de identidad, que, aunque preferible al de “carácter nacional”, sirve muy poco para entender la historia de un país y es una “fuente rica de seudoargumentos y tautologías”.  "La identidad nacional, rasgo, mito o molde?", en Museo, Memoria y Nación, p. 150.

[5] Amin Maalouf, Identidades asesinas. Alianza Editorial, 1999. Sobre la contribución de los mitos históricos de la identidad vasca a la justificación de la violencia en España ver Jon Juaristi, El bucle melancólico: historias de nacionalistas vascos (Madrid: Espasa, 1998). y  Juan Aranzadi,  Auto de terminación: (raza, nación y violencia en el País Vasco) (Madrid: El País, Aguilar, 1994).

[6] Esta visión de la identidad, lo que no excluye grandes diferencias conceptuales entre ellos,  es por supuesto la que manejan los analistas más complejos y sofisticados, como Jesús Martín Barbero, Nestor García Canclini, Ernesto Laclau o Renato Ortiz, para mencionar solo los latinoamericanos . En todos ellos es común el rechazo a una visión de la identidad basada en el patrimonio cultural, la tradición, lo local, lo auténtico o cualquiera de las formas binarias usuales que adopta la contraposición valorativa que usualmente acompaña los discursos de promoción de la identidad.

[7] Existe una versión de los hermanos Grimm: “Der spielhansl” (Juan el jugador). La versión española fue publicada por Fernán Caballero (una escritora que había vivido hasta los 17 años en Alemania, pero dice que es un cuento del folclor andaluz), como “Juan Holgado”, en  Fernán Caballero, Cuentos y poesías populares andaluces, Leipzig, F. A. Brockhaus, 1874. Dos variantes italianas se encuentra en Italo Calvino, Cuentos Populares Italianos, vol. IV, Nos 165 y  200 (Métete en mi bolsa, de Córcega y La muerte en la vasija, de Palermo).  Carrasquilla conocía, por supuesto, los cuentos de Grimm y había sido un buen lector de Fernán Caballero. Sin embargo, cuando publicó el cuento, en 1897, Clímaco Soto Borda lo acusó de copiar un cuento francés, que no se ha identificado: Carrasquilla afirma que aunque había leído varios cuentos parecidos, ninguno era francés. Carrasquilla, Obras (Medellín, 1965), II, 756. Al margen, ninguna versión, popular o literaria, europea o americana, me parece, tiene la fuerza o la gracia de la de Carrasquilla.

[8] Roger Bartra, polemiza contra la visión de una continuidad cultural de lo mexicano cuando afirma: “una cosa es ser nacionalista y otra mexicano; lo primero es la manifestación ideológica de una orientación política, lo segundo, un hecho de ciudadanía”. Oficio mexicano, México, 1993, p.  133

[9] Como lo destacó Mauricio García Villegas en su artículo “Gustos e identidad nacional”, en la escogencia de los símbolos de Colombia promovida por Semana predominaron los productos comerciales. El Tiempo, 11 de julio de 2006.

[10] La palabra no suena muy bien, y ojalá tampoco se generalice, pero ya ha sido usada con frecuencia para traducir el constructionism de los que escriben en inglés. Un buen resumen del debate inicial, con muy buenas explicaciones sobre los mitos vascos y españoles, es Jon Juarista, “La invención de la nación”, en Claves de Razón Práctica, No 73 (Junio 1997)

[11] Otras formas de destacar la inexistencia de la identidad nacional o su tenue relación con cualquier supuesto de rasgos o caracteres nacionales es ponerla en el futuro o en el mundo de lo que debe formarse apenas., una identidad que no se apoye en el pasado sino en el futuro (Jesús Martín Barbero “El futuro que habita la memoria”, en Museo, memoria y nación) o que exprese una “nación distinta” (Mary Roldán, “Museo Nacional, fronteras de la identidad y el reto de la globalización”, id.,  102.) Pero por cada proponente de una identidad futura hay alguien que nos previene contra las Colombias “soñadas o imaginarias”, como las llama Fabio López de la Roche (“Multiculturalismo, viejas y nuevas memorias y construcción de nacionalidades abiertas, dialógicas y experimentales, Id, p 301)

[12] Ver el libro de Renán Silva, República liberal, intelectuales y cultura popular (Medellín, 2005) , para una excelente análisis de las complejidades de las actitudes de los intelectuales liberales frente a estos temas. En particular, es importante destacar que al mismo tiempo que querían educar al campesino, hicieron una valoración de su realidad cultural más positiva y optimista que la que había dominado antes. También su libro Sociedades campesinas, transición social y cambio cultural en Colombia (Medellín, 2006) resulta ilustrativo, al analizar el esfuerzo oficial más sistemático de recopilar los elementos de la cultura local en Colombia en el siglo XX: la Encuesta Folclórica Nacional.

