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Del federalismo a la Constitución de 1886
 

Pluralismo y utopía: la Constitución de 1863

El 14 de febrero de 1863 se reunieron en la población antioqueña de Rionegro los miembros de una convención que debía escribir una nueva constitución para Colombia. Se trataba de establecer las bases legales para un régimen que surgía como resultado de una larga y violenta guerra civil, encabezada por el general caucano Tomás Cipriano de Mosquera. La triunfante revolución se había hecho a nombre de los derechos de los estados federales, de su autonomía y de su independencia, y contra el autoritarismo atribuido al presidente legítimo, Mariano Ospina Rodríguez.

Los abogados y generales reunidos pertenecían todos al partido liberal y este hecho hacía posible elaborar una norma constitucional bastante coherente, que recogiera las aspiraciones de liberalismo colombiano. Sin embargo, los miembros de la convención no estaban muy seguros del carácter del triunfo obtenido: para lograrlo, los liberales se habían tenido que someter a un caudillo autoritario y despótico, cuya conversión a liberalismo era demasiado reciente como para no suscitar el temor de haber sido motivada por oportunismo o resentimiento. ¿No habrían salido del régimen conservador para quedar en las manos del militarismo y la arbitrariedad del enérgico y temperamental general caucano? Un buen grupo de convencionistas de tradición civilista -abogados, comerciantes, propietarios rurales- deseaba el establecimiento de un régimen legal que diera el máximo desarrollo posible a los derechos individuales y redujera, de acuerdo con los principios del liberalismo decimonónico, las funciones y el papel del Estado: para ellos Mosquera, conocido por sus arrebatos y furias y por su tranquilidad para fusilar, era un riesgo. Otros liberales, por afinidades regionales, como los del Cauca, o por su agradecimiento con el destructor del gobierno conservador, o por su resistencia al leguyelismo y a la mentalidad de tenderos que atribuían a los civilistas, ofrecían un vigoroso respaldo don Tomás Cipriano y veían en él el escudo que protegería el país del fanatismo, el clero y la godarria.

La tensión entre los convencionistas no impidió la rápida elaboración de una nueva Constitución, pero las desconfianzas de civilistas como Salvador Camacho Roldán, Manuel Murillo Toro o Aquileo Parra contribuyeron a darle algunos rasgos particulares, a extremar la búsqueda de garantías contra el poder presidencial y contra la intervención del poder central en la vida los estados. El texto aprobado contó al cabo con el respaldo entusiasta de los liberales, que veían en la nueva Constitución el summum de civilización política y la prueba de que Colombia había llegado a un grado de madurez que la convertía en ejemplo para el mundo. Para los descontentos conservadores, era una carta utópica, sin bases en la realidad colombiana, inaplicable y que conducía en la práctica a una situación de desorden permanente y a la violación de los derechos individuales y ciudadanos que sus artículos reconocían. Durante el siglo pasado se hizo famoso el supuesto elogio de Víctor Hugo, quien habría dicho al leerla que era "una constitución para ángeles".

Se trataba, en primer lugar, de una Constitución federalista, hasta tal punto que partía de la ficción histórica y legal de que los Estados Unidos de Colombia se originaban en un pacto entre estados soberanos preexistentes, que habían acordado en 1861 unirse para formar una "nación libre, soberana e independiente". Sin embargo, el federalismo no era nuevo: creado en forma larvada por la Constitución de 1853, había sido institucionalizado, con toda su plenitud, en la Constitución aprobada en 1858 por un entusiasta congreso de amplia mayoría conservadora. Como en su reciente antecedente, en el 63 se reservaron al gobierno central el manejo de las relaciones exteriores, el crédito público, el ejército nacional, el comercio exterior, los sistemas monetarios y de pesas y medidas y el fomento de las vías interoceánicas. En forma conjunta con los estados federales, podía intervenir en los asuntos relativos a la instrucción pública, los correos, la estadística y el manejo de los territorios indígenas. Todo lo demás, todo que expresamente no se asignaba al gobierno nacional, quedaba reservado a las entidades regionales. Según el texto constitucional, y contra lo que con frecuencia se ha dicho, los estados no podían declarar la guerra ni intervenir en los asuntos internos de otros y correspondía al gobierno central, y sobre todo a la Corte Suprema de Justicia, dirimir las controversias y desacuerdos entre estados. Pero aunque el gobierno de la nación podía declarar la guerra a un estado, esto sólo ocurría en caso de abierta rebeldía de las autoridades de éste: lo que la Constitución tenía de novedoso era la ausencia de toda norma que permitiera al gobierno central intervenir en el caso de que se presentaran perturbaciones en el orden público interno de los estados, o cuando las autoridades de éstos violaran las normas constitucionales o legales. El único control a la legalidad de los actos de las autoridades regionales, que repetía una norma de la Constitución de 1858, era el mecanismo que permitía a la Corte Suprema suspender los actos de las asambleas estatales y remitirlos al Senado, para que, si los encontraba inconstitucionales, declarara a su anulación. Y a esto se añadió la garantía simétrica que permitía las asambleas estatales anular los actos del gobierno central cuando una mayoría de ellas los juzgará violatorios de los derechos individuales o de la soberanía los estados. Aparentemente se esperaba que en cada estado se consolidaran, sin tutela nacional alguna, por el puro proceso civilizador de la educación y de la práctica política, los principios señalados en la Constitución, que ordenaba que los gobiernos fueran "populares, electivos, representativos, alternativos y responsables". Pero si un gobierno regional violaba estos principios, o una revuelta local derribaba un gobierno legítimo, nada permitía recurrir al gobierno central para obtener apoyo en el mantenimiento de la legitimidad. Así, cuando en 1864 los conservadores antioqueños insurrectos derribaron el gobierno de Pascual Bravo, el presidente Manuel Murillo Toro decidió reconocer el nuevo régimen de Pedro Justo Berrío, interpretando la Constitución en forma que restringía todo derecho del gobierno central a intervenir en los asuntos políticos estatales. La llamada Ley de Orden Público, aprobada en 1867 y que estuvo vigente hasta 1880, hizo clara esta interpretación y la convirtió en la única posible.

El segundo rasgo dominante la Constitución era el alto reconocimiento de los derechos y garantías individuales. Abolía por completo la pena de muerte –a este tema se referían los elogios de Víctor Hugo-- y garantizaba los derechos a la propiedad, las libertades de pensamiento, imprenta, domicilio, trabajo, enseñanza, etc. Permitía los ciudadanos asociarse "sin armas", pero, como la Constitución de los Estados Unidos de América, autorizaba la posesión de armas y su comercio, aunque solamente en tiempos de paz. Y a diferencia de la Constitución norteamericana, no consagraba el derecho a la revolución, aunque sin duda no era necesario hacerlo para que este derecho tuviera un amplio ejercicio.

En tercer lugar, la Constitución debilitaba decididamente el poder del presidente, al que obligaba a actuar de acuerdo con el legislativo, al obligarlo a someter a la aprobación del congreso el nombramiento de los secretarios de Estado, de los diplomáticos y de los jefes militares. Y en buena parte para evitarse una larga presidencia de Mosquera, quien tarde o temprano tendría que ser elegido, se fijó un periodo presidencial de sólo dos años, en vez de los cuatro que establecía la carta de 1858.

Por último, debe subrayarse que, convencidos de la sabiduría de su obra, los constituyentes de Rionegro decidieron hacer especialmente difícil su modificación: durante su vigencia sólo pudo ser reformada una sola vez. En efecto, el cambio requería el apoyo unánime los estados, sea que se expresará mediante la petición, por todas las asambleas estatales, de una convención constituyente, o mediante la aprobación por el congreso de una ley de reforma ratificada por el voto unánime el senado, "teniendo un voto cada estado". Como cada estado tenía tres senadores, esto decía que fuera necesario contar con el voto favorable de por lo menos dos senadores en todos y cada uno de los nueve estados que componían la unión, lo que resultaba bastante difícil de lograr.

Progresan los asuntos locales, en especial las revoluciones

La marcha real del país, por supuesto, sólo dependía parcialmente del sistema constitucional adoptado. Los recursos económicos del país, las relaciones con el mundo capitalista de la época, las tradiciones y practicas políticas, los conflictos entre grupos sociales y económicos, todo lo que se quiera, configuraban un contexto que influía decisivamente sobre la forma como marchaban las instituciones políticas y sobre la historia política nacional. Pero la Constitución era sin duda importante, pues definía canales precisos a la controversia política, asignaba diversos poderes a los ciudadanos y era, ella misma, tema de una permanente controversia.

Desde cierto punto de vista, la Constitución correspondía muy bien a la realidad nacional: Colombia era un país sin mucha unidad económica, social o política. Es cierto que casi toda la población hablaba el mismo idioma y profesaba la misma religión. Aún más, desde el punto de vista étnico, el mestizaje se encontraba más avanzado que en casi cualquier otro país hispanoamericano, y sólo algunos grupos indígenas estaban por fuera de la nacionalidad colombiana. A pesar de ello, sobrevivían vigorosas identidades regionales o locales, que se percibían en buena parte como ligadas a diferentes constituciones étnicas, distintas tradiciones culturales o contrapuestos intereses económicos. Observadores nacionales y extranjeros subrayaban la diferencia entre los mestizos aindiados de Boyacá o Cundinamarca, los "negros" del Cauca, los "mulatos" de la costa o los mestizos y blancos de Antioquia o Santander, así como la auto identificación, más que con el país, con una localidad o una región: se era bugueño, o socorrano, o cartagenero o, sí acaso, antioqueño o caucano. Los partidos políticos, y en particular algunos caudillos, podrían crear un mínimo de lealtades nacionales, pero sólo reconociendo el peso de las diferencias, intereses y vanidades locales.

