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Debería haber una ley
 

El 3 de febrero de 1547, el Cabildo de Bogotá le escribió al rey de España que, aunque obedecía las Cédulas Reales recién expedidas para proteger a los indios, "no se cumplirá ni guardará cosa alguna" en los casos que hicieran daño a los colonos españoles. Comenzó así la tradición de "se obedece pero no se cumple", de aplicar la ley según la conveniencia personal: si me beneficia, la pongo en práctica, y si no, tengo todo el derecho a eludirla, a buscarle el quiebre, a no pagar impuestos, a no prestar un servicio de salud que le cuesta a mi institución.

La idea de que la ley debe cumplirse aunque lo perjudique a uno, porque es la condición para vivir en sociedad, la base de la ciudadanía, no pegó por aquí, y hemos tenido que inventar de todo para ordenar algo una sociedad en la que, antes de obedecer las normas, las personas o las empresas calculan con cuidado los beneficios o los costos de incumplir: el garrote o la zanahoria, los premios y los castigos, la probabilidad de que lo cojan a uno. Por eso, para tener un sistema de salud que medio funcione no basta una buena ley: hay que contratar abogados, poner tutelas y tener miles de jueces dedicados a forzar el cumplimiento de la ley.

Es difícil calcular cuánto le cuesta esto al país, cuánto hay que gastar en vigilar, revisar, controlar, alegar, demandar y defenderse, porque la ley se cumple solo si no hay más remedio. El gasto del Estado en justicia es casi el 1 por ciento del PIB (5 veces la proporción francesa) y el gasto privado debe de ser todavía mayor: tenemos más abogados que Inglaterra y como 10 veces más que los Países Bajos. Así pues, nos gastamos buena parte de lo que producimos tratando de que se respeten nuestros derechos, con resultados no muy buenos.

Como la ley no se cumple, no importa mucho. Hay que ver los centenares de proyectos que presentan los congresistas, entre cómicos y patéticos, llenos de buenas intenciones (hay uno para reconocer el derecho a no tener hambre), pero que se sabe que no van a servir para nada. Ahora hay dos proyectos que serán muy discutidos, tal vez se aprueben y después se olviden o deroguen: uno prohíbe las tareas en casa y otro obliga a los maestros a leerles a los estudiantes una hora al día. No dudo de que sea bueno para los estudiantes que les lean cosas divertidas un rato, sin exámenes, pero el hecho de que sea una obligación legal rígida arruina el objetivo y resulta contradictorio: la lectura que más sirve es la que se hace por gusto, no por obligación. Y ya me imagino las tutelas, para que los desocupados jueces definan si una lectura es apropiada o no. Y prohibir del todo las tareas es reemplazar el juicio razonable y basado en algo real de un maestro (que puede saber si el colegio tiene salones vacíos para hacerlas o no, cuáles son apropiadas para cada nivel y cada curso, si la materia requiere ejercicios por fuera o no, si el ambiente en casa es apropiado o no) por una regla abstracta, que puede servir en unos casos, pero ser fatal en otros.

La reacción usual colombiana ante todo es: "debería haber una ley". Esto me recuerda a un senador en una novela escrita en 1849, que cada que tropezaba con algo que no le gustaba decía lo mismo. Llovía en Bogotá y decía: "Debería haber una ley para ponerle una marquesina a esta ciudad"; pasaba por un almacén feo y anotaba: "Propondré una ley para que hagan pasajes como en París". Una ley para decir qué enseñar en clase, cómo vestirse, cómo respirar, cómo tratar a los demás, qué cosas decir o pensar.

Aunque sea contradictorio, este sueño une la ilusión burocrática y estalinista de una sociedad regulada en todos los detalles, en la que hay que tener un permiso o un formulario para todo, con la conciencia anarquista de que nadie obedecerá las leyes. A menos que hagamos una ley que diga que es obligatorio cumplir las leyes.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 8 de noviembre de 2012

 

 

 

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Ultima actualización noviembre 2020
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