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Palabras de Jorge Orlando Melo al recibir, en la sede de la Biblioteca Luis Angel Arango, la Orden del Mérito Académico (Ordre des Palmes Académiques) del gobierno francés.

 

Señor Embajador Guy Asaiz
Amigos y colegas:

Durante mi vida, siguiendo quizás con algo de presunción el ejemplo de un admirado intelectual francés, he tratado de eludir premios, recompensas y condecoraciones. Pero llega un momento en el que uno reemplaza el desafío arrogante a los rituales con una actitud más humilde y se siente contento, como hoy, cuando un país a cuya cultura debe mucho, considera razonable entregar una constancia de que algo se ha aprendido de ella.

Es mucho lo que los colombianos hemos recibido de Francia.  Desde antes de nuestra independencia hasta hoy, desde la época de la declaración de los derechos humanos hasta los tiempos postmodernos, la cultura francesa ha sido referente obligado de nuestros debates políticos  y ejemplo inevitable de actividad artística y literaria. Yo acostumbraba afirmar que en Medellín, cuando el joven entraba en la crisis de la adolescencia, se rebelaba contra el padre, dejaba de creer en Dios y quería cambiar el mundo, después de aprenderse de memoria la “Carta al Padre” de Kafka, terminaba leyendo a Baudelaire, Artaud o Sartre y dedicándose a la poesía o al teatro. Quizás hoy no lean a Sartre, pero Francia sigue ofreciendo el remedio, así muchas veces también promueva la enfermedad: en mi ciudad, donde en los sesentas se vendió en pocos días la mitad de la edición latinoamericana del Antiedipo de Deleuze y Guattari, hoy los jóvenes en crisis acaban ensayando las respuestas de Lacan a sus problemas. 

 Esta relación con Francia, desde finales del siglo XVIII a hoy, ha sido contradictoria y discutida. La revolución francesa dividió a los criollos entre la fascinación por los principios republicanos y los derechos humanos y el horror al terror revolucionario. En el siglo XIX, Francia fue ante todo imagen de radicalismo, de lógica administrativa, de claridad legal, y a veces, también, de excesos revolucionarios y comuneros. Y comenzó la seducción del arte y la literatura, casi siempre leída a la luz de los proyectos políticos locales, y por ello sujeta al elogio y la diatriba. Las polémicas del siglo, sobre la libertad o la democracia, estuvieron llenas de referencias a Eugenio Sue, a Victor Hugo, a Lammenais. En el siglo XX los modelos políticos fueron menos urgentes, aunque los abogados siguieron buscando tratadistas franceses para construir el nuevo estado social. Más importantes se fueron haciendo los poetas y novelistas: Baudelaire y Rimbaud, Anatole France y Zola, Proust y Romain Rollaind, Gide y Martin de Gard.  

   Yo mismo entré al mundo de la lectura de mano de la pasión por un escritor francés, que fue, como el de muchos de los niños de mi época,  Julio Verne, sacado en préstamo de la Biblioteca Piloto de Medellín para leerlo en casa, muchas veces con una lámpara de mano para evitar los regaños de los padres preocupados por el trasnocho. Un poco mayor, la colección de grandes novelas de Editorial Jackson me permitió descubrir a Rojo y Negro y a Madame Bovary y la vida parisina de El Nabab, de Alphonse Daudet, del cual habíamos también escuchado en clase, en un libro de lecturas infantiles, esa historia de la última lección de francés en un pueblo alsaciano que resultaba, aunque un poco incongruente para los niños colombianos, conmovedora.  

  Pero una sacudida más fuerte la tuve cuando nuestro profesor de francés, en la época en que el aprendizaje de este idioma empezaba en quinto de bachillerato, llegó a clase y leyó y nos hizo traducir la primera página de una novela que comenzaba: “Aujourd’hui maman est morte. Ou peut etre hier”. Allí descubrí repentinamente que era posible entender el francés sin saberlo, que existía un tono narrativo totalmente diferente al del narrador omniciente, que había algo como la filosofía del absurdo, que existían  Mersault y Albert Camus. Me volví un lector febril de Camus, descubrí a Sartre, que comprábamos, en la trastienda de la librería Dante de Medellín, donde se mezclaban los libros prohibidos por la iglesia y por Monseñor Builes, el marxismo, Vargas Vila, los existencialistas franceses y la pornografía, a pesar de que ya había caído la dictadura militar. En un periódico que editábamos con varios estudiantes, publiqué completo el elegante discurso de Albert Camus en la recepción del Premio Nobel, en una traducción que mi profesor de francés consideró buena.  Y un poco después, mi primer artículo en un suplemento literario bogotano fue un comentario a la poesía de Saint John Perse.  