Las dificultades de comunicación, la variedad de condiciones e intereses locales, y el peso de las tradiciones regionales hacía poco viable un gobierno centralizado real. En un país en el que todavía, para 1870, apenas el 7% de la población vivía en concentraciones urbanas de más de 10.000 habitantes, con un telégrafo que empezaba a unir apenas las capitales de los estados, y en el que un viaje de Medellín a Bogotá podría durar 20 o 30 días, la presencia de un gobierno central en el territorio nacional tenía mucho de irreal.

Pero, aunque el régimen federalista hubiera podido ajustarse muy bien a las condiciones nacionales, y aunque el sistema político funcionó en forma aceptable hasta mediados de la década de 1870, alentado por la época de gran prosperidad e insospechado crecimiento del comercio internacional, algunos aspectos concretos de orden político, derivados de las normas constitucionales, generaron dificultades crecientes y contribuyeron a desestabilizar al régimen y hacerle perder legitimidad. Como ya se vio, se dejó a cada estado el manejo de su propio sistema político; esto quería decir que la determinación de las normas electorales, y la calificación de los resultados se dejaba en las manos de los estados, incluso cuando se trataba de elegir miembros del Congreso o presidente de la República. Eran obvias las desigualdades: mientras en unos estados se mantuvo el sufragio universal, en otros se adoptó un sistema de voto restringido, fuese por calificaciones de ingreso o alfabetismo, o por una amplia variedad de sistemas de elección indirectos. Esto condujo a situaciones en las que el sufragio no era muy puro ni representativo, ya que grupos que perdían el apoyo de los electores tratarán de conservar el poder manipulando las leyes electorales o los sistemas de escrutinio. Lo anterior tiene implicaciones graves ante todo para la elección presidencial, pues para esta cada uno de los nueve estados contaba con un voto. Mientras los liberales dominaron una clara mayoría de estados, y se mantuvieron unidos, no fue necesario realizar malabarismos extraordinarios con el sistema electoral. Así ocurrió durante la primera década de vigencia de la Constitución, cuando tan sólo Antioquia y Tolima estuvieron bajo el control de los conservadores. Pero ya para comienzos de la década del 70, por ejemplo, se había establecido en Cundinamarca una maquinaria que controlaba todo el aparato electoral y judicial: el famoso "sapismo", orientado por don Ramón Gómez, de quien decía Joaquín Pablo Posada (el "Alacrán"):

Él una falange rige
que hace jueces y ministros
y falsifica registros
diciendo "el que escruta elige".

Tan pronto comenzó a dividirse el liberalismo, comenzó a hacerse más importante, para garantizar la sucesión presidencial, el control de los ejecutivos regionales, y esto agudizó la tendencia a prácticas electorales viciadas o a mecanismos abiertos de violencia, a las revueltas locales y --después de 1873—a que el gobierno central, que contaba con una Guardia Nacional con destacamentos en todo el país, interviniera subrepticiamente en favor de uno u otro grupo liberal. Así, mientras en el periodo anterior a 1858, bajo constituciones más o menos centralistas, las revueltas pretendían derribar el poder ejecutivo central, a partir de 1863 se hicieron frecuentes las revoluciones locales y el principio de no intervención del gobierno central, sobre todo en la década del 70, dejó de aplicarse en la práctica, aunque se mantuvo en la teoría. Por esto, pudo decir  el secretario del interior Felipe Zapata en su memoria 1870: "las revoluciones descentralizadas han prosperado como todos los asuntos confiados a las secciones..."

El hecho es que, durante la vigencia de la Constitución de 1863, sólo se dieron dos guerras civiles generales, la de 1876-77, originada en el problema de la educación religiosa, y la de 1885, cuando lo que estaba en juego era la supervivencia de la Constitución misma. Pero las revueltas locales fueron frecuentes, y se convirtieron en uno de los principales motivos de crítica contra la Constitución.

Sin embargo, si se compara la evolución colombiana con otros países latinoamericanos, o si se advierte que la inestabilidad política no fue inferior bajo el imperio de constituciones centralistas autoritarias, el resultado no fue tan negativo, y bajo la vigencia de estas constituciones se fueron consolidando mecanismos de poder regional y grupos políticos de alcance regional y nacional que pudieron, a comienzos del siglo XX, lograr un mínimo de consenso entre los grupos dirigentes colombianos con respecto a las reglas políticas del país. Y la Constitución del 63 convirtió en parte de la ideología política nacional, en valores aceptados por amplios grupos de la población nacional y no sólo por una estrecha élite educada, conceptos como el del origen popular del poder político, la igualdad de derechos de los ciudadanos, independientemente de su situación económica, social y étnica, la búsqueda de soluciones civiles a los conflictos, la inviolabilidad, por el Estado, de la vida humana, el derecho universal a la educación, la libertad de expresión, de pensamiento y de prensa; los mismos conservadores los fueron acogiendo al esgrimirlos contra las violaciones de ellos por parte del gobierno liberal.

Por otra parte, buena parte el periodo de vigencia de la Constitución de 1863 coincidió, como se dijo ya, con un auge de la actividad económica, que duró más o menos hasta 1875. Esto permitió que, incluso contra el liberalismo extremo de algunos teóricos, el Estado aumentara su capacidad de acción y de intervención en la vida del país. Los recursos fiscales se aplicaron entonces ante todo a mejorar la red de comunicaciones del país (telégrafos, caminos, ferrocarriles), por lo que contribuyeron los liberales federalistas a crear bases reales por un sistema político más centralista, a impulsar la educación pública, que tenía una alta prioridad en la agenda liberal, por la posibilidad de que sirviera de contrapeso ideológico a la Iglesia. También la educación pública sirvió para impulsar los procesos de unificación cultural del país y para implantar un mínimo de valores comunes en los principales núcleos del territorio nacional.

Las divisiones liberales y la estrategia conservadora

El Partido Liberal tenía, desde la fecha misma de su constitución formal, en 1849, una historia de divisiones. Gólgotas y draconianos se habían opuesto entonces: los primeros constituían una tendencia doctrinaria y teórica que atraía sobre todo a los jóvenes universitarios de comerciantes y hacendados partidarios del laissez faire; los otros agrupaban militares pragmáticos y con experiencia, opuestos a innovaciones utópicas, y artesanos empeñados en un proteccionismo que los Gólgotas rechazaban. La división fue brusca, y llevó a pedreas y zurras: los elegantes gólgotas tuvieron que defenderse a puño limpio de los artesanos. La dictadura de José María Melo estuvo inscrita en este contrapunto, pero su derrota hizo perder casi todo peso a los draconianos. Éstos tuvieron una reencarnación en Mosquera, quien desde 1855 empezó buscar la creación de un tercer partido o una alianza con un sector liberal. Fue el partido liberal todo el que finalmente lo apoyo, aunque, como se vio, la redacción de la Constitución reabrió las fisuras. Los liberales civilistas, que recibieron el apelativo de "radicales", no pudieron impedir su elección en 1866, pero aprovecharon algunas divergencias menores de los intentos del general de imponer su voluntad al Congreso a la brava, para "amarrarlo", destituirlo, cambiarlo por el designado, general Santos Acosta, y juzgarlo. Fue condenado al pago de doce pesos de multa, y por un tiempo, al perder influencia la corriente mosquerista, a la que solamente identificaba la lealtad y admiración por el gran general y quizás un anticlericalismo a flor de piel, más hirsuto al de la mayoría los radicales, pareció que liberalismo se mantendría unido. Pero los conservadores, excluidos de toda perspectiva de control del gobierno central, tenían interés en la división liberal, si querían aumentar su propio poder. Es cierto que el radicalismo había tolerado la existencia de gobiernos conservadores en Antioquia y el Tolima, y el envío al Congreso de representantes y senadores de este partido. Esta tolerancia no era difícil mientras los conservadores fueron minoritarios, pero ponía en peligro el régimen liberal si éstos continuaban añadiendo estados a su rosario. Así, cuando en 1869 lograron ganar las elecciones de Cundinamarca, los radicales echaron por la borda la teoría de la no intervención y utilizando la excusa de un conflicto entre la asamblea de Cundinamarca y el gobernador, pretendieron a "amarrar" a este, por sugerencia del gran ideólogo del liberalismo, Manuel Murillo Toro. Esta experiencia hizo que el conservatismo, orientado sobre todo por el hábil político caucano Carlos Holguín, modificará su estrategia y tratara de buscar una alianza con un sector liberal.