[13] El debate sobre los rasgos de nuestro pueblo comienza a fines del siglo XVIII. En el Papel Periódico de Santa Fe de Bogotá. Francisco Antonio Zea aludió a los escritores europeos  “que nos equiparan a las bestias y nos juzgan incapaces para concebir un pensamiento”, señaló la “miseria y barbarie en que vivimos. Allí se defendió el uso del castellano, como parte de un “solido y perfecto patriotismo” y Manuel del Socorro Rodríguez polemizó con los que creían que la literatura local no tenía valor frente a la europea. En el Semanario del Nuevo Reino de Granada, Caldas expuso su teoría, tomada en parte de Montesquieu, del influjo del clima sobre los seres humanos.

[14] En 1989, en V Congreso Colombiano de Antropología, hice una irónica y escéptica presentación de este tema, que desafortunadamente parece haber contribuido a la búsqueda de más y más identidades, “Etnia, región y nación: El fluctuante discurso de la identidad (notas para un debate)” en Jorge Orlando Melo, Predecir el pasado: ensayos de historia de Colombia (Bogotá, 1992). También en  http://jorgeorlandomelo.com/etnia_nacion.htm .  

[15] El libro clásico en el que esto se planteo fue el de Eric J. Hobsbawm, The invention of tradition, Cambridge, 1982.

[16] Para decirlo en forma brusca, el hecho de que no exista “la colombianidad” o “la antioqueñidad” ni quiere decir que la historia de Antioquia o de Colombia no haya creado y siga creando unas constelaciones particulares de características más o menos extendidas, más o menos idiosincrásicas, de sus culturas, que es justo y conveniente estudiar. A propósito de este tema, ver J. H. Elliot, “Historia Nacional y Comparada”, Historia y Sociedad No 6 (Medellín, 1991), y por supuesto, aunque usa el término fatal, La Identidad de Francia de Fernand Braudel (Madrid, 1993).

[17] Erik Erikson, Childhood and Society, N.Y, W.W. Norton, 1963 [1950] y  “Identity and the Life Cycle”, Psychological Issues, 1959, 1,1.

[18] Ver, por ejemplo  Belisario Betancur, La identidad cultural de Colombia Bogotá: Secretaría Información y Prensa de la Presidencia de la República, 1982. El discurso en las Naciones Unidas fue clave en este sentido. Los primeros usos en Colombia pueden ser un documento de 1976 de la Conferencia Episcopal y la tesis de antropología de Maria Luisa Bernal Mahé de 1978. En 1989 el Congreso de Antropología dedicó uno de los simposios a la identidad, en la que se mencionaron la identidad étnica, la regional y la nacional, para no hablar de la identidad teórica, las identidades deportivas, la identidad femenina y la identidad de la antropología. Virginia Gutiérrez de Pineda presentó una ponencia sobre “complejos culturales regionales” pero no usó el término. Hubo también ponencias, que usan normalmente el término identidad con sensatez pero sin definirlo y con sentidos a veces incompatibles, de Fernán González, Fabio López de la Roche, Jeanne  Rappaport y Jesús Martín Barbero; la última es un estudio sin simplismos sobre los problemas de la identidad y la modernidad en América Latina, subrayando la aparición de un sentimiento de nación estrechamente enlazado a lo popular, a través del populismo e impulsado en buena parte por los medios de comunicación, así como el resurgimiento de identidades regionales.

[19] De lo exótico, Revista gris, 1894., No 9

[20] La historia de estas concepciones no se ha hecho en forma detenida. Ver Melo, “Etnia, región y nación…”, Fernán González, “Reflexiones sobre las relaciones entre identidad nacional, bipartidismo e Iglesia Católica,  Fabio López de la Roche, “Colombia, la búsqueda infructuosa de la identidad”, en V Congreso Nacional de Antropología, 1989; F. Martínez, “Cómo representar a Colombia?, de las exposiciones universales a la Exposición del Centenario, 1851-1910”, en Museo, Nación y Memoria, Bogotá, 1999 y Marco Palacio, que hace en el mismo volumen un artículo muy agudo y lleno de ironía hacia los esfuerzos por crear discursos para “afianzar la identidad nacional”, y critica los supuestos de muchos de estos esfuerzos. Vale la pena insistir en dos puntos, para evitar simplificaciones muy grandes. A) El racismo de fines del siglo XIX y comienzos del XX es en gran parte un racismo cultural y no biológico. Para muchos lo que había que defender era la “raza hispánica”, la “raza neolatina”: era una tradición cultural, definida en buena parte por la religión y el idioma, lo que se defendía. B) El liberalismo de los años 30s avanzó algo en la búsqueda de un proyecto político basado en una ciudadanía popular, y llevó a muchos de sus intelectuales a tratar de aclarar el papel de la cultura popular y el folclor en la formación de una cultura creativa colombiana. Renán Silva ha hecho un excelente análisis de este tema, pero todavía queda mucho por saber: la narración que tenemos de este período incorpora muy somera y simplificadamente posiciones como las de Germán Arciniegas, Eduardo Caballero Calderón, Armando Solano, Baldomero Sanín Cano, Jorge y Eduardo Zalamea.

 
 

 

 

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