 No voy a fatigarlos con una innecesaria autobiografía intelectual: quiero simplemente recordar que para mí, como para muchos de mis compañeros de generación, la cultura francesa que nos atrajo en los sesentas fue la del existencialismo y el marxismo, la de la novela contemporánea, la de la obra de Picasso, les Temps Modernes, Camus, Sartre, Malraux y Merleau-Ponty. Mi peculiar lectura de Sartre, apoyada en buena parte en el también afrancesado Estanislao Zuleta, subrayó los elementos de crítica al socialismo soviético y a la ortodoxia marxista.. Una señal de esto fue la traducción, en 1962, de Problemas de Método, la Introducción a la Crítica de la Razón Dialéctica. Otra señal, que algo me distanció intelectualmente de Zuleta, fue mi temprano rechazo a Althusser, que se ha prolongado en una lectura sintomáticamente desconfiada de Lacan, Foucault y otros padres putativos del postmodernismo: pensadores que han abierto nuevas visiones del mundo y el hombre, pero que construyen pseudosistemas integrales apoyados en una metaforización generalizada del razonamiento, en la transposición de conceptos de un área a otra (Barthes y Baudrillard han sido maestros de esto)  y en un abandono voluntario del tradicional esfuerzo de claridad que muchos identificamos con la mejor tradición de la cultura  cartesiana. Y finalmente, fue en el trabajo de los historiadores franceses, de Marc Bloch, Lucien Febvre y de Fernand Braudel, enseñados por Jaime Jaramillo Uribe en sus clases de historia de Colombia en la Nacional, y luego de Emmanuel Leroy Ladourie –quien fue también bibliotecario después de años de enseñanza universitaria, como director de la Biblioteca Nacional de Francia-, George Duby, Jacques LeGoff o Roger Chartier, donde se formó una visión del trabajo histórico como proceso de investigación y búsqueda, una exigencia de apoyo empírico acompañada de un reconocimiento al carácter de texto de la historia, y una obsesión por una escritura que, aunque sea consciente de su función retórica y de los límites de la objetividad, no se convierta en un velo opaco y engañoso.  

 Así como los hombres de la independencia se apoyaban en Rousseau o Voltaire pero se horrorizaban con el terror revolucionario o napoleónico, el intelectual colombiano de hoy se mueve, en relación a Francia, entre la seducción sospechosa de una cultura con gran capacidad para producir modas y mandarines y una tradición cuya vitalidad nos sigue alimentando. Por ello, no puede parecer extraño que diga que encontré en Francia el antídoto y el antitodo contra las tentaciones mismas de la cultura francesa.  

 Hoy, en mi trabajo diario, los grandes centros institucionales de Francia siguen siendo un ejemplo y una fuente de nuevas visiones: el Centro Pompidou, con su mezcla de libros, obras de arte y música, tan similar a la de la Luis Ángel Arango, o la Biblioteca Nacional de Francia, con su apuesta radical por la tecnología, su prefiguración racionalmente planeada de las bibliotecas del siglo XIX. Allí también se combina la creatividad con una obsesión del orden que debe tomarse con algo de reserva. Y más que los constructores de escuelas,  son los novelistas y poetas de Francia, los clásicos del siglo XIX y XX, de Balzac a Proust o a Quenau, de Baudelaire a Saint John Perse, los que me siguen hablando con más fuerza y cuya voz escucho con mayor devoción. Entre el esprit de système y el esprit de finesse que se contraponen como rasgos de la mentalidad francesa, he acabado prefiriendo el último. 

  Gracias, entonces, al gobierno de Francia y a su Embajador, por esta nueva finesse, que confirma un lazo cuyos nudos son ya imposibles de deshacer.  

Jorge Orlando Melo
3 de Diciembre de 1998

 
 
 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
Ultima actualización noviembre 2020
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