El efecto esta línea de acción, que buscaba obtener garantías políticas en los estados, y eventualmente influir en la elección de un presidente dispuesto a hacer concesiones importantes, era acentuar las tendencias a la división de liberalismo y generar una permanente suspicacia entre los diversos grupos liberales: el primer pacto lo hizo don Carlos Holguín con el demonio mismo; en 1869 los conservadores holguinistas apoyaron a Tomás Cipriano Mosquera como candidato presidencial. Como éste había perseguido la Iglesia, desterrado curas y obispos, expropiando los bienes de las congregaciones y fusilado bastantes conservadores (y no pocos liberales) --los "angelitos" que según el mismo don Tomás él había puesto en el cielo-- muchos conservadores consideraron la unión sacrílega y los antioqueños, que estaban contentos con el sistema federal y en buenas relaciones con los liberales, vieron la cosa con tibieza, por decir lo menos. Los radicales, por supuesto, ganaron, pero el mosquerismo siguió funcionando como centro de atracción para los liberales descontentos. Éstos eran muchos en 1873, cuando el candidato radical, Santiago Pérez, tuvo que enfrentar el desafío del general Julián Trujillo, un caucano vinculado al mosquerismo y con buenos apoyos en todo el país. Para ganar las elecciones hubo que apelar con mayor precisión al aforismo del "sapo" Gómez y usar a la Guardia Nacional para inclinar los gobiernos regionales a votar por Pérez.

El uso creciente de la violencia y el fraude aumentaban el descontento de muchos liberales y la tentación de unirse a los conservadores, que tenían dos votos de los cinco que se requerían para tener mayoría en una elección presidencial. Esto aumentaba la tendencia a la división, y bajo Santiago Pérez esta volvió a consolidarse a pesar de que no es fácil señalar una divergencia muy grave de opiniones entre los grupos liberales. Casi todo el mundo había llegado a la conclusión de que era necesario hacer algunas reformas a la Constitución. Entre las propuestas con mayor consenso estaba la de extender el período presidencial; sobre el problema central, el del orden público, no existía una fórmula clara, pero muchos se inclinaban a seguir el modelo norteamericano: autorizar al gobierno central para intervenir a favor de los gobiernos estatales cuando éstos o las asambleas lo solicitaran. Nadie parecía combatir el federalismo, y cuando en las elecciones de 1875 se enfrentaron como candidatos presidenciales el probado radical don Aquileo Parra y el político costeño Rafael Núñez, aunque la hostilidad mutua llegó a extremos inconcebibles, las declaraciones ideológicas de los dos opuestos portavoces apenas se diferenciaban.

Oligarcas e independientes

El grupo radical, que había usufructuado del poder nacional durante casi todos los años entre 1864 y 1874, con el breve interregno de Mosquera en 1866-67, estaba dirigido por Manuel Murillo Toro, y sus personajes más conspicuos eran los hermanos Felipe y Santiago Pérez, Dámaso y Felipe Zapata, el comerciante Aquileo Parra y el general Santos Acosta. Casi todos estaban entre los 35 y los 45 años, y habían despertado a la política muy jóvenes, casi adolescentes, en los años movidos del medio siglo, de los conflictos entre gólgotas y draconianos. Los patriarcas del grupo eran apenas cincuentones, como Murillo, el ideólogo y orador Ezequiel Rojas o Parra.

La mayoría provenían de las provincias orientales del país, de Boyacá, Cundinamarca y en especial de Santander. En estos estados la influencia de los radicales era muy amplia, y el semillero de nuevos reclutas producía continuas cosechas. Aunque algunos tenían fortunas independientes, más bien modestas, y cuidaban alguna hacienda o un negocio comercial, la mayoría de los dirigentes radicales se había dedicado ante todo al mundo de la política y de la ideología. Cuando no ocupaban un cargo público, un ministerio o la presidencia, la enseñanza y el periodismo eran sus actividades preferidas. Tenían una ideología en la que creían con firmeza, y a esta fe rígida ayudaba la relativa simplicidad de su pensamiento, que mezclaba influencias de Bastiat, Juan Bautista Say y sobre todo el utilitarismo político de Jeremías Bentham, que se había enseñado en las escuelas de derecho del país durante casi todo el siglo. Casi todos tenían un título profesional, preferiblemente de abogado, y  creían en la instrucción como uno los factores principales del progreso. La economía les parecía una ciencia y la política debía estar regida por dogmas y principios ciertos. Con una cierta ostentación de pulcritud moral y de firmeza de carácter, probaban a su modo que era posible, contra lo que creían los conservadores, ser utilitarista y honrado. Algunos de ellos, como Santiago Pérez, el presidente 1874-1876, hacían gala de su fe y su catolicismo --su misal se hizo famoso en el mundillo político-- pero la mayoría eran creyentes flexibles, sin aceptar la disciplina de la Iglesia y muy enemigos de la intervención de ésta en la vida pública. De esta intervención, en su opinión, no surgía sino el triunfo del fanatismo, las supersticiones y el mantenimiento de la ignorancia de las masas, sobre las que se apoyaba el partido conservador. A pesar del anticlericalismo, hubieran preferido no perseguir a los eclesiásticos. Se sentían obligados a hacerlo en ocasiones, cuando la Iglesia terminaba poniendo en peligro el régimen, pero la actitud represiva de Mosquera, por ejemplo, les parece una prueba más de las arbitrariedades del general. Lo que querían era ante todo que la Iglesia no interviniera en política, y que permitiera el desarrollo del sistema educativo público independiente de ella, y esto era algo que la iglesia no estaba dispuesta a aceptar.

Cuando se lanzó la candidatura de Rafael Núñez en 1875, sus seguidores se dieron el nombre de "independientes", mientras reservaron el título de "oligarcas" para sus opositores. El grupo independiente estaba amasado por harinas de muy diversas clases. El mismo candidato era difícil de agarrar. Costeño, no ocultaba su fastidio por Bogotá y por los cachacos. Esto le ganó adhesiones de origen regionalista: casi todos los liberales de la Costa, de Riohacha a Panamá, lo respaldaron en las elecciones de 1875; era la oportunidad de tener por primera vez un presidente costeño. Además, el radicalismo, con su fanatismo ideológico, no había prendido mucho en el ambiente político costeño, donde pesaban más los conflictos entre clanes familiares o entre los blancos y los políticos de las barriadas mulatas. Fuera de los costeños, los liberales caucanos, cuyo candidato Julián Trujillo había sido frenado en 1873 con las manipulaciones radicales, también se sumaron a Núñez.

Otras características de Núñez le permitían ganar otros apoyos: había estado ausente del país durante doce años, como cónsul de Colombia en Le Havre y Liverpool.  Se creía que había hecho una buena fortuna y había adquirido una madurez de estadista con sus estudios de los pensadores políticos europeos. No había descuidado la actividad de periodista, y había remitido corresponsalías en las que adoptaba una posición moderada, abierta al realismo político, enemigo de los fanatismos y de los choques entre los principios y la realidad. No era, además, muy amigo de hablar claro: en sus escritos pueden encontrarse elogios y críticas del federalismo, recomendaciones y contrarrecomendaciones frecuentes. Fue el político que hizo con más decisión regla máxima de conducta la de "seguir las corrientes de la opinión". Sin embargo, venía con un objetivo claro, y si otros aspectos de su pensamiento variaban con frecuencia, en esto mantuvo una actitud coherente: era preciso reformar el sistema político vigente para que el país superara el desorden y la violencia, y esto requería un sistema político en el que el Estado fuera vigoroso. La vaguedad de sus formulaciones y la ausencia del país hacia en que no tuviera muchos enemigos concretos, y su imagen de pensador, su capacidad de polemista, los poemas en los que expresaba su escepticismo religioso, su habilidad como escritor que iba al grano y no se perdía en retóricas vacuas --sus enemigos decían que no tenía acción buena ni palabra mala-- atrajeron buena parte de los jóvenes universitarios o recién graduados; en el 76 fue candidato de la juventud. No importa que vieran en él lo que no era; muchos de lo jóvenes liberales creían que era el verdadero portador de la tradición liberal, frente a un Santiago Pérez, cuyas idas a misa lo hacían sospechoso para los fervorosos liberales de la Universidad Nacional o El Rosario. A esta gente se unieron antiguos mosqueristas y, por supuesto, todos los políticos insatisfechos, todos los que sentían que el "Olimpo Radical" se había convertido en una rosca estrecha que los excluía del poder. Por último, seguían a Núñez los que alcanzaban a entrever que quería reformar genuinamente el sistema político, los liberales como don Salvador Camacho Roldán, don Manuel Uribe Ángel o don Miguel Samper, que creían que había que estabilizar nuestras costumbres políticas, acabar con la intolerancia y el fraude y que era preciso reconocer un lugar a los conservadores y acabar con la guerra contra la Iglesia. Como puede verse, en la primera candidatura de Núñez los "independientes" lo fueron por las razones más heterogéneas y a veces contradictorias. Más que un movimiento consistente, era una coalición de insatisfechos, y la habilidad de Núñez para hacer que un grupo unido por motivos tan tenues lograra sobrevivir es una buena prueba su talento político.

Unas elecciones movidas

Núñez parecía contar, desde el comienzo, con muy buenas probabilidades de ganar la elección: si tenía el apoyo de los tres estados de la costa (Magdalena, Bolívar y Panamá) y del Cauca, le bastaría un voto más para ganar la elección. Este voto podría ser el de cualquiera de los estados conservadores (Antioquia y Tolima) o el de Cundinamarca, donde los independientes tenían buena fuerza. El candidato radical, Parra, parecía contar apenas con los votos de Santander y Boyacá, y quizá de Cundinamarca. Núñez entró negociaciones privadas con los conservadores, escribió una carta a don Miguel Antonio Caro y a don Carlos Martínez Silva, dos de los principales dirigentes de este partido, donde, con algo de su usual ambigüedad, declaró que no era "decididamente anticatólico". Aunque esto no tenía un sentido muy claro, Carlos Holguín juzgó que era suficiente para darle el apoyo conservador.

La posibilidad de un presidente liberal elegido con el apoyo los conservadores resultaba inaceptable para los radicales: ¿A cambio de que estaría dándose este apoyo? ¿Qué pactos podían haber acordado Núñez y el zorro de don Carlos Holguín? Los radicales no lo sabían, pero sospechaban lo peor. En una carta a Martínez Silva de fines de año, Núñez había echado sus cartas: si lo apoyaban y era elegido, impulsaría el nombramiento de designado y secretario de guerra conservadores, establecería la paridad en el gabinete y los empleos principales, haría una distribución " equitativa" de los cargos militares, se daría autonomía a la universidad y se tramitaría una reforma constitucional que, curiosamente, acentuaba el federalismo; los Estados recibirían autonomía para el manejote  los asuntos religiosos educativos, así como de todo lo relativo a las elecciones y derechos de los ciudadanos. De este modo, los estados conservadores podrían, sin temor a enfrentarse al gobierno central, restablecer la enseñanza religiosa obligatoria, y regularizar las relaciones con la Iglesia. En ese aspecto, Núñez había advertido ya las necesidades de superar el enfrentamiento con la Iglesia y ofrecía que el gobierno federal, partiendo del hecho de que la religión católica era la de la "casi totalidad de los colombianos", tendría una actitud hacia el culto que no sería de " indiferencia absoluta".

A la desconfianza de los radicales hacia Núñez, por sus eventuales concesiones al conservatismo, se suman otros motivos de suspicacia: ¿De donde salía Núñez, que había estado fuera de la lucha durante doce años, con el derecho a quitar el turno presidencial a radicales que habían ganado sus puestos en la paz y en la guerra? Fuera del natural rechazo de unos caballeros puritanos y moralistas a un político conocido por sus aventuras amatorias, y que quizás había saltado tapias con más frecuencia por motivos de faldas que por razones políticas o militares.

Las elecciones, realizadas a mediados de 1875 en los diversos estados, dieron aparentemente el triunfo Núñez: Panamá y Bolívar votaron por él, y parecía evidente la mayoría en Magdalena y Cauca.  Antioquia y Tolima, para evitar que Núñez apareciera como candidato apoyado por los conservadores, escogieron a Bartolomé Calvo. En esta situación, faltaba escrutar el voto de Cundinamarca, y cuando el gobierno advirtió que había mayoría nuñista, comenzó una serie maniobras que llevaron al colmo el manejo los escrutinios. Un miembro del jurado electoral fue apresado, para llamar a su suplente radical; cuando los demás jurados se opusieron, fueron destituidos y reemplazados por radicales, que dieron el triunfo a Parra. Aún así, este tenía sólo tres votos: Santander, Boyacá y Cundinamarca. Se procedió entonces a apoyar un golpe en Panamá, y el nuevo gobierno hizo otro escrutinio, de donde resultó que Panamá tuvo dos resultados: uno por Núñez y otro por Parra. También en Magdalena se derribó al presidente independiente Joaquín Riascos, quien murió, y se le reemplazó por un radical. Un cambio de presidente en Cauca permitió el ascenso de un parrista, quien trató de que se escrutara a favor de Parra. Al no lograrse esto, se decidió impedir que se legalizara el escrutinio, de modo que Cauca no voto. Después de múltiples irregularidades, y de que se declarará que ninguno de los candidatos principales había tenido la mayoría absoluta, el Congreso, como lo ordenaba la Constitución, procedió a elegir presidente, después de varios incidentes que permitieron elevar la representación parrista en forma claramente ilegal. Núñez había perdido su primer intento de ascender a la presidencia, pro el triunfo radical había exigido tal acopio de fraudes y violencias que la legitimidad del gobierno y el prestigio del radicalismo se vieron seriamente afectados. Y desde entonces, la división liberal se hizo irremediable.

Guerra civil y triunfo de los independientes

El presidente electo trató de realizar una política que limara las asperezas entre radicales e independientes, así como las que existían entre la Iglesia y el Estado, y que se centraban en la existencia de escuelas normales orientadas por una misión alemana, cuyos miembros eran protestantes, y en el carácter no religioso de las escuelas primarias. Parra acordó con el arzobispo Bogotá un sistema por el cual las escuelas organizarían los horarios para que un sacerdote pudiera dar enseñanza religiosa a los niños cuyos padres lo solicitaron. Sin embargo, en otras regiones del país, como Antioquia y el Cauca, la Iglesia mantuvo una actitud intransigente, y consideró ilegítimo para los católicos asistir a las escuelas estatales, aún si en ellas, como se propuso en el Cauca, enseñaba religión un sacerdote y lo pagaba el gobierno; se llegó incluso a prohibir la presencia de los alumnos de las escuelas normales en las procesiones religiosas, para que no se mezclaran "el trigo y la cizaña". Todo esto condujo a un aumento de las tensiones entre los conservadores y el gobierno, y finalmente aquellos se lanzaron a la guerra contra el ateísmo liberal. Muchos de ellos confiaban en que el nuñismo, resentido, se les uniría. Pero todavía para la mayoría de los independientes los conservadores eran el enemigo común, y una alianza con ellos violaba demasiadas tradiciones. Aunque el mismo Núñez, que había sido elegido presidente del estado Bolívar, consideró, según parece, la posibilidad, acabó decidiendo que no iba a "embarcarse en un navío a punto de irse a pique": ya los conservadores habían sufrido derrotas sustanciales en los campos de batalla. Así resolvió el dilema que había planteado a Emiro Kastos: "¿debemos unirnos a los oligarcas de miedo a los conservadores, o unirnos a éstos aunque nos domine el elemento teocrático?" Además, Núñez veía venir, por un camino travieso, el triunfo que los radicales le había robado: los triunfos de la guerra convirtieron al independiente Julián Trujillo en el héroe nacional del liberalismo, lo que lo hacía el obvio e inevitable triunfador de las siguientes elecciones, en las que además desaparecerían los votos conservadores, pues la derrota de esos condujo a la formación de gobiernos liberales en el Tolima y Antioquia. La euforia del triunfo creo al menos momentos de unidad entre las dos alas del liberalismo, que no vacilaron en votar conjuntamente el destierro de los cuatro obispos que más habían estimulado la guerra, la suspensión de los pagos a la Iglesia correspondientes a las manos muertas y la expedición de una ley de "tuición de cultos" que colocaba a la Iglesia bajo la vigilancia del Estado. Sin embargo, tal unión fue breve y pasajera, y pronto los liberales se dividieron de nuevo. Entre los temas de desacuerdo estaba el apoyo al ferrocarril del Norte, un proyecto favorito del presidente Aquileo Parra, que salía de Bogotá y llegaba al Magdalena pasando por los departamentos orientales;  para antioqueños, caucanos y costeños esta ruta parecía demasiado cara y sin mucha prioridad, excepto política y, en especial en una situación de crisis económica y fiscal como la que había empezado a vivir el país desde 1875. También fue tema de frecuentes desacuerdos una innovación que se había introducido en la guerra de 1876-77: la de confiscar los bienes de los conservadores y rematarlos. Los propietarios de ambos partidos vieron esto con terror, y hasta el general Mosquera, que encontraba de acuerdo con el derecho de gentes fusilar enemigos, juzgaba el colmo de la barbarie arrebatarles sus propiedades

En todo caso, como se había previsto, la elección del general Julián Trujillo resultó inevitable, y los mismos radicales se vieron obligados a apoyarlo. En la posesión, el 8 de abril de 1878, el presidente del senado, Rafael Núñez, planteó la necesidad de una reorientación para sacar a la nación de las dificultades que afrontaba: "el país se promete de vos, señor --dijo Núñez a Trujillo-- una política diferente, porque hemos llegado a un punto en que estamos confrontando este preciso dilema: regeneración administrativa fundamental o catástrofe." Trujillo trató de abrir el camino a esta regeneración y gobernó en un ambiente perpetua de desconfianza hacia los radicales.

La administración independiente, si quería continuar en el poder --y para nadie era un secreto que Núñez intentaría ser elegido en 1880-- requería consolidar su fuerza en los diversos estados, la mayoría los cuales están en manos de los radicales, cada día más desconfiados de Núñez, sobre todo después de que en 1879 se divulgó la carta a Martínez Silva mencionada antes. La brecha entre Núñez y los radicales se abrió más cuando el congreso, de mayoría radical, objetó e impidió su nombramiento como ministro colombiano en los Estados Unidos de América. En todo caso, poco a poco los independientes empezaron a capturar los estados: Boyacá y Santander vieron elegir presidentes independientes, los señores José Eusebio Otálora y Solón Wilches. En el Magdalena; el general José María Campo Serrano, con el apoyo probable de Núñez, presidente de Bolívar, derribó al gobernador radical y, en el Cauca, el independiente Eliseo Payán derribó a Modesto Garcés. Así, para fines de 1879, los radicales parecían a punto de perder el control de casi todos los estados, con excepción de Antioquia, Tolima Cundinamarca. En Antioquia fracasó una revolución impulsada por los independientes de Cundinamarca, que contó con un buen apoyo conservador. El gobernador, Tomás Rengifo, antes vacilante, se pasó de lleno al radicalismo, y acabó proclamado candidato presidencial de éste grupo en un acto suicida, teniendo en cuenta el amplio descrédito que logró Rengifo entre el liberalismo bienpensante. En efecto, a éste se le atribuían varias prácticas de guerra de inusitada violencia durante la revolución conservadora que tuvo lugar en Antioquia en 1879, como el fusilamiento de un prisionero y la coacción al Banco de Medellín para apoderarse de sus depósitos. Como decía Martínez Silva --antes de que en 1885 Núñez tuviera que encerrar a los accionistas del Banco Hipotecario para que aprobaran un préstamo--: "los bancos son hoy en todo el mundo civilizado una especie de sancta sanctorum... y quien con ellos se estrella, está perdido."

La debilidad de los radicales llegaba a un punto inesperado. ¿Qué podrían hacer? Rengifo, a comienzos de año, había tratado de conformar una liga entre Antioquia y Tolima para tratar de impulsar una rebelión radical en el Cauca. El gobernador de Tolima decidió que era preferible mantenerse entre la legalidad, y aceptar la inevitable administración de Núñez.

Los debates del Congreso se hacían ante barras exaltadas. Los independientes aprendieron a movilizar a los artesanos, y a cada rato se presentaban incidentes de violencia. En la Cámara se produjo un abaleo, y un artesano resultó muerto. Los radicales pensaron que el presidente estaba tolerando las asonadas contra el Congreso, y trataron de "amarrarlo". Para ello presentaron una acusación contra él, y como se suspendió la reunión constitucional del cuerpo, los enemigos de Trujillo decidieron reunirse en secreto para proseguir las sesiones. La maniobra no tuvo resultados y alguno de los radicales, apedreados, debieron refugiarse en el palacio presidencial, donde los recibió, con su sombrero de jipijapa puesto, el acusado. En otras regiones el conflicto político tenía claras connotaciones sociales: los dirigentes del grupo independiente o wilchista de Santander, amenazados por la oligarquía comercial, que había presentado una lista de unidad radical y conservadora para las elecciones municipales, movilizaron las masas y los artesanos, en un momento de fuerte crisis económica. La tensión entre estos grupos y las oligarquías comerciales de Bucaramanga explotó en una asonada popular en la que se incendiaron casas comerciales y murieron o fueron heridos varios comerciantes alemanes. 

Finalmente, cayó Cundinamarca; allí el diputado Francisco Eustaquio Álvarez ("El macho"), un radical que se preciaba de honesto y se especializaba en denunciar a los demás radicales, hizo un discurso, probablemente irónico, en el que desafiaba a independientes y conservadores:

"Teniendo los conservadores como tienen una inmensa mayoría numérica y contando con las grandes influencias del país, no ha habido otro medio que el fraude de impedirles que recuperen por las elecciones el poder que perdieron por las batallas. El gran error del partido liberal consistió en organizar el país después de su triunfo armado, concediendo a los conservadores derechos políticos para verse después en la necesidad de recurrir al fraude, a la violencia, al descrédito de las instituciones y al desconocimiento de la legalidad para hacérselos nugatorios. Y nugatorios tenía que hacérselos, puesto que no había de ser tan estulto que se dejase quitar con papelitos lo que había ganado con las armas. Nosotros los liberales jamás hemos pretendido gobernar en Colombia a título mayor número, porque conocemos nuestra minoría; gobernamos con los títulos que nos dan la inteligencia y la fuerza pues de ambos hemos necesitado para vencer a los conservadores." En todo caso, en septiembre, en Cundinamarca, los independientes ganaron, en este caso con papelitos, las elecciones departamentales. Aunque los diputados radicales trataron de organizar un golpe, fallaron por la acción conjunta de los conservadores, dirigidos por Carlos Holguín, y de los independientes orientados por Daniel Aldana, quien desde noviembre asumió el cargo mientras se posesionaba el titular. De este modo, todos los estados, con excepción de Antioquia y Tolima, quedaron en manos independientes. Las elecciones nacionales confirmaron esta situación, al recibir Núñez ocho votos contra uno del general Tomás Rengifo, jefe civil y militar de Antioquia, y que había sido escogido como candidato radical.

La reacción contra Rengifo, en la misma Antioquia, lo llevó a la renuncia y a abandonar el estado; el nuevo gobernador, Pedro Restrepo Uribe, indeciso y apocado, resultaba vacilante, lo que provocó una revuelta radical encabezada por el poeta Jorge Isaacs y el futuro general Ricardo Gaitán Obeso. Aunque éstos lograron un rápido triunfo, y pasearon a Restrepo prisionero bajo vigilancia por todo el estado (pues, tras dar su palabra de no fugarse, había escapado), no pudieron sostenerse ante la decisión de Trujillo de enviar tropas nacionales contra ellos, pese a todo lo que dijera la Constitución. Ante esto, Isaacs logró firmar un convenio bastante curioso con el gobernador, por el cual aceptaba la autoridad de este y recibía una plena amnistía del gobierno. Además, se comprometía a expedir por su parte un decreto de amnistía para todos los que le  habían sido hostiles, es decir que amnistiaba al gobierno y a sus tropas.  Restrepo Uribe, además, ofrecía participación en el gabinete al sector de Isaacs

El primer gobierno de Núñez, 1880-1882

El nuevo presidente anunció, al posesionarse, un claro programa regenerador. Sin embargo, no parecía fácil impulsar una reforma profunda de la Constitución. Como señal de apertura hacia los conservadores, nombró, por primera vez desde 1861, un gabinete con un miembro de ese partido. Y los dos conservadores más prestigiosos recibieron cargos públicos: don Carlos Holguín fue enviado a representar a Colombia en Europa, mientras don Miguel Antonio Caro fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. El Congreso tenía una leve mayoría independiente, que no permitía impulsar realmente el cambio: muchos de los independientes apoyaban a Núñez siempre y cuando no vieran muchos riesgos de una "reacción clerical" o un triunfo conservador; el nombramiento de conservadores por el ejecutivo no fue del agrado de muchos liberales. Por otra parte, varios aspectos de la política económica tendían a dividir el mismo grupo independiente. Núñez anunció e impulsó una política de protección a algunos sectores artesanales, mediante la elevación de las tarifas aduaneras. Se trataba en partes de pagar servicios políticos a los núcleos artesanales, en parte de una creciente hostilidad de Núñez al liberalismo manchesteriano y en parte de un intento por mejorar los ingresos fiscales. Pero para los comerciantes esto era absurdo, y ellos tenían una amplia presencia en todos los grupos políticos. Del mismo modo, la creación de un Banco Nacional, que respondía también a un esfuerzo por mejorar la posición fiscal del gobierno y reforzar su autonomía, provocó al menos la desconfianza de los inversionistas, que no compraron las acciones abiertas al capital privado, y luego, la hostilidad de los banqueros, que veían una amenaza enorme en la nueva institución, a la cual se le reservaría eventualmente el monopolio de emisión de billetes. También entre los independientes había algunos notables banqueros, y éstos se dividieron con relación a este proyecto. Por otra parte, el Congreso realizó algunas de las reformas políticas que había promovido Núñez, y que eran prenda de apertura hacia los conservadores. Levantó, por ejemplo, el destierro de los cuatro obispos; ordenó, con el apoyo de algunos radicales, la devolución de las propiedades confiscadas a los conservadores en 1876-1877, y una ley de orden público, que bordeaba la inconstitucionalidad, autorizó al presidente a intervenir en los estados a solicitud de las autoridades legítimas de estos. Pese a estas medidas, da la impresión de que el gobierno estaba políticamente en el limbo. Casi tres meses gastó Núñez conformando el gabinete y luego desapareció en agosto, cuando se fue, en ejercicio de funciones presidenciales y acompañado de dos de sus ministros, a Panamá y la Costa. Se decía que iba a enfrentar un incidente fronterizo con Costa Rica; negoció además con la Compañía del Canal un préstamo muy discutido, cuyos recursos sirvieron para conformar el capital del Banco Nacional. Y no debe haber escapado a su olfato político el interés de mostrar a sus coterráneos un presidente en ejercicio, con todos los arreos y atributos del poder. La reforma de la Constitución seguía siendo difícil. Muchos independientes vacilaban. En julio de 1880, Santos Acosta y Eustorgio Salgar volvieron al redil radical. Los independientes se unían en la oposición, pero estar en el gobierno los dividía, y muchos empezaban a ver peligrosa la estrategia nuñista y a preferir buscar la unión liberal para hacer solos las reformas. Las suspicacias aumentaron con el discurso Núñez en la Universidad Nacional, cuando elogió el plan académico de 1843, considerado por lo radicales como el colmo del autoritarismo y el conservatismo; la propuesta de que el país adoptara como ciencia fundamental la sociología, que enseñaba a las naciones a no hacer revoluciones sino seguir una evolución lenta y gradual, como la de los seres naturales, no provocó tanto terror, y Salvador Camacho Roldán comenzó a enseñarla en forma inmediata. Más bien los conservadores eran los inquietos, ante esa ciencia materialista y que desconocía la libertad del alma humana.

También disgustaba a los radicales el estilo administrativo de Núñez. En una situación de crisis fiscal, elevó sustancialmente el número de empleados públicos; los consulados en el exterior se multiplicaron, y se advirtió una clara estrategia de recompensas, de una planeada asignación de cargos civiles y militares. No parece, por otra parte, haber provocado críticas el esfuerzo por mejorar la formación militar, lo que hizo utilizando los servicios del coronel norteamericano H. Lemly, el cual reorganizó la Escuela Militar, aparentemente con éxito, si hemos de creer los informes que periódicamente presentaba al ministro norteamericano en Bogotá.

Era evidente que no se darían las condiciones para una reforma constitucional. Algunas propuestas de Asamblea Constituyente alcanzaron a discutirse, y se hablaba de prorrogar el periodo presidencial a 4 años. Pero con uno o dos estados radicales, y otros vacilantes, la reforma era imposible. En Santander, Solón Wilches se fue alejando de los independientes: corrupto y ambicioso, trató de impulsar su candidatura presidencial. Núñez desconfiaba de él, y en 1881 trató de lograr un acuerdo con los radicales para ver si lo tumbaban. Núñez quería que lo sucediera el general Juan Nepomuceno González, de toda su confianza, y agente de unos quineros costeños enfrentados a los exportadores favorecidos por Wilches. En el segundo año de gobierno el impulso parecía perdido. Para conservar apoyo del Congreso, debió aceptar un gabinete de unión liberal, con algunos radicales. Y comenzó el esfuerzo por garantizar el control del siguiente periodo.

Muchos de los independientes más notables se habían alejado. Alrededor de Núñez se mantenían algunos generales secundarios, y muchos jóvenes que empezaban ascender vertiginosamente como Carlos Calderón Reyes o Felipe Angulo. Los verdaderos electores tenían un poder  y un prestigio regional, como Eliseo Payán, del Cauca, José Eusebio Otálora de Boyacá o Solón Wilches de Santander. El partido independiente, fuera de Núñez, no tenía una figura nacional de absoluta confianza. Ante esto, Núñez propuso finalmente la candidatura de un independiente tibio, Francisco Javier Zaldúa, que ya tenía 70 años y muchos problemas de salud. Los radicales, que no podían ganar las elecciones con sólo dos estados, decidieron tratar de seducir a Zaldúa, y acabaron robándole la novia a Núñez. Parece que lograron convencerlo de que éste lo había propuesto calculando que no podría ejercer el poder y que debía impulsar una política de "unión liberal". Desde abril de 1881, Zaldúa decidió sacar su candidatura como de unidad, en un ruidoso y concurrido acto en la plaza Bolívar. Los independientes Julián Trujillo y Salvador Camacho Roldán fueron los más importantes deslizados de ese momento. El radicalismo adoptó una actitud de guerra santa. En la manifestación, su máximo orador, José María Rojas Garrido, amenazó: "antes que permitir el triunfo el Partido Conservador, que no quede piedra sobre piedra en el suelo de la patria." Y el "sapo" Gómez anunció que "la bandera del partido, por ahora, es la de la intransigencia". Otras de sus frases hizo carrera: "los bárbaros están a la puerta de Roma."

Pese al creciente apoyo a Zaldúa, que finalmente agrupó alrededor de su figura venerable, de su prestigio de jurista incorrupto y de su larga carrera de servicios al partido liberal, no sólo al liberalismo sino al mismo conservatismo, la lucha política se fue haciendo más agria. En Bogotá, un antiguo nuñista, Teodoro Valenzuela, epítome de caballerosidad cachaca, encabezó una nueva sociedad política, la de Salud Pública, en la que los asistentes hablaban de revoluciones, atentados y asesinatos políticos.

En las elecciones estatales de septiembre 1881, los independientes, dueños de los ejecutivos regionales, obtuvieron un amplio triunfo en Cundinamarca, Aldana barrió al sapismo; en Boyacá, Arístides Calderón reemplazó Otálora; los Calderón, una familia de independientes con una amplia clientela, llegaba al poder. En Antioquia fue elegido un nuevo presidente radical, pero algo contemporizador: el comerciante del marco de la plaza Luciano Restrepo, oligarca y civilizado.

Finalmente, Zaldúa fue elegido, con un solo voto en contra: el de Santander, que se dio a su propio gobernador. A partir de este momento las relaciones entre Núñez y Zaldúa empeoraron, y cuando el congreso se reunió eligió primer designado a Núñez y segundo a Otálora. Zaldúa quedaba prisionero del cargo; si debía renunciar, el poder volvería claramente los independientes. En la posesión presidencial, el discurso de Zaldúa, escrito por Santiago Pérez, resultó desafiante. El anciano presidente, que había anunciado estar dispuesto a ofrendar su vida, no hizo siquiera los elogios de cortesía al presidente saliente. Los radicales creían haber recuperado el poder.

La administración Zaldúa: un caso de doble poder

El gabinete de Zaldúa tenía una clara mayoría radical. Núñez, dueño del Congreso, decidió usar los derechos que la Constitución le daba, y la corporación rechazó los nombramientos radicales. Durante tres meses, el presidente nombraba ministros y el Congreso los vetaba. Núñez, que recibió bastantes balotas negras en 1878 como ministro y cuyo nombramiento de representante en Washington habían objetado los radicales, se pudo dar el gusto de negar el nombramiento de Eustorgio Salgar, de Felipe Pérez o de Felipe Zapata. Zaldúa no sabía qué hacer. Según él, Núñez, "no contento con arruinar el tesoro público, con haber consumido estérilmente 20 millones de pesos y haber adoptado la corrupción como una política y un medio de influencia, con haber eliminado dos importantes ingresos (la sal y las anualidades de Panamá), con haber comprometido los ingresos de las aduanas casi su totalidad... ahora trata de traer anarquía al país, subvertir el orden constitucional y colocar los poderes nacionales en conflicto... Núñez permanece encerrado en su casa sin atreverse siquiera a mirar por la ventana, pero conspirando".

En efecto, corrían rumores de que matarían a Núñez, por lo que éste no salía a la calle. Algunos intentos de acuerdo se frustraron, y se pensó que Zaldúa esperaría al cierre del Congreso para gobernar con ministros encargados. Mientras tanto, trató de dar un un mando radical al ejército, pero el Congreso empezó también a bloquearlo y expidió una ley que sujetó a aprobación del Congreso los nombramientos de subsecretarios y de mucho empleo militar.

Lo radicales resultan víctimas de su propio invento, de su temor a un presidente que pudiera imponerse sobre el Congreso. Zaldúa, desesperado, renunció, pero ante el pánico de los radicales y el riesgo de que éstos hicieran una guerra, por un ascenso de Núñez, retiró la renuncia. Luego estuvo enfermo, y la Sociedad de Salud Pública hizo reunir en Bogotá más de trescientos jinetes armados. Lo rumores de atentado a Núñez aumentaban y éste se vestía de etiqueta en su casa frente al Capitolio, a esperar a los asesinos. El congreso hizo una última humillación a Zaldúa, quien, asmático, gustaba de descansar en Tena y Anolaima: derogó la ley expedida años antes para permitir a Núñez, que detestaba el clima bogotano, gobernar desde fuera, y ordenó que para salir de Bogotá debía encargar al designado Zaldúa prefirió aguantar el clima sabanero. Finalmente, en agosto hubo un arreglo: los ministerios de Gobierno y Guerra se dieron a independientes. El congreso derogó la ley de tuición de cultos y ordenó la devolución de propiedades confiscadas.

Pero la tensión continuaba. Ricardo Becerra, el principal nuñista del Congreso, fue atacado a bala. Núñez se fue Cartagena, a escondidas, para sacarle el cuerpo al frío y a las intrigas de la "ciudad nefanda". En un atentado contra el gobernador de Cundinamarca, Daniel Aldana, murió el ayudante de éste, y fue detenido, como principal sospechoso, un general que hacía parte la Sociedad de Salud Pública. Durante todo este tiempo, los conservadores habían mantenido una estrecha relación con Núñez y con personas como Aldana. Este se consideró más seguro con ellos que con los independientes, que podían recaer en el radicalismo. En la primera ocasión, nombró el general Antonio B. Cuervo, uno de los dirigentes nacionales del conservatismo, superintendente del ferrocarril de Cundinamarca: la idea era que tuviera 300 trabajadores bien armados bajo su mando. Y en el Cauca, el gobernador independiente se sintió amenazado por lo radicales y pidió ayuda del gobierno nacional, atendiéndose a la ley de orden público. Zaldúa le mandó al fin una división al mando de Sergio Camargo, que había derrocado independientes antes. Todos esperaban que los radicales recuperarían el Cauca, y el gobernador de Antioquia, Pedro Restrepo Uribe, ofreció apoyo. Pero apenas iban camino, cuando la apuesta radical se frustró, el 21 de diciembre 1882, por la muerte esperada, anunciada y provocada de Zaldúa. Apenas había gobernado durante ocho meses.

Núñez decidió no asumir el poder, pues esto le habría impedido la elección como presidente para el siguiente periodo constitucional (1884-86). Se posesionó entonces el segundo designado, José Eusebio Otálora, un buen burócrata boyacense, opaco pero trabajador persistente. La estrategia Núñez aparecía ya más clara, y en vez de hablar de reformas menores a la Constitución, propuso un cambio radical: era preciso "reemplazar la muerta constitución de 1863 con una nueva". Para los radicales, eso era una herejía total: "la Constitución es sagrada, es el tabernáculo de la alianza liberal", decía el Diario de Cundinamarca. Pero Núñez tenía ya en sus manos el apoyo conservador y sólo Carlos Martínez Silva y algunos de sus amigos seguían vacilantes. Y los estados gobernados por jefes independientes eran una clara mayoría: la elección para el bienio siguiente era segura. Sin embargo, el problema central seguía siendo: ¿cómo romper el nudo de procedimientos? ¿Cómo reformar la Constitución, si se requería la unanimidad?

Los radicales, sin muchas salidas, amenazados con la pérdida paulatina DE la representación parlamentaria (pues los ejecutivos independientes hacían elegir representantes y senadores independientes) buscaron de nuevo el camino de la seducción, y propusieron a Otálora que fuera el candidato de la unión liberal. Era dudoso que fuera constitucional, ¿pero quién se atrevería a anular la elección de un presidente en ejercicio? La norma decía que no podía "reelegirse" a quien hubiera ocupado la presidencia. Se alegaba que esto no aplicaba a Otálora, pues no había sido "elegido" sino nombrado en su carácter de designado y por lo tanto no iba a ser propiamente "reelegido". Estos argumentos sapistas y leguleyos convencían a ratos Otálora, quien empezó vacilar, tentado con las ofertas. El 17 abril de 1883 decidió que no aceptaba. A finales del mes volvió a considerar la cosa, y otra vez le pareció que no era clara. En mayo y junio mantuvo la ambigüedad, mientras el nuñismo maniobraba para consolidarse; hasta el general Wilches decidió apoyarlo. Finalmente, Otálora aceptó la candidatura. El Congreso inmediatamente se lanzó contra él. Ricardo Becerra lo acusó de haber sobornado seis representantes, y comenzó fustigar sus manejos de fondos. La cámara, dividida, terminó al lado del presidente, y para protegerlo disolvió el quórum, con lo que quedaba clausurado el Congreso. Pero el gabinete tampoco estaba de acuerdo con Otálora y renunció en forma inmediata. En menos de una semana el apoyo del candidato parecía reducido al viejo Olimpo liberal. No tuvo más remedio que renunciar melancólicamente a la candidatura y, para no dejarlo sin nada, los independientes y los conservadores aceptaron prometerle que lo nombrarían presidente del estado de Boyacá.

Lo radicales tuvieron que cambian los carteles en los que apoyaban a Otálora para un apoyo de última hora a Sólon Wilches; las tres mil firmas que aparecían pudieron dejarse intactas. Otálora, para cumplir su parte del trato, tuvo que nombrar a su acusador Becerra como ministro de gobierno: así los independientes estaban seguros de que no habría sorpresas. Y la sorpresa fue realmente para Otálora: en las elecciones de Boyacá  fue elegido el general Pedro María Sarmiento, un cliente de la familia Calderón. Y en el país el triunfo de Núñez fue amplio: seis estados lo apoyaron contra tres (Antioquia, Tolima y Santander) que votaron por Wilches. Otálora tuvo que resignarse, y el 1 de abril de 1884 entregó el gobierno a su sucesor y descendió, como lo dijo en el discurso de ese día, "a la posición de simple ciudadano, que gentes poco benévolas llaman mi tumba"; pocos días después, amargado y decepcionado, murió en Tocaima, siguiendo en todo el destino de Zaldúa.

La segunda administración de Núñez

Para lo radicales, el triunfo de Núñez era un golpe mortal; abría el camino a una alianza abierta con los conservadores y quizás a la reforma constitucional; cualquier pretexto podría servir para derribar los gobiernos radicales que quedaban en Antioquia y Tolima. Ante esta amenaza, muchos empezaron a pensar que era preferible una guerra preventiva. Esta era algo criminal, decía Temístocles Paredes, pero más criminal era Núñez. El ambiente bélico era fuerte, sobre todo en Santander, donde los radicales habían soportado un gobierno independiente corrupto, fraudulento, amigo de negociados y violencias. Allí la administración de Solón Wilches había provocado tal rechazo en los grupos sociales dominantes, que los conservadores veían con buenos ojos una alianza con los radicales para intentar derribarlo y como ya se dijo, hasta el mismo Núñez, a pesar de ser de su mismo grupo, habría preferido salir de él.

El congreso de 1884 era ya mayoría independiente, pero todavía contaba con una fuerte representación radical. En la cámara había 55 independientes mal contados, unos 25 radicales y cinco conservadores. En la decisiva elección de designado los independientes se dividieron, pues la sibila de Cartagena decidió no apoyar a nadie y seguir la opinión; eso de lo radicales el voto decisivo, e impusieron un independiente vacilante, el caucano Ezequiel Hurtado, rival en ese estado del general nuñista Eliseo Payán. Los conservadores veían venir una confrontación decisiva, y enviaron a su gente a censar con cuantos hombres podían contar en caso necesario. Máximo Nieto pudo recoger en Cundinamarca y Boyacá las firmas de centenares de gamonales y caciques locales, que se comprometieron a poner un poco más de 10.000 hombres, aunque la mayoría sin armas, para respaldar a Núñez. 

Éste no apareció en Bogotá el 1 de abril, fecha su posesión; no estaban formadas las corrientes de opinión y era difícil ver hacia dónde iba el grupo independiente. Ezequiel Hurtado se posesionó, y nombró un gabinete que no daba a los conservadores la representación que esperaban; el secretario del Tesoro, único nombrado de ese partido, decidió no aceptar. El Congreso, mientras Núñez aparecía, se entretuvo acusando al caído Otálora, por haber comprado un carruaje, con conductor negro y todo, y por otras minucias similares. Los independientes, sin Núñez, no sabían para dónde correr. Y nadie podía comunicarse con él, pues no se sabía dónde estaba. Algunos radicales veían hacia dónde iba todos: el gobernador de Antioquia le escribió el ex presidente Aquileo Parra para recomendarle que apoyaran a Núñez y aceptaron algunas de las reformas que se proponía. De otro modo iba hacer esas reformas con los conservadores. Pero el radicalismo aceptaba las reformas sólo si Núñez no era el que las imponía: desconfiaba demasiado de él.

Al llegar a Bogotá en agosto, después de haber estado en Curazao, aparentemente tratando de curarse sus rebeldes males estomacales, Núñez tenía, al parecer, abiertas las opciones. Y tenía un poder inconmensurable. La crisis política reciente, las dificultades económicas, el empantanamiento de los partidos, habían confluido para concentrar toda decisión en el cartagenero. Su capacidad de maniobra era amplísima, y aunque no se veía una salida a su propuesta reforma constitucional, era evidente que para fines de 1884 era el único dirigente nacional escuchado por el país.

Núñez inicialmente trató de nuevo de jugar sus cartas liberales y de obtener el apoyo radical para las reformas. A comienzos de agosto hubo varios intentos de negociación con los radicales, y Aquileo Parra recibió un borrador de reformas mínimas propuestas por Núñez. Algunos radicales apoyaban el trato, pero al fin la desconfianza nos venció. ¿No había dicho el mismo Aquileo Parra que para negociar con Núñez había que pedirle fiador? Al posesionarse, el 11 de agosto, Núñez seguía buscando un acuerdo que incluyera a lo radicales, y nombró ministro del Interior al ex presidente Eustorgio Salgar. Los conservadores recibieron dos carteras del gabinete. En un gesto hacia el ex presidente Santiago Pérez, la dio un puesto en el consejo académico de la Universidad Nacional.

Cómo comienza una revolución

La crisis surgió, como era de esperarse, en Santander. Allí las elecciones de julio habían enfrentado el candidato del grupo independiente y del fraude Francisco Ordóñez, y al radical Eustorgio Salgar. Lo radicales y muchos conservadores habían anunciado que si el fraude era demasiado claro, irían a la guerra. Así ocurrió, y a comienzos de agosto comenzaron las movilizaciones de tropas. Núñez, con aprobación de lo radicales, y con el poder que le daban la ley de orden público de 1880, decidió enviar fuerza nacional. Pero la hizo acompañar de dos comisionados de paz, uno radical y uno independiente, aunque más wilchista que nuñista, para no provocar demasiadas susceptibilidades del presidente saliente, Solón Wilches. La tropa, y en esto Núñez era siempre cuidadoso, sí iba al mando de un nuñista de siempre, el general González Osma, rival comercial y político de Wilches. Los comisionados lograron éxito en sus esfuerzos de paz, y el 20 de septiembre se firmó entre el gobierno en Santander y los rebeldes el Convenio del Socorro: se elegiría una convención que decidiría sobre los asuntos electorales con perfecta autonomía. Entretanto, gobernaría el comisionado independientes, Narciso González Lineros, y las tropas quedarían al mando de un radical y un independiente. Los radicales quedaron contentos, sus relaciones con Núñez mejoraron y a finales de octubre parecía que iba a lograrse un acuerdo de fondo. Núñez daba una garantía seria: nombrar como ministro de Guerra al general Santos Acosta, ex presidente radical y con fama de decidido: había sido él el que había "amarrado" a Mosquera en 1867. Sin embargo, el acuerdo se frustró, y no poco peso tuvieron en ello las actitudes desafiantes e irónicas de algunos radicales, que en discursos de la Sociedad de Salud Pública aludieron a la esposa de Núñez y a éste lo llamaron “bígamo". En este punto, los radicales habían adoptado siempre una actitud moralista que contaba con el savoir vivre de los oligarcas conservadores. Núñez, que sólo se animó a traer a Soledad Román a Bogotá en 1884, a una ciudad que detestaba por el clima y las costumbres, tuvo que soportar el desaire de toda la oligarquía radical. Sólo las esposas de los conservadores, y en primer término la de don Carlos Holguín, aceptaron visitarla, lo que aprovechó doña Soledad para devolver las visitas en horas más públicas; esto permitió al público bogotano ver el coche presidencial, con el conductor negro de levitas, a la puerta de las principales casas conservadoras de la ciudad. Pero así todo, Núñez confiaba en la búsqueda de una salida: si se hacía la reforma constitucional, se comprometía a retirarse y a no aceptar nunca más la presidencia o la designatura.

Instalada la convención de Santander, resultó con mayoría radical. Habría podido limitarse a declarar legítima la elección de Eustorgio Salgar, y un tercer estado se habría añadido a los radicales. Pero la convención se envalentonó y decidió declararse constituyente, contra lo acordado en el Socorro. Los conservadores independientes aprovecharon eso para retirarse, y González Lineros ordenó la disolución. Los radicales se lanzaron entonces a la revuelta en Santander, y el 18 de noviembre el país estaba oficialmente en guerra civil.

Los radicales no están preparados para ella. Los principales jefes estaban en contra, y cualquier análisis serio mostraba que sólo serviría para fortalecer al gobierno, como ocurre normalmente con las revoluciones. Pero aunque no tuvieron muchas perspectivas, la retórica radical era muy fuerte, y muchos de los sectores intermedios en el radicalismo ya no confiaban en nada distinto a la guerra para impedir la entrega de Núñez al conservatismo. Fue tanto lo que tratarán de impedirla que al fin acabaron provocándola.

El general Sergio Camargo fue elegido director del liberalismo y de la guerra. No estaba muy de acuerdo con ella, y tras buscar alguna salida negociada se marchó a su hacienda, agravando el caos radical. Los gobernadores de Antioquia y Tolima, por su parte, eran enemigos de la guerra, en la que veían una locura santandereana que los hundiría a todos. ¿Pero cómo permitir que un triunfo fácil de Núñez en Santander que le diera la ocasión de proseguir contra ellos con cualquier pretexto? El gobernador de Boyacá, el independiente Pedro Sarmiento, trato de mantener neutral su estado, firmó un acuerdo con un rebeldes en este sentido y entregó al gobierno nacional el parque que este tenían en Boyacá. Pocos días después, sin embargo, decidió sumarse a la revuelta. Antioquia y Tolima seguían vacilando.

Núñez tampoco sabía con quien contaba. La Guardia Nacional no estaba aún en manos de oficiales de confianza, y los mandos medios eran impredecibles. ¿Estarían dispuestos a pelear contra sus copartidarios, después de estar al lado de ellos en las guerras anteriores? Y las rivalidades personales pesaban: el general Ezequiel Hurtado, en el Cauca, parecía dispuesto a dirimir su conflicto con Eliseo Payán sumándose a la revolución radical. Este modo, Núñez comenzó a temer una erosión de su base militar y el resurgimiento de la tradicional mística liberal. Esto lo había dejado sin ningún apoyo, y por eso desde el 23 de diciembre apeló al general conservador Leonardo Canal, y lo autorizó para reclutar y armar un ejército de reserva; allí estaban listos los 10.000 censados a comienzos de año. Esto era pasar el Rubicón. El ministro del Gobierno, el radical Santos Acosta, renunció el 24. A los pocos días, 1200 conservadores de la Sabana de Bogotá desfilaban frente al palacio presidencial y recibían sus fusiles.

El gesto de Núñez aparecía como plena prueba de la traición que siempre habían temido lo radicales. La deserción fue entonces amplia. Además de Sarmiento, el presidente encargado de Bolívar se sumó a la rebelión, y en el Cauca y Panamá tuvieron lugar nuevos alzamientos. El más notable de todos los pronunciados fue el general Ricardo Gaitán Obeso, un graduado de la escuela militar y el antiguo comandante de la revolución antioqueña de Jorge Isaacs. Después de pronunciarse en Cundinamarca, se lanzó con un reducido grupo de colaboradores la breve y exitosa campaña del río Magdalena. El gobierno no tenía muchas tropas (al fin del cabo, el pie de fuerza era de 3000 hombres) y estas estaban muy dispersas. Gaitán vivió entonces de la sorpresa y el prestigio. Bajó por el Magdalena capturando buques, apropiándose de mercancías que remataba para financiar la campaña, y el 5 de enero, mezclando audacia y exageración, obtuvo la rendición de Barranquilla (una ciudad muy liberal, por lo demás). Allí, su fuerza era ya de más de 2000 hombres, y gozaba de nuevos recursos que obtuvo en el Banco Nacional y en las oficinas de la aduana, los correos y los ferrocarriles, a más del ganado y las vacas que lograba recoger. Sin embargo, el atractivo general se dejó entretener por las celebraciones y las diversiones. Dos jóvenes --las dos Margaritas-- demoraban su partida. Cuando decidió atacar a Cartagena, a mediados de febrero, del gobierno comenzaba a recuperarse de la sorpresa que le había arrebatado el río y el principal puerto del país, con la rica renta de aduanas. Los reclutamientos oficiales avanzaban, lo generales conservadores se ponían en marcha y los préstamos forzosos a los liberales, así como las emisiones del Banco Nacional, permitían obtener recursos para el gobierno. Finalmente, Gaitán fue rechazada en marzo, y desde entonces la revolución entró en barrena. Una desorganizada expedición, bajo un mando múltiple y en desacuerdo, se enfrentó a los conservadores y gobiernistas en La Humareda el 17 de julio. Aunque la batalla fue favorable a los liberales, murieron varios de sus principales jefes. Allí murió Luis Lleras, quien había escrito seis días antes a Rufino J. Cuervo: "compadre, la guerra es un vértigo, una locura, una insensatez y los hombres mas benévolos se vuelven bestias feroces; el valor del guerrero es una barbaridad, pero cuando uno toma las armas, no puede, no debe dejarlas en el momento de peligro, no puede volver la espalda a amigos, enemigos y hermanos, sin cometer la más baja de las acciones, sin ser un cobarde y miserable..." y se haya negado a embarcarse para Europa. Antes se había visto forzado a "pensar en cartuchera y fusiles, y en campañas en que Dios sabe si nos tocará dejar la barriga al sol mientras llegan los gallinazos".

No sólo murieron allí los jefes de la revolución: el buque con el parque y la pólvora se incendió, y los radicales triunfantes quedaron sin cómo proseguir la guerra. Entretanto, el gobierno había podido destruir las fuerzas rebeldes del Tolima, Cauca, Boyacá y Panamá. En este último estado, los derrotados fueron acusados de incendiar la ciudad de Colón, y un antiguo agitador y funcionario público independiente, Prestán, convertido en un radical, fue fusilado, en buena parte para tranquilizar a los extranjeros; el gobierno había pedido el desembarco de los infantes de marina de los Estados Unidos para impedir a los revolucionarios la suspensión del tráfico por el ferrocarril.

La lucha siguió unas pocas semanas más. A finales de agosto se rindieron los últimos jefes liberales. El 10 de septiembre el radical Foción Soto y el conservador Antonio B. Cuervo firmaron la capitulación de El Salado. Núñez, al responder a las celebraciones de sus seguidores por el final de la guerra, en un discurso improvisado y entusiasta, anunció lo que ya se sabía: "La Constitución de 1863 ha dejado de existir". La revolución, al destruir los poderes legítimos de los estados, dejaba a estos sin existencia legal y creaba el vacío constitucional que permitiría a Núñez justificar una nueva Constitución. La república federal había muerto.

 

Bibliografía

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Jorge Orlando Melo

Publicado en Nueva Historia de Colombia, Bogotá, Editorial Planeta, 1989.

 
 